El bosque sombrío
En las profundidades del Bosque Sombrío, tumbado en una hamaca de enredaderas y hojas, lord Silvestre cerró los ojos y dejó a un lado su flauta. La luz se refractaba a su alrededor, verde y ámbar, como si la propia fronda fuera un cristal combado y oscuro.
La hamaca estaba suspendida entre dos añejos robles, sobre los basamentos de unas ruinas aún más vetustas. Las piedras cubiertas de musgo salpicaban el claro a semejanza de dientes desgastados, contorneando débilmente los cimientos de un pequeño edificio, quizás un monasterio o abadía, sin duda desalojado y abandonado al deterioro en algún momento de la Era del Poder.
Los ojos de Vertumnus parpadearon y se abrieron de repente. Posadas sobre su cabeza, en las ramas de uno de los viejos robles, había dos ninfas que lo contemplaban con expresión perpleja.
—¡Pudiste matarlo! ¿Por qué no lo hiciste? —siseó la más menuda de las dos, que llevaba recogido el oscuro cabello en un rodete. Su voz era sonora y siniestra.
Vertumnus no respondió. Despacio, cruzó las manos sobre el pecho y, por un instante, semejó la estatua de un rey sepultado, inmóvil, regio e insondable. Las ninfas rebulleron inquietas sobre él; la más alta de las dos descendió gateando por el extremo de la hamaca con la agilidad de una araña por su tela, hasta llegar junto al brazo de Vertumnus; se acurrucó contra él, con la cara enterrada en la maraña de su frondosa barba verde.
—Yo sé que no te sientes inclinado a matarlo —susurró seductora, con una voz que recordaba una música de flauta y su tacto el suave roce del aleteo de un pájaro—. Y a nosotras no nos importa. Pero amedréntalo, confúndelo y haz que regrese impotente con sus hermanos de credo. ¡Hazlo! ¡Hazlo ahora!
Vertumnus soltó una risita queda, y el viento silbó entrelazado con su risa.
—Sois tan sanguinarias como estirges, todas vosotras, las moradoras de robles —dijo con voz retumbante—. Y tan necias e insistentes como urracas.
Las hojas crujieron al espantar a las ninfas con un ademán.
»¡Largaos las dos! —ordenó—. Ya ha amanecido y es hora de que duerma.
Se estiró, y la ninfa que estaba acurrucada a su lado rodó por el borde de la hamaca y cayó sobre el manto de hojas secas que cubría el suelo del bosque. Enfurruñada, miró de hito en hito al portentoso ser verde, cuya voz rebosaba magia y prodigios extraños, que se mecía soñoliento en las ramas suspendidas sobre su cabeza.
—No eres uno de nosotros —lo acusó—. Todavía no. Y tampoco eres ya uno de ellos, aunque quizás añores los tiempos pasados.
Vertumnus se limitó a reír y se dio media vuelta en la hamaca. Sacudió la cabeza, y una lluvia de bellotas cayó entre las enredaderas entrelazadas; por un instante, el aire rieló con una miríada de arremolinadas sámaras, las aladas semillas de olmos, fresnos y arces. Sus oscuros ojos chispeantes contemplaron a la ninfa con una mirada cálida y divertida, pero indescifrable.
—¿Quién eres tú, pequeña Evanthe, para decir si siento añoranza o anhelos?
De alguna parte, en medio de las gruesas y extensas ramas de un enebro, descendió un búho enorme y aterrizó en las guías de la hamaca, con una ramita de arándano azul en el pico.
Vertumnus guiñó un ojo al búho y miró irónico a las malhumoradas ninfas.
—Y ahora —bostezó—, iros a algún roble, y mi compañero y yo dormitaremos y soñaremos los sueños de los nocturnos y los sabios. —Vertumnus arqueó una ceja, se volvió hacia el búho, y de nuevo despidió a las ninfas con un gesto, esta vez más impaciente.
Airadas, las dríadas se deslizaron hacia el centro del bosque, y miraron atrás por encima del hombro una, dos veces, a aquel indómito misterio verde entre los habitantes de la fronda.
—¡Nunca serás uno de nosotros! —gritó la pequeña con voz zahiríente—. ¡Aunque seas tan verde como un retoño de árbol, como un puerro tierno, nunca serás como nosotros, lord Silvestre!
Un instante después, las dos desaparecían en la abigarrada luz de la profundidad del bosque. Vertumnus sonrió y cerró los ojos.
—Diona, jamás imaginarás lo poco que eso me importa —susurró, mientras se llevaba la flauta a los labios.
Con actitud reposada, el Hombre Verde alzó la vista a la oscura bóveda de la fronda y rozó la flauta con los labios; luego la apartó y dijo algunas palabras acariciadoras al búho en un lenguaje de silbidos, arrullos y murmullo de viento en las ramas altas, y la enorme ave se acomodó en la frondosa mata de su cabello. Vertumnus alzó otra vez la flauta, y los otros salieron de las sombras y se acercaron: el ruiseñor y el halcón peregrino, el alce, la ardilla y el murciélago, y un solitario lince de ojos ambarinos. Lentamente, lord Silvestre empezó a tocar en el sublime modo noveno que los bardos llaman «branchalino». El desconcertado búho levantó el vuelo cuando la hamaca en la que yacía el hombre se cuajó con el rebrote de hojas nuevas. Aunque el mundo y el tiempo a su alrededor experimentaban todavía los últimos coletazos del invierno, de repente era pleno verano.
Vertumnus tocó, y los capullos de flores se hincharon y se abrieron a su alrededor entrelazando los finos y huecos pedúnculos con su barba y su cabello. Rápidamente cambió al modo décimo, el sereno y alegre «matherino», y el aire se impregnó de dulces fragancias. En las ramas sobre su cabeza, los pájaros cantores se mecían embriagados por los encantadores aromas, y de manera gradual empezaron a sumarse con sus cantos a la melodía, como lo habían hecho en la niebla de las Llanuras de Solamnia.
Los ojos del Hombre Verde relucieron de placer, pues el modo undécimo era el próximo: el modo «solinio», la Canción de la Luna Blanca, la Dadora de Visiones. Por todo Ansalon, se irguieron orejas y se volvieron hacia la suave y casi inaudible melodía que empezaba a surgir en el Bosque Sombrío.
Los dedos verdes danzaron ágiles sobre el cuerpo de la flauta, veloces y fugaces a medida que el ritmo se aceleraba. Vertumnus miró el parche gris del cielo del amanecer que se alzaba sobre él, visible a través de la opaca red de ramas, y observó cómo lo iba llenando el blanco rostro de Solinari.
Los ojos de Vertumnus centellearon y se abrieron de par en par. El baile empezaba. Las ramas ya no oscurecían el firmamento, sino que, atrapadas en música y luz, parecieron encogerse en una red de cicatrices sobre la faz de la gloriosa luna.
La rielante superficie del orbe se tornó verde a medida que Vertumnus tocaba, encapotándose con una distante tormenta celestial. Las nubes se arremolinaban y bullían en silencio, y en medio de la turbulencia surgieron imágenes que poblaron la superficie de la luna.
Era como un espejismo, como una escena más vivida que un recuerdo, pero menos que un atisbo. Cruzando la superficie de Solinari, como si se movieran a través de la faz de un orbe, un grupo de una docena de enanos caminaba penosamente sobre rocas insustanciales.
Vertumnus estrechó los ojos y siguió tocando.
Dos de los enanos hicieron un alto en su fantasmagórica marcha, sombras cernidas al borde de la luna. Se miraron el uno al otro y sacudieron las cabezas de un modo curioso, como si intentaran sacar algo que les obstruía los oídos.
Los labios de Vertumnus esbozaron una sonrisa sobre la embocadura de la flauta. Siempre ocurría igual: la música les llegaba como una confusión mental, algo elusivo que no recordarían un instante después de que saliera de su límite auditivo. Con todo, el modo solinio era la canción de los cambios. Aquéllos que la tuvieran al alcance del oído, cambiarían con la música; es decir, si escogían escuchar. Para algunos, el cambio sería sutil, para otros, profundo, pero todos los que tenían oídos para escuchar quedarían marcados en lo más hondo de su ser, y después la canción nunca los abandonaría.
Los enanos se desvanecieron tan rápidamente como habían surgido de las nubes en la luna, y en su lugar aparecieron tres caballeros montados en corceles, con los rostros tapados con unos cubrecuellos para resguardarse del cortante viento invernal.
Uno de ellos, que llevaba descubierta la cabeza, y cuyo cabello oscuro estaba salpicado de canas, tiró de las riendas y se detuvo bajo unos enebros nevados. Medio oculto en las sombras de los árboles perennes y en la esquiva luz de luna, alzó la vista al cielo, escuchando la música con vigilante concentración.
Algo en su porte resultaba muy familiar…, ciertamente familiar…
Pero, antes de que Vertumnus tuviera ocasión de examinarlo con más detenimiento, se desvaneció en el verde torbellino de nubes sobre la luna. Lord Silvestre bajó la flauta, y de repente, como si un viento arrasador hubiese barrido su superficie, Solinari resplandeció con una luz plateada…
Entonces, de pronto, inexplicablemente, empezó a menguar.
Vertumnus sacudió la cabeza con actitud entristecida; al hacerlo, los verdes mechones de su cabello soltaron gotitas de rocío. Ahora volvería a localizar al chico, antes de que la luna fuera un semicírculo, un segmento, antes de que desapareciera en la oscuridad del novilunio. Encontraría al que ocuparía su tiempo hasta que llegara la primavera. Alegremente, entonó una simple y divertida contradanza en modo octavo, tan sencilla que apenas tenía algo de magia. Las ninfas, al oír la tonada desde su recóndita morada en el corazón del bosque, salieron de los árboles y se aproximaron a él arrastrando tras de sí una estela de hojas de roble y una extraña luz plateada.
—Hay otros danzantes mucho más prometedores, Vertumnus —dijo Diona.
—Uno de los caballeros —sugirió Evanthe—. Incluso un par de enanos resultarían más interesantes.
El Hombre Verde siguió tocando, como si no las hubiese oído. Ciertamente, Sturm parecía un candidato poco prometedor, un joven singularmente carente de imaginación, condicionado por las costumbres y el convencionalismo. Lo que las ninfas no sabían era hasta qué punto le atañía este Brightblade, hasta qué punto había entrado en conflicto con el combate de Yule al paso de los meses. Era hora de que el muchacho aprendiera una dura lección sobre sangre, obstrucción y rutilante superchería en el corazón de su amada Orden. En ausencia de su padre, Vertumnus se había responsabilizado de darle esas lecciones. Lo que Evanthe había dicho antes era cierto. Vertumnus había tenido varias oportunidades de matar a Sturm Brightblade. Aquello oscuro que había perseguido al muchacho en las llanuras ocultas por la niebla, y que no obedecía a hombre alguno y sólo a muy pocos dioses, danzaba al son de Vertumnus. Se había aproximado al chico y casi lo había alcanzado, pero en el último momento el Hombre Verde lo había alejado con su flauta hacia Kalaman y la bahía de más allá.
Era demasiado pronto para cosas oscuras, demasiado pronto para someter al chico a una prueba tan rigurosa. Ya habría suficientes peligros y el riesgo de una muerte fortuita. Pero no ahora, pues la danza acababa de empezar. Y faltaban dos semanas para que llegara la primavera.
Rápidamente, en la niebla y la luna menguante, Vertumnus buscó a Brightblade. La música recorrió las llanuras como un viento, bordeó el alcázar de Vingaard, descendió por el gran río hasta el alcázar de Thelgaard, y siguió buscando, registrando todo Solamnia hasta que…
Con las últimas notas solemnes de la melodía, la niebla se disipó ante un antiguo castillo, ruinoso y deshabitado. Los oscuros ojos de Vertumnus se abrieron de par en par.
Las ninfas intercambiaron una mirada indescifrable.
—Está ahí, Evanthe —susurró Vertumnus.
Los últimos retazos de niebla se disiparon, y apareció Brightblade, trémulo e inestable sobre el sudoroso lomo de su yegua. Debilitado por la niebla, el fuego y la galopada suicida, el muchacho parecía menguado, muy pequeño dentro de aquella absurda armadura solámnica.
—Casi infunde pena —dijo Diona, cuya mano morena descansaba sobre el hombro del Hombre Verde.
—A mí no —contestó Vertumnus, con un último atisbo de invierno en la voz—. Mis ramas están desnudas de compasión.
Así pues, él, el búho y las ninfas observaron al muchacho mientras cruzaba los desvencijados portones del castillo Di Caela.
—¿Conoces ese lugar, lord Silvestre? —susurró zahiriente Evanthe, con los labios pegados al oído del Hombre Verde.
Vertumnus sonrió, pero no respondió nada. Sturm desmontó y condujo a la yegua por los adoquines cubiertos de musgo del patio, pasando ante chamizos y edificios en mal estado, en dirección a las puertas de caoba de la torre del castillo, con algunas señales del deterioro causado por los elementos, pero todavía intactas. El muchacho probó el picaporte y, tras dar unos tirones, consiguió abrir la puerta de par en par.
—¡Tu bailarín es fuerte! —se mofó Diona.
Vertumnus puso un índice verde sobre los labios de la ninfa y apretó juguetón hasta que ella dio un respingo y volvió la cabeza.
El chico cruzó la entrada, y la luz del mediodía brilló breve y tímidamente en el oscuro interior del alcázar.
—Ahora está en la gran antesala —musitó Vertumnus—. Con sus tapices, sus pájaros dorados y sus balaustradas de mármol.
—Háblanos de ello —susurró Evanthe—. Dinos, Vertumnus.
Lord Silvestre cerró los ojos y se llevó la flauta a los labios. Algo sereno, quizás, en un modo más mágico; o algo excitante y ligero…
—¡Vertumnus! ¡Mira! —siseó Diona.
Él abrió los ojos en el momento en que una figura sombría cruzaba el distante patio, como un espectro no bien recibido en un sueño. El hombre se movió de sombra en sombra, cubierto con capa y embozo, agazapado contra los muros. Llegó a las grandes puertas de caoba, alargó la mano hacia la hoja abierta… y la cerró, violenta y súbitamente, para atrancarla a continuación con una daga. Con la misma rapidez con que se había acercado, la figura se alejó a hurtadillas, en tanto que desde el interior del alcázar llegaba el apagado sonido de los frenéticos e inútiles empujones del muchacho contra la puerta atrancada.
Vertumnus se tumbó en la hamaca; sus dedos recorrieron sin propósito la silenciosa flauta.
—Ese… encapuchado —musitó. Con una sonrisa complacida se volvió hacia Evanthe—. ¡Sé quién es! Lo he reconocido por el modo de andar, de moverse.
Rompió a reír, revolvió el cabello de las ninfas y las empujó juguetonamente fuera de la hamaca.
—¡Id en busca de la señora, Evanthe, Diona! ¡Decidle que la danza ha tomado un cariz mucho más interesante de lo previsto!
Mientras las ninfas se alejaban presurosas entre la densa floresta, Vertumnus se incorporó en la hamaca y se sacudió la niebla enredada en los largos mechones verdes. Se metió la flauta en el cinturón y descendió del árbol. Le esperaba un largo viaje, pero era corto comparado con la senda que había recorrido durante seis años.
—¡Boniface! —musitó—. ¡Por todas las estrellas afortunadas y desafortunadas, lord Boniface Crownguard de Foghaven! Algo se trae entre manos. Ahora la música se mueve más deprisa.
* * *
Boniface dio la espalda a la puerta del alcázar, al tiempo que sacudía la cabeza para que desapareciera el extraño zumbido de los oídos. Estaba satisfecho, extremadamente satisfecho. Por el momento, el inquisitivo muchacho estaba encerrado en la torre del castillo.
Había tenido que emplear todos sus conocimientos del terreno y su experiencia de jinete para llegar al castillo antes que Sturm Brightblade. Había desmontado en los oscuros establos y después se había deslizado a hurtadillas por el patio, con el tiempo justo para asegurarse de que estuvieran cerradas todas las puertas de la torre, de manera que cuando el muchacho entrara en ella le fuera imposible salir. En todo el perímetro del piso bajo del milenario alcázar, los accesos estaban atrancados a cal y canto. La vertical caída desde la ventana del piso alto era una garantía en sí misma.
Boniface suspiró y condujo a Luin hacia un abrevadero lleno con agua de lluvia, en el que la pequeña yegua bebió con sonoros lametones, de manera que el ruido apagó el golpeteo y los gritos tras las gruesas puertas y el antinatural zumbido de los mosquitos en el aire invernal. No era una tarea agradable el encerrar a muchachitos en torreones. Lo más probable era que Sturm muriese de inanición, e, incluso si por un inesperado golpe de suerte conseguía escapar, llegaría con el retraso suficiente a su cita en el bosque para que su honor quedara…
¿Cómo había sido la frase del Hombre Verde? «Comprometido para siempre».
Pero tenía que hacerse, se dijo Boniface mientras llevaba a Luin hacia los sombríos establos. Tenía que hacerse porque, en su afán por saber lo ocurrido con su padre, Sturm podía llegar a descubrir la verdad acerca del asedio al castillo Brightblade.
Era demasiado joven para comprender esa verdad, o el hecho de que Angriff representara una amenaza para la propia existencia de la Orden.
Boniface recostó la frente en el cálido flanco de la yegua, acosado por los recuerdos. Evocó cómo Angriff Brightblade había regresado de Neraka experimentando visiones que entrañaban un peligro extraordinario para su alma. Al punto, todos habían advertido los cambios sufridos por el hombre; habían reparado en la mejoría experimentada en su manejo de la espada y en que se había vuelto más diestro, más osado y más ingenioso. De algún modo era un poco… inquietante. Al fin y a la postre, Angriff acababa de contraer matrimonio por entonces, y su padre, lord Emelin, había sido acogido en el leño de Huma recientemente, con lo que el castillo Brightblade había quedado al cuidado de su hijo. Por ende, Angriff debería haberse mostrado más… conservador. Boniface se encogió de hombros y se apoyó en el abrevadero.
Angriff había sido un enigma. Siempre. Como aquella vez en el jardín, a poco de su regreso, mientras los dos paseaban por un estrecho sendero jalonado de flores, Boniface una docena de pasos tras él, y el aire saturado de los cantos de pinzones y gorriones. Boniface había rodeado un plantel de delfinios y había encontrado a su amigo inclinado sobre el sendero mientras rozaba levemente con su mano enguantada los pétalos de una rosa. Fue como si Angriff estuviera… abstraído por un instante, como si la flor tuviera algo que él tratara desesperadamente de recordar o recobrar.
Boniface se quedó allí, contemplando a su amigo sumido en ideas de rara dulzura, bajo la luz del sol de mayo que se filtraba entre las hojas de un roble negro, de manera que todos ellos —caballero, senda y rosa— tenían un extraño matiz verde. No era precisamente un lugar que inspirara malos pensamientos.
Pero Boniface había juzgado, aunque de un modo ocioso y poco más que táctico, que sería el sitio idóneo para una emboscada, si la intención del Mal era encontrarse en un lugar apartado del jardín con un gran espadachín que, por una vez, estaba desprevenido.
Se estremeció y desechó tan horrenda ocurrencia.
Boniface sonrió al recordarlo ahora. Ciertamente, todavía era muy joven aquel día en el jardín.
Sin embargo, sus pensamientos habían tomado otro derrotero, a la rosa que Angriff rodeaba con las manos, y a otras cosas aún más corrientes y vulgares. Pero, de repente, Angriff había sacado la espada y se había levantado con rapidez. Miró hacia un recodo del sendero del jardín, bajo unos arbustos de flores, después giró sobre sus talones y se dirigió a un delicado cenador de hierro forjado que se alzaba en el suave terraplén del centro del jardín. Actuaba de manera agitada, distraída. Se recostó en la puerta ornamentada de la pequeña construcción, como si estuviera afectado por una súbita y extraña enfermedad.
Al advertirlo Boniface llamó a los criados, creyendo que necesitaría ayuda para transportar a Angriff a la enfermería.
Los sirvientes llegaron, jadeantes y sofocados, pero para entonces Angriff estaba sosegado y plenamente alerta. Apartó la mano de Boniface y ordenó a los hombres que registraran el jardín. Regresaron pronto, asegurando a los caballeros que todo estaba en orden.
Entonces Angriff se había vuelto hacia él, con aspecto fatigado.
—Lamento esta desmesurada exhibición, Bonano —dijo, utilizando el diminutivo infantil que Boniface detestaba pero que soportaba a su buen amigo—. Pero, cuando me detuve a admirar esa rosa plateada, de repente percibí un cambio en las… energías del jardín. Es lo que aprendes en Neraka, frente a los rufianes espadachines, cuando tu corazón y la mano de la espada deben aprender a percibir la intención e impulso de tu enemigo.
»Es lo que he sentido ahora, aquí en el jardín. Y no vi ti nadie excepto a ti. Ni siquiera una ardilla o un perro. —Angriff esbozó una mueca y retiró de la frente el oscuro cabello con gesto fatigado—. Debo de estar más cansado de lo que imaginaba —confesó.
Pasaron horas antes de que Boniface saliera de su estupor el tiempo suficiente para decirle que el «cambio de energías» era el suyo propio.
Mas aún que la insubordinación, más que su comportamiento irrespetuoso en torneos y en los consejos de los grandes, había sido este suceso, recordado y magnificado con el transcurso de los años, lo que determino el futuro de Angriff a manos de Boniface. Y era por lo que los Brightblade tenían que ser borrados de la faz de Krynn para siempre.
Y por lo que, por simple lógica, el chico también tenía que desaparecer.