4

Una historia de despedida

Ahora, con el viaje al norte y una estación en Solamnia tras él, todo cuanto Sturm guardaba de ese momento era su expectación y su melancolía.

Mientras el crudo invierno discurría hacia la primera semana de febrero, descargando todo su rigor, y la nieve barrida por el viento se arremolinaba en las oscuras laderas de las montañas Vingaard, Sturm dedicaba los días a los entrenamientos. Gunthar lo instruía en el manejo de la espada y en cabalgar; lord Adamant, en la supervivencia en bosques; y todos, en el más depurado estilo solámnico, en vigilias y rezos. Y en un hondo terror. Por las tardes, después de los entrenamientos, paseaba por las murallas de la Espuela de Caballeros, escudriñando hacia el sur, donde las Alas de Habbakuk bajaban hasta las colinas Virkhus, y después, más allá, a las Llanuras de Solamnia. Cuando estaba despejado y no hacía viento, el muchacho imaginaba atisbar un relieve verde al límite del horizonte meridional. «El Bosque Sombrío —pensaba. Y sentía un dolor en el hombro—. Y Vertumnus. A últimos de invierno y no estoy preparado, ni mucho menos». En su mente, los enigmáticos comentarios de Raistlin habían sido desplazados por interrogantes más inmediatos. Se los planteaba cada noche, mientras paseaba por las almenadas murallas.

—¿Por qué vino el Hombre Verde a la Torre? ¿Por qué este Yule fue distinto de cualquier otro? ¿Por qué fui elegido y qué quiere de mí? ¿Qué me espera en el Bosque Sombrío? Y sin reparar en espada, caballo e instrucción, ¿cómo puedo prepararme para hacer frente a un hombre de sombras y magia?

* * *

Lord Stephan Peres observaba al muchacho desde su estudio, con creciente preocupación. Desde la ventana veía la solitaria linterna titilando en la gris penumbra de la madrugada. Había observado los entrenamientos de Sturm y los preparativos para la partida, y, aunque el muchacho era un alumno aventajado, estaba muy verde al empezar y no habría mejorado mucho cuando acabara su instrucción.

Esa falta de destreza podría resultar ser la perdición de Sturm, pensaba, sombrío, el anciano caballero.

Para empezar, estaba el tema del ambiente en las zonas rurales. Los campesinos de Solamnia nunca habían perdonado a los caballeros por su supuesta participación en el Cataclismo, la espantosa hecatombe que había asolado el mundo con terremotos y fuego hacía más de trescientos años.

El rencor seguía latente entre los aldeanos, y aunque la hostilidad y la rebelión quedaran encubiertas largos períodos, tal vez diez o doce años en ocasiones, los disturbios resurgían de manera esporádica, como había venido ocurriendo en los últimos cinco años, en los que las insurrecciones habían menudeado.

Y como había ocurrido de nuevo, evidentemente, en las frías semanas que siguieron al banquete de Yule.

Las Alas de Habbakuk, esas amplias y terrosas lomas que se extendían al sur de la Torre del Sumo Sacerdote y proporcionaban una ruta más fácil al interior de las montañas, se habían convertido recientemente en un tremedal de agujeros y trampas burdamente realizadas. Los caballeros experimentados no tenían problema en reconocer las señales: un montón de hojas secas de vallenwood en un sendero bien transitado, un desacostumbrado juego de luces y sombras en los matorrales que salpicaban las suaves pendientes. Estaban acostumbrados a las estratagemas de los campesinos, como lo estaba incluso hasta el más inexperto de los escuderos que había crecido a la vista de la Torre.

Pero Stephan estaba preocupado por el joven Brightblade, que había evitado el desastre por los pelos en tres ocasiones, mientras deambulaba por las Alas con sus compañeros. La última vez, la astuta y vieja yegua del muchacho, Luin, había mostrado más juicio que su diestro pero incauto jinete, al salvar de un salto el agujero en el que se habrían matado ambos, en tanto que Sturm salía despedido de la silla por el inesperado brinco. El hombro herido le había dolido durante días, pero eso le preocupaba menos a Stephan que las circunstancias curiosas del incidente.

Era como si las trampas hubiesen sido puestas a propósito para Sturm, y sólo para él.

Stephan se recostó en el alféizar de la ventana y reflexionó sobre los borrosos acontecimientos del banquete de Yule: la llegada de Vertumnus, la lucha y el misterioso desafío. Eran todos recuerdos difusos en la memoria de un viejo. Stephan pensó que en el otoño, cada mañana, había dos, tres o cuatro pájaros menos en las almenas. Otro tanto ocurría con la memoria: un día, con la primera helada, levantabas la vista y sólo permanecían los pájaros más resistentes.

La primavera era un tema más misterioso. A lo largo del invierno, las órbitas de las lunas habían cambiado, apareciendo primero por el oeste, luego por el noroeste y después completamente por el este, donde deberían encontrarse en pleno verano. La roja Lunitari y la blanca Solinari alteraron posiciones y fases, y los astrónomos afirmaban que la negra Nuitari también lo había hecho. Al principio resultó alarmante, pues los propios astrónomos, los científicos y los eruditos mantenían que las cambiantes lunas podrían anunciar la proximidad de un trastorno mayor. Quizás el Cataclismo se repetiría, trayendo con él los terremotos, el desplazamiento de continentes y la destrucción total. Quizás era algo aún peor.

Pronto, no obstante, tales temores se habían aplacado. Las lunas se movieron de un lado al otro del cielo durante varias noches, y no se abrieron grietas en el suelo. Con gran alivio, los residentes de la Torre volvieron a la rutina diaria, y los soldados de infantería empezaron a cruzar apuestas sobre el punto donde las lunas aparecerían cada anochecer. Por último, hasta los habitantes más trasnochadores de la Torre del Sumo Sacerdote —los astrónomos, los centinelas y el siempre vigilante Sturm— dejaron de prestar atención al mudable espectáculo del firmamento.

Entonces los problemas más sutiles se hicieron patentes. Las aves, acostumbradas a migrar a la luz de las lunas y a utilizar su posición como guía, se encontraron perdidas y desconcertadas. Los petirrojos y las alondras llegaron con antelación a la zona, para poco después guarecerse temblorosos en aleros y almenas cuando las nieves y los vientos retornaron.

Una mañana, lord Stephan se llevó una sorpresa al encontrar tres gaviotas posadas en la ventana de su dormitorio. Engañadas por los rápidos cambios de las lunas, se habían aventurado muy lejos de cualquier mar. Tenían las plumas desarregladas, y las puntas de las alas cubiertas de hielo.

Sometido a la veleidosa atracción de Solinari, el caudal del río Vingaard aumentó primero, después descendió, y luego volvió a crecer, amenazando con sobrepasar los viejos muros de contención construidos hacía más de un siglo por los antepasados de Sturm, los Brightblade y los Di Caela. Las ipomeas y otras plantas nocturnas rebrotaban desatinadamente en los jardines y viveros de la Torre; fuera, en las granjas, los espárragos, los ruibarbos y las hortalizas apuntaron en los sembrados antes de tiempo, con gran sorpresa de los agricultores y la consternación de la mayoría de sus hijos pequeños.

Las mayores perturbaciones, no obstante, se dieron en otros planos más especulativos. La magia, por supuesto, gira en torno a las fases de las lunas, y sus extraños y erráticos alineamientos en la bóveda celeste trastornaron la práctica del arte hasta el punto de que sólo los augurios más poderosos escaparon del fracaso. Los vientos y el tiempo eran tan variables como las lunas, y unas luces fluctuantes salpicaron las Alas de Habbakuk. Varios hechiceros se presentaron ante lord Stephan con salchichas, linternas o zapatos pegados a los rostros o a otras partes más ocultas de sus cuerpos, ya que la constante contienda entre magos era tan propensa a trastocarse y a salir por la culata como a tener éxito.

Lord Stephan había recibido con gesto ceñudo a los quejosos hechiceros, esforzándose por adoptar una expresión escandalizada y compasiva, aunque lo cierto es que apenas podía contener la risa. Por último, en presencia de un Túnica Roja en cuyas orejas crecían sin cesar hojas de vid, sugirió que, aunque fuera un pobre consuelo, cuando llegara el otoño sus lágrimas se volverían vino.

Los cambios operados en el joven Sturm, sin embargo, no fueron tan divertidos. Con su expresión lúgubre y sus continuos paseos por las almenas, puso a prueba la paciencia de todos los caballeros, hasta del más mesurado. Sus largas visitas vespertinas a la Cámara de Paladine suscitaron toda clase de hipótesis.

—Suplicando, sin duda, que sobrevenga un nuevo Cataclismo —había rezongado lord Alfred a lord Stephan esa mañana en la escalinata—. Si la tierra se abriera y se lo tragara, sería justo lo que desea. Y lo que nos gustaría a muchos que le pasara.

—Vamos, Alfred —lo amonestó el anciano caballero, si bien su tono apaciguador no resultaba convincente—. Si no puedes mostrar indulgencia en memoria del padre del muchacho, entonces recuerda la carga que lleva sobre sí. Es hora de dejar de lado los pensamientos desabridos y ayudar al chico con los últimos preparativos.

La primavera se aproximaba a las montañas Vingaard, a despecho del vagabundeo de las lunas y el desconcierto de plantas, pájaros y magos. Los días transcurrieron y, aunque el calendario era la única medida fiable del paso del tiempo, se avecinaba la fecha de partida del muchacho.

* * *

Sturm estaba a solas en su cuarto, en el que entraba la tenue luz de la tarde. Había pasado una larga mañana en el patio central con Gunthar, quien lo instruía rudamente en las particularidades del manejo de la espada. Todavía jadeante por el esfuerzo y con los hombros entumecidos y ardiéndole, Sturm se quitó los pesados brazales e hizo un gesto de dolor cuando el metal y el almohadillado frotaron las magulladuras que se había hecho al caer de la yegua mientras cabalgaba por las Alas, pero también las otras más recientes, producto del entusiasmo de su instructor en el combate de entrenamiento. Había sido un «torneo cortés», en el que se utilizaban armas de mimbre, romas y sin filos, pero Gunthar era tremendamente fuerte y sus golpes resultaban contundentes a pesar de las precauciones.

Sturm soltó un gruñido y tiró los brazales al suelo. Se tumbó boca arriba en el duro lecho y miró el techo; tenías las mejillas enrojecidas por el esfuerzo y la vergüenza. Esfuerzo, porque lord Gunthar lo había hecho emplearse a fondo. Vergüenza, porque un hombre mucho mayor que él lo había vencido con facilidad, enlazando la derrota final con instrucciones impartidas con voz calmada…

—¡Levanta el escudo, Sturm! —había gritado Gunthar, perdiendo los estribos por un momento—. ¡Jadeas y te mueves arrastrando los pies como lord Raphael!

El joven se había encogido al oír esto. Lord Raphael tenía ciento veintitrés años y balbucía con senil enajenación acerca del Cataclismo, que realmente no recordaba.

Despacio, los dos hombres giraron en círculo uno en torno al otro, alumno y tutor. Los ojos de Gunthar no se apartaban del muchacho ni por un momento, pendientes de la espada roma que se balanceaba en su mano derecha.

—Tienes baja la guardia, muchacho —lo apremió Gunthar—. ¡Vertumnus te ensartará con su espada antes de que te dé tiempo a levantarla!

Entonces Sturm dio un traspié, y Gunthar le propinó un empellón hacia atrás que lo sentó en el duro suelo del patio. El caballero lo miró ceñudo y le explicó con un tono frío y cortante que lord Silvestre no esperaría cortésmente a que se pusiera de pie.

—El Hombre Verde no pertenece a la Orden. No puede esperarse que combata con dignidad y de acuerdo con la Medida. No hay Medida en las tierras agrestes, razón por la cual hay una Medida aquí. ¡Tú serás la Medida en ese encuentro!

Ahora, en la soledad de su cuarto, Sturm cerró los ojos. Una llamada en la puerta lo sobresaltó. Debía de haberse quedado dormido, pensó consternado, mientras se debatía con los lazos de las grebas. La puerta se abrió, y lord Boniface Crownguard de Foghaven entró en la habitación, con la espada ancha en la mano y sobre el hombro una bolsa grande de lona, en cuyo interior repicaba algo metálico. Cerró la puerta tras de sí.

Durante un fugaz instante de pesadilla, el muchacho pensó que la instrucción se iba a reanudar con otro vapuleo a manos de lord Boniface. Por un momento, incluso imaginó que algo peor, más siniestro, estaba a punto de tramarse en el umbrío cuarto de huéspedes. Pero Boniface soltó su carga sin hacer ruido, casi con delicadeza, y se sentó en una esquina del catre de Sturm, con la espada al través sobre sus rodillas.

Tenía las botas manchadas de barro y llevaba pegadas hojas secas de vallenwood en las suelas.

—Te vi con Gunthar. Te cansas con demasiada facilidad —dijo lord Boniface con aspereza.

—Y Gunthar no se cansa con suficiente rapidez —respondió Sturm con una débil sonrisa, dejando de lado su temor y su desconcierto.

El caballero soltó una risita queda.

—Pero eres el chico de Angriff Brightblade —concluyó Boniface, y Sturm lo miró esperanzado—. En algún rincón soterrado de tu ser. Sí. Es sólo cuestión de dejar salir el Brightblade que hay en ti. Verás, Angriff habría permanecido con Gunthar en el patio hasta alcanzar la victoria; así de simple. Hasta que la muerte o el Cataclismo sobrevinieran, Angriff solía competir conmigo espada contra espada, y aunque yo era el mejor en esta disciplina… —Boniface hizo una pausa y carraspeó—. Aunque yo era el mejor espadachín —continuó—, tu padre habría vencido a fuerza de puro coraje, osadía y entereza.

El caballero hizo otra pausa y miró con curiosidad al muchacho que tenía a su lado.

»También había una especie de afinidad con la propia espada —dijo pensativo—. Como si algo en su ser pudiera percibir los pensamientos y movimientos del metal. Habría sido un buen forjador o armero de no sentir la llamada vocacional de la Orden. Pero tales cosas eran sutiles, casi inconscientes, como si las recibiera heredadas en la sangre.

—Ninguna de las cuales he heredado yo —declaró Sturm con desánimo—. Ni afinidad, ni coraje, ni osadía, ni entereza.

—Y, sin embargo, saldrás a hacer frente a lord Silvestre tras someterte a un considerable esfuerzo de entrenamiento y estudio —contestó Boniface suavemente—. ¿Qué calzada tomarás para el viaje?

—Dicen que el mejor camino es siempre el más directo —respondió Sturm—. Tengo intención de cabalgar en línea recta hacia el alcázar de Vingaard y después hacia el sur, río abajo, hasta el gran vado. Allí cruzaré el Vingaard, y después tomaré el brazo meridional y seguiré a lo largo de la ribera hasta el mismo Bosque Sombrío. Una ruta sencilla y sin obstáculos.

La firme mano de lord Boniface se posó en su hombro.

—Un plan valiente, Sturm Brightblade, y digno de tu apellido —opinó—. Yo mismo no habría trazado una ruta mejor.

—Gracias, lord Boniface —respondió el joven, con un gesto de desconcierto—. Tu confianza me da seguridad.

El caballero sonrió y se acercó más a Sturm.

—¿Te llegó a contar Angriff la disputa que tuvo con su padre? —preguntó.

Sturm sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa. Desde su llegada a la Torre del Sumo Sacerdote, parecía que todos los caballeros tenían una historia que contar sobre lord Angriff Brightblade.

Feliz, el joven se inclinó hacia adelante, ansioso de escuchar un nuevo relato.

Una lenta sonrisa arrugó las mejillas de lord Boniface, que inició la narración…

—Tu abuelo, lord Emelin Brightblade, era un buen caballero y un buen hombre, pero era conocido por su poca paciencia y carácter brusco. Hijo de Bayard Brightblade y de lady Enid di Caela, Emelin tenía la firmeza de los Brightblade y la… ¿altanería?, ¿obstinación?, de los Di Caela.

Sturm frunció el entrecejo. No recordaba absolutamente nada de su abuelo Emelin, pero no estaba seguro de que le gustaran aquellas críticas. Aunque, por lo visto, Boniface estaba acostumbrado a decir su parecer a los Brightblade.

El caballero continuó, con la mirada prendida en la espada que sostenía en su regazo.

—En fin, nunca ha sido un linaje de los fáciles. Angriff temía a su padre tanto como lo respetaba, y durante los críticos años de su adolescencia eludía al viejo Emelin en los actos oficiales, prefiriendo coincidir con él sólo en las cacerías. Pues era en ellas donde sus espíritus armonizaban, como los poemas y las historias nos dicen que debe ocurrir normalmente entre padres e hijos.

Boniface se recostó en el catre, con las manos enlazadas bajo la cabeza.

—Normalmente —comentó Sturm.

—Recuerdo aquellas cacerías —prosiguió el caballero—. El olor del humo de la leña en mañanas frías como la de hoy, cuando cabalgábamos tras un jabalí. Recuerdo sobre todo el invierno de lord Torvo.

—¿Lord Torvo, señor? —preguntó Sturm. A pesar de su afición a la historia solámnica y sus tradiciones, no recordaba a ningún caballero con ese nombre.

Boniface resopló burlón.

—Un jabalí —explicó—. Torvo era un jabalí de colmillos enormes, que daba esquinazo a los mejores de nuestros cazadores en aquel invierno del trescientos diecisiete, cuando tu padre y yo teníamos diecisiete años y estábamos preparados para cualquier cosa, salvo aquel verraco. Lord Torvo nos esquivó en las montañas, en los cerros, en los llanos cubiertos de nieve donde podías rastrear días enteros.

»Pasó Yuletide, y aún no habíamos conseguido darle caza. No fue hasta bien entrado el invierno cuando le hicimos morder el polvo, no muy lejos de aquí, en las Alas de Habbakuk. Recuerdo muy bien aquel día: la cacería, la matanza…, pero, sobre todo, lo que ocurrió a continuación.

Sturm soltó las grebas con cuidado, sin apartar la mirada del viejo amigo de su padre. Boniface cerró los ojos y guardó silencio tanto rato que Sturm temió que el caballero se hubiese quedado dormido. Pero al cabo de un tiempo Boniface retomó el hilo de la historia, y el muchacho se sumergió en ella.

—Ocurrió hace veinticinco años, lejos de la Torre, al sur. Lord Agion Pathwarden, pariente tuyo, nos condujo a los cerros. Un Pathwarden tan fornido como nunca lo hubo en ese linaje ahora desaparecido. Bautizado con ese nombre en memoria de un amigo centauro de su excéntrico padre. Era el mejor amigo de tu abuelo, y un gran camorrista. En no pocas ocasiones se enzarzaron a puñetazos, aunque las peleas eran limpias y acababan tan amigos como antes. Agion parecía un centauro, como su tocayo; un hombretón sobre la silla de montar, cabalgando como un viento del sur por las cuestas y declives de las Alas.

»Habíamos encontrado el rastro poco después de amanecer; los alanos, nuestros mejores perros de caza, aullaron al percibir el olor del Torvo, corrieron cuesta arriba entre las peñas, se abrieron en un amplio abanico y volvieron a converger para cruzar por un angosto paso, hacia un breñal de achaparrados arbustos donde aguardaba el jabalí. Los cazadores tuvimos que emplearnos a fondo para contener a la jauría. Ladraban, aullaban y se agitaban frente a aquel pequeño parche de vegetación. Todo el grupo sabía que Torvo se encontraba allí, pero nadie parecía muy animado a acercarse y ser el primero en… dar la cara.

Sturm asintió con un cabeceo y contuvo un escalofrío al recordar su primera cacería de jabalí, el pasado otoño, en la que se había librado de sufrir un percance por muy poco.

—Por fin, cuatro de nosotros desmontamos y entramos a pie en el matorral: Agion, Emelin, tu padre y yo —continuó Boniface—. Angriff y yo íbamos como escuderos, más o menos. Se suponía que nuestro cometido se limitaba a llevar las lanzas, mantenernos firmes y guardar silencio. Pero Angriff no era de esa clase. Cuando Agion entró con gran estrépito entre los matorrales y acosó al jabalí desde cubierto, tu padre ya se había echado sobre él como una pantera, veloz e intimidante, arrojando hasta tres lanzas contra el animal. Torvo era viejo y tenía una piel muy dura, y los lanzazos de tu padre eran los de un joven, rápidos y precisos, pero carentes de la fuerza requerida para atravesar cartílagos y huesos.

—Así que lo único que consiguió fue enfurecer al jabalí —dedujo Sturm, y Boniface asintió con un cabeceo.

—Torvo cargó contra Agion, que se dio media vuelta y echó a correr a trompicones entre los espesos matorrales, con el animal casi pisándole los talones. Entretanto, tu abuelo había rodeado al jabalí y esperaba la oportunidad para arrojar su lanza.

»Esa oportunidad no se presentó, porque Angriff era impaciente. Persiguió a Torvo a través del breñal, y lo perdí de vista repetidas veces entre la neblina y los arbustos. Al cabo, oí un roce en el suelo, una especie de tos, y rodeé a trompicones un denso entramado de hojas y ramas… para darme de cara con el viejo Torvo en persona.

Boniface hizo una pausa. Se puso de pie y empezó a pasear por el cuarto, en tanto que Sturm contenía el aliento y escuchaba con atención.

—Era tan greñudo como el bisonte de Kiri-Jolith, y goteaba rocío y fango, medio oculto entre la bruma y el matorral. Parecía una criatura de leyenda, algo salido de la Era de los Sueños y de los cantos de los bardos. Recuerdo que pensé, justo antes de que cargara contra mí, que, si la naturaleza tomara forma y cuerpo, sería esa bestia que tenía ante mí, con su salvajismo, su peligro y su extraña y horrible indiferencia.

De nuevo el caballero hizo una pausa. Cerró los puños, como si intentara aferrar algo o apartarlo lejos de sí.

—¿Cargó…, cargó contra ti? —preguntó por fin Sturm—. ¿El gran jabalí te atacó?

Boniface asintió en silencio.

—Desenvainé mi espada en un santiamén —dijo—. Pero no llegué a usarla.

El semblante del caballero se ensombreció. Sturm aguardo expectante, convencido de que el hombre estaba recordando aquel momento, la horrible carga del jabalí.

—Nunca la usé —repitió Boniface—. La lanza de Angriff se hincó limpiamente entre los omóplatos de Torvo, el animal trastabilló, se incorporó, y volvió a trastabillar. Créeme, yo estaba ya fuera de su alcance cuando tropezó por segunda vez. Pero vi cómo se desarrolló toda la escena: tu abuelo y Agion irrumpiendo en el claro, la espada de lord Emelin centelleando a la luz del sol invernal como un relámpago de plata cuando la hoja descendió y dio en el blanco.

»Durante un rato, todos nos quedamos de pie junto al jabalí. Los alanos ladraban en alguna parte, fuera del círculo del soto, tan lejanos en nuestras mentes que nos sonaban como si fueran un mero recuerdo.

»Entonces habló lord Agion. «Un final apropiado para nuestro adversario, lord Torvo, cuyo trofeo adornará el salón de lord Emelin, su matador».

»Tu abuelo sonrió y movió la cabeza arriba y abajo, muy complacido. Pero tu padre se puso pálido y rígido, y en aquel momento supe que estaba a punto de ocurrir algo muy desagradable entre los dos, algo quizás irreparable. «Pero, lord Agion, espero que la historia contará que fue mi lanza la que dio el primero y contundente golpe», protestó tu padre, abordando el asunto con la misma impetuosidad y estupidez con que intervenía en cada caza, cada torneo.

»«Tonterías. Mi espada atravesó al jabalí y lo mató. No hay más que hablar», respondió lord Emelin.

»No había más que hablar, desde luego. Pero comprendí que Angriff iba a hacerlo, a pesar de todo. Empezó a replicar y a defender su honor. Lord Emelin no quería saber nada del asunto.

Boniface hizo una pausa y contempló al muchacho que estaba frente a él. Sturm lo miraba boquiabierto, con los puños apretados. «¡Imagínate, qué injusticia por parte de lord Emelin! ¡Va completamente en contra del Código y la Medida!», pensó furioso Sturm.

—En absoluto, Sturm Brightblade —lo contradijo Boniface, como si hubiese leído sus pensamientos—. Las reglas de cacería son simples. Tan simples como lord Emelin las estableció aquella mañana en las Alas de Habbakuk. Angriff estaba muy pálido. Sentía que había en esto algo que iba más allá de las reglas y el protocolo, pero las reglas y el protocolo decían que el resto era silencio. Extrajo su lanza… —Boniface sacudió la cabeza, un poco triste.

»Yo enfundé mi espada y montamos en nuestros caballos. Observé a mi amigo cabalgar cada vez más encolerizado desde las colinas Virkhus hasta el castillo Brightblade. Estaba tan mudo como una oveja ante el esquilador, y no pronunció una sola palabra durante el resto del día. Es sabido que desafiar a un padre va más en contra del Código y la Medida que cualquier cosa injusta que Emelin hubiera hecho en el claro conforme a las reglas de caza.

»Agion le tomó el pelo al joven Angriff todo el camino de regreso al castillo Brightblade, llamándolo «montero» y «sabueso» y «alano», como si la participación del muchacho en la cacería hubiera sido simplemente localizar al animal. Angriff echaba chispas, pero se mantuvo encerrado en su mutismo. Sin embargo, yo sabía que el asunto no había acabado todavía.

»Fue en el banquete de aquella noche por el triunfo de lord Emelin. Todas las familias principales se encontraban presentes, los Markenin, los Jeoffrey, los Celeste, y la conversación giraba en torno a la cacería y la ceremonia.

»Cuando se sirvió la cena y los invitados se habían acomodado en el arrullo del vino y la comida, Angriff se acercó al sillón de su padre. Agion, sentado a la izquierda de Emelin, resopló burlón al ver aproximarse al muchacho y dijo en un tono en exceso alto: «Aquí viene el chico para pedir la parte del sabueso».

Sturm dio un respingo. En las cacerías, cuando se desollaba y limpiaba al animal, las vísceras, las pezuñas y todas las partes indelicadas se dejaban para los perros. Las palabras de Agion no sólo habían sido insultantes, sino realmente crueles.

—Emelin se volvió hacia Agion y dijo algo cortante, aunque inaudible —continuó Boniface—; pero Angriff parecía no prestar atención al fornido patán. Se quedó parado ante su padre, en silencio, hasta que Emelin levantó la vista tras el intercambio con su primo. Entonces Angriff empezó a hablar; su alocución era suave, moderada y elaborada con detalle, pero tan perentoria como ninguna otra palabra pronunciada en el castillo Brightblade antes o después.

»«Mi señor padre sabe que, a veces, la Medida y la verdadera justicia están reñidas. También sabe que, sin reparar en espada y golpe de gracia, fue mi lanza la que asestó a lord Torvo el golpe mortal», dijo.

»Fue engreído y grosero, pero dejó clara su postura. Se alzó un murmullo general en el salón, y lord Emelin se incorporó con brusquedad.

»«¿Estás diciendo, Angriff, que tu padre…, que yo… te he robado un trofeo abatido por ti?».

»«Robado no es la palabra que yo utilizaría», replicó Angriff, cuya ira estalló, mandando al traste su actitud tranquila y cortés. «Prefiero decir incautado».

»Fue entonces cuando lord Emelin se echó hacia adelante sobre la mesa y abofeteó a su hijo.

—¿Lo abofeteó? —preguntó Sturm, levantando la voz por la indignación—. ¿Delante de sus compañeros, en un banquete oficial? Pero… no hay… no hay…

—Respuesta a tal indignidad —dijo con calma Boniface—. Parecería que no. Empero, Emelin había sobrepasado todos los límites, había ido en contra de la norma de la Medida que dice: «Aunque el honor adopta cualquier forma y aspecto, el padre debe honrar al hijo como el hijo al padre». Devolver el golpe a su padre era impensable, al igual que responder con palabras demasiado duras al insulto. Tampoco podía quedarse allí y tolerar la bofetada, pues quedaría deshonrado.

»Emelin enrojeció al comprender las consecuencias de su acción. Sabía que se había pasado de la raya, pero ya no podía retractarse. Parecía que Angriff no tenía recurso. Pero, escucha.

»Estaba ante su padre, ardiendo en cólera, con la marca de la mano de Emelin todavía señalada y rojiza en su mejilla. Entonces Angriff se volvió con deliberada lentitud y estrelló su puño en la nariz de Agion.

»Sonó como si una rama gruesa se hubiese partido con la fuerza del viento. Agion salió despedido hacia atrás y cayó pesadamente al suelo, donde yació inconsciente. Volvió en sí media hora más tarde, balbuceando despropósitos sobre medias y pasteles de ruibarbo.

—¡Mi padre golpeó a Agion! —exclamó Sturm, conmocionado y gratamente sorprendido por igual—. Pero ¿por qué? Y…, y…

—Atiende —lo interrumpió Boniface con una sonrisa—, pues éstas fueron las palabras de Angriff: «Ofrécele esto a mi padre la próxima vez que os peleéis. El golpe que reciba será mío en la misma medida en que lo fue el suyo a lord Torvo».

Sturm sacudió la cabeza, admirado.

—¿Cómo se le ocurrió algo así, lord Boniface?

El caballero abrió la bolsa que tenía a los pies y lentamente, con cierto esfuerzo, sacó un peto y un escudo.

—Era su modo de entender las cosas, Sturm. Me entregó esto… para que te lo diera en su nombre cuando tuvieras edad de utilizarlo. Lo mandó hacer para ti, cuando aún eras un chiquillo.

Falto de aliento, Sturm alargó la mano hacia el escudo y el peto.

—Estaba moralmente obligado por el Código a entregártelo —dijo Boniface enigmáticamente—. Pero esta espada es… mi regalo.

Ofreció la espada ancha que había tenido sobre su regazo.

»Tu padre, al parecer, se llevó consigo su espada, Hoja Resplandeciente, y su armadura, o las ocultó en algún sitio desconocido incluso para sus amigos más íntimos. Pero el hijo de Angriff Brightblade merece manejar un tipo de espada como la que ahora te entrego.

Tendió el arma al joven, con la empuñadura por delante. El acero emitió un fulgor apagado a la luz de las lámparas del cuarto.

—Hazla tuya —instó Boniface con actitud misteriosa—. Es brillante y de doble filo.

* * *

Boniface dejó a Sturm con la espada apoyada en el regazo. Durante una hora, o quizá dos, el muchacho pulió el arma. Podía ver su rostro reflejado en la reluciente hoja, distorsionado y con aspecto lobuno a causa de los bordes angulosos del acero. Cuando lord Gunthar Uth Wistan entró en el cuarto, Sturm apenas reparó en su presencia.

—Tendrás que estar más alerta en el Bosque Sombrío —observó el caballero mientras el sobresaltado muchacho se incorporaba de un brinco y dejaba caer la espada, que repicó contra el piso de piedra.

—Estaba… Yo…

Lord Gunthar pasó por alto los balbuceos del joven y tomó asiento en medio del golpeteo metálico y el rechinar de la cota de malla. Con cuidado, soltó en el suelo el paquete que llevaba, algo pesado y voluminoso, envuelto en una manta. A Sturm lo sorprendió que el hombre paseara por las estancias de la Torre vestido como si fuera a tomar parte en una batalla. Al verlo, cualquiera habría pensado que la Torre del Sumo Sacerdote estaba bajo asedio. Gunthar extendió la mano protegida con guantelete, en la que llevaba un manojo de verdes y frescas hojas.

—¿Las conoces? —preguntó con brusquedad.

Sturm sacudió la cabeza en un gesto de negación.

»Roble negro —explicó el caballero, lacónico—. ¿Sabes el viejo dicho?

Sturm hizo un gesto afirmativo. Sabía mucho más sobre rimas y refranes populares que sobre hojas y árboles.

—«El último en reverdecer y el último en tirar la hoja», señor. O eso se dice allá, en Solace.

—Lo mismo se dice aquí —comentó Gunthar—. Razón por la cual es extraño que te enseñe estas hojas en invierno, ¿no te parece?

Dirigió a Sturm una mirada calmada, indescifrable.

—Eso significa que he de ponerme en marcha —apuntó el joven, mientras se agachaba y recogía la espada del suelo. El ambiente de la habitación le pareció de pronto muy cálido; un sutil aroma a flores entró a través de la ventana, transportado por una brisa del sureste.