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Me parece que así tendría cosas que decir sobre Sainte-Beuve, y mucho más respecto a él que sobre él mismo, cosas que podrían tener su importancia, que al mostrar de qué pie cojea, en mi opinión, como escritor y como crítico, quizá llegaría a decir, sobre lo que debe ser la crítica y sobre lo que es el arte, algunas cosas que me rondan la cabeza. Y de paso, y a propósito de él, como suele hacer él mismo con frecuencia, lo tomaría como motivo para hablar de determinadas formas de vida…
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Esta definición y este elogio del método de Sainte-Beuve los tomé de un artículo de Paul Bourget, porque la definición era corta y el elogio estaba permitido, pero hubiera podido citar a otros veinte críticos. Su historia natural de los espíritus, su forma de buscar en la biografía del hombre, en la historia de su familia, en todas sus particularidades, la comprensión de sus obras y la naturaleza de su genio es algo que todo el mundo reconoce como original en él, es lo que él mismo reconocía, y tenía razón, por otra parte. El propio Taine, que soñaba con una historia natural de los espíritus más sistemática y mejor codificada, con quien Sainte-Beuve no estaba de acuerdo por cuestiones relativas a la raza, no dice nada diferente en su elogio de éste: «El método de Sainte-Beuve no es menos precioso que su obra. En eso ha sido un inventor: ha trasladado a la historia moral los procedimientos de la historia natural».
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Ahora bien, en el arte no hay (al menos en el sentido científico) un iniciador, un precursor. Todo está en el individuo, cada individuo vuelve a empezar la tentativa artística o literaria. Y las obras de sus predecesores no constituyen, como en la ciencia, una verdad establecida que sirve de provecho al que venga después. Un escritor genial en nuestros días tiene todo por hacer: no está más adelantado que Homero.
Los filósofos que no han sabido encontrar lo que tiene de real e independiente toda ciencia en el arte han tenido que imaginar el arte, la crítica, etc., como ciencias en las que el predecesor está forzosamente menos avanzado que el que sigue.
Por otra parte, no hace falta enumerar a todos los que reconocen la originalidad, la excelencia, en el método de Sainte-Beuve. Sólo tenemos que dejarle a él la palabra:
La literatura —decía Sainte-Beuve— no se diferencia o se separa del resto del hombre y de la organización […]. No hay que dar muchas vueltas para conocer a un hombre, es decir, algo diferente de un espíritu puro. Mientras no nos hemos planteado sobre un autor determinadas preguntas y no les hemos dado una respuesta, aunque sea para nosotros mismos y en voz muy baja, no estemos seguros de conocerlo completamente, aunque esas preguntas parezcan bien ajenas a la naturaleza de sus escritos: ¿cuáles eran sus opiniones religiosas? ¿Cómo le impresionaba el espectáculo de la naturaleza? ¿Cómo se comportaba respecto a las mujeres, el dinero? ¿Era rico, pobre, cuál era su régimen, su forma cotidiana de vivir? ¿Cuál era su vicio o su punto débil? Ninguna de las respuestas a estas preguntas es indiferente para juzgar al autor de un libro, o el libro mismo, si dicho libro no es un tratado de geometría pura, sobre todo si es una obra literaria, es decir, en la que entra de todo, etc.
Este método que aplicó instintivamente toda su vida y en el que, hacia el final, veía asomar los prolegómenos de una botánica literaria…
La obra de Sainte-Beuve no es una obra profunda. El famoso método que le convierte, según Taine, según Paul Bourget y tantos más, en el maestro inigualable de la crítica en el siglo XIX, este método que consiste en no separar al hombre de su obra, en considerar que no es indiferente para juzgar al autor de un libro, si dicho libro no es «un tratado de geometría pura», en empezar respondiendo a las preguntas que parecen más ajenas a su obra (¿cómo se comportaba…?), en rodearse de toda la información posible sobre un escritor, en compulsar su correspondencia, en preguntar a los hombres que le conocieron, hablando con ellos si siguen con vida, leyendo todo lo que hayan podido escribir sobre él si están muertos, este método ignora lo que un trato asiduo con nosotros mismos nos enseña: que un libro es el producto de un yo diferente del que manifestamos en nuestros hábitos, en la sociedad, en nuestros vicios. Sólo podremos acceder a este yo, si queremos comprenderlo, en el fondo de nosotros mismos, intentando recrearlo en nuestro interior. Nada nos puede dispensar de este esfuerzo de nuestro corazón. Debemos construir completamente esta verdad y… Es demasiado fácil creer que nos llegará una mañana con la correspondencia, en forma de carta inédita que un bibliotecario amigo nuestro nos hará llegar, o que la aprenderemos de la boca de alguien que haya conocido bien al autor. Hablando de la gran admiración que inspira a muchos escritores de la nueva generación la obra de Stendhal, Sainte-Beuve dice: «Que me permitan decirles, para valorar nítidamente este espíritu bastante complicado, y sin exagerar nada en ningún sentido, que preferiblemente me basaré en mis propias impresiones y recuerdos, en lo que me dirán los que le conocieron en sus mejores años y en sus orígenes, en lo que dirán Mérimée y Ampère, en lo que me diría Jacquemont si viviera, en pocas palabras, aquellos que le vieron y disfrutaron de él en su forma primitiva».
¿Y por qué? ¿En qué medida el hecho de haber sido amigo de Stendhal permite juzgarle mejor? Es probable, por el contrario, que lo dificulte mucho. El yo que produce las obras está enturbiado para sus amigos por el otro, que puede ser muy inferior al yo exterior de muchas personas. Por otra parte, la mejor prueba es que Sainte-Beuve, que conoció a Stendhal, que recogió sobre él de «monsieur Mérimée» y de «monsieur Ampère» toda la información posible, provisto, en pocas palabras, de todo lo que piensa él que permite al crítico valorar con más exactitud un libro, dio de Stendhal la opinión siguiente: «Acabo de releer, o de intentar hacerlo, las novelas de Stendhal. Son francamente detestables».
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Y acaba con estas dos perlas: «Al criticar así, con cierta franqueza, las novelas de Beyle, estoy lejos de condenarle por haberlas escrito […]. Sus novelas son lo que pueden, pero no son vulgares. Son como su crítica, sobre todo para uso de los que la hacen». Y estas palabras, con las que termina el estudio: «Beyle tenía en el fondo una rectitud y una seguridad en las relaciones íntimas que nunca hay que olvidar reconocer, cuando por otra parte le decimos todas las verdades». Vamos, que monsieur Beyle era un buen hombre. Quizá no merecía la pena coincidir con tanta frecuencia en cada una de las cenas de la Academia y demás con monsieur Mérimée, ni «tirar de la lengua a monsieur Ampère» para llegar a este resultado y, tras leer estas frases, nos sentimos menos preocupados que Sainte-Beuve al pensar que llegarán nuevas generaciones.
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En ningún momento parece haber entendido Sainte-Beuve lo que hay de especial en la inspiración y en el trabajo literario y lo que le diferencia plenamente de las ocupaciones de otros hombres y de las otras ocupaciones del escritor. No marcaba ninguna frontera entre la ocupación literaria, en la que, en soledad, relegando al silencio las palabras que pertenecen tanto a los demás como a nosotros mismos, con las que, incluso cuando estamos solos, juzgamos las cosas sin ser nosotros mismos, nos volvemos a mirar a la cara en soledad, tratamos de entender, y de reproducir, el sonido auténtico de nuestro corazón… ¡Y la conversación!
Sólo la apariencia engañosa de la imagen nos presenta algo más exterior y más vago [cuando estamos trabajando], algo más profundo y recogido en la intimidad. En realidad, lo que damos al público es lo que hemos escrito solos, para nosotros mismos, es realmente la obra personal… Lo que damos en la intimidad, a la conversación (por muy refinada que sea, y la más refinada es la peor de todas, pues falsea la vida espiritual al asociarse a ella: las conversaciones de Flaubert con su sobrina y con el relojero no representan ningún peligro) y a las producciones destinadas a la intimidad, es decir, menguadas para coincidir con la opinión de algunas personas, que no son más que conversación escrita, son la obra de un yo mucho más exterior, no el yo profundo que sólo encontramos cuando nos abstraemos de los otros y del yo que conoce a los otros, el yo que ha esperado mientras estábamos con los otros, que sentimos como lo único real, y para el que los artistas acaban viviendo exclusivamente, como un dios del que se alejan cada vez menos y a quien han sacrificado una vida que sólo sirve para honrarlo.
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Y por no haber visto el abismo que separa al escritor del hombre de mundo, por no haber comprendido que el yo del escritor sólo se muestra en sus libros y que sólo muestra a los hombres de mundo (o incluso a los hombres de mundo que son en sociedad los otros escritores y que sólo son escritores cuando están solos) un hombre de mundo como ellos, inaugurará este famoso método que, según Taine, Bourget y tantos más, constituye su gloria, que consiste en interrogar ávidamente, para entender a un poeta, a un escritor, a los que lo han conocido, han tenido trato con él, que podrán decirnos cómo se comportaba en asuntos de mujeres, es decir, precisamente en todos los puntos en los que no está en juego el yo auténtico del poeta.
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De la misma forma vemos a Sainte-Beuve creer que la vida de salón que le gustaba era indispensable para la literatura, y proyectarla a través de los siglos: aquí la corte de Luis XIV, allá el círculo de elegidos del Directorio… En realidad, este creador infatigable, que a menudo ni siquiera descansó el domingo y recibe su salario de gloria el lunes por el placer que causa a los buenos jueces y los golpes que inflige a los malvados, concibe la literatura como esos artículos de los lunes, que quizá podremos releer, pero que deben escribirse en su momento, preocupándose por la opinión de los buenos jueces para gustar, y sin contar demasiado con la posteridad. Contempla la literatura tras el filtro del tiempo. […] La literatura le parece algo de época que vale lo que valía el personaje. En suma, más vale desempeñar un papel político importante y no escribir que ser un político descontento y escribir un libro de moral… No es como Emerson, que decía que debíamos enganchar el carro a una estrella. Él trata de engancharlo a lo que le parece más contingente: la política.
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De vez en cuando me pregunto si lo mejor que tiene la obra de Sainte-Beuve no son sus versos. Ahí se acaban los juegos intelectuales. Ya no se acerca a las cosas lateralmente, con mil trucos y malabarismos. El círculo infernal y mágico está roto. Como si la mentira constante del pensamiento dependiera en él de la habilidad falsa de la expresión, como si al dejar de hablar en prosa dejara de mentir. Como un estudiante obligado a traducir su pensamiento al latín se ve obligado a ponerlo al desnudo, Sainte-Beuve se encuentra por primera vez en presencia de la realidad y recibe de ella un sentimiento directo. […] De él, de su yo inconsciente, profundo, personal, sólo queda la torpeza. A menudo vuelve, como la naturalidad, pero este detalle tan poca cosa, tan encantador y sincero por otra parte, que es su poesía, este esfuerzo hábil y a veces afortunado para expresar la pureza del amor, la tristeza del atardecer en la gran ciudad, la magia del recuerdo, la emoción de las lecturas, la melancolía de la vejez incrédula, muestra —porque sentimos que es lo único real en él— la ausencia de significado de toda una obra crítica maravillosa, inmensa, burbujeante, ya que todas estas maravillas nos llevan a este punto. Apariencia: sus artículos de los lunes. Realidad: estos pocos versos. Los versos de un crítico son el contrapeso de la eternidad de toda su obra.