Días de lectura (II)

Sin duda han leído las Memorias de la condesa de Boigne. Hay «tantos enfermos» en este momento que los libros encuentran lectores, e incluso lectoras. Sin duda, cuando no podemos salir a hacer visitas, nos gustaría más recibirlas que leer, pero «en estos tiempos de epidemias», incluso las visitas que recibimos no dejan de tener peligro. La señora que, desde la puerta en la que se detiene un instante —sólo un instante— para que sirva de marco a la amenaza, y grita: «¿No le darán miedo las paperas y la escarlatina? Le aviso que mi hija y mis nietos las tienen. ¿Puedo entrar?». Y entra sin esperar respuesta. O la menos franca que saca el reloj: «Me tengo que marchar corriendo: tengo a tres hijas con la rubéola; voy de una a otra; mi inglesa está en la cama desde ayer con mucha fiebre y me parece que me va a tocar a mí, porque esta mañana no me encontraba bien al levantarme. Precisamente he hecho un gran esfuerzo para visitarle…».

Así que es mejor no recibir a nadie, y como no podemos pasar el día al teléfono, leemos. Sólo leemos como último recurso. Primero llamamos mucho por teléfono. Y como somos niños que juegan con las fuerzas sagradas sin estremecernos ante su misterio, sólo vemos del teléfono que «es cómodo», o más bien, como somos niños mimados, que «no es muy cómodo», mandamos queja tras queja a Le Figaro, pues no nos parece lo bastante rápida en sus cambios la magia admirable que necesita unos minutos antes de hacer aparecer junto a nosotros, invisible pero presente, a la amiga con la que queríamos hablar y que, aunque sigue sentada a la mesa en la ciudad lejana en la que reside, bajo cielos diferentes de los nuestros, con un clima que no es el que nos rodea, entre circunstancias y preocupaciones que ignoramos y que ahora nos va a relatar, de repente se ve transportada a cien leguas (ella y todo el entorno en el que está inmersa) contra nuestro oído, a donde la ha convocado nuestro capricho. Y somos como el personaje de cuento de hadas ante el que un mago, obedeciendo a sus deseos, hace aparecer bajo una luz mágica a su amada hojeando un libro, llorando o recogiendo flores, muy cerca de él y sin embargo muy lejos, en el lugar en el que se encuentre.

Y para que el milagro se reproduzca sólo tenemos que acercar los labios al artefacto mágico y llamar —durante mucho tiempo a veces, hay que reconocerlo— a las Vírgenes Prudentes cuya voz escuchamos cada día sin llegar a conocer su rostro y que son nuestros ángeles guardianes en estas tinieblas vertiginosas cuyas puertas vigilan celosamente, las Omnipotentes que hacen surgir los rostros ausentes cerca de nosotros, sin que los podamos ver; sólo tenemos que llamar a estas Danaides de lo Invisible que, sin cesar, vacían, llenan, trasladan las urnas oscuras de los sonidos, las Furias celosas que, mientras murmuramos una confidencia a una amiga, gritan irónicas «¡estoy escuchando!» en el momento en el que esperábamos no ser oídos de nadie, esas servidoras irritadas del Misterio, Divinidades implacables, ¡las Damas del Teléfono! Y en cuanto su llamada resuena en la noche colmada de apariciones y ante la que se abren nuestros oídos, un ruido ligero, un ruido abstracto —el de la supresión de la distancia— y la voz de nuestra amiga se dirige a nosotros.

Si en ese momento entra por la ventana y la importuna mientras habla con nosotros la canción de un viandante, el timbre de un ciclista o la fanfarria lejana de un regimiento en marcha, todo ello resuena claramente en nuestros oídos (como para mostrarnos que es ella la que está junto a nosotros, con todo lo que la rodea en ese momento, lo que alcanza a su oído y distrae su atención) —detalles de verdad, ajenos al tema, inútiles en sí mismos, pero tanto más necesarios para revelarnos toda la evidencia del milagro— rasgos sobrios y encantadores de color local, descriptivos de la calle y el camino provinciano a los que da su casa; semejantes a los que elegiría un poeta cuando desea, al hacer vivir a un personaje, evocar un ambiente a su alrededor.

Su voz nos habla, está ahí, pero ¡qué lejos! Cuántas veces la habré escuchado con angustia, como si ante esta imposibilidad de ver, sin pasar por largas horas de viaje, a aquella cuya voz estaba tan cerca de mi oído, sintiera mejor la decepción que alberga la apariencia de la cercanía más dulce y a qué distancia podemos estar de las cosas amadas en el momento en que nos parece que sólo tendríamos que extender la mano para retenerlas. Presencia real —esta voz tan cercana— en la separación efectiva. Pero también anticipación de una separación eterna. Muchas veces, al escucharla así sin verla, a aquella que me hablaba desde tan lejos, me pareció que esta voz clamaba desde las profundidades de las que no se vuelve y conocí la ansiedad que me invadiría un día, cuando una voz vuelva así, sola, sin estar atada a un cuerpo que no volveré a ver, murmurando a mi oído palabras que hubiera querido besar al pasar por unos labios que ya son polvo para siempre.

Decía que antes de decidirnos a leer, tratamos de seguir hablando, de llamar por teléfono, pedimos un número tras otro. Pero a veces las Hijas de la Noche, las Mensajeras de la Palabra, las Diosas sin rostro, las Guardianas caprichosas, no quieren o no pueden abrimos las puertas de lo Invisible, el Misterio que reclamamos permanece sordo, el venerable inventor de la imprenta y el joven príncipe amante de pintura impresionista y chófer —¡Gutenberg y Wagram!— que invocan incansables dejan nuestras súplicas sin respuesta. Entonces, como no podemos ir de visita, como tampoco podemos recibir, como las Damas del Teléfono no nos pueden comunicar, nos resignamos a callar: leemos.

En sólo unas semanas, podremos leer el nuevo volumen de versos de madame de Noailles, Les Éblouissements (no sé si se mantendrá este título), superior a estos libros llenos de genialidad: Le Coeur innombrable y L’Ombre des jours, equiparable, me parece, a Feuilles d’automne o a Les Fleurs du mal. Mientras tanto, podríamos leer la exquisita y pura Margaret Ogilvy de Barrie, maravillosamente traducida por R. d’Humières, que no es sino la vida de una campesina relatada por un poeta, su hijo. Pero no, desde el momento en que nos hemos resignado a leer, elegimos mejor libros como las Mémoires de madame de Boigne, libros que nos den la ilusión de que seguimos saliendo, visitando a las personas que no habíamos podido conocer porque no habíamos nacido en tiempos de Luis XVI y, por lo demás, no son muy diferentes de las que conocemos, porque llevan casi todas los mismos nombres que ellos, sus descendientes y amigos nuestros que, por una cortesía conmovedora con nuestra memoria claudicante, han conservado los mismos nombres de pila y se siguen llamando Odón, Ghislain, Nivelon, Victurnien, Josselin, Léonor, Artus, Tucdual, Adhéaume o Raynulphe. Hermosos nombres de pila que no deberían provocar la sonrisa, pues vienen de un pasado tan remoto que, en su insólito esplendor, parecen centellear misteriosamente, como los nombres de profetas y santos que se inscriben abreviados en los vitrales de las catedrales. Jehan, por ejemplo, que, aunque se parece más a los nombres actuales, aparece inevitablemente como trazado en caracteres góticos en un libro de horas por un pincel mojado en purpurina, azul real o azul ultramar. Ante estos nombres, el populacho podría repetir la canción de Montmartre:

Bragance, ya conocemos a este pajarraco.

Muy orgulloso tiene que ser

para cargar con un nombre así.

¿Es que no se puede llamar como todo el mundo?

Pero el poeta, si es sincero, no comparte este jolgorio y, con los ojos puestos en el pasado que le descubren estos nombres, responderá con Verlaine:

Veo y oigo muchas cosas

en su nombre carolingio.

Un pasado muy amplio, quizá. Me gustaría pensar que estos nombres que sólo han llegado hasta nosotros en ejemplares escasos, gracias al amor por las tradiciones de algunas familias, fueron en otros tiempos nombres extendidos —tanto entre los villanos como entre los nobles— y que así, a través de las escenas ingenuamente coloreadas de linterna mágica que nos presentan estos nombres, no sólo vemos al poderoso señor de la barba azul o a su hermana Ana en la torre, sino al campesino encorvado sobre la hierba que verdea y los soldados cabalgando por las carreteras llenas de polvo del siglo XIII.

Sin duda muchas veces esta impresión medieval que nos dan sus nombres no resiste a la frecuentación de aquellos que los llevan y que no mantienen ni comprenden su poesía, pero ¿acaso es razonable pedir a los hombres que sean dignos de sus nombres, cuando no hay ni un país, ni una ciudad, ni un río cuya vista pueda calmar la sed de ensueño que su nombre ha hecho nacer en nosotros? Lo más sensato sería sustituir todas las relaciones sociales y muchos viajes por la lectura del Almanaque del Gotha y la Guia de ferrocarriles.

Las Memorias de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, como las de la condesa de Boigne, son conmovedoras porque dan a la época contemporánea, a nuestros días que vivimos sin belleza, una perspectiva bastante noble y bastante melancólica, colocándolos en el primer plano de la historia. Nos permiten pasar fácilmente de las personas que hemos conocido en la vida —o que han conocido nuestros padres— a los padres de esas personas que, siendo autores o personajes de estas Memorias, han podido asistir a la Revolución y ver pasar a María Antonieta. De modo que las personas que hemos podido ver o conocer —las que hemos visto con los ojos de la carne— son como los personajes de cera de tamaño natural que, en primer plano de los cuadros vivientes, pisando hierba de verdad y enarbolando un bastón comprado en una tienda, parecen pertenecer a la muchedumbre que los contempla y nos conducen poco a poco hasta el telón pintado del fondo al que dan, gracias a hábiles transiciones, la apariencia del relieve de la realidad y de la vida. Así es como a partir de esta madame de Boigne, nacida D’Osmond, criada, nos dice, sobre las rodillas de Luis XVI y María Antonieta, he visto con frecuencia en el baile, cuando era adolescente, a su sobrina, la anciana duquesa de Maillé, nacida D’Osmond, más que octogenaria, pero todavía soberbia, con su cabello gris que, al dejar su peinado la frente despejada, hacía pensar en la historiada peluca de tres rulos de un magistrado. Y recuerdo que mis padres cenaban con frecuencia con el sobrino de madame de Boigne, monsieur D’Osmond, para quien ella escribió sus memorias y cuya fotografía encontré entre sus documentos, junto con muchas cartas que les envió. De modo que mis primeros recuerdos de baile unidos a los relatos, un poco más imprecisos para mí, pero muy reales para mis padres, se unen por un vínculo ya casi inmaterial a los recuerdos que madame de Boigne había conservado y nos relata de las primeras fiestas a las que asistió: todo ello entreteje una trama de frivolidades, aunque poética, porque acaba con la consistencia de un sueño, puente ligero que va del presente a un pasado ya lejano y que une, para hacer más viva la historia y casi histórica la vida, la vida con la historia.

Desgraciadamente ya he llegado a la tercera columna de este diario y ni siquiera he comenzado mi artículo. Debía llamarse «El esnobismo y la posteridad», pero no podré mantener este título pues he llenado todo el espacio que me correspondía sin decir ni una palabra del Esnobismo o de la Posteridad, dos personajes que nunca pensaron en ver juntos, para mayor felicidad de la segunda, y sobre los que quería someterles algunas reflexiones inspiradas por la lectura de las Mémoires de madame de Boigne. Será para otra ocasión. Y si alguno de los fantasmas que se interponen constantemente entre mi pensamiento y su objeto, como ocurre en los sueños, viene de nuevo a llamar mi atención y a apartarla de lo que tengo que decirles, la haré a un lado como Ulises apartaba con la espada a las sombras que se arremolinaban a su alrededor implorando una forma o una sepultura.

Hoy no he podido resistir al llamamiento de estas visiones que veía flotar entre dos aguas, en la transparencia de mi pensamiento. Y he intentado sin éxito lo que el maestro cristalero logra a menudo cuando transporta y fija sus sueños, a la distancia misma en que se le habían aparecido, entre dos aguas enturbiadas por reflejos oscuros y rosados, en un material translúcido en el que a veces un rayo tornasolado, llegado del corazón, podía hacerles creer que seguían evolucionando en el seno de un pensamiento vivo. Como las Nereidas que el escultor antiguo arrebató al mar, pero que se creían todavía sumergidas en él cuando nadaban entre las olas de mármol del bajorrelieve que las representaba. Me equivoqué. No lo volveré a hacer. La próxima vez les hablaré del esnobismo y de la posteridad, sin dar más vueltas. Y si alguna idea se me cruza, si una indiscreta fantasía, queriendo meterse donde no la llaman, amenaza de nuevo con interrumpirnos, suplicaré que nos deje tranquilos: «¡Señorita, estamos hablando, no corte la comunicación!».