5

De partidas y proyectos

Aquella mañana, todos, salvo los más descarados, desviaban la mirada.

En los helados corredores alumbrados con antorchas, mientras la noche llegaba a su fin y el toque de campana de la tercera guardia tañía profundo y solitario, los escuderos empezaron a despertarse y a preparar las armaduras de sus señores quejándose del tiempo y de la hora. Era un momento del día que, por lo general, bullía de actividad, chismorreos y chanzas pesadas, pero hoy las ocupaciones cesaban y las conversaciones se interrumpían cuando Sturm pasaba presuroso camino de los establos. Silenciosos, casi turbados, los caballeros y los escuderos evitaban su mirada.

Incluso los criados, por lo común indiferentes con los asuntos de la hermandad, murmuraban a su paso y hacían signos de protección.

—La despedida a un hombre condenado —rezongó para sus adentros Sturm mientras salía al gran patio central, a las sombras y a las últimas ráfagas de nieve de la temporada.

Levantado y ocupado en misteriosas tareas desde hacía un buen rato, Derek Crownguard se encontraba a tiro de piedra de la puerta del establo, envuelto en el vaho del aliento y en mantas. Un par de los Jeoffrey, sus compinches de fechorías, estaban con él. Todos aristócratas y pertenecientes a familias principales desde hacía generaciones, ninguno de los tres tenía asignadas ocupaciones matinales, y Sturm sólo podía conjeturar qué los había hecho abandonar los cálidos lechos y los sueños de grandeza. Cuando el joven entró en el establo para coger su silla de montar, colgada en la habitual clavija de la pared, la encontró atada y enmarañada con enredaderas secas y estrafalariamente adornada con ramas de pinocha. Escuchó risas en el exterior y tiró con furia de la silla. Las enredaderas se partieron, y el muchacho retrocedió tambaleante por la fuerza del impulso. Un coro de voces juveniles se alzó en la oscura y fría madrugada:

Devuelve a, este hombre al seno de Huma,

más allá del cielo imparcial;

concédele el descanso del guerrero

y guarda el último destello de sus ojos,

libre de la asfixiante nube de la guerra,

sobre las antorchas de las estrellas…

Sturm salió del establo. A despecho de sí mismo, sonrió sin poder evitarlo. Después de todo, los chicos entonaban el salmo funerario de los Caballeros de Solamnia.

Terminaron los versos y se quedaron plantados ante él con actitud desdeñosa. Derek Crownguard estaba sofocado y jadeante por la desentonada interpretación, pero se erguía en la neblina frente a su rival, con su armadura de cuero sucia, llena de salpicones y manchas, y su rostro en un estado similar. Tras él, los dos Jeoffrey de semblantes pálidos, cuyos rasgos recordaban los de los murciélagos, resollaban con una risa maliciosa.

Una idea absurda se abrió paso poco a poco en la mente de Sturm. Si iba en verdad a satisfacer el deseo de Derek Crownguard y no regresaba de este extraño y malhadado viaje, ¿por qué no separarse de ellos del mismo modo en que su padre se había separado de su abatida y llorosa guarnición aquella noche legendaria en que había caído el castillo Brightblade? ¿Por qué no partir riendo?

De repente, sin ton ni son, Sturm se sumó al canto.

Permite que su último aliento

se refugie en el tibio aire,

por encima de los sueños de las aves de rapiña,

donde sólo el halcón recuerda la muerte.

Pronto se alzará a la sombra de Huma,

más allá del cielo imparcial.

La voz de Sturm se hizo más y más potente, ahogando primero la de un Jeoffrey, después la del otro, y por último la del cabecilla, el propio Derek. Desconcertados y un poco asustados, los escuderos empezaron a retroceder, seguidos por Sturm, que cantaba aún más alto.

Acobardados por completo, los Jeoffrey se dieron media vuelta y echaron a correr, dejando a Derek solo en el patio, retrocediendo. Sturm continuó avanzando hacia él y entonando el canto más y más fuerte, hasta que en las ventanas de la Torre parpadearon y se encendieron luces y los malhumorados caballeros fueron sacados bruscamente de su sueño por la broma pesada planeada por Derek que, de un modo tan inesperado, le había salido mal. El arrogante escudero retrocedió cada vez más deprisa; la risa y la expresión burlona acabó por desaparecer por completo de su semblante mientras miraba los duros ojos de este sureño que evidentemente no estaba en sus cabales. Tan absorto estaba Derek Crownguard en su retirada que no reparó en el joven jardinero, Jack, quien estaba parado detrás de él para descansar un momento de su desagradable tarea de arrastrar una carretilla llena de estiércol. Fue una verdadera pena que no se diera cuenta. Derek tropezó con la carretilla, pero su caída fue amortiguada por el blando y humeante contenido de aquélla. Se incorporó tambaleante de la carretilla, dio un traspié y cayó de bruces, en tanto que Sturm finalizaba el salmo Funerario con voz fuerte y exultante.

Stephan y Gunthar estaban en las almenas, por encima de los muchachos, asomados y observando el desarrollo del extraño concierto matinal.

—Es todo un Brightblade —dijo Gunthar con voz queda a su viejo amigo.

—No del todo Brightblade. Pero, con la intercesión de los dioses, sí lo bastante —concedió Stephan.

* * *

Sturm sonrió de nuevo mientras ensillaba su montura. Se sentía alocado, agitado y extrañamente libre.

Derek, rojo por la vergüenza y la rabia, había retrocedido, esta vez teniendo cuidado en dónde ponía los pies, y se había marchado dejando su arrogancia de familia privilegiada tras él, en el patio cubierto de nieve. Lord Boniface había salido furioso de la escalinata que conducía a la Espuela de Caballeros y cogió a su pringoso escudero por una manga que no estaba manchada.

—¿Cómo osas perder la mañana haciendo payasadas cuando tienes pendientes cientos de tareas que te he encomendado para antes del amanecer? —bramó Boniface.

Cruzaron precipitadamente el patio, el caballero reprendiendo a su escudero y vapuleándolo con preguntas a cuál más indescifrable. Jack, el jardinero, se cubrió la boca desdentada para ocultar una sonrisa, y empujó la carretilla en pos de ellos al tiempo que tarareaba en voz baja la canción entonada por Sturm.

Sturm soltó una queda risita mientras contemplaba el desfile. Sin duda, Derek iba a recibir un buen rapapolvo y después lo mandarían a sus alfombrados aposentos donde, furioso y abochornado, se cocería en su propia salsa pensando en lo que tendría que haber hecho o dicho cuando el advenedizo de Solace se había vuelto hacia él riendo como un poseso y cantando salmos fúnebres a voz en cuello.

—Dale un día, Luin —susurró el joven a su yegua, que soltó un afable resoplido en la decreciente oscuridad del establo—. Dale un día a Derek y, conmigo ya lejos, en la calzada, a saber cómo será la historia de lo ocurrido esta madrugada en el patio.

Para entonces, los contornos de la fortaleza se definían bajo una pálida luz gris. Las lámparas de la torre parecían más mortecinas y, en lo alto, los murciélagos y otras criaturas de la noche se apresuraban a buscar refugio en cuevas o sobrados de graneros. En las llanuras, el horizonte cobró forma.

El sol había salido cuando Sturm condujo a Luin al patio, hacia las puertas del sur. Lord Stephan se encontraba allí para despedirlo; la niebla se enredaba en los blancos mechones de su barba. También Gunthar se hallaba presente e inspeccionó al joven con severa minuciosidad, asegurándose de que su montura estuviera bien ensillada y que llevara la nueva armadura con la debida propiedad solámnica.

—Te queda un poco… grande, muchacho —comentó el Caballero con expresión contrariada mientras dirigía una mirada excéptica al peto, tan amplio que parecía que Sturm le había metido en una jaula—. Tal vez deberías cambiarla por otra más adecuada para tu talla.

Sturm sacudió la cabeza.

—Sin duda habría alguna que me encajara mejor, sí. Pero ¿más adecuada que ésta, lord Gunthar? No lo creo. Soy Un Brightblade citado a un duelo por lord Silvestre. Mi legado cabalga conmigo hacia los dioses saben dónde. —El muchacho ocultó una sonrisa. Era un parlamento que había preparado mientras cepillaba a su yegua, y le parecía muy rimbombante y al estilo de la Medida, una oportuna frase de mutis para su partida y un oportuno prólogo para la gran aventura que le aguardaba.

«Pequeño palurdo pomposo —pensó lord Stephan con afable socarronería—, bailando dentro de ese cascarón de peto. Ya veremos qué tal hacen frente «el Brightblade» y su legado a lo que se le avecina».

—Los dioses saben dónde, Sturm Brightblade —anunció Stephan en voz alta, mientras las enormes puertas de roble de la Torre del Sumo Sacerdote se abrían a sus espaldas—. Pero tu primer punto de destino es indudablemente el Bosque Sombrío, y parece que lord Vertumnus… insiste en mostrarte el camino a ese lugar.

Sturm abrió los ojos desmesuradamente al mirar por encima del hombro de Stephan. De manera inexplicable, habían crecido enredaderas en los adoquines, al pie de las puertas del sur, y se habían extendido a lo largo del pasadizo como una inmensa telaraña verde. Y fuera, en las Alas de Habbakuk, descendiendo hacia el sur y el este hasta los cerros rocosos, una estrecha franja de hierba había brotado de la nada. Durante la noche se había propagado desde las puertas de la fortaleza hasta las Llanuras de Solamnia, reluciente como fuego verde y perfecta como una cinta o la alfombra de un dignatario.

—El tal Vertumnus es un buen anfitrión —intentó bromear Sturm, aunque su tono no era convincente. Se frotó el hombro, en el que de pronto sentía un doloroso latido—. Un buen anfitrión, sin duda, ya que se molesta en guiarme desde la Torre hasta sus dominios.

Sus palabras sonaron ahogadas en aquella atmósfera brumosa.

—Confío en que la empresa no sea tan fúnebre como tu amigo Crownguard conjetura —insistió lord Stephan—. No obstante, no puedo mentir y decirte que el camino que te aguarda será fácil. Pero ojalá el Gran Dragón y Mantis te guíen, y el Libro Gris se abra y te muestre su sabiduría.

«Condenadamente pomposo por mi parte también —pensó Stephan—. Debe de ser la hora temprana y esta exhibición de verdor».

También había cogido por sorpresa a los caballeros el que la magia de Vertumnus llegara hasta las propias puertas de la fortaleza. Era una estrecha franja de hierba, cierto, pero poderosa. Lord Gunthar había salido al exterior y la había tocado, primero con su espada y después con la mano desnuda. Stephan había hecho otro tanto, y el tacto de la hierba primaveral en sus dedos había sido cálido y flexible; y con el tacto había llegado una extraña e indefinible ansia por las profundidades de las tierras agrestes, por el verdor lujuriante de los bosques.

—Que el Gran Dragón y Mantis te guíen —deseó otra vez, mientras Sturm conducía a su montura con cautela entre el laberinto de vegetación hacia el camino mágico de Vertumnus. Alfred y Gunthar observaron su marcha desde las almenas, y a los dos caballeros el muchacho les pareció vulnerable, débil, sin la preparación necesaria. No por primera vez, lord Stephan lamentó que el Código y la Medida les impidiera a todos ellos tomar las armas y seguir al muchacho.

El chico sería un Brightblade —indudablemente era el hijo de Angriff en imagen y espíritu—, pero lo que aguardaba más allá…

* * *

Boniface arrastró a su farfullante y rabioso escudero hasta un rincón apartado de los jardines. Cerca había un cobertizo donde se guardaban las herramientas de los jardineros entre estatuas rotas y restos de un sistema de irrigación gnomo que jamás había funcionado.

Boniface echó un vistazo en derredor y enseguida se abalanzó sobre su desventurado sobrino.

—¿Está todo preparado, Derek?

—¿T… todo? —tartamudeó el muchacho con nerviosismo.

—¡Sí, todo, pequeño necio consentido! ¡La trampa en el vado, la dolencia de la yegua, la emboscada, la sorpresa en la aldea, el…!

—¡T… tío Boniface, por favor! —instó Derek en un susurro, señalando frenético con la cabeza hacia Jack, que volcaba con calma el estiércol de la carretilla en un montón, al pie del jardín. El jardinero se limpió las manos y se metió con cuidado entre un macizo de flores, donde se arrodilló y examinó el capullo verde de una rosa.

—¡Olvídate de él! —ordenó el caballero, con un tono quedo y amenazador—. No es más que un criado simplón, pero quizás incluso él habría hecho mejor los preparativos para sorprender a ese estúpido de Brightblade.

—Por Paladine y todos los dioses del Bien, ten por seguro que todo lo que has planeado para Sturm Brightblade está dispuesto y a la espera de su… honorable presencia, señor —replicó fríamente Derek, sintiendo renacer su cólera y su amor propio.

Estas afirmaciones consiguieron que el gran espadachín solámnico se relajara y aflojara los dedos que cerraba en el brazo de su escudero. Esbozó una curiosa sonrisa mientras contemplaba al muchacho que tenía ante sí.

—Curiosa elección de deidades para hacer tu juramento, Derek Crownguard. Ciertamente curiosa.

* * *

Sturm estaba sorprendido de la precisión con que la franja verde de hierba seguía la ruta elegida y planeaba por él.

Avanzaba a través de las Alas de Habbakuk, bordeando el Bosque del Ciervo, esa pequeña fronda que albergaba, entre arces y abetos, los únicos vallenwoods existentes en las estribaciones de las Vingaard. Relucía en dirección sur, borrosa con la neblina matinal, pero dirigiéndose indudablemente hacia el río, a las provincias de Lemish que le extendían más allá, y al corazón de aquella turbulenta región donde se alzaba el Bosque Sombrío.

Era casi como si su curso hubiese sido trazado para él. Con todo, aunque el Hombre Verde hubiese proyectado su viaje, las Llanuras de Solamnia ya no permitían un tránsito seguro y fácil, pues los tiempos habían cambiado desde las grandes épocas heroicas de Vinas Solamnus, Bedal Brightblade y Huma Dragonbane; épocas en que reinaba la rectitud y la justicia en las tierras y el país estaba defendido de sus enemigos por fuertes lanzas y aún más fuertes creencias.

Ahora casi resultaba imposible imaginar aquellos tiempos remotos. El pueblo se había revuelto con violencia e ira contra los caballeros. Los campesinos se sublevaban, bandas de forajidos de Neraka atacaban las fronteras orientales, y se rumoreaba que criaturas aún más tenebrosas se habían instalado en las tierras centrales, seres escamosos, taimados, de aspecto de reptil y lenguaje incomprensible, que raptaban niños y mataban rebaños, que pasaban de noche por los pueblos como un viento gélido, manoseando la mampostería y los tejados de cañas, tamborileando en las puertas…

Sturm sintió un escalofrío. Ante él se extendían las llanuras hasta donde alcanzaba la vista, envueltas en la neblina y moteadas con el color herrumbroso del brezo agostado, y sobre ellas se prolongaba la franja verde de hierba como un brillante fajín de seda. Era un paisaje anónimo e inhóspito, donde podía extraviarse durante días si faltaba el camino o cometía la imprudencia de vagar sin rumbo fijo. Reinaba un peculiar silencio, como si el viento enmudeciera en este paraje.

Luin relinchó serenamente y se detuvo para pastar en el brillante sendero de Vertumnus. Sturm se giró en la silla y volvió la vista hacia las montañas Vingaard, en donde la enorme aguja de la Torre del Sumo Sacerdote relucía bajo el sol de mediodía. Aunque apenas había recorrido una distancia de tres horas de viaje, la fortaleza parecía remota, como si estuviera firmemente asentada en el corazón de otra era.

Se volvió de nuevo hacia el verde sendero. Se extendía frente a él, sobre una ruta imaginada que de pronto parecía hostil, y que atravesaba la veloz corriente del río Vingaard, adentrándose en los territorios goblins de Throt… y todo esto era sólo un preludio del Bosque Sombrío y lo que quiera que Vertumnus tuviera planeado.

—Sólo llegar allí podría costarme la vida —susurró Sturm con inquietud.

Ciertamente el llegar allí había sido mortal para algunos. Las historias de peligro en las calzadas solámnicas eran abundantes y macabras. Estaba la de la caravana procedente de Caergoth, perdida durante días, cuyas carretas se encontraron rodando por la calzada al alcázar de Thelgaard, con los caballos atados aún a los tiros, pero los conductores y pasajeros habían desaparecido sin dejar rastro. También estaba la de una docena de peregrinos de Kayolin con destino a los santuarios de Palanthas, cuyos cuerpos, ahorcados y colgados de las ramas bajas de unos árboles, eran poco más que cáscaras vacías cuando la patrulla de búsqueda de lord Gunthar los encontró.

Sturm se frotó los ojos y se arrebujó más en su capa. En dos ocasiones le había parecido que alguien lo seguía, pero cuando miró atrás sólo vio la pálida luz del sol y la alta hierba que ondeaba por el viento.

Los enanos contaban historias aún más tenebrosas, pensó, mientras su imaginación corría desbocada. Contaban cómo, para atraer a víctimas de corazón sensible hacia un lugar solitario y traicionero, los goblins habían aprendido a imitar el llanto de un niño, de suerte que, una vez que entraban en el denso manto de un banco de niebla…

¡Niebla! Sturm se incorporó sobre los estribos. Mientras él estaba distraído, la yegua se había parado en la franja de hierba y pastaba tranquilamente.

Unos tentáculos de neblina, anormalmente pálida, se levantaban como fantasmas en las llanuras del entorno. Los rayos de sol eran oblicuos y mortecinos. El aire era blanco, y gris en lontananza, donde la espesa niebla ocultaba por completo el sol.

Sturm se inclinó hacia adelante y estrechó los ojos, al tiempo que se llevaba la mano a la espada. Así que no era que hubiese caído la tarde, sino que se había levantado niebla. Chasqueó la lengua para que la yegua echara a andar, y Luin empezó a moverse otra vez, despacio, poniendo una pata delante de otra con cautela, como si caminara a través de un pantano o al borde de un precipicio. La música surgió de la nada. Eran las notas de una antigua trompa. Sturm desenvainó la espada y giró sobre sí mismo en la silla, pero todo en derredor era niebla y música, y nada más. Al punto se sintió como un estúpido, como si hubiese sacado la espada para combatir contra el aire.

—¡Da la cara, Vertumnus! —refunfuñó, con una voz vibrante por la rabia—. Deja de esconderte tras tu niebla y tus zarandajas, y zanjemos este asunto de una vez. ¡Espada contra espada, de caballero a caballero, de hombre a hombre!

Pero la música continuó serena, incansable; la melodía variaba y volvía sobre sí misma, siempre reconocible y, sin embargo, nunca igual. La neblina empezó a bailar con la tonada, girando y rebullendo en una enloquecida y envolvente contradanza. Ahora Sturm ya no veía el suelo. Era como si Luin vadeara unas aguas someras y vaporosas.

Con precaución, el muchacho desmontó y caminó junto a la yegua, tanteando cada paso. Ya no sentía bajo los pies la fresca hierba recién brotada, y empezó a preguntarse si el propio suelo no se habría tornado niebla.

—El alcázar… ¿Está el alcázar de Vingaard a la izquierda? El sol poniente… —musitó Sturm.

Había perdido todo sentido de la orientación; aunque pudiese recordar la dirección que llevaba antes, no le serviría de nada en medio de esta niebla y esta infernal y confusa melodía. Las reglas del camino estaban cambiando con rapidez, y se odió a sí mismo por encontrarse ya perdido.

Durante una hora, más o menos, Sturm caminó penosamente a través de la espesa niebla. Su avance era desalentadoramente incierto y zigzagueante, y sus pensamientos pasaban del desconcierto a la alarma.

La música cesó de manera repentina. El silencio que siguió era de nuevo intenso y hostil, como si las propias llanuras aguardaran expectantes algún crimen terrible. Sturm sintió que la espada temblaba en su mano.

Siguió deambulando unos cuantos minutos, con más precaución si cabe. El ulular de un búho en un roble seco sonó como un toque de llamada desde la tierra de los muertos, y en un par de ocasiones al muchacho le pareció oír el cercano llanto de un niño. Los sonidos lo llevaron de manera peligrosa al borde del pánico. Dos veces puso un pie en el estribo, pero en ambas ocasiones recobró la presencia de ánimo y cambió de idea.

—¡Es lo único que te faltaba! —susurró iracundo—. ¡Una mala caída de la yegua en medio de una espesa niebla! ¡Romperte la cabeza y quedarte sin el poco seso que te queda!

Por fin, acosado por la duda de que incluso podría estar dirigiéndose de vuelta a la Torre, Sturm decidió detenerse y esperar a que se disipara la niebla.

—A Derek Crownguard le encantaría que saliera de la bruma justo ante las puertas sur, inducido por el terror a volver sobre mis pasos, ¿no te parece? —preguntó a Luin. Apretó los dientes—. ¡Por Huma! ¡Antes la muerte que dar tal satisfacción a ese bellaco!

La yegua pasó el hocico sobre el hombro del muchacho y le mordisqueó el cabello.

Los dos aguardaron pegados el uno al otro, la vieja yegua y el joven jinete. Se quedaron dormidos, aunque despertaron sobresaltados varias veces por el aleteo de las codornices, o la escandalosa cháchara de las ardillas en los árboles distantes. Por fin cayó la noche, y los campos se sumieron en el silencio y el reposo a su alrededor.

Sturm se despertó con un sobresalto. Por un instante, pensó que estaba de regreso en la Torre del Sumo Sacerdote, a salvo en los barracones de los escuderos. Pero llevaba puesta armadura y capa, y su lecho era el campo abierto. Giró sobre sí mismo y parpadeó tontamente, recordando al punto dónde se encontraba.

—¡Luin! —llamó en un susurro.

La yegua se había alejado, pero estaba cerca, en alguna parte. La oía en la oscuridad de la noche, resoplando y pateando la tierra. Sturm se esforzó por levantarse, entorpecido por la armadura, que con su peso hacía difícil mantener el equilibrio. Con un último giro, el muchacho consiguió ponerse derecho y echó a andar en dirección al Sonido.

De repente sopló una ráfaga de viento, un sonido que recordaría de golpe cuando lo oyera años más tarde en las ruinas de Xak Tsaroth. Al principio pensó que era un viento tormentoso que agitaba las hojas de los árboles, pero el aire estaba en calma. Sturm pensó en Vertumnus, en el antinatural cambio de estaciones…

Se tambaleó cuando una cálida brisa pasó sobre él llevando consigo un olor a sulfuro, ceniza y cólera. Al principio pareció que las llanuras estuvieran ardiendo, que la niebla se encendiera a su alrededor. Estaba ahogándose.

Sturm se volvió al tiempo que lanzaba un silbido frenético llamando a Luin. La yegua emergió calmosa entre la niebla y las volutas de humo, y se detuvo a pacer unas matas de trébol. El joven se acercó a trompicones al animal y se aupó a su lomo.

Sin acabar de montar, tuvo que sujetarse con todas sus fuerzas cuando Luin captó algo en el penetrante olor del aire, un terror más grande, más siniestro. Coceó de repente, llena de nerviosismo, y salió al galope en medio de la niebla.

Sturm se agarró a las riendas; el tobillo se le había enredado en el estribo. Trató en vano de encaramarse a la silla, pero la carrera enloquecida y precipitada de Luin los condujo a ambos sobre un terreno irregular, y todo cuanto pudo hacer fue evitar la caída. A sus espaldas, el sonido chirriante se amortiguó y luego resurgió, esta vez mucho más alto. El muchacho nunca había oído un sonido semejante. Pensó en ciclones, en el fiero viento ábrego que sopla en los pasos de montaña, derribando árboles y casas mientras se precipita en las llanuras. Luin cabalgó más rápido, y su pelaje se puso resbaladizo de sudor y de los salpicones de espuma, pero el espantoso ruido seguía aproximándose, más fuerte, más veloz, más apremiante.

Sturm pensó en coger su espada, en volver y hacer frente a lo que quiera que Vertumnus había lanzado en su persecución. Pero Luin seguía galopando por las Llanuras de Solamnia como si fuera el propio viento. Soltar una mano de las riendas sería arriesgarse a romperse la cabeza o la espalda, a que el animal lo arrastrara sobre el duro suelo. Por tanto, aguantó, echando una y otra vez la pierna por encima de la silla, pero la velocidad de la yegua y el peso de su armadura impidieron que lograra su propósito y siguió colgando y esforzándose por recuperar, sin éxito, el equilibrio. La niebla a sus espaldas empezó a emitir un amenazador brillo rojizo, y, desde el centro del resplandor, una forma intensa y oscura suspendida de unas alas correosas semejantes a las de los murciélagos se zambulló sobre él; el aire se tornó más y más caliente, hasta hacerse intolerable.

De pronto, inesperadamente, la música retornó, la niebla se cerró en torno a ellos, y la luz trazó un ángulo que la alejó, llevándose con ella el ruido y el asfixiante calor. Tosiendo, jadeando, medio colgado de la yegua, Sturm vio abrirse la niebla y tragarse la inmensa y coriácea forma de su perseguidor. El calor y el estruendo remitieron.

Y la música levantó ecos a su alrededor. Esta vez era una melodía diferente, un pasacalle rebosante de picardía y comicidad, tan contagioso que los ruiseñores posados en las ramas de robles y vallenwoods empezaron a trinar imitando la música. Luin frenó la carrera hasta ir al trote y después al paso; Sturm, sin aliento y desconcertado, consiguió por fin encaramarse a su lomo.

—¡Por Branchala que ha sido algo muy extraño! —musitó el joven.

Miró en derredor a medida que la niebla se dispersaba y caía sobre la dura y seca tierra como una llovizna. Sobre su cabeza, las estrellas aparecieron en el cielo nocturno; primero fueron las lunas, y a continuación Sirrion y Reorx. Por su posición, calculó que se encontraba varios kilómetros más al sur de donde estaba antes.

—¿Qué…, qué fue eso, Luin? —preguntó—. ¿Y dónde estamos ahora?

La niebla había desaparecido por completo y desde el lomo de la yegua Sturm veía una extensión considerable de las abiertas llanuras. Se divisaba un pueblo a lo lejos, por el oeste, con sus tenues luces parpadeando en la clara noche invernal. Era una perspectiva invitadora: calor y refugio para las horas, pocas o muchas, que quedaran hasta la salida del sol.

Pero Sturm conocía a los campesinos, sabía el profundo rencor que abrigaban contra la Orden. Fuera el pueblo que fuera, a pesar de lo acogedoras que parecieran sus luces, el Martín Pescador, la Corona y la Rosa no tendrían una buena acogida en sus hogares.

El muchacho suspiró y volvió la vista hacia el este, donde, difusas en la incipiente claridad del alba y la decreciente luz blanca de Solinari, las dos torres de un gran castillo se alzaban en el horizonte. No era el castillo Brightblade, desde luego, pero era un castillo, y los castillos en estos parajes ofrecían refugio a aquellos vinculados con el Código y la Medida.

Despacio, con deliberada lentitud, Sturm condujo a su montura hacia el este, en dirección a las torres que parecían levantarse como niebla desde el suelo, frente a él.

Estaba a punto de rayar el día cuando las almenas aparecieron, y bajo la luz grisácea del amanecer atisbó el difuminado estandarte del castillo, blasonado en un enorme escudo sobre las puertas occidentales.

El estandarte mostraba el deterioro del tiempo y los elementos; la pintura estaba desconchada, pero Sturm conocía lo bastante la historia de su familia para distinguir los símbolos: una roja flor de lis sobre una nube blanca en un campo azul.

—¡Di Caela! —musitó Sturm—. ¡La mansión ancestral de mi bisabuela! Nos encontramos bastante más al sur de lo que deberíamos estar, mi buena Luin. Pero en cierto modo, supongo, estamos en casa.

La yegua relinchó ante la perspectiva de un refugio cercano. Poco a poco, su paso se hizo trote, luego un galope suave, y con redoblada energía transportó a Sturm Brightblade hacia las deslustradas puertas del hogar de sus antepasados.