Un banquete asombroso
Lord Alfred Markenin, de pie ante su sitio en la mesa, empezó a ponerse nervioso. Sintió un escalofrío y se frotó las manos para hacerlas entrar en calor, en tanto que su mirada recorría el salón de consejos, que esta noche estaba adornado con un mar de banderas.
La parpadeante luz de las antorchas otorgaba un aspecto extraño y fantasmagórico a los estandartes de las grandes casas solámnicas. Los otrora brillantes y fuertes tejidos, ahora viejos y desgastados, flotaban al impulso de las corrientes de aire que se colaban en el salón. La enseña de los Markenin estaba presente, por supuesto; y los estrafalarios emblemas de Kar-thon y MarThasal, con los dibujos entretejidos de soles, martines pescadores y estrellas. Entre ellos colgaban orgullosamente las rosas entrelazadas de Uth Wistan y el fénix de la Casa Peres. Las casas de menor raigambre. —Inverno, Crownguard, Ledyard y Jeoffrey— también estaban representadas, y sus colores ondeaban suavemente. Se habían cumplido las primeras ceremonias rituales, y ahora trescientos Caballeros de Solamnia tomaron asiento para esperar la muerte del año.
«¿Pues no es ése el origen y el fin del Yuletide? ¿La muerte del año?», se preguntó lord Alfred, mientras el simplón Jack, un joven jardinero trasladado, encendía las velas de la mesa con torpeza.
El poderoso caballero, Juez Supremo de la Orden Solamnica, rebulló incómodo en el sillón de caoba de respaldo alto, a la cabecera de la mesa más larga. Lo horrorizaba lo inexplicable, e indudablemente lo inexplicable se estaba avecinando mientras la luz de las velas aumentaba de intensidad. Miró en derredor, a los rostros de sus subordinados y lugartenientes. Eran numerosos y tan variados como piedras preciosas, y en sus ojos vio sus opiniones sobre esta noche ceremonial.
Lord Gunthar Uth Wistan se hallaba sentado a su izquierda; era un hombre corpulento, de unos treinta años, aunque su cabello tenía ya un color gris acerado. Después de lord Boniface Crownguard, cuya fama era legendaria, Gunthar era el espadachín más diestro de los asistentes al banquete. Este tipo de hombres se impacientaba siempre con ceremonias como la presente, ya que las consideraban en cierto modo demasiado agradables y bonitas. Lord Alfred comprendía su punto de vista y siguió observando a su amigo. Resultaba evidente que Gunthar ansiaba que todo acabara de una vez; desde la cena, pasando por el ritual y terminando con las grandes desavenencias. Incómodo, dirigió una mirada penetrante más allá de la vasta colección de estandartes, hacia donde la oscuridad engullía la seda, el lino y el damasco, al lugar donde lord Boniface, su rival, al margen de la amistad, estaba sentado con un corrillo de jóvenes admiradores, escuderos que imitaban su actitud y envidiaban la maestría del gran hombre de armas.
Sin duda, una impaciencia similar crecía en aquellas sombras. Aunque Gunthar afirmaba que Boniface soportaba la espera con más elegancia, merced a su pasión por el Código y la Medida, había algo más en la impaciencia y el silencio del caballero, pensó Alfred. Según Gunthar, toda ceremonia era una demora entre batalla y batalla; pero para Boniface era la batalla propiamente dicha.
A la derecha de lord Alfred se encontraba lord Stephan Peres, un viejo veterano de piernas artríticas pero todavía resistentes, que se agitaba en medio de crujidos de huesos y quedos gruñidos. Alfred se recostó, tamborileó con los dedos enguantados sobre los oscuros brazos del sillón y después levantó la mano derecha. A esta señal comenzó la música. Era una marcha grave, lenta y melancólica, un adecuado canto fúnebre por el año que moría, el trescientos cuarenta y uno desde el Cataclismo.
Al lado del Juez Supremo, el anciano lord Stephan esbozó una débil sonrisa enmarcada por la maraña de su barba. Era un hombre alto y magro, que había sabido evitar la tendencia de los caballeros más viejos a hundirse en el abatimiento y el desvarío. Se decía que era su comportamiento excéntrico lo que lo mantenía en forma; eso, y el don natural de encontrar divertido casi cualquier cosa que ocurriera en la Torre y en la Orden.
Esta noche, sin embargo, el buen humor del anciano era forzado. Se aproximaba el final de sus ochenta y cinco años, y con él llegaba, como siempre, esta ceremonia conmemorativa en la que los salones estaban engalanados con banderas. Estaba harto de todo ello: la pompa y los toques de trompetas, el interminable invierno, los mordientes vientos de diciembre en las montañas Vingaard.
Lord Stephan alzó su copa, y Jack se la volvió a llenar con el ambarino vino kharoliano. A través del brillo dorado del caldo, Stephan observó la mesa de los escuderos, la más cercana a la de lord Boniface, y enfocó la vista en una solitaria vela que ardía parpadeante en la ceremonial oscuridad.
Junto a la vela se hallaba sentado un joven perdido en reflexiones. Era Sturm Brightblade, un sureño de Solace, aunque su familia era oriunda del norte y de raigambre en la Orden.
«La viva imagen de Angriff Brightblade», pensó lord Stephan. De Angriff Brightblade y de Emelin, antes que él, y de Bayard y Helmar y todos los Brightblade hasta remontarse a Bertel, el fundador del linaje en la Era del Poder.
A Sturm le habrían complacido los pensamientos de Stephan, ya que, después de todo, encontrar su puesto en esa cadena era lo que lo había hecho regresar a la atormentada Solamnia tras seis años de exilio. Sacado a escondidas del castillo Brightblade una noche de invierno, a los once años de edad, recordaba a su padre en imágenes y episodios, más como una serie de eventos que como a un ser vivo. Desde el principio, Angriff Brightblade se había volcado en sus deberes de caballero, dejando al muchacho al cuidado de su madre y de sirvientes.
No obstante, Sturm había inventado un padre mitificado con algunos recuerdos dispersos, con las historias contadas por su madre, y, sin duda, con pura y simple imaginación. Cuanto más soñaba el muchacho, más bondadoso y valiente se volvía Angriff; y esos sueños fueron su refugio en Abanasinia, lejos de las cortes solámnicas, entre los indiferentes sureños de un oscuro villorrio llamado Solace. Allí, su madre, lady Ilys, lo educó con rigidez y sin apenas amigos, instruyéndolo en las reglas de cortesía y en el saber tradicional de su pueblo y de su estirpe.
«E incapacitándolo para cualquier otra cosa que no fuera ser un Caballero de Solamnia», pensó lord Stephan con una sonrisa.
La plaga había acabado con la vida de lady Ilys. Se decía que el muchacho había despachado a sus escasos amigos y había llorado su pérdida a solas, en silencio y cumpliendo la vigilia prescrita. Aquél otoño, los caballeros Gunthar y Boniface, que habían sido los mejores amigos de Angriff Brightblade, hicieron las gestiones oportunas para traer de regreso a Sturm al alcázar de Thelgaard, donde podría ser instruido más a fondo en las reglas de la caballería.
Sturm no se había adaptado al norte al principio. Era listo, de eso no cabía duda, y los años de estrecheces lo habían endurecido en ciertos aspectos que los jóvenes norteños envidiaban en secreto: era un entendido en bosques y sabía cabalgar como un experimentado caballero. Pero sus modales sureños y el viejo encanto solámnico eran considerados reliquias de la anterior generación por los hombres más jóvenes y cortesanos, escuderos y caballeros de las prominentes familias solámnicas. Lo llamaban «abuelo Sturm» y se burlaban de su acento, su repertorio de versos memorizados, sus esfuerzos por dejarse crecer el bigote.
«También hubo un tiempo en que se rieron de su padre —reflexionó Stephan—. Algunos se estuvieron riendo justo hasta la noche del asedio».
Esta noche, como todas, había mal ambiente en la mesa de Sturm.
—¿Dónde está tu estandarte, Brightblade? —llegó un siseo desde el otro lado de la mesa.
La pulla la había lanzado Derek Crownguard. Era el sobrino de Boniface y estaba muy pagado de su relación familiar, a pesar de que todavía no había probado si compartía algo más que la sangre y el nombre de su legendario tío.
Derek resopló con desdén, y sus jactanciosos compañeros —todos parásitos de los Crownguard de Foghaven— soltaron risitas sofocadas. Dos de ellos dirigieron miradas nerviosas a la mesa principal, donde se hallaban los caballeros, perdidos en recuerdos y rituales, desde el más anciano maestro del saber tradicional y consejero hasta los más jóvenes líderes en la batalla, tales como Gunthar y Boniface. Una vez seguros de que las miradas de sus maestros estaban puestas en otra parte, los escuderos se volvieron como hienas, enseñando los dientes y ansiosas del festín.
—¡Cállate, Derek! —rezongó Sturm Brightblade, sin levantar la vista.
El muchacho sabía que era una pobre réplica, pero era todo cuanto podía hacer contra las malintencionadas pullas de los otros escuderos. Derek era el peor, tan hinchado y orgulloso de haber sido elegido escudero de lord Boniface; pero todos eran desagradables, todos desdeñosos y arrogantes. Sus amigos, Caramon y Raistlin, le habían advertido, en las largas conversaciones mantenidas entre cerveza y cerveza junto a la chimenea, que el lenguaje en la Torre del Sumo Sacerdote era agudo y mordaz y a menudo astuto. Cuando los compañeros de Sturm volvían contra él sus palabras afiladas y sus pullas sobre su desaparecido padre, el joven se sentía zafio, torpe y desheredado.
Y, de hecho, ¿no era todas esas cosas?
La furia le enrojeció las mejillas, y apretó los puños bajo la mesa con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Derek, victorioso, soltó otro resoplido y giró la cabeza hacia el centro del salón, donde las ceremonias proseguían, del mismo modo que lo habían hecho durante mil años en esta misma estancia. El arpista, un elfo de cabello plateado, que vestía una sencilla túnica azul, había salido de entre los estandartes y allí, en el rojo fulgor emitido por las antorchas, había empezado a tocar el venerado Canto de Huma, esa vieja adaptación de mitos y exageradas gestas heroicas. «De uno de los pueblos», comenzó:
… de los numerosos condados,
surgido de la tumba y de la tierra, de la tierra y de la tumba;
donde esgrimió su espada por vez primera en las danzas crueles
de la niñez. Al descubrir la eterna retirada de su pueblo,
su grandeza germinó en una ciénaga en llamas,
con el vuelo raso del martín pescador acompañándolo en el cielo…
Quedamente, los caballeros empezaron a pronunciar las palabras y, poco a poco, en la estancia iluminada por las antorchas, se alzó el canto, la historia de amor, sacrificio y veneración de Huma. La ira de Sturm remitió a medida que él, como el resto de los jóvenes sentados a su alrededor, se metió en el mundo de la historia.
Sturm conocía la tradición. Si el canto se entonaba a la perfección y al unísono en una noche de especial auspicio, una noche como la de Yuletide o la del Solsticio Estival, el caballero Huma regresaría y se sentaría entre los presentes. Ése era el motivo de que el sitio de honor de la mesa principal estuviera siempre vacío. Despacio, el muchacho se unió al canto, musitando las palabras. La estancia se fue llenando del sonido de una suave melodía, entonada por la clara voz del elfo y otras trescientas que lo susurraban. Sólo los más jóvenes mantenían la esperanza de que ocurriera algo extraordinario en este o cualquier otro Yuletide. Así prosiguieron, cantando monótonamente, hasta que la súbita emisión de unas notas de flauta los sobresaltó a todos.
Desde las vigas, las notas descendieron, impetuosas y juguetonas; y, junto con la música, una lluvia de luz verde y dorada dispersó las sombras del gran salón y deslumbró a los perplejos caballeros. Los murmullos y el canto del bardo cesaron de repente, en tanto que la nueva y disonante melodía se hacía más fuerte y rápida y sus notas saturaban la estancia. Era como el trino de pájaros, o el zumbido de abejas, o el gemido del viento entre las copas de los árboles perennes. Posteriormente, cada uno de los caballeros lo recordó de manera distinta, y, fuera cual fuera su descripción, supieron que ninguna de ellas definía la canción, pues ésta era mudable, difusa, siempre tornadiza.
Mudo de asombro, Sturm se agarró a la mesa. La madera vibraba bajo sus crispadas manos, y las copas tintinearon de manera absurda a medida que caían al suelo y se hacían añicos. El suave olor a madera quemada de la chimenea que flotaba en el aire se tornó de pronto en un perfume penetrante y húmedo, primero del aroma de vino derramado, luego de uvas y fresas frescas, y por último del súbito y picante frescor de hojas. Las antorchas se extinguieron y de improviso, sorprendentemente, el gran salón quedó bañado en la luz de las lunas.
—¡Gran Solin y Luin! —exclamó en un susurro Sturm, que intercambió una mirada conmocionada con Derek Crownguard.
Entonces lord Silvestre apareció en las vigas, sobre los presentes, envuelto en un halo vibrante de música y chispas verdes.
Sturm nunca había visto a alguien como él. La armadura del hombre refulgía con el lustroso tono verde suave del acebo. Unas rosas realzadas, rojas y verdes, se entretejían en el peto, y bayas escarlatas y hojas caían en cascada de sus guanteletes y grebas, arrastrando tras él como un rumor de primavera en medio del salón sumido en el letargo invernal. Más hojas se abrían arracimadas en torno a su rostro, como una llamarada verde o una aureola de luz herbosa, en cuyo centro unos grandes ojos negros chispeaban alegres mientras lanzaban veloces miradas a uno y otro lado. Era un inmenso pájaro verde o el consorte de una ninfa de los bosques; y de nuevo se llevó la flauta a los labios, y de nuevo irrumpió la música en un estallido ilimitado, brotaba de las sombras, los cedros y los pinos. Bajó de un salto al suelo con sorprendente ligereza.
Despacio, con semblante adusto, lord Alfred, lord Gunthar y lord Stephan se pusieron de pie, al tiempo que llevaban la mano a la empuñadura de la espada. Adamant Jeoffrey y Boniface de Foghaven salieron de detrás de sus mesas y dieron unos pasos hacia el centro del salón, pero de repente se detuvieron, con una inhabitual expresión de cautela plasmada en el rostro. Los sirvientes se dispersaron por los rincones de la sala cuando más cristal se hizo añicos y la plata repicó contra el suelo de piedra. La extraña y frondosa monstruosidad hizo caso omiso del alboroto y se acuclilló cómicamente en el centro del salón, al tiempo que el juglar elfo recogía su arpa y huía a trompicones, en medio de juramentos mascullados y tañidos de cuerdas, rasgando en la huida la capa, que se había enganchado en las espinas del acebo.
—¿Quién eres? —preguntó lord Alfred con voz atronadora—. ¿Cómo osas perturbar la noche más solemne del año?
El Hombre Verde hizo un giro completo sobre sí mismo, y la flauta desapareció en algún lugar de la jungla de hojas y armadura que lo cubría. Sturm oyó el débil eco de la música en el hueco de la escalera, eco que se repitió hasta que la melodía llegó más allá del alcance de su oído.
—Soy Vertumnus —dijo el intruso, con un tono bajo y dulce—. Soy el cambio de estaciones, y soy la morada final de los años pasados.
—Y el campanario para mil murciélagos —gruñó Derek, pero una gélida mirada de lord Gunthar hizo enmudecer al joven.
—¿Y qué es lo que… mi señor Vertumnus quiere de nosotros en este Yuletide? —La actitud del Juez Supremo era tensa, ceremoniosa, y sus dedos jugueteaban sobre el dorado pomo de la espada.
—Quiero discutir un tema que me es muy querido y me toca muy de cerca —anunció Vertumnus, que se sentó en el suelo sin la menor ceremonia. Se quitó el yelmo; un fulgor verde llameó en sus sienes.
Sturm frunció el entrecejo, nervioso. Sabía que los hechiceros oscuros eran magos del regocijo, que impelían a sus víctimas a ser menos severas, menos adustas. Y, por último, menos buenas. Entonces, cuando te tenían perdido en risas y cantos, te…
Ignoraba lo que te hacían. Pero lo que quiera que fuera, te destruía.
—Vosotros, los solámnicos, os reunís como búhos en estos salones cuando muere el año —dijo Vertumnus—, ululando acerca de tiempos oscuros y pasados, y lo bajo que ha caído el mundo desde las Eras de los Sueños y del Poder. Mirad a vuestro alrededor… La Torre del Sumo Sacerdote es una sala de espejos. Podéis veros a vosotros mismos desde todos los ángulos y situaciones, pavoneándoos y aderezándoos y admirando vuestra propia vanidad.
—Con tu venia, lord Alfred —interrumpió Gunthar, con la espada medio desenvainada—. Pido tu permiso para mostrar a este…, este pastizal la salida, y quizás el camino más corto montaña abajo.
Vertumnus esbozó una sonrisa amenazadora; su rostro curtido por el viento se arrugó como la corteza de un viejo vallenwood. Los estandartes ondearon al impulso de una brisa cálida, ajena a la estación.
—Que nunca se diga —anunció con calma; el tenue susurro de su voz era audible, inexplicablemente, hasta en los rincones más apartados de la inmensa sala— que mientras haya a mano una espada o maza o lanza, lord Gunthar recurre a las palabras, el sentido común o la diplomacia.
—Tu locuacidad no te servirá de nada, Vertumnus —amenazó Gunthar, sin darse cuenta del insulto.
Lord Silvestre se limitó a reír. Incorporándose en medio de crujidos de armadura y murmullos de hojas, Vertumnus agitó la flauta como si fuera una batuta en dirección a la mesa principal, al sillón vacío. Fue un gesto jocoso pero perturbador, incluso obsceno. Los caballeros más viejos dieron un respingo, y varios de los más jóvenes desenvainaron la espada. Con calma, sin apresurarse, Vertumnus se volvió hacia ellos con donaire, blandiendo la flauta como si fuera un sable. El instrumento emitió un silbido fantasmagórico al agitarlo en el aire, y Sturm lo contempló fascinado.
—Volviendo a mi tema: hay un asiento donde nadie se sienta —observó Vertumnus—. Ni invitado, ni pordiosero, ni huérfano, ni forastero; nadie a quien hayáis jurado proteger y defender por el Código y la Medida. Y el sillón está vacío esta noche y todas las demás; un asiento para el papagayo y el pájaro carpintero.
Lord Alfred miró ceñudo a Vertumnus, que continuó con serenidad:
»Pues el Código que juráis en este nido de juramentos es inflexible y juicioso en la profundidad de la noche —afirmó el extraño personaje, cuyos salvajes ojos contemplaron con fijeza el sillón vacío—. Pero no tenéis alegría en su cumplimiento. Incluso esta fiesta lo pone de manifiesto.
—¿Quién eres tú, extranjero, para cuestionar nuestra alegría y nuestras fiestas? —bramó lord Alfred—. Un montón de hojas, remiendos y harapos, que se atreve a burlarse del sillón reservado a Huma.
Gunthar y Stephan se volvieron súbitamente hacia las sombras y de nuevo se giraron bajo la cambiante luz, con una expresión indescifrable en el rostro. De pronto lord Alfred salió de detrás de la mesa, apuntando con el dedo al Hombre Verde y dirigiéndose a él con una voz que por lo general reservaba para los caballos, los subordinados y los escuderos inexpertos e indisciplinados.
—¿Quién eres tú para cuestionar nuestras costumbres, la milenaria espera del cumplimiento de nuestros sueños? Tú, pedazo de… ¡ensalada andante bullanguera!
—¡Viejo! —replicó Vertumnus, abalanzándose sobre el Juez Supremo y deteniéndose a escasos centímetros de él—. ¡Hueco pectoral dorado! ¡Yelmo huero y pendón ondeante! ¡Simulacro de leyes y ausencia de justicia! ¡Tarja de prestamista! ¡Asno aplicado de docto hocico, forrajeando honor en un erial! ¡Si un soplo profético pasara a tu lado, lo confundirías con la flatulencia de uno de tus hermanos!
Sturm sacudió la cabeza. La extraña sarta de insultos era demasiado imaginativa, casi un dislate, como si se tratara de un duelo de bardos o, lo que era peor, una pelea de gorriones. Lord Alfred Markenin era el Juez Supremo de la Orden Solámnica y, por ende, se le debía tratar con respeto, deferencia y sumisión; pero el Hombre Verde barbotaba una lluvia de injurias sobre él, y el caballero, pasmado y estupefacto, sólo consiguió abrir y cerrar la boca, sin articular ningún sonido.
Alrededor de Sturm, todos sus compañeros tamborilearon los dedos y tosieron, desviando la mirada a las ventanas o a las vigas. Para ser una pandilla de jóvenes a los que les encantaban la guasa y las peleas, los escuderos estaban también muy quietos y callados. De vez en cuando, sonaba alguna risa nerviosa en las sombras, pero ninguno de los escuderos se atrevía a mirar a sus compañeros y, por supuesto, ninguno osaba hablar.
Lord Stephan se adelantó, con un súbito brillo divertido en los ojos. Sturm frunció el entrecejo, temeroso, pues el anciano también era algo extravagante y se mofaba de los caballeros jóvenes por su estricta observancia del Código y se reía de las extralimitaciones de la Medida, según la cual incluso la gramática y los modales en la mesa estaban estipulados estrictamente, como mandamientos divinos esculpidos en piedra.
Había sido una herida en la cabeza, sufrida hacía unos sesenta años en algún remoto paso de Neraka, lo que lo había dejado algo trastornado y lo había vuelto retorcido e irrespetuoso. Parecía disfrutar con este destemplado intercambio; carraspeó, y Sturm comprendió, con creciente bochorno, que el anciano se disponía a intervenir.
—¿Y qué haces aquí con nosotros, lord Vertumnus? —preguntó el viejo caballero, cuya voz era todavía firme a pesar de sus ochenta y cinco años—. ¿Qué quieres de nosotros, si somos unos hipócritas y unas máscaras de justicia? No veo que te acompañen viudas, ni huérfanos. ¿Qué has hecho tú por los pobres y los desterrados y los desafortunados?
—De momento, te he hecho hacer esa pregunta —repuso Vertumnus con una sonrisa taimada—. Eres un viejo zorro, Stephan, con más sabiduría de la que un sabueso sería capaz de encontrar en esta sala repleta de cabezas hueras. Sin embargo, el zorro viejo vuelve sobre sus huellas, rastreando su propio olor hasta recorrer el bosque en círculos, sin llegar a ninguna parte.
—¿Poesía, en lugar de sagacidad, lord Vertumnus? —replicó Stephan, con la blanca barba encrespada como espuma de mar, mientras se colocaba directamente enfrente del Hombre Verde, en medio de gruñidos y crujidos de rodillas. Vertumnus no retrocedió; ni siquiera parpadeó.
—Lo que haga por los huérfanos no es de tu incumbencia —respondió con calma—. Pues ello no cambia el estado ruinoso de las tierras de Solamnia, los pueblos que desaparecen, el fuego y el hambre, esos nuevos y execrables dragones. Ningún huérfano aquí presente me echaría algo en cara a mí. No. Secundaría mi protesta. —Hizo una pausa y sus oscuros ojos recorrieron la sala—. Es decir, si es que hubiera algún huérfano. Pero no veo ninguno.
«Estás equivocado, lord Silvestre», pensó Sturm mientras movía un pie para dar un paso adelante.
Pero, no. Había dicho «huérfanos».
—Además —continuó Vertumnus—, yo no he jurado protegerlos.
Una antorcha parpadeó, a punto de apagarse, en un hachero próximo a Sturm Brightblade, y Vertumnus se llevó de nuevo la flauta a los labios.
La melodía se remontó, triste y evocadora, y en ella Sturm creyó escuchar algo otoñal y moribundo, y un tiempo imposible ya desaparecido. Era una música sutil, melancólica, y las hojas muertas giraron arremolinadas por el salón, como fantasmas amarillos, ocres y rojos invocados por un hechicero.
«Es un hechicero —pensó Sturm—. Sus palabras tienen doble sentido y habla con acertijos. No lo escuches. No hagas caso».
Vertumnus avanzó otro paso hasta quedar cara a cara con el anciano caballero; sus ojos se encontraron sin ira, e intercambiaron palabras tan quedas que ni siquiera lord Alfred, que estaba a sólo dos pasos de distancia de lord Stephan, pudo escuchar lo que se había dicho. Entonces el Hombre Verde se meció sobre sus talones y rompió a reír, en tanto que, de manera inexplicable, brotó follaje de lord Stephan Peres.
Pimpollos, zarcillos y ramas florecieron en la armadura del anciano caballero, de modo que las hojas se entrelazaron con su barba y los tallos se le enredaron en los dedos. Vertumnus retrocedió hacia el centro de la sala y de nuevo hizo sonar su flauta; esta vez era una alegre tonada estival, y el elegante caballero que había servido muchos años como intendente del desaparecido Sumo Sacerdote floreció ahora suavemente con cientos de florecillas azules, y un tropel de mariposas amarillas descendieron de alguna parte de las vigas y se posaron alegremente sobre lord Stephan Peres.
—¡Basta ya! —bramó lord Gunthar, mientras se adelantaba con los puños levantados.
Pero las patas de su mesa estaban echando brotes también y unas raíces nudosas serpentearon y se le enredaron en los tobillos, frenando su avance hacia el centro del salón. Stephan gesticuló, pero el significado de su ademán se perdió entre las flores. Vertumnus eludió con un grácil giro la carga del caballero, y Gunthar se estrelló contra la mesa donde estaban sentados los hermanos Jeoffrey; el encontronazo lanzó en todas direcciones cristalería, vajilla y caballeros. El joven Jack, que al parecer se había metido bajo la mesa en busca de las sobras del banquete, salió gateando para ponerse a salvo, lejos del mueble caído que empezaba a echar raíces en el suelo, en tanto que de los oscuros tablones brotaban ramas y yemas. Alguien apartó de un empellón a Sturm.
—¡Por el Código y la Medida! —gritó lord Boniface, abalanzándose con precipitación hacia el centro de la sala. Su espada estaba desenvainada y su escudo dispuesto; sus azules ojos brillaron con temple de acero ante la inminencia del combate. Vertumnus giró veloz sobre sus talones, guiñó un ojo al caballero, y después se volvió para hacer frente a la embestida de uno de los hermanos Jeoffrey, a la par que Boniface se iba de bruces al suelo ya que sus calzas, misteriosamente, se le habían bajado a los tobillos.
El primer Jeoffrey vaciló un instante, reconsiderando la situación, y entonces se desmayó. Vertumnus, en silencio, se encaramó de un salto a otra mesa, eludiendo las manos del segundo Jeoffrey, que de repente se encontró enraizado al suelo como un retoño de árbol. El joven caballero gritó y una quietud ominosa se adueñó de la sala; una docena de hombres dispuestos al ataque se quedó paralizada mientras su único adversario bailaba sobre un solo pie en lo alto de la mesa, con la flauta en los labios para empezar a tocar otra vez.
«¡Es ignominioso!», pensó Sturm. Era una afrenta intolerable. Sus ojos se encontraron con los de Derek y, sin apenas reparar en lo que hacía, se adelantó mientras desenvainaba su espada corta. Aparte de la del abochornado Boniface, la suya era la única arma desnuda en el salón. El acero jamás se había teñido con sangre.
Vertumnus se giró para ponerse de cara al muchacho y cesó de bailar. Una fugaz expresión apesadumbrada le ensombreció el semblante, y después asintió con la cabeza. Como accediendo a algo de mala gana, bajó de la mesa y, poniendo a un lado la flauta, desenvainó su enorme espada y avanzó hacia el centro del salón. Los Caballeros de Solamnia estaban enraizados e indefensos en medio de la verde frondosidad de mesas rotas. Atisbando entre hojas y sombras, observaron a los espadachines girar uno en torno al otro, el Hombre Verde y el joven inexperto, aun sin madurar.
Sturm comprendió de golpe, y demasiado tarde, que su oponente lo superaba con mucho. Vertumnus poseía la soltura natural de un espadachín experto, y el arma pareció cobrar vida en su mano. Mientras giraban en círculo, habló al muchacho con palabras tan suaves e insinuantes como un soplo de viento, y los ojos prendidos en los de Sturm.
—Desiste, chico —susurró Vertumnus, con los oscuros ojos relucientes—. Desconoces el bosque que estás a punto de traspasar, donde el acero fracasa contra la oscuridad y los espinos…
—¡Basta de poesía! —gruñó Sturm—. ¡Por Brightblade y por la Orden! —Al menos, haría un gran alarde.
Pero su arremetida fue insegura y lenta. Vertumnus la frenó con facilidad.
—¿Por Brightblade y la Orden? —siseó el extraño hombre, que de repente se encontraba detrás del muchacho. Sturm trastabilló al girar para darle la cara—. ¿Por la Orden que está putrefacta, como una úlcera infectada? Por un padre…, tu padre…, a quien no incumbía el honor solámnico?
—¿A quién no incumbía? —Tanto la voz como la mano de Sturm temblaron. Vertumnus se apartó de él, con la mirada prendida en las puertas del salón de consejos, en la escalinata, en la noche invernal. Sturm creyó oír a Derek soltar una risita—. ¿A quién no incumbía? ¿Qué quieres decir…?
La sombría mirada de lord Silvestre se volvió hacia él, feroz y casi depredadora. Con un veloz giro de muñeca, la espada de Vertumnus pasó entre la insegura guardia de Sturm, tan fulgurante y fugaz como un rayo, y se hincó profundamente en su hombro izquierdo.
Aturdido, falto de aliento, Sturm cayó de rodillas. El hombro, el pecho, el corazón le ardieron con un fuego verde, con un dolor lacerante. Los oídos le zumbaban como si tuviera en ellos un coro de mosquitos entonando un canto fúnebre y amenazador.
«Así que esto es morir. Me estoy muriendo. Muriendo», pensó, en medio de su confusión. De repente, el dolor remitió, dejó de ser insoportable, tornándose sordo y persistente a medida que, para consternación de Sturm, la herida del hombro se cerraba rápida y limpiamente y la sangre que manchaba su blanca túnica ceremonial perdía color y desaparecía. Pero el dolor profundizó en su carne, agudo y ardiente, tan constante como el zumbido de sus oídos.
—Mira a tu alrededor, muchacho —dijo Vertumnus con sorna—. ¿Dónde hay un sitio para un hombre como tu padre entre los de la condición de éstos?
Sturm olvidó de golpe su herida. Se incorporó de un salto y gritó con la voz quebrada por la emoción. Se abalanzó sobre Vertumnus, ciegamente, aferrando la espada corta con las dos manos. Su oponente lo esquivó serenamente, apartándose a un lado, y la hoja se hundió en una rama de roble que había brotado en el sillón de Huma.
El muchacho tiró una y otra vez de la espada, a la par que lanzaba miradas frenéticas sobre su palpitante hombro; Vertumnus avanzó amenazador. Entonces, lentamente, Vertumnus bajó su espada. Observó a Sturm mientras el muchacho se esforzaba por liberar su arma de la dura madera, y sonrió cuando el joven giró torpemente para hacerle frente.
La sonrisa de lord Silvestre era desconcertante, tan indescifrable como el límite de una tierra agreste. Enfureció a Sturm más que sus palabras. Con un nuevo grito, arremetió contra su adversario, y las rodillas de Vertumnus se doblaron cuando el acero del muchacho penetró limpiamente en su pecho.