Notas

[1] Título de un cuadro de Gustave Moreau que se encuentra en el museo Moreau. <<

[2] En Sheffield. <<

[3] Entre los escritores que hablaron de Ruskin, Milsand fue uno de los primeros: desde el punto de vista cronológico y por la fuerza de su pensamiento. Fue como un precursor, un profeta inspirado e incompleto y no vivió lo suficiente como para ver desarrollarse la obra que en suma había anunciado. <<

[4] En The Stones of Venice, y también más adelante en Val d’Arno, en The Bible of Amiens… Ruskin considera que las piedras brutas son una obra de arte en sí que el arquitecto no debe mutilar: «En ellas está escrita una historia y en sus venas y sus zonas, en sus líneas quebradas, sus colores escriben las leyendas diversas siempre exactas de los antiguos regímenes políticos del reino de las montañas al que pertenecieron estos mármoles, de sus flaquezas y sus energías, de sus convulsiones y sus consolidaciones desde el principio de los tiempos. <<

[5] El Ruskin de De La Sizeranne. Ruskin se consideró hasta ese momento, y con razón, como un coto privado de De La Sizeranne; si a veces intento aventurarme en sus tierras, no será para ignorar o para usurpar su derecho, que no sólo es el del primer ocupante. En el momento de entrar en este tema, completamente dominado por el monumento magnifico que elevó a Ruskin, tengo que rendirle homenaje y pagar mi tributo. <<

[6] Para ser más exactos, se cita una vez Saint-Urbain en Seven Lamps y Amiens una vez también (aunque sólo en el prefacio de la segunda edición), aunque se habla de Abbeville, Avranches, Bayeux, Beauvais, Caen, Caudebec, Chartres, Coutances, Falaise, Lisieux, París, Reims, Rouen, Saint-Lô, si nos limitamos a Francia. <<

[7] En Saint Mark’s Rest llega a decir que sólo hay un arte griego, desde la batalla de Maratón al dogo Selvo (véanse las páginas de The Bible of Amiens en las que los hace descender de Dédalo, «el primer escultor que dio una representación patética de la vida humana», a los arquitectos que excavaron el antiguo laberinto de Amiens). Y en los mosaicos del baptisterio de San Marcos reconoce en un serafín una arpía, sobre Herodías, una canéfora, en una cúpula de oro, un vaso griego… <<

[8] Asimismo, en Val d’Arno, el león de San Marcos desciende en línea recta del león de Nemea, las plumas que le coronan son las que se ven sobre la cabeza del Hércules de Camarina (Val d’Arno, I, § 16, p. 13) con la diferencia, indicada en la misma obra (ibídem, VIII, § 203, p. 169) de que «Hércules derriba al animal y se hace una túnica y un gorro con su piel, mientras que el griego San Marcos convirtió al animal e hizo de él un evangelista».

Si citamos este pasaje no es para encontrar descendencia sagrada al león de Nemea, sino para insistir en todo el pensamiento del final de este capítulo de The Bible of Amiens de que «existe un arte sacro clásico». Ruskin no quería contraponer lo griego a lo cristiano, sino a lo gótico (Val d’Arno, p. 161), «pues San Marcos es griego como Heracles». Llegamos aquí a una de las ideas más importantes de Ruskin, o más exactamente, a uno de los sentimientos más originales que ha aportado a la contemplación y al estudio de las obras de arte griegas y cristianas. Y es necesario, para que se entienda bien, citar un pasaje de Saint Mark’s Rest que, en nuestra opinión, entre todas las obras de Ruskin, es una de las que muestra más claramente, de las que resalta mejor esta disposición anímica particular que le llevaba a no tener en cuenta el advenimiento del cristianismo, a reconocer ya en las obras paganas una belleza cristiana, a identificar la persistencia de un ideal helénico en las obras de la Edad Media. Está claro que esta disposición anímica, en nuestra opinión totalmente estética, al menos lógicamente en su esencia, por no decir cronológicamente en su origen, se sistematizó en el espíritu de Ruskin, que la extendió a la crítica histórica y religiosa, pero incluso cuando Ruskin compara la realeza griega y la realeza franca (Val d’Arno, cap. «Franqueza»), cuando declara en The Bible of Amiens que «el cristianismo no aportó grandes cambios al ideal de la virtud y la felicidad humana», cuando habla, como hemos visto en la página anterior, de la religión de Horacio, se limita a extraer conclusiones teóricas del placer estético que había sentido al ver en Herodías una canéfora, en un serafín una arpía, en una cúpula bizantina un vaso griego. He aquí el pasaje de Saint Mark’s Rest: «Y esto es cierto, no sólo para el arte bizantino, sino para todo el arte griego. Dejemos de lado la palabra bizantino. Sólo hay un arte griego, de la época de Homero a la del dogo Selvo» (podríamos decir de Teognis a la condesa de Noailles), «y estos mosaicos de San Marcos fueron ejecutados en la fuerza misma de Dédalo con el instinto de construcción griego, con la misma certeza que hubo un cofre de Cípselo o una flecha de Erectea».

Luego Ruskin entra en el baptisterio de San Marcos y dice: «Por encima de la puerta está el festín de Herodes. La hija de Herodías baila con la cabeza de San Juan Bautista en un cesto sobre la cabeza. Se trata simplemente de una joven griega cualquiera, de las que vemos en un vaso griego, con un ánfora sobre la cabeza, trasladada hasta aquí […]. Pasemos ahora a la capilla bajo la oscura cúpula. Muy oscura para mis ojos ancianos, apenas descifrable para los vuestros, si son jóvenes y brillantes, debe de ser bien hermoso, pues está en el origen de todos los fondos de cúpulas de oro de Bellini, de Cima, de Carpaccio; es de nuevo un vaso griego, pero con nuevos dioses. El Querubín de diez alas que está al fondo detrás del altar lleva escrito en el pecho: “Plenitud de la Sabiduría”. Simboliza el espíritu amplio, pero sólo es una arpía griega y en sus miembros las escasas carnes apenas ocultan las garras de ave que fueron. Por encima se alza Cristo arrastrado por un torbellino de ángeles y, al igual que las cúpulas de Bellini y Carpaccio sólo son la amplificación de la cúpula en la que vemos esta arpía, al igual El paraíso de Tintoretto es sólo la culminación del pensamiento contenido en esta estrecha cúpula.

»Estos mosaicos no son anteriores al siglo XIII, y sin embargo son absolutamente griegos en todas las modalidades del pensamiento y en todas las formas de la tradición. Las fuentes de fuego y agua son puramente la forma de la Quimera y la Sirena, y la joven bailando, aunque princesa del siglo XIII con mangas de armiño, no deja de ser el fantasma de una dulce jovencita que lleva el agua de una fuente de Arcadia». Véase cuando Ruskin dice: «Creo que soy el único que sigue pensando con Herodoto». Cualquiera que tenga el espíritu lo bastante aguzado como para que le llamen la atención los rasgos característicos de la fisionomía de un escritor, sin limitarse respecto a Ruskin a lo que se haya podido decir: que era un profeta, un vidente, un protestante y tantas cosas más que no tienen demasiado sentido, sentirá que estos rasgos, aunque ciertamente secundarios, son no obstante muy «ruskinianos». Ruskin vive en una especie de sociedad fraterna con todos los grandes espíritus de todos los tiempos y, como sólo se interesa por ellos en la medida en que pueden responder a preguntas eternas, no existen para él antiguos y modernos y puede hablar de Herodoto como si fuera un contemporáneo. Como los antiguos no tienen precio para él, salvo en la medida en que son «actuales», pueden servir de ilustración para nuestras meditaciones cotidianas, no los considera en absoluto antiguos. Pero como además todas sus palabras no sufren la distancia, pues no se consideran relativas a una época, tienen mayor importancia para él, conservan en cierta forma el valor científico que pudieron tener, pero que el tiempo les había hecho perder. De la forma en que Horacio habla a la fuente de Bandusia, Ruskin deduce que era piadoso «a la manera de Milton». Y ya a los once años, al aprender por placer las odas de Anacreonte, aprendió «con seguridad, lo que me resultó muy útil en mis estudios posteriores sobre el arte griego, que los griegos amaban a las palomas, las golondrinas y las rosas tan tiernamente como yo» (Praeterita, § 8I). Evidentemente para un Emerson la «cultura» tiene el mismo valor, pero sin detenemos en las diferencias, que son profundas, observemos en primer lugar, insistiendo en los rasgos particulares de la fisionomía de Ruskin, que la ciencia y el arte no eran cosas diferentes a sus ojos (véase la «Introducción», p. 51-57), por lo que habla de los antiguos como sabios con la misma reverencia que de los antiguos como artistas. Invoca el salmo número 104 cuando se trata de descubrimientos de historia natural, se suma a la opinión de Herodoto (y la contrapondría sin problemas con la opinión de un sabio contemporáneo) en una cuestión de historia religiosa, admira una pintura de Carpaccio como una contribución importante a la historia descriptiva de los papagayos (Saint Mark’s Rest, «The Shrine of the Slaves»). Evidentemente, por aquí llegamos también a la idea del arte sagrado clásico «sólo hay un arte griego, etc., San Jerónimo y Hércules», etc., y cada una de estas ideas nos llevan a las demás, pero en este momento sólo tenemos un Ruskin que ama tiernamente su biblioteca, que no establece diferencias entre la ciencia y el arte, que piensa, por consiguiente, que una teoría científica puede seguir siendo verídica como una obra de arte puede ser hermosa (esta idea nunca está explícitamente expresada en sus textos, pero los gobierna secretamente y es la única que ha hecho posibles todas las demás) y que pide a una oda antigua o a un bajorrelieve medieval información sobre historia natural o sobre filosofía crítica, convencido de que es más útil consultar a todos los hombres sabios de todos los tiempos y de todos los países que a los locos, aunque sean actuales. Naturalmente, esta inclinación se ve reprimida por un sentido crítico tan acertado que podemos fiarnos de él ciegamente y Ruskin lo exagera únicamente por el placer de gastar pequeñas bromas sobre «la entomología del siglo XIII», etc. <<

[9] Praeterita, I, cap. II. <<

[10] ¡Qué interesante colección haríamos con los paisajes de Francia vistos por ojos ingleses: las costas de Francia de Turner, Versalles de Bonnington, Auxerre o Valenciennes, Vézelay o Amiens, de Walter Pater, Fontainebleau de Stevenson y tantos más! <<

[11] The Seven Lamps of Architecture. <<

[12] Esta frase de Ruskin se aplica, por otra parte, mejor a la idolatría tal y como la entiendo, si la tomamos aisladamente, que tal y como se inserta en Lectures on Art. Por otra parte, en una nota presento más adelante el comienzo de este razonamiento. <<

[13] ¿Cómo Barrès, al elegir en un capítulo admirable de su último libro, un Senado ideal para Venecia pudo omitir a Ruskin? ¿No era más digno de pertenecer a él que Léopold Robert o Théophile Gautier y no habría estado en el lugar que le corresponde, entre Byron y Barrès, entre Goethe y Chateaubriand? <<

[14] Stones of Venice, I, IV, § 71. Este versículo está tomado del Eclesiastés, XII, 9 [N. de la T.: en realidad corresponde a Eclesiastés, XI, 9]. <<

[15] Cap. III, § 27. <<

[16] No he tenido tiempo de explayarme sobre este defecto, pero me parece que a través de mi traducción, por muy opaca que sea, el lector podrá percibir, como a través del burdo cristal bruscamente iluminado de un acuario, la forma rápida pero visible en que la frase secuestra el pensamiento y la merma inmediata que supone para éste. <<

[17] En The Bible of Amiens el lector encontrará a menudo fórmulas similares. <<

[18] Renan. <<

[19] Me quedaba alguna duda sobre el carácter plenamente acertado de esta idea, pero la deseché rápidamente por la única forma de verificación que existe para nuestras ideas, es decir, la confrontación fortuita con un gran espíritu. Casi en el momento en que acababa de escribir estas líneas, se publicaban en La Revue des Deux Mondes los versos de la condesa de Noailles que presento más abajo. Se verá que, sin saberlo, para hablar como monsieur Barrès en Comburg, «estaba siguiendo con mis pasos los pasos del genio»:

Hijos, contemplad bien todas las llanuras onduladas,

la capuchina rodeada de abejas,

contemplad bien el estanque, los campos, antes del amor,

pues después nunca se ve nada del mundo.

Después sólo vemos nuestro corazón por delante,

sólo vemos única la llama encendida en la carretera

no oímos nada, no sabemos nada, escuchamos

los pasos del triste amor que corre o que se sienta. <<

[20] El lector encontrará aquí la mayor parte de las páginas escritas para una traducción de Sésame et les Lys y reimpresas gracias a la generosa autorización de Alfred Vallette. Estaban dedicadas a la princesa Alexandre de Caraman-Chimay como testimonio de una admiración y un afecto que se mantuvieron inalterados durante veinte años. <<

[21] Confieso que determinado empleo del imperfecto de indicativo —ese tiempo cruel que nos presenta la vida como algo efímero y a la vez pasivo, que en el momento mismo de describir nuestras acciones las impregna de ilusión, las aniquila en el pasado sin dejarnos como el perfecto el consuelo de la actividad— siempre ha sido para mí una fuente inagotable de misteriosas tristezas. Todavía hoy puedo haber pensado durante horas en la muerte con tranquilidad; basta que abra un volumen de los Lundis de Sainte-Beuve y me tope por ejemplo con esta frase de Lamartine (se trata de madame Albany): «Nada en ella recordaba aquella época… Era una mujercita cuya cintura un poco desdibujada por el peso había perdido, etc.», para que me sienta invadido por una profunda melancolía. En las novelas, la intención de provocar lástima es tan visible en el autor que uno se defiende un poco más. <<

[22] Se puede intentar, dando una especie de rodeo, para los libros que no son de imaginación pura y que tienen un sustrato histórico. Balzac, por ejemplo, cuya obra en cierto modo impura es una mezcla de imaginación y de realidad muy poco transformada, se presta a veces singularmente bien a este tipo de lectura. O al menos ha encontrado al más admirable de esos «lectores históricos» en Albert Sorel, que ha escrito sobre Un asunto tenebroso y sobre El reverso de la historia contemporánea incomparables ensayos. Por lo demás, a monsieur Sorel, que tiene una mente inquisitiva y un cuerpo tranquilo y poderoso, la lectura, que es un placer a la vez ardiente y reflexivo, parece venirle muy bien; durante la lectura, las mil sensaciones de poesía y confuso bienestar que propicia alegremente la buena salud crean alrededor de la ensoñación del lector un placer dulce y dorado como la miel. Por otra parte, este arte de encerrar tantos pensamientos originales y poderosos en una lectura, monsieur Sorel no sólo lo ha llevado a este grado de perfección a propósito de obras semihistóricas. Siempre recordaré —y con qué agradecimiento— que mi estudio sobre La Biblia de Amiens le inspiró las páginas tal vez más profundas que jamás haya escrito. <<

[23] Esta obra se amplió posteriormente añadiendo a las dos primeras conferencias una tercera: «El misterio de la vida y sus artes». Las ediciones populares siguieron conteniendo sólo «Tesoros de los reyes» y «Jardines de las reinas». En el presente volumen, hemos traducido únicamente estas dos conferencias, sin ninguno de los prefacios que Ruskin escribió para Sésamo y lirios. Las dimensiones de este volumen y la extensión de nuestro propio comentario no nos han permitido hacer más. Salvo cuatro (Smith, Elder & Cie), las numerosas ediciones de Sésamo y lirios han sido todas publicadas por Georges Allen, el ilustre editor de toda la obra de Ruskin y director de Ruskin House. <<

[24] Sésamo y lirios, «Tesoros de los reyes», p. 6. <<

[25] En realidad, esta frase no se encuentra, al menos bajo esta forma, en El capitán Fracasse. En vez de «como aparece en la Odisea de Homero, poeta greciano», dice simplemente «según Homero». Pero como las expresiones «aparece en Homero», «aparece en la Odisea», que se hallan por otra parte en la misma obra, me proporcionaban un placer del mismo tipo, me he permitido, para que el ejemplo fuera más llamativo para el lector, fundir todas esas bellezas en una, hoy que ya no siento por ellas, a decir verdad, aquel respeto religioso. En otro lugar de El capitán Fracasse Homero es calificado de poeta greciano, y seguro que también eso me encantaba. No obstante, ya no soy capaz de recuperar con la suficiente exactitud aquellas alegrías olvidadas y no estoy seguro de no haber forzado la nota y rebasado la medida al acumular en una sola frase tantas maravillas. Pero no lo creo. Y pienso con nostalgia que la exaltación con la cual repetía la frase de El capitán Fracasse a los lirios y a las vincapervincas inclinados al borde del río, mientras daba patadas a los guijarros de la alameda, habría sido más deliciosa aún si hubiese podido encontrar en una sola frase de Gautier tantos encantos como mi propio artificio reúne hoy, sin conseguir, ¡ay!, proporcionarme placer alguno. <<

[26] Noto su germen en Fontanes, de quien Sainte-Beuve ha dicho: «Este aspecto epicúreo era muy fuerte en él […], sin esas costumbres un poco materiales, Fontanes con su talento habría producido mucho más […] y obras más duraderas». Obsérvese que el impotente siempre pretende no serlo. Fontanes dice:

Según dicen pierdo el tiempo,

ellos solos honran al siglo

… y asegura que trabaja mucho.

El caso de Coleridge ya es más patológico. «Ningún hombre de su época, y quizá de ninguna época —dice Carpenter (citado por Ribot en su hermoso libro sobre las Enfermedades de la Voluntad)— ha reunido como Coleridge la potencia de razonamiento del filósofo, la imaginación del poeta, etc. Y sin embargo, no hay nadie que, dotado de tan notables talentos, haya sacado tan poco provecho de ellos: el gran defecto de su carácter era la falta de voluntad para aprovechar sus dotes naturales, de manera que teniendo siempre en la mente proyectos gigantescos, jamás intentó seriamente llevar a cabo ninguno. Desde el principio de su carrera, encontró a un librero generoso que le prometió treinta guineas por unos poemas que le había oído recitar, etc. Prefirió acudir todas las semanas a mendigar sin entregar una sola línea de aquel poema que le hubiera bastado escribir para liberarse». <<

[27] Huelga decir que sería inútil buscar este convento cerca de Utrecht y que todo este fragmento es de pura imaginación. Me lo han sugerido, sin embargo, las líneas siguientes que escribe monsieur Léon Séché en su obra sobre Sainte-Beuve: «A él (a Sainte-Beuve) se le ocurrió un día, mientras estaba en Lieja, tomar contacto con la pequeña iglesia de Utrecht. Era un poco tarde, pero Utrecht estaba muy lejos de París y no sé si Volupté habría bastado para abrirle de par en par los archivos de Amersfoort. Lo dudo un poco, pues incluso después de los dos primeros volúmenes de su Port-Royal, el sabio piadoso que a la sazón guardaba aquellos archivos, etc., Sainte-Beuve obtuvo con dificultad del buen monsieur Karsten el permiso de hojear apenas algunos legajos […]. Abrid la segunda edición de Port-Royal y veréis el testimonio de reconocimiento de Sainte-Beuve a monsieur Karsten» (Léon Séché, Sainte-Beuve, t. I, p. 229 y ss). En cuanto a los detalles del viaje, se basan todos en impresiones reales. No sé si se pasa por Dordrecht para ir a Utrecht, pero he descrito Dordrecht tal como la vi. No fue yendo a Utrecht sino a Vollendam cuando viajé en barcaza por entre las cañas. El canal que he colocado en Utrecht está en Delft. He visto en el hospital de Beaune un Van der Weyden, y unas monjas de una orden procedente, creo, de Flandes, que todavía llevan la misma toca, no que en Roger Van der Weyden, sino que en otros cuadros que he visto en Holanda. <<

[28] El esnobismo puro es más inocente. Complacerse en el trato con alguien porque un antepasado suyo fue a las Cruzadas es vanidad, la inteligencia no tiene nada que ver en esto. Pero complacerse en el trato de alguien porque el nombre de su abuelo se halla en Alfred de Vigny o en Chateaubriand, o (seducción realmente irresistible para mí, lo confieso) tener el blasón de su familia (se trata de una mujer muy digna de ser admirada sin eso) en el gran rosetón de Notre Dame de Amiens, aquí ya empieza el pecado intelectual. Todo eso lo he analizado extensamente en otro lugar, aunque todavía me quede mucho por decir, y no hace falta insistir más aquí. <<

[29] Paul Stapfer, «Souvenirs sur Victor Hugo», publicados en la Revue de Paris. <<

[30] Schopenhauer, El mundo como representación y como voluntad (capítulo de la Vanidad y los sufrimientos de la vida). <<

[31] «Lamento haber pasado por Chartres sin haber podido ver la catedral» (Viaje a España, p. 2). <<

[32] Me dicen que se convirtió en el célebre almirante de Tinan, padre de madame Pochet de Tinan, cuyo nombre fue tan querido por los artistas, y abuelo del brillante oficial de caballería. Fue él también, me parece, quien en el sitio de Gaëte garantizó durante un tiempo el avituallamiento y las comunicaciones de Francisco II y de la reina de Nápoles (ver Pierre de la Gorce, Histoire du second Empire). <<

[33] La verdadera distinción, por lo demás, siempre finge dirigirse sólo a personas distinguidas que tienen las mismas costumbres y no necesita «explicaciones». Un libro de Anatole France sobreentiende multitud de conocimientos eruditos, contiene constantes alusiones que el vulgo no percibe y que, aparte de sus otras cualidades, constituyen su incomparable nobleza. <<

[34] Ésta es sin duda la razón de que muchas veces, cuando un gran escritor se dedica a la crítica, habla mucho de las ediciones de obras antiguas y muy poco de los libros contemporáneos. Ejemplo, los Lundis de Sainte-Beuve y la Vie littéraire de Anatole France. Pero mientras monsieur Anatole France juzga maravillosamente bien a sus contemporáneos, podemos decir que Sainte-Beuve ignoró a todos los grandes escritores de su tiempo. Y no vale objetar que estaba cegado por odios personales. Después de rebajar increíblemente al novelista en Stendhal, celebra, a modo de compensación, la modestia, los modos delicados del hombre, ¡como si no hubiera otra cosa favorable que decir de él! Esta ceguera de Sainte-Beuve en lo que a su época se refiere contrasta singularmente con sus pretensiones de clarividencia y adivinación. «Todo el mundo se cree capaz —dice en Chateaubriand et son groupe littéraire— de pronunciarse sobre Racine y Bossuet… Pero la sagacidad del juez, la perspicacia del crítico, se demuestra sobre todo en los escritos nuevos, que el público aún no conoce. Juzgar a primera vista, adivinar, adelantarse, he aquí el don crítico. ¡Qué pocos lo poseen!». <<

[35] Y, recíprocamente, los clásicos no tienen mejores comentaristas que los «románticos». Sólo los románticos, en efecto, saben leer las obras clásicas, porque las leen como han sido escritas, románticamente, porque para leer bien a un poeta o a un prosista tiene uno mismo que ser, no un erudito, sino un poeta o un prosista. Eso es cierto para las obras menos «románticas». Los hermosos versos de Boileau no nos los han señalado los profesores de retórica, sino Victor Hugo:

Et dans quatre mouchoirs de sa beauté salis

envoie au blanchisseur ses roses et ses lys.

[Y en cuatro pañuelos de su belleza impuros

envía al lavandero sus rosas y sus lirios].

O monsieur Anatole France:

L’ignorance et l’erreur à ses naissantes pièces

en habits de marquis, en robes de comtesses.

[La ignorancia y error de sus nacientes piezas

con trajes de marqués, con galas de condesa].

El último número de La Renaissance latine (15 de mayo de 1905) me permite, en el momento en que corrijo estas pruebas, extender, con un nuevo ejemplo, esta observación a las Bellas Artes. Nos muestra, en efecto, en monsieur Rodin (artículo de monsieur Mauclair) al verdadero comentarista de la escultura griega. <<

[36] Predilección que ellos mismos creen en general fortuita: suponen que los libros más bellos han sido escritos casualmente por los autores antiguos; y sin duda puede ser cierto, ya que los libros antiguos que leemos son los que han sobrevivido de todo el pasado, que es vastísimo comparado con la época contemporánea. Pero una razón en cierto modo accidental no puede bastar para explicar una actitud mental tan general. <<

[37] Creo, por ejemplo, que el encanto que normalmente la gente encuentra en estos versos de Andrómaca:

Pourquoi l’assassiner? Qu’a-t-il fait? À quel titre?

Qui te l’a dit?

[¿Por qué asesinarle? ¿Qué ha hecho? ¿En nombre de qué?

¿Quién te lo ha dicho?]

… viene precisamente de que el vínculo sintáctico habitual se ha roto voluntariamente. «¿En nombre de qué?» no se refiere a «¿qué ha hecho?», que va inmediatamente delante, sino a «¿por qué asesinarle?». Y «¿quién te lo ha dicho?» también se refiere a «asesinar». (Recordando otro verso de Andrómaca: «¿Quién os ha dicho, Señor, que me desprecia?», se puede suponer que: «¿Quién te lo ha dicho?» está por «¿quién te ha dicho que le asesines?»). Zigzagueos de la expresión (la línea recurrente y quebrada de la que hablo más arriba) que no dejan de oscurecer un poco el sentido, hasta el punto de que una vez oí a una gran actriz, más preocupada por la claridad del discurso que por la exactitud de la prosodia, decir resueltamente: «¿Por qué asesinarle? ¿En nombre de qué? ¿Qué ha hecho?». Los más célebres versos de Racine lo son en realidad porque tienen ese encanto de una audacia coloquial de lenguaje lanzada como un puente atrevido entre dos orillas tranquilas. Je t’aimais inconstant, qu’aurais-je fait fidèle («Inconstante, te amaba, ¿qué habría hecho fiel?»). Y qué placer encontrarse con estas expresiones cuya simplicidad casi común confiere al sentido, como algunas caras de Mantegna, una plenitud tan dulce y un colorido tan bello:

Et dans un fol amour ma jeunesse embarquée…

Réunissons trois coeurs qui n’ont pu s’accorder.

[Y en un loco amor mi juventud embarcada

Unamos tres corazones que no se han puesto de acuerdo],

Y por eso hay que leer a los escritores clásicos en el original y no contentarse con antologías. Las páginas famosas de los escritores son a menudo aquellas en las que la contextura íntima de su lenguaje está disimulada por la belleza, de un carácter casi universal, del fragmento. No creo que la esencia particular de la música de Gluck se trasluzca tanto en un aria sublime como en cierta cadencia de sus recitativos, donde la armonía es como el sonido mismo de la voz de su genio, cuando recae sobre una entonación involuntaria en la que se nota toda su gravedad genuina y su distinción, cada vez que como quien dice se le oye tomar aliento. Quien haya visto fotografías de San Marcos de Venecia puede creer (y hablo sólo del exterior del monumento) que tiene una idea de esa iglesia con sus cúpulas, cuando únicamente aproximándose, hasta poder tocarlas con la mano, a las estrías esmaltadas de aquellas columnas risueñas, cuando únicamente viendo la fuerza extraña y grave que enrosca unas hojas o pone unos pájaros en aquellos capiteles que sólo se pueden distinguir de cerca, cuando únicamente dejándose impresionar allí mismo por aquel monumento achaparrado, con sus masteleros floridos y su decorado de fiesta, su aspecto de «palacio de exposiciones», se siente resplandecer en aquellos rasgos significativos pero accesorios y que ninguna fotografía es capaz de captar su verdadera y compleja individualidad. <<

[38] «Y María dice: “Mi alma alaba al Señor y toda su dicha está en Dios, mi Salvador”, etc. Zacarías, su padre, estaba habitado por el Espíritu Santo y profetizó con estas palabras: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, por habernos redimido”», etc. «La recibió en sus brazos, bendijo a Dios y dijo: “Ahora, Señor, permite que tu servidor se vaya en paz…”». <<

[39] A decir verdad, ningún testimonio positivo me permite afirmar que en esas lecturas el recitador cantase el tipo de salmos que San Lucas ha introducido en su Evangelio. Pero me parece que eso es lo que se deduce comparando diferentes pasajes de Renan y especialmente de San Pablo, p. 257 y ss., los Apóstoles, pp. 99 y 100, Marco Aurelio, pp. 502-503, etc. <<