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Posadas y Recuerdos

Los gemelos se lo habían advertido aquella noche de otoño en la posada El Ultimo Hogar, la semana antes de que ensillara a Luin y partiera de Solace camino del inhóspito norte…

Era la última noche de reuniones y despedidas, y los tres estaban sentados a la larga mesa, junto al tronco del enorme vallenwood que atravesaba el piso de la posada. El té se había quedado frío, y la cera de las velas goteaba sobre el tablero. Solícito como siempre, Otik, el posadero, recogió los últimos vasos y vasijas de barro mientras los tres compañeros bebían abstraídos, mirándose los unos a los otros por encima de las titilantes llamas de las velas.

Sturm se sentía incómodo con sus ropas grises de luto, sobre todo al estar con sus viejos amigos. Se preguntó si eso sería parte de la aflicción, que después de seis meses de luto, ayuno y retiro se suponía que estabas harto de todo ello y anhelabas dejar a un lado las ropas grises y dedicarte a otras cosas. Había momentos en los que todavía echaba de menos a su madre y su falta le causaba un gran dolor, pero el rostro de Ilys Brightblade ya era borroso en su memoria y tenía que decirse a sí mismo de qué color habían sido sus ojos.

Sin embargo, la historia que le había contado permanecía indeleble hasta los más mínimos detalles. Se la había relatado en su lecho de muerte, antes de que la fiebre diera paso a alucinaciones y a la inconsciencia, y era lo que lo impulsaba a marcharse de Solace.

Sturm sacudió la cabeza, sobresaltado ante una voz fuerte y profunda que lo sacó de sus evocaciones. Los fúnebres recuerdos del incienso, de la antinatural palidez del semblante de su madre, se desvanecieron y de nuevo se encontró en la posada El Último Hogar. Al otro lado de la mesa, Caramon se inclinaba hacia adelante, por encima de las velas, y le preguntaba algo.

—¿Estabas escuchando, Sturm? Es la víspera de tu partida. Tienes las alforjas llenas con provisiones, cartas y regalos. Ojalá no estuvieras tan empeñado en volver a Solamnia y asistir a ese banquete y quedarte allí para siempre…

—¡Yo no he dicho que no vaya a regresar! —lo interrumpió Sturm, poniendo los ojos en blanco—. Os lo he explicado a los dos, Caramon. Es…, es una especie de peregrinaje. Cuando haya aclarado algunas cosas en el norte y resuelto otras pocas, volveré.

Caramon cerró sus manos, de dedos gruesos y enrojecidos, sobre los bordes de la mesa y sonrió con aire de disculpa a su circunspecto amigo. Entretanto, Raistlin guardaba silencio, con una expresión seria y atenta en su rostro vuelto hacia la chimenea y la mortecina luz del fuego casi apagado.

—Pero esas pesquisas y misiones podrían mantenerte alejado de aquí para siempre, Sturm —comentó Caramon—. Es lo que pasa con los verdaderos Caballeros de Solamnia.

Sturm se encogió al oír lo de «verdaderos».

»Y, si tal cosa ocurriera —insistió Caramon—, seguiríamos sin entender por qué te marchaste, para empezar.

—Eso, también, te lo he dicho una y otra vez, Caramon —repitió Sturm con calma, aunque el tono de su voz era tenso—. Es el Código y la Medida, el vínculo que me une a la hermandad solámnica. Ése es el motivo por el que voy al norte, a Solamnia…, a las montañas Vingaard…, a la Torre del Sumo Sacerdote.

—Otra vez el Código —observó Raistlin con voz queda, rompiendo su silencio.

Los dos muchachos más corpulentos se volvieron a la vez hacia su flaco y enigmático compañero. Recostado en el rincón más oscuro del tronco de vallenwood, el joven adepto se confundía en las sombras, casi tan insustancial como sus actos de ilusionismo y prestidigitación. Desde la gris y titilante semioscuridad, Raistlin habló de nuevo con una voz melodiosa y sutil, como las notas de una viola.

—El Código y la Medida —dijo con sorna—. Todo ese afectado modo de conducta en el que tienen plena confianza las Ordenes Solámnicas. Y los treinta y cinco volúmenes de vuestra Medida…

—Treinta y siete —corrigió Sturm—. La Medida se recoge en treinta y siete volúmenes.

Raistlin se encogió de hombros y se arrebujó más en su raída túnica. Rápidamente, con la gracilidad de un pájaro, se echó hacia adelante y extendió las delgadas manos frente al mortecino resplandor del fuego.

—Treinta y cinco o treinta y siete o tres mil, tanto da —musitó, con los pálidos labios distendidos en una sonrisa—. Es sólo un montón de legalismos y necedades. No estás obligado a obedecer ni una sola de sus páginas. El Caballero de Solamnia era tu padre, no tú.

—Ya hemos discutido sobre esto antes y no nos hemos puesto de acuerdo, Raistlin —lo increpó Sturm. Se contuvo y se recostó desasosegado en su silla. Hablaba como un viejo maestro de escuela criticón, y lo sabía.

Raistlin asintió con un cabeceo y agitó su taza de té con un movimiento giratorio; contempló con fijeza el fondo, como si estuviera leyendo algún augurio en los fríos posos.

—Ha habido otros años, Sturm —susurró—. Y otros Yules.

Sturm carraspeó.

—Pero ahora… mi madre está muerta, Raistlin —contestó, mirando pensativamente el reluciente charco de cera que se había formado en la palmatoria de oscura cerámica. La mecha flotaba en la brillante superficie. La vela no tardaría en apagarse—. La Orden es la única familia que me queda. No tengo otro sitio adonde ir, salvo el norte. Pero principalmente lo hago por lo que me dijo mi madre… sobre lo que ocurrió la noche en que mi padre desapareció.

Los gemelos se inclinaron hacia él, sorprendidos por esta repentina revelación.

—¿Entonces había algo más? —preguntó Raistlin—. ¿Tu madre no te lo había contado todo?

—Ella… esperaba hacerlo a su debido tiempo —repuso Sturm. Tenía las manos apoyadas en la mesa y le temblaron un poco—. Pero cuando… la plaga… no tuvo más remedio…

—Entonces, te lo dijo en el momento oportuno —lo tranquilizó Caramon, poniendo su manaza sobre el hombro de su amigo—. Cuéntanoslo. Dinos qué pasó esa noche.

Sturm miró los anhelantes ojos de su joven compañero.

—De acuerdo, Caramon. Os contaré la historia de esa noche. Pero recordad que no es un relato fácil ni agradable.

Así, con los gemelos inclinados sobre la mesa por la expectación, el desapacible viento de la noche otoñal como una música de fondo y el susurrante roce de las hojas contra el techo de la posada, Sturm dio inicio a su historia…

—Ante todo —empezó el joven, sin levantar la vista de la mesa—, lord Angriff se ocupó de lady Ilys y de mí. Nos hizo partir a hurtadillas por la calzada, del oeste, antes de que las antorchas de los campesinos se cerraran en círculo en torno al castillo. Soren Vardis era nuestro guía. Caía una copiosa nevada que nos ocultaba y cubría nuestras huellas; de otro modo, a los campesinos no les habría sido difícil encontrarnos. En su cólera, olvidaron todo lo que la Orden había hecho por ellos.

Los gemelos intercambiaron una extraña mirada, y Raistlin carraspeó. Sturm prosiguió, con la mirada prendida en las moribundas brasas del hogar.

—En cuanto a mi padre, cuando nosotros estuvimos a salvo, lejos de allí, se concentró en velar por el castillo y la guarnición. Alfred, Gunthar y Boniface estaban allí. Había un centenar de hombres, de los cuales padre pensaba que sólo podía confiar en los veinte caballeros. Veréis, los campesinos se habían apoderado rápidamente de las tierras, y muchos soldados habían desertado en las semanas anteriores a la caída del castillo. —Sturm apretó los puños y sus oscuros ojos ardieron por la rabia.

—¿Y qué esperabas, Sturm Brightblade? —susurró Raistlin—. ¿Qué podías esperar de unos pobres campesinos y unos cuantos rufianes? —Posó la mano en el hombro del joven solámnico. Los dedos del mago eran pálidos, casi transparentes, y había algo perturbador en su tacto.

Sturm hizo un gesto de desdén y retiró un poco su silla de la mesa.

»Prosigue —musitó Raistlin—. Cuéntanos lo que ocurrió.

—Padre bajó al patio, donde estaban reunidos sus soldados. Los hombres se apiñaban unos contra otros para guarecerse del frío, temblando bajo las mantas raídas y sus ropas de segunda mano. Todos, salvo una docena, estaban allí, y los que faltaban eran caballeros de confianza, desplegados por padre para vigilar las murallas mientras se celebraba la asamblea.

»El patio era un mar de formas grises veladas por el vaho de las respiraciones. La nieve caía inclemente mientras el amanecer se aproximaba. Padre paseó frente a las tropas con actitud segura, y sólo se detuvo para trazar una línea en la nieve, un gesto propio de un comandante. Yo mismo se lo había visto hacer antes, en las guerras de Neraka, pero incluso para hombres adultos era todo un espectáculo.

Sturm hizo una pausa, y una sonrisa de admiración le cruzó el semblante. Fuera de la posada, la noche otoñal rebosaba de música: la armoniosa y penetrante llamada del ruiseñor se sumaba al lento y monótono chirrido de los grillos. Los tres jóvenes escucharon los sonidos del entorno mientras el cansado Otik pasaba junto a la mesa, cargado con jarras medio llenas y cacharros sucios.

Sturm alzó los ojos hacia los gemelos y reanudó su historia.

—«Aquéllos que estéis conmigo», dijo padre, «manteneos firmes ante las dificultades que se avecinan: nieve, asedio e insurrección». Entonces señaló la raya trazada a sus pies, y dicen que la niebla desapareció sobre la tropa de hombres por la sencilla razón de que todos ellos habían contenido la respiración.

»«Aquéllos que quieran marcharse», continuó, «ya sea para ponerse a salvo o para unirse a las filas de los insurgentes, pueden cruzar esta línea y partir con mi bendición».

—¿Con su bendición? —preguntó Caramon.

Sturm movió la cabeza arriba y abajo, en un gesto afirmativo.

—Ésas fueron sus palabras, cuente quien cuente la historia. Y, por mi vida, que no acabo de entenderlo. Aunque supongo que, si ni el apego ni los juramentos mantenían su lealtad, habría sido un crimen mandarlos a la batalla.

»Pero el verdadero crimen fue el que vino a continuación, cuando ochenta de ellos cruzaron la línea y abandonaron el castillo Brightblade… —Apretó los puños con fuerza, y después enrojeció, sorprendido por la intensidad de sus emociones.

—Cuéntanos el resto —pidió Caramon, al tiempo que levantaba la mano como para contener la cólera desbordada de su amigo.

—Padre no dijo una sola palabra contra aquellos hombres —prosiguió el joven, con las mejillas encendidas por la rabia—. En lugar de ello, ordenó a los caballeros que bajaran de las murallas. Se reunieron en el patio. Eran sólo una veintena, todos de la Orden. La nieve seguía cayendo impasible sobre los que se habían quedado y sobre los que se habían marchado.

Raistlin se estiró, se levantó de la mesa y se recostó en la campana de la chimenea. Sturm rebulló en su silla, agitado por pensamientos confusos y amargos.

—En cuanto a los que se marcharon, los que se unieron a los campesinos, saben los dioses qué aconteció con la mayoría de ellos. He oído que muchos sirvieron a sus nuevos aliados con bravura. Pero los que se quedaron no perdieron la confianza. Mi padre les había informado…, a los caballeros únicamente, a su grupo de íntimos colaboradores comprometidos por el Código y la Medida, que el viejo Agion Pathwarden, quien por entonces era ya un septagenario lleno de vigor y vinagre, se dirigía hacia allí para levantar el cerco con otros cincuenta caballeros, casi la totalidad de la guarnición del castillo Di Caela, a sólo unas horas de distancia a caballo. Podrían resistir hasta su llegada, de eso estaban seguros.

»Seguros, hasta que apareció un mensajero del cabecilla de los campesinos, una vieja druida cuyo nombre no consiguió recordar mi madre; traía la noticia de que lord Agion y su compañía habían sido traicionados. Alguien de la guarnición de mi padre había informado a los campesinos de la ruta secreta que lord Agion tomaría desde el castillo Di Caela para llegar al castillo Brightblade dando un rodeo. Les tendieron una emboscada en los cerros. Los excedían mucho en número; no sobrevivió ni un solo caballero, pero todos murieron luchando. Dicen que Agion fue uno de los primeros en caer.

Sturm cerró los ojos.

—¿Llegaron a descubrir al traidor? —preguntó Caramon, siempre partidario de la justicia y de que el culpable recibiera su castigo.

Su amigo asintió con un cabeceo.

—Eso dicen. La investigación la llevaron a cabo los mejores: Gunthar, Boniface y Alfred Markenin. Padre les dijo que lo dejaran, pero ellos le siguieron la pista hasta que Boniface hizo que el renegado perdiera la cabeza. El hombre era un nuevo caballero, oriundo de Lemish, al parecer. Boniface lo acusó, y el hombre lo negó una y otra vez. Por supuesto, el siguiente paso era la celebración de un combate que decidiría si era o no culpable. Pero el cobarde se escabulló aquella misma noche. Se dice que los propios campesinos lo colgaron; Gunthar vio un cuerpo en la horca cuando traspasó sus líneas.

»Padre envió un mensaje a la druida a la mañana siguiente. Además de las dotes innatas de la mujer como dirigente y estratega, los campesinos sostenían que era una persona justa y recta… Justa y recta hasta la exageración. Puesto que había sido traicionado por quienes gozaban de su confianza, padre se arriesgó a poner su fe en otros principios. Comunicó a esa mujer, la druida, que no deseaba que hubiera más derramamiento de sangre entre solamnicos, ya pertenecieran a la Orden o estuvieran en contra de ella. Y, si tal cosa era inevitable, que al menos fuera la suya la que se derramara. Como garantía para asegurar el cese de hostilidades entre enemigos tan antagónicos, se entregó a los campesinos a cambio de su promesa de que Alfred, Boniface, Gunthar y el resto de la guarnición tendrían vía libre para abandonar el castillo y la Comarca.

»O eso es lo que dicen —murmuró entre dientes Sturm, con la ardiente mirada prendida en el reluciente escudo—. Pues aquella noche se internó en la cegadora ventisca, y ninguno de los que sobrevivieron a aquel suceso lo volvió a ver.

La sala de la posada se sumió en un respetuoso silencio. Otik dejó de barrer el suelo y se apoyó en la escoba. La jovencita que había contratado para que lo ayudara cesó en sus tareas y se sentó en cuclillas junto a la barra del bar, intuyendo que esta conversación dolorosa e íntima requería quietud.

—¿Os he dicho ya que lord Angriff fue hacia su muerte riendo? —preguntó Sturm con una extraña sonrisa—. ¿Y que, con la tranquila indiferencia de quien se desnuda para acostarse, se despojó de escudo y armadura y se los entregó a su hombre de confianza?

Sturm cerró los ojos. Cuando reanudó el relato su voz se quebró por la emoción.

—«No necesito estos pertrechos de caballería a donde voy. ¿Por qué esos rostros atribulados? ¿Por qué surgen en vuestros corazones pensamientos sombríos?», les preguntó. Madre dijo que contuvieron el llanto a duras penas, porque sabían que se dirigía a su muerte y que no volverían a ver otro hombre como él.

»Así pues, aquella tarde abrazó a sus compañeros y pasó entre ellos. Al poco se perdía de vista tras las murallas del castillo Brightblade. Dos hombres fueron en pos de él bajo la cegadora ventisca. Desobedecieron las órdenes de mi padre por el amor que le profesaban, y durante un instante los restantes componentes de la guarnición atisbaron a través del velo de lágrimas a mi padre y a los dos hombres que lo seguían como tres puntos oscuros en medio de la tormenta de nieve, y después los divisaron otra vez, al límite de su campo visual, donde el brillo apagado de las antorchas de los campesinos, difuminadas tras la cortina de nieve, semejaba estrellas distantes; los tres parecieron internarse en las filas del enemigo sin vacilar, pero como si caminaran ciegamente en una fronda impenetrable. —Sturm se estremeció.

»Es de esa fronda de donde ha surgido el hijo de Angriff Brightblade, amigos míos. Descubriré dónde está mi padre o lo que ha sido de él aunque las Fauces de Hiddukel se interpongan en mi camino con la firme intención de hacerme pedazos.

—Cosa más que probable, muchacho —dijo Raistlin con voz queda—. Cosa más que probable.

Sturm tragó saliva con nerviosismo.

—Lo hagan o no, ya es hora de que las ponga a prueba. Ojalá pudiera contar con tu sagacidad, Raistlin Majere. O con la fuerza de Caramon. La Torre del Sumo Sacerdote es un lugar despiadado para un muchacho provinciano.

—¡Tú no eres un alfeñique, Sturm! —lo animó Caramon a voz en cuello, sobresaltando a la muchachita agachada junto al bar, que se escabulló en las sombras—. Sabes montar a caballo y puedes manejar una espada mucho mejor que yo. Es sólo que…, que…

—No soy un espadachín —aseveró Sturm—. No en realidad. No como lo fue mi padre; no como los que están acostumbrados a ver en el norte. No soy la mitad de valiente que él, y como jinete no estoy a su altura, ni mucho menos. Pregúntale a mi madre. Pregúntales a nuestros amigos solámnicos, que viajaban hacia el sur sólo para decirme estas cosas.

Caramon abrió la boca como si fuera a responder, pero se limitó a echarse hacia atrás en su silla con actitud enfadada. Una vez más, las palabras lo habían superado. En alguna parte, allá abajo, por la calzada que serpenteaba entre los vallenwoods de Solace, el relincho de un caballo se alzó sobre el silbido del viento nocturno, seguido por el grito destemplado del jinete.

—Lo que ambos intentamos hacerte entender es que, si has oído cosas así en Solace, lo que oirás en las Vingaard será aún peor —intervino Raistlin, saliendo de sus reflexiones y observando al joven con una mirada intensa, inquietante—. Es demasiado pronto, Sturm. El norte es voraz, y la Orden… En fin, la Orden es como tú mismo has dicho.

—Tengo que ir ahora, Raistlin —argumentó Sturm. Se llevó la taza a los labios y dio un sorbo de la tibia y ahumada mezcla—. Tengo que ir ahora, por encima del Código y la Medida y de las últimas revelaciones que me hizo mi madre. Ya no lo soporto más.

—¿El qué? —preguntó Caramon, con la mente en otra parte. Pero la historia continuó en sus pensamientos: el incomparable Angriff Brightblade, un maestro con la espada, un héroe y un noble caballero que tuvo el valor de desaparecer de un modo grandioso en el asedio al castillo Brightblade.

Que tuvo el valor de dejar atrás a un hijo y demasiados interrogantes.

—He de saberlo —dijo Sturm con tono dramático—. Tengo que encontrar a mi padre. Sí, sí, tal vez esté muerto. Pero allí arriba, es un recuerdo en lugar de… Bueno, en lugar de una leyenda.

Raistlin suspiró. Esbozó una extraña y breve sonrisa y se volvió hacia la chimenea otra vez.

»Todo cuanto mi padre hizo —continuó Sturm—, en torneos, en las guerras de Neraka, en defender castillo y familia…

—Te ha amargado la infancia —lo interrumpió Raistlin. Tuvo un golpe de tos, sin duda por un constipado, y agitó el té tibio de su taza—. Esto de ir en busca de padres es algo obsesivo —observó con ironía—. Tienes que poner buena cara a quien te está matando.

Caramon asintió lentamente con la cabeza, aunque no entendía en realidad. Su mirada siguió a la de su hermano. Los gemelos guardaron silencio, contemplando con fijeza las rojas brasas del hogar.

«Sí, es algo obsesivo —pensó Sturm enfadado mientras los miraba, satisfechos en su relación extrañamente equilibrada—. Pero jamás lo entenderéis. Ninguno de los dos. Pues, suceda lo que suceda, os tenéis el uno al otro para…, para…».

«Para mostraros quiénes sois».

«Y nadie me está matando».

Enredado en la maraña de sus propios pensamientos, Sturm se levantó de la mesa. Los gemelos apenas advirtieron su marcha cuando salió a la tonificante noche de Abanasinia. Caramon agitó suavemente la mano en un gesto de despedida, y la última imagen que Sturm tuvo de sus amigos fue verlos sentados codo con codo, enmarcados por la luz de la hoguera y uncidos por las sombras, cada cual perdido en sus propios sueños».