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Apelación a la Medida

La flauta tintineó al caer al suelo. Al momento, el cortante frío del invierno reapareció y se asentó dolorosamente en torno a los pies de los caballeros. El silencio reinaba en la sala, como si el aire se hubiese congelado.

—Sturm… —empezó lord Stephan, sin salir de su asombro.

El joven se tambaleó, sacó la espada de un tirón, y Vertumnus se desplomó de bruces, muerto. Gunthar corrió hacia el Hombre Verde, y Sturm hizo un gesto de dolor cuando la fuerte mano de lord Alfred lo agarró por el hombro.

La espada de Sturm estaba manchada con una sustancia clara y acuosa, y de la acanaladura de la hoja se alzó el aroma resinoso de árboles perennes. El muchacho se volvió hacia los caballeros, frenético, y advirtió el desconcierto de Alfred y de Gunthar, la extraña mirada acosada de lord Stephan, y, junto a la mesa rota, la cólera de Boniface, que contemplaba al muchacho ferozmente, con incredulidad y envidia; luego se agachó y tiró hacia arriba de las calzas.

—¿Qué has hecho, muchacho? —bramó Alfred.

¿Qué has…? La pregunta resonó en la sala y el eco la repitió una y otra vez; fue el único sonido en el cavernoso y humillante silencio.

Entonces, Vertumnus se incorporó de un salto y apartó de un empujón al perplejo lord Gunthar. Hubo un respingo generalizado, como si el propio salón se hubiera quedado sin aliento. Lord Silvestre se tocó la herida del pecho, y ésta se frunció y se cerró como una cicatriz en madera viva. Con calma, sus ojos buscaron los de Sturm.

—A esto se ha llegado, joven Brightblade. Has definido tu postura y la mía —anunció Vertumnus. Una gruesa capa de musgo tapizó las baldosas bajo sus pies—. Es el resultado de tu propia necedad. Has entrado en mi juego y, ay de ti, tendrás que jugarlo hasta el final, como tu hombro herido te lo recordará día y noche.

Al otro lado de la ventana se escuchó de nuevo el canto de los pájaros. Los ojos desorbitados de Sturm fueron del Hombre Verde a su espada, y de vuelta a Vertumnus. Por completo desconcertado, el joven tocó la hoja del arma. Estaba seca y limpia.

—Reúnete conmigo el primer día de primavera —ordenó Vertumnus, al tiempo que esbozaba de nuevo una extraña sonrisa—. En mis dominios, en el corazón del Bosque Sombrío. Ve solo. Zanjaremos este asunto…, espada contra espada, de caballero a caballero, de hombre a hombre. Has defendido el honor de tu padre y ahora yo lanzo un reto al tuyo, porque ahora te debo un golpe y tú me debes una vida. Pues está escrito en vuestra preciada Medida que cualquier hombre que devuelva, un golpe, debe continuar la liza hasta el final

Sturm miró a su alrededor, desconcertado. Gunthar y Alfred estaban como petrificados en el estrado, y lord Stephan abrió la boca para hablar, pero no articuló palabra alguna.

Expectante, con sus ojos de halcón, lord Boniface asintió con un cabeceo. Lo que Vertumnus había dicho sobre devolver un golpe estaba, en efecto, contemplado en la Medida. Con su acción impulsiva, Sturm estaba atrapado por un viejo estatuto.

—Te guiaré al punto de la cita cuando llegue el momento —dijo Vertumnus—. Y tal vez descubras algo sobre tu padre en ese preciso lugar y momento. No obstante, deberás recorrer el camino que tú mismo proyectes. Si no te reúnes conmigo en el sitio acordado, o en la noche acordada, tu honor quedará comprometido para siempre.

»No es sólo tu honor lo que corre peligro —continuó lord Silvestre, con una misteriosa sonrisa—. Pues no cabe duda que me debes una vida, Sturm Brightblade, y pagarás por ello, llegues o no en la fecha fijada. —Señaló con gesto dramático el hombro del joven—. Puedes venir como un hijo de la Orden y hacer frente a mi desafío, o puedes esconderte en los salones de este fuerte y esperar a que tu herida se ponga verde. Pues has de saber que las gestas de mi espada florecen en primavera, y sus frutos son espantosos y fatales.

El salón se llenó con más hojas, zarcillos y enredaderas, con zarzas, raíces y ramas, en cantidades suficientes para que costara una semana despejar la estancia. El Hombre Verde cerró los ojos, inclinó la cabeza, y desapareció en medio de un rumor de hojarasca, en tanto que las antorchas de las paredes ardían de repente con una llamarada blanca y fría. Perplejo, Sturm escudriñó la sombría espesura, pero Vertumnus había partido, dejando tras de sí niebla y humo de madera quemada y el olor metálico y húmedo que queda en el bosque tras descargarse un rayo.

—De todos los problemas que podrías haberte buscado, muchacho, de todo lo que podrías haber hecho o dejado de hacer, esto es, sin lugar a dudas, lo peor —proclamó lord Alfred, apenado.

—¿Lo peor? —preguntó Sturm—. Yo… no…

Para entonces, con su sobria eficiencia, los jóvenes caballeros ya se habían puesto a limpiar de follaje y zarzas el salón. Sturm se encontraba en medio de la frenética actividad, con la vista levantada hacia los caballeros agrupados junto al trono vacío de Huma. El joven sacudió la cabeza, como si saliera de un mal sueño, intentando aclarar su mente.

—¿Quieres seguirme, Sturm Brightblade? —preguntó lord Alfred, con un tono más suave de voz.

Gunthar y Stephan cerraron filas tras él; sus armaduras ceremoniales centellearon de un modo casi cegador. Desde sus posiciones, en medio del estropicio causado por la visita de Vertumnus, lord Adamant y lord Boniface se sumaron al formidable trío.

«Como soles —pensó el muchacho—. Como soles y meteoros. No puedo acercarme a ellos, e incluso mirarlos es duro».

—Pensé… —empezó Sturm, pero en la resonante sala su voz sonó tenue y débil. No pudo decir lo que había pensado. Ya no se acordaba.

Alfred asintió con un cabeceo, y lord Gunthar se adelantó mientras el Juez Supremo ocupaba el sitio del hombre más joven, al lado de Stephan.

A sus espaldas cesó la actividad de serrar y cortar vegetación. Sólo los sirvientes, el viejo Reza y el chico, continuaron con sus tareas. Jack barría los restos de cristalería rota. Los escuderos, reacios como siempre a hacer un trabajo de criados, se habían parado para no perder detalle del drama que se desarrollaba junto al trono de Huma, encantados por el mal rato que estaba pasando uno de su edad y el posible castigo que recibiría. A despecho de su devoción por las diversas virtudes honorables de la Medida, la Torre del Sumo Sacerdote era un nido de chismorreos y rivalidades que no siempre tenían un fondo amistoso.

También lord Stephan era un experto en estas guerras. Avanzó hacia Sturm, cogió el brazo del muchacho con su enguantada mano y lo condujo, más allá de los cuellos estirados y las miradas de reojo, directamente a la puerta del oeste, por la que se accedía a la quietud de la capilla. Gunthar y Alfred los siguieron de cerca y tras ellos fue el renombrado lord Boniface. Los que se habían quedado en el salón de consejos reanudaron sus tareas, imaginando sin duda el despliegue de grandes misterios y correctivos en la penumbra de la estancia cerrada.

Allí, lord Stephan hizo sentar al muchacho sin demasiadas contemplaciones en un banco de roble, junto a la ventana. Sturm se agarró el hombro y tiritó cuando el viento se coló entre los viejos perfiles ornamentales de piedra, a sus espaldas. Pero también tembló al mirar los antiguos dibujos de la cristalera coloreada: la rosa, los cuernos de bisonte, el arpa amarilla y la blanca esfera, la lemniscata azul, todo dentro del triángulo del gran dios Paladine, que contenía todas las cosas y no obstante las trascendía. Todos eran símbolos del viejo panteón, que la Orden todavía honraba pese a los tiempos oscuros y peligrosos que vivía Ansalon.

Las estanterías se combaban bajo el peso de gruesos volúmenes encuadernados en piel, relativos a matemáticas, física, arquitectura; estudios que el joven había rehuido en los escasos días compartidos con su madre en Solace.

—Sturm —le había advertido—, los libros es lo que debe interesarte ahora. Te han fallado espada, Orden y padre. Puede que un académico no sea un hombre rico, pero come; su casa está a salvo del fuego y su cuello del hacha.

Sturm frunció el entrecejo y sacudió la cabeza. Lady Ilys había hecho estas observaciones en la habitación central de la cabaña, una estancia alejada de la luz y las ventanas. Él había simulado prestar atención, pero luego dejó de lado los libros y trepó al techo de cañas y barro de la casa. Allí, por encima de los sermones de su madre, fijó los ojos en el norte, sobre las llanuras de Abanasinia, donde el horizonte no era más que luz y llanos, aunque un chiquillo podía imaginar las turbulentas aguas del estrecho de Schallsea y, más al norte, las costas meridionales de Solamnia.

Ahora, a Sturm le parecía que los libros de la capilla se burlaban de él y de los años perdidos sobre el tejado, entre ardillas y pájaros. Había hecho un largo viaje desde Solace sólo para ser llevado a otra estancia oscura y ante estos mismos libros para lo que —ahora caía en la cuenta— era un asunto muy serio.

—No toda la culpa es tuya, muchacho —empezó lord Stephan; hablaba con suavidad, pero Sturm percibió una nota de desconcierto en su voz. El anciano paseó frente al altar, con los ojos bajos—. No del todo. El tal Vertumnus nos ha perturbado y sorprendido a todos.

—¿Cómo pudo ocurrir algo así, lord Gunthar? —preguntó Boniface con sorna—. Presumo que la vigilancia del salón estaba bajo tu… capacitado mando, como es siempre el caso en una noche de banquete.

Gunthar resopló iracundo y se recostó en la puerta de la capilla. No había mucho afecto entre los dos extraordinarios espadachines, resultado de una generación de feroz rivalidad.

—¡Ya se ha pensado en eso, Boniface! ¡Están de más tu regodeo y tus pullas! —bramó, echando chispas.

—Bien… —interrumpió Stephan, con un tono apaciguador—. Fueran cuales fueren las circunstancias, lo cierto es que por fin hemos conocido al legendario lord Silvestre, y es tan curioso como se dice en las historias que corren sobre él.

—¿Historias? —exclamó Sturm, levantándose a medias del banco—. ¿Quieres decir que estabais enterados de la existencia de esa monstruosidad y… y…?

—Estábamos enterados, desde luego —contestó Alfred—. Son cientos los rumores que acompañan a lord Silvestre, y el Caballero de Solamnia que no haya oído alguno de ellos es sordo. Conocíamos su existencia, pero jamás lo habíamos visto. ¿Quién habría esperado semejante visita, esos coros y ese repentino crecimiento de plantas?

Gunthar lanzó una mirada enfadada a Boniface, y los cuatro caballeros se sumieron en sus propios pensamientos.

—Es muy tarde, y nuestras ideas bordean lo absurdo —comentó Alfred tras una larga pausa—. Quizá deberíamos tratar este asunto por la mañana, cuando el sol brille sobre lo que ha venido a acontecer, mejor que bajo la engañosa luz doble de las lunas.

—Estoy de acuerdo con lord Alfred —intervino Boniface.

Gunthar asintió con un cabeceo.

—Esperad. ¿Quién es Vertumnus? —preguntó Sturm.

Los caballeros intercambiaron miradas inquietas.

—He oído que es un caballero renegado —repuso lord Alfred—, cuyo camino se enmarañó con elfos y toda clase de necedades del bosque. Se dice que capitanea una cuadrilla de bandidos de Neraka, al sur, en su Bosque Sombrío.

—Yo he oído que Vertumnus es un druida —declaró Gunthar—. Un clérigo pagano cuyo corazón es tan duro y nudoso como un roble. Su refugio en el Bosque Sombrío es un lugar perverso, donde los pájaros susurran las últimas palabras de los criminales y los muertos cuelgan como fruta de las ramas de los árboles.

Sturm frunció el entrecejo. Eso era aún más inverosímil que lo del caballero renegado.

—Y a mí me han contado que la sangre de ese hombre es pura hechicería, que sus oscuros ojos están hechos con piedra de Nuitari —intervino lord Stephan, contribuyendo a aumentar la controversia—. Oí decir que el Bosque Sombrío es una ilusión, producto de la luna negra y de los sueños del hechicero.

—¿Y a pesar de todo eso nos ha visitado en el Yuletide? —preguntó Sturm—. ¿Y ya sea mago o druida o caballero, ha conseguido que prestemos oídos a sus palabras? ¿Cómo…, cómo se ha llegado a eso? ¿Y por qué?

—Espero que lord Gunthar dé respuesta a esa pregunta en breve —observó Boniface con sequedad—. ¿Cómo es posible que un hombre solo pudiera abrirse paso entre centinelas de lo más selecto entre la juventud solámnica, guiando a ese inmenso jabalí que lo seguía…?

—¿Inmenso jabalí? —exclamaron los otros cuatro, volviéndose como un solo hombre hacia Boniface. Alfred le posó una mano sobre el hombro con desasosiego.

—Nosotros no vimos un… jabalí —explicó el Juez Supremo—. Tal vez, la confusión de la noche… o el vino…

—¡Os digo que era un jabalí lo que vi! —insistió Boniface, iracundo—. ¡Y, si lo vi, lo había, por Paladine y Majere y cualquier dios del Bien que queráis nombrar!

—Sea como sea, no vimos un jabalí —repitió Alfred, paciente—. Sólo la bandada de cuervos en las vigas…

Enmudeció sin terminar la frase cuando los otros caballeros lo miraron perplejos.

—Vosotros no…, no visteis cuervos —concluyó taciturno—. Ninguno los vio.

—Yo no miré arriba —dijo Stephan con tono apaciguador—. Aunque, por Paladine y por todos los dioses reunidos, recuerdo las chillonas e insultantes dríades que el Hombre Verde trajo consigo.

Ahora le llegó el turno de ser el blanco de las miradas sorprendidas de los otros.

—Y también maíz y abejas zumbando —añadió Stephan—. Y un gran oso, no un jabalí, bailó en el centro del salón.

—No, no —lo corrigió Gunthar—. Sólo era Vertumnus. Estoy seguro.

—Un montón de espejismos, eso es todo este asunto —murmuró Stephan.

—¿Y la sangre derramada? —preguntó Sturm—. ¿La savia que manó de su herida?

—¿Savia? —repitió Boniface con tono incrédulo.

Cuatro pares de ojos solámnicos se volvieron hacia el muchacho, como si de repente hubiese anunciado que las lunas habían caído del cielo.

Stephan soltó una risita, pero acto seguido su expresión se tornó seria y prendió la mirada en el joven sentado en el banco ante él, sacudido por los escalofríos.

—El problema, Sturm, es que, fuera lo que fuera lo que cada uno vio, todos coincidimos en que fuiste herido y que derribaste a lord Silvestre llevado por la cólera, y que todos oímos el reto lanzado a continuación.

—¿El chico fue herido? —preguntó alarmado Gunthar. Se acercó a Sturm y alargó la mano—. ¿Dónde te hirió, Sturm?

—En el hombro —respondió el muchacho, señalándose la herida… que había desaparecido por completo. La blanca tela de su túnica ceremonial, sin manchas y sin desgarrones, cubría el punto donde sentía el sordo y palpitante dolor. En un desconcertado silencio, Gunthar y Alfred examinaron el hombro de Sturm.

—Ignoro lo que sientes, pero no veo herida —dijo Alfred con voz queda—. Y, sin embargo, tendría sentido lo de la herida. Sin ella, las últimas amenazas de esa monstruosidad verde serían ridículas. —Miró a los otros caballeros, que asintieron con gesto grave—. Estés herido o indemne, Sturm Brightblade, el problema sigue presente —continuó lord Alfred, levantando el dedo índice con actitud dogmática, como un académico o un letrado—. Recordemos lo que recordemos, este asunto (el combate, el matar, el resucitar y…, y sangrar savia, ¡por todos los dioses!) es más importante que las dríades o el jabalí, o incluso tu herida, llegado el caso. Vertumnus se dirigió a ti, y su desafío recayó en ti.

—En efecto —dijo lord Boniface con firmeza, pero sin severidad—. Y ahora tenemos que decidir cuál es su significado.

La mirada de Sturm fue de un rostro a otro. Para entonces, las sombras de la biblioteca habían dejado de ser negras para adquirir una especie de tono gris brumoso. Quizás el reducir toda una larga noche a una breve conversación también era producto del poder de la música de Vertumnus. O tal vez el tiempo había transcurrido tan rápido, al igual que los años pasados en Solace, por el mero hecho de que su curso había pasado inadvertido a Sturm.

El joven casi se sintió aliviado cuando una queda llamada en la puerta anunció la llegada de dos centinelas de la Torre, cuyo honor o desventura era hablar en nombre de los sesenta hombres asignados para guardar la plaza fuerte y las ceremonias celebradas entre sus muros. Abochornados y arrastrando los pies, colorados hasta las orejas, hundidos de hombros y con la vista gacha, aguardaron en la entrada.

Los sesenta centinelas eran soldados de infantería de primer orden, seleccionados por todo el territorio de Solamnia, educados por la Orden y curtidos en las guerras de Neraka. No eran la clase de hombres que dormitan en sus puestos de guardia.

Pero, de los sesenta, cincuenta habían oído una suave e invitadora música elevándose en la noche invernal. Algunos juraron que era una canción popular de la septentrional Coastlund lo que habían escuchado en el cortante viento de diciembre; otros, en cambio, que había sido algo más refinado y clásico, semejante a las melodías que habían oído en los artesonados salones de la corte de Palanthas.

Algunos afirmaban que era una canción de cuna. Pero, fuera cual fuera la música que llegó a los oídos de los centinelas que vigilaban las murallas, desde la Espuela de Caballeros hasta las Alas de Habbakuk, tuvo, de hecho, el efecto de una nana, pues despertaron horas más tarde, atados a sus puestos por una maraña de enredaderas y raíces, mientras sus compañeros tiraban con todas sus fuerzas de la maleza que los aprisionaba.

Sumido en un silencio furibundo, lord Alfred escuchó el informe de los dos guardias. Apenas les dirigió una mirada cuando les dio permiso para marcharse, y siguió con los ojos fijos en un montón de libros ladeados y abiertos sobre un atril, en un rincón de la estancia. La puerta se cerró tras los centinelas, y un gran suspiro se apagó con sus pisadas en el distante clamor del salón.

—Así que el tal Vertumnus es tan poderoso como se cuenta —sonó la voz queda de Alfred en el renovado silencio de la biblioteca—. Eso lo hace todo aún más perturbador, máxime si se tiene en cuenta lo que le aguarda al muchacho.

Todos los ojos se volvieron hacia Sturm. El joven deseó haber podido unirse a los centinelas en su retirada, pero contuvo el aliento y luchó por dominar el miedo.

—Creo que ha sido elegido con un propósito —dijo el Juez Supremo.

—¿Qué clase de propósito? —preguntó Sturm.

—Si hubieses prestado atención a lo que se ha dicho, muchacho, te habrías dado cuenta de que no estamos más cerca de dar respuesta a esa pregunta de lo que lo estás tú —explicó Stephan con una sonrisa—. Todo cuanto sabemos es que en esa música y esa burla había algo que te indujo a utilizar la espada contra lord Silvestre y derrotarlo en combate, sólo para descubrir que él es el vencedor mientras el juego no haya finalizado. Es un acertijo, no cabe duda.

—¿Y la solución? —puntualizó Sturm.

—Creo que te la dio —contestó lord Alfred—. Que el primer día de primavera, tú, y sólo tú, tienes que reunirte con él en su feudo, en medio del Bosque Sombrío. Allí, al parecer, los dos resolveréis este asunto, como dijo el Hombre Verde, «espada contra espada, de caballero a caballero, de hombre a hombre». Está escrito con toda claridad que la Medida de la Espada estriba «en aceptar el desafío al combate por el honor de la caballería».

Sturm tragó saliva con dificultad y metió las heladas manos bajo la túnica. Los caballeros lo observaban sombríos, como si en la declaración de lord Alfred yaciera una autorización de ajusticiamiento.

—Hay algo seguro, muchacho —dijo Boniface—. Te ha sido lanzado un reto.

—Y yo lo acepto, lord Boniface —respondió Sturm con valentía. Se puso de pie, pero las piernas le fallaron. Gunthar se apresuró a sostenerlo con su mano firme.

—Pero no eres un caballero, Sturm —le recordó lord Stephan—. Todavía no. Y, aunque llevas en la sangre el Código y la Medida, quizá no te sientas obligado a ellos.

—Con todo, eres un Brightblade —insistió Boniface con voz queda. Se inclinó sobre Sturm, y sus escrutadores ojos azules parecieron hurgar el corazón del joven.

Sturm tomó asiento de nuevo, esta vez con fatiga, y se cubrió el rostro con las manos. El extraño banquete acudió a su memoria, y algunos recuerdos resultaron borrosos por la incertidumbre. Evocaba vagamente los rasgos de Vertumnus, al igual que las melodías, las extrañas tonadas que, apenas una hora antes, Sturm creía no olvidaría jamás.

¿Qué certidumbre había en todo esto? Sólo recordaba el desafío con claridad. Ése reto era indudable; tan indudable como el Código y la Medida, por los que un caballero estaba obligado a aceptar tales desafíos.

—Lord Stephan tiene razón al decir que todavía no formo parte de la Orden —empezó Sturm, con los ojos fijos en las estanterías que había detrás de los caballeros. Daba la impresión de que los libros fluctuaran bajo la mortecina luz, burlones—. Y, sin embargo, estoy obligado con el Código por mi linaje. Es…, es casi como si corriera por mis venas. Y, si ése es el caso, si es algo que me conecta con mi padre, como dijo Vertumnus o creí oírle decir, entonces deseo cumplir con él.

Alfred hizo un gesto de asentimiento; un atisbo de sonrisa le curvó la comisura de los labios. Gunthar y Stephan estaban silenciosos y serios, en tanto que lord Boniface Crownguard miraba a otro lado. Sturm se aclaró la voz.

—Supongo que ciertas cosas, como las reglas y los juramentos, son… incluso más fuertes cuando cabe la posibilidad de eludirlos, pero eliges cumplirlos porque…, porque…

No estaba muy seguro del porqué. Se puso de pie otra vez, y lord Alfred abandonó la estancia para regresar un momento después con la gran espada Gabbatha, de la que se decía que había adornado una vez el cinturón de Vinas Solamnus. Era la espada de la justicia, con una brillante hoja ancha de dos filos y la empuñadura tallada diestramente a semejanza de un martín pescador, cuyas alas doradas se extendían para formar la cruceta. Así pues, en presencia de los más poderosos Caballeros de la Orden, Sturm puso su mano sobre Gabbatha y juró solemnemente aceptar el desafío de lord Vertumnus, el druida o hechicero o caballero renegado.

Cuando las palabras fueron dichas y el juramento quedó sellado, lord Stephan, ahora abstraído y pensativo, salió de la biblioteca rezongando algo sobre desigualdades insalvables. Al abrir el viejo caballero la puerta, resonó el golpe del hacha contra madera en la sala, al otro lado Sturm rebulló inquieto alternando el peso del cuerpo de un pie a otro, y miró a los hombres mayores en espera de consejo, instrucciones, órdenes.

—Muy bien —suspiró lord Alfred—. Muy… bien. —Parecía que se hubiera despistado.

—Parte dentro de quince días, Sturm —instruyó lord Boniface—. Salir con anticipación te dará… tiempo para viajar por tierras desconocidas. Si damos crédito a lo dicho por lord Silvestre, el tiempo es un punto esencial en este desafío.

—Lo recuerdo —contestó Sturm taciturno—. «El lugar acordado y la fecha acordada».

—Pero antes deberías prepararte, Sturm —urgió Gunthar.

—Es cierto —admitió Alfred con ansiedad—. Elige cualquier caballo de las cuadras… Es decir, cualquier caballo dentro de lo razonable. Al fin y al cabo, eres un hijo de la Orden, y haremos cuanto esté en nuestro poder para equiparte y entrenarte y prepararte para lo que te aguarda en primavera y en el Bosque Sombrío.

Sturm asintió con un cabeceo. La velada había quedado reducida a promesas sin entusiasmo. Era como si los caballeros lo supieran, y supieran también que asuntos aún más oscuros se escondían bajo las promesas.

El chico había sido herido, después de todo. O así lo afirmaba él, y el viejo Stephan Peres lo confirmaba. Y lord Silvestre había amenazado que en primavera se consumarían los efectos de la herida.

Todo el asunto era confuso, sórdido e imprevisible por su carácter misterioso.

Gunthar se aproximó a una estantería y hojeó un libro mientras Alfred recitaba el equipo que Sturm necesitaría, dónde podía conseguirlo, y en qué medida cuantitativa y cualitativa la Orden estaba dispuesta a proporcionárselo. Sturm continuó asintiendo con la cabeza y dando las gracias al Juez Supremo, pero su mirada era distante y sus pensamientos estaban en otra parte.

Así pues, lo dejaron a solas, todavía moviendo la cabeza arriba y abajo y sumido en sus pensamientos, de pie en el centro de la biblioteca, rodeado por doquier de historia solámnica que parecía aplastarlo desde lo alto de las polvorientas e indiferentes estanterías. El último en salir fue lord Boniface, el buen amigo de Angriff, su rival en el manejo de la espada.

—Me siento orgulloso de ti, muchacho —dijo, y le dio la espalda con rapidez, ocultando el rostro en las sombras de la estancia sumida en la penumbra.

—Gracias —musitó Sturm.

La puerta se cerró tras ellos, dejándolo a solas con su miedo y sus cavilaciones.

—¿Cómo se lucha contra un misterio? —preguntó el joven en voz alta—. ¿Cómo puede siquiera entenderse?

Se volvió de cara a la cristalera de colores.

Tras ella se distinguía sólo un atisbo de luz, el oblicuo amanecer en el este, apenas perceptible a causa de la barrera de las montañas, las altas murallas y el simple hecho de que la ventana estaba orientada al oeste. Tras el amarillo dibujo del arpa y la blanca esfera de Solinari en un rincón de la cristalera, el muchacho atisbo una oscura silueta ondulante. Era una ramita de acebo que había crecido contra la pared exterior y se agitaba con la brisa del amanecer invernal.