Días de lectura[20] (I)

Tal vez no haya días más plenamente vividos en nuestra infancia que aquellos que creímos dejar pasar sin vivirlos, aquellos que pasamos con uno de nuestros libros preferidos. Todo lo que al parecer los llenaba para los demás y que nosotros apartábamos como un obstáculo vulgar ante un placer divino: el juego para el cual venía a buscarnos un amigo en medio del pasaje más interesante, la abeja o el rayo de sol molestos que nos hacían levantar los ojos de la página o cambiar de sitio, la merienda que nos habían obligado a llevarnos y que dejábamos en el banco a nuestro lado, sin tocarla, mientras encima de nuestra cabeza el sol iba perdiendo fuerza en el cielo azul, la cena para la cual teníamos que regresar y durante la cual sólo pensábamos en subir enseguida para terminar el capítulo interrumpido; todo eso, de lo cual la lectura habría debido impedirnos ver todo lo que no fuese la inoportunidad, la lectura al contrario lo grababa en nosotros como un recuerdo tan dulce (mucho más precioso para nosotros ahora que lo que entonces leíamos con amor) que, si alguna vez hoy volvemos a hojear esos libros de antaño, ya sólo lo hacemos como si fuesen los únicos almanaques que hemos conservado del pasado y con la esperanza de ver reflejados en sus páginas estanques y caserones que han dejado de existir.

Quién no recuerda como yo esas lecturas realizadas durante las vacaciones, que ocultábamos sucesivamente en todas las horas del día lo bastante apacibles e inviolables como para poder acogerlas. Por la mañana, al volver del parque, cuando todo el mundo había salido a dar un paseo, yo me colaba en el comedor, donde hasta la hora lejana del almuerzo no entraría nadie más que la vieja Félicie relativamente silenciosa, y donde no tendría como compañeros, muy respetuosos de la lectura, más que a los platos pintados colgados en la pared, el almanaque cuya hoja de la víspera acababa de ser arrancada, el reloj de pared y el fuego, que hablan sin pedir que les contesten y cuyas dulces palabras vacías de sentido no vienen, como las palabras de los hombres, a sustituir por otro diferente el sentido de las palabras que estamos leyendo. Me sentaba en una silla, cerca del pequeño fuego de leña del cual, durante el almuerzo, mi tío madrugador y jardinero diría: «¡No viene mal! Se soporta muy bien un poco de fuego; os aseguro que a las seis hacía un frío que pelaba en el huerto. ¡Y pensar que dentro de ocho días será Pascua!». Antes del almuerzo que, por desgracia, pondría fin a la lectura, todavía teníamos dos horas bien buenas. De vez en cuando, se oía el ruido de la bomba que soltaba el agua y te hacía levantar la vista hacia ella y mirarla a través de la ventana cerrada, allí, muy cerca, en el único camino del jardincito que bordeaba con ladrillos y cerámicas en forma de media luna sus arriates de pensamientos: unos pensamientos cogidos, al parecer, en esos cielos demasiado hermosos, esos cielos multicolores y como reflejados a través de los vitrales de la iglesia que se veían a veces entre los tejados del pueblo, unos cielos tristes que aparecían antes de las tormentas, o después, demasiado tarde, cuando se acababa el día. Desgraciadamente la cocinera venía mucho antes a poner la mesa; ¡si al menos la hubiese puesto sin hablar! Pero creía tener que decir: «Así no está usted cómodo; ¿quiere que le acerque una mesa?». Y sólo para responder: «No, gracias», había que parar en seco y traer de lejos la propia voz que, por dentro de los labios, repetía sin ruido, corriendo, todas las palabras que los ojos habían leído; había que detenerla, hacerla salir y, para decir correctamente: «No, gracias», darle una apariencia de vida corriente y una entonación de respuesta, que había perdido. Pasaba la hora; a menudo, mucho antes del almuerzo, empezaban a llegar al comedor los que, cansados, habían abreviado el paseo, habían «cortado por Méréglise», o los que no habían salido aquel día porque «tenían que escribir». Es cierto que decían: «No quiero molestarte», pero enseguida empezaban a acercarse al fuego, a mirar la hora y a declarar que el almuerzo no vendría mal. Rodeaban con una deferencia especial a aquel o aquella que se había «quedado a escribir» y le decían: «Ha despachado usted su pequeña correspondencia» con una sonrisa en la que había respeto, misterio, picardía y miramientos, como si esa «pequeña correspondencia» fuese a la vez un secreto de Estado, una prerrogativa, una conquista y una indisposición. Algunos, sin esperar más, se sentaban ya a la mesa, en su sitio. Eso era la desolación, pues sería un mal ejemplo para los que iban llegando, les haría creer que ya eran las doce y pronunciar demasiado pronto a mis padres la frase fatal: «Venga, cierra el libro, que vamos a comer». Todo estaba a punto, la mesa puesta, y sobre el mantel sólo faltaba lo que no traían hasta el final del almuerzo, el aparato de cristal en que el tío horticultor y cocinero hacía él mismo el café en la mesa, tubular y complicado como un instrumento de física que oliese bien, y en el que era tan agradable ver subir dentro de una campana de cristal la ebullición repentina que dejaba luego en las paredes empañadas una ceniza aromática de color terroso; y también la nata y las fresas que el mismo tío mezclaba en unas proporciones siempre idénticas, deteniéndose exactamente en el rosa deseado, con la experiencia de un colorista y la clarividencia de un goloso. ¡Qué larga me parecía la comida! Mi abuela no hacía más que probar los platos para dar su opinión con una calma que soportaba, pero no admitía la contradicción. Tratándose de una novela o unos versos, cosas de las que entendía mucho, siempre se remitía, con una humildad muy femenina, al criterio de personas más competentes. Creía que aquél era el dominio flotante del capricho donde el gusto de uno solo no puede establecer la verdad. Pero en las cosas cuyas reglas y principios le había enseñado su madre, en la manera de preparar ciertos platos, de tocar las sonatas de Beethoven y de recibir con amabilidad, estaba segura de tener una idea justa de la perfección y de discernir si los otros se acercaban más o menos a ella. Para las tres cosas, por otra parte, la perfección era casi la misma: una especie de simplicidad en los medios, de sobriedad y de encanto. Rechazaba con horror que se pusiera especias en los platos que no las exigen absolutamente, que se tocase con afectación y abuso de los pedales, que al «recibir» se prescindiese de la más perfecta naturalidad y se hablase de uno mismo con exageración. El primer bocado, las primeras notas, un simple billete bastaban para que pretendiese saber si se trataba de una buena cocinera, de un verdadero músico o de una mujer bien educada. «Puede tener muchos más dedos que yo, pero no demuestra buen gusto tocando con tanto énfasis este andante tan sencillo». «Puede que sea una mujer muy brillante y llena de cualidades, pero es una falta de tacto hablar de sí misma en esta circunstancia». «Puede ser una cocinera muy sabia, pero no sabe hacer un bistec con patatas». ¡El bistec con patatas!, pieza de concurso ideal, difícil por su misma simplicidad, especie de Sonata patética de la cocina, equivalente gastronómico de lo que en la vida social es la visita de la dama que viene a pedir informes de un criado y que, en un acto tan sencillo, puede demostrar perfectamente que tiene o que carece de tacto y de educación. Mi abuelo tenía tanto amor propio, que hubiese querido que todos los platos salieran bien, y era demasiado experto en cocina para no darse cuenta cuando salían mal. Estaba dispuesto a admitir que a veces ocurría, muy raras veces por cierto, pero sólo por efecto del azar. Las críticas siempre motivadas de mi abuela, que implicaban por el contrario que la cocinera no había sabido preparar un plato determinado, no podían dejar de parecerle particularmente intolerables a mi abuelo. Con frecuencia, para evitar discusiones con él, mi abuela, después de probar la comida con la punta de los labios, no daba su opinión, lo cual, por otra parte, nos daba a entender enseguida que era desfavorable. No decía nada, pero leíamos en sus dulces ojos una desaprobación inquebrantable y reflexiva que tenía la virtud de enfurecer a mi abuelo. Éste le rogaba irónicamente que diera su opinión, se impacientaba por su silencio, la acribillaba a preguntas, se enfadaba, pero sentíamos que ella habría preferido el martirio antes que confesar la creencia de mi abuelo: que el postre no estaba suficientemente dulce.

Después de comer, reanudaba enseguida la lectura; sobre todo si hacía calor, cada uno subía a su habitación, lo cual me permitía, por la pequeña escalera de peldaños muy juntos, retirarme inmediatamente a la mía, en el único piso tan bajo que habría bastado un pequeño salto desde la ventana para salir a la calle. Yo me dirigía a cerrar la mía sin haber podido esquivar el saludo del armero de enfrente, que con el pretexto de bajar los toldos venía todos los días después de comer a fumarse la pipa delante de su puerta y a saludar a los transeúntes, que a veces se paraban a charlar. Las teorías de William Morris, que han sido constantemente aplicadas por Maple y los decoradores ingleses, decretan que para que una habitación sea hermosa sólo puede contener cosas que nos sean útiles, y que todo lo útil, aunque sea un simple clavo, no debe estar disimulado, sino bien a la vista. Encima de la cama con armazón de cobre y enteramente descubierta, en las paredes desnudas de esos dormitorios higiénicos, algunas reproducciones de obras maestras. A juzgar por los principios de esa estética, mi habitación no era nada hermosa, pues estaba llena de cosas que no servían para nada y que disimulaban púdicamente, hasta hacer que su uso fuera dificilísimo, aquellas que sí servían para algo. Pero justamente de esos objetos que no estaban allí para mi comodidad, sino que parecían haber llegado por su capricho, sacaba mi habitación para mí su belleza. Aquellas altas cortinas blancas que hurtaban a las miradas la cama colocada como al fondo de un santuario; el revoltijo formado por los cubrepiés de muselina, los edredones floreados, los cubrecamas bordados, las fundas de almohadas de batista, bajo el cual desaparecía la cama durante el día, como un altar en el mes de María bajo los festones y las flores, y que, al atardecer, para poder acostarme, depositaba con cuidado en un sillón donde consentían en pasar la noche; junto a la cama, la trinidad formada por el vaso de dibujos azules, el azucarero a juego y la jarra (siempre vacía desde el día siguiente de mi llegada por orden de mi tía, que temía que la «derramase»), una especie de instrumentos de culto —casi tan sagrados como el precioso licor de flor de azahar colocado a su lado en un frasco de cristal— que yo jamás habría creído que me estuviese más permitido profanar ni que me fuese siquiera más posible utilizar para mi uso personal que si hubiesen sido ciborios consagrados, pero que contemplaba largo rato antes de desnudarme, temeroso de tirarlos haciendo algún gesto desmañado; aquellas pequeñas estolas caladas de ganchillo que esparcían sobre el respaldo de los sillones un manto de rosas blancas no carentes seguramente de espinas ya que, cada vez que había terminado de leer y quería levantarme, me daba cuenta de que me había quedado enganchado; aquella campana de cristal bajo la cual, aislado de los contactos vulgares, el reloj charlaba en la intimidad con unas caracolas llegadas de lejos y con una vieja flor sentimental, pero que cuando la levantabas pesaba tanto que, al pararse el reloj, nadie, excepto el relojero, habría sido lo bastante imprudente como para atreverse a darle cuerda; aquel mantel blanco de guipur que, echado como un revestimiento de altar sobre la cómoda adornada con dos jarrones, una imagen del Salvador y un boj bendito, la hacía parecerse a la Santa Mesa (cuya idea contribuía a evocar un reclinatorio, que ponían allí todos los días cuando habían terminado de «hacer el cuarto»), pero cuyas deshiladuras enredadas siempre en la ranura de los cajones los atascaban de tal forma que nunca podía sacar un pañuelo sin hacer caer a la vez la imagen del Salvador, los vasos sagrados, el boj bendito, y sin tropezar yo mismo agarrándome al reclinatorio; aquella triple superposición por último de pequeñas cortinas de etamina, de grandes cortinas de muselina y de cortinas aún mayores de bombasí, siempre sonrientes en su blancura de majuelo expuesto al sol, pero en el fondo irritantes en su torpeza y su empeño en enrollarse a las barras de madera paralelas y en quedar atrapadas unas en otras y todas en la ventana en cuanto yo quería abrirla o cerrarla, estando siempre una segunda dispuesta, si conseguía desprender la primera, a ocupar inmediatamente su lugar en las junturas tan perfectamente tapadas por ellas como lo habrían estado por un arbusto de espino blanco de verdad o por nidos de golondrinas que hubiesen tenido el capricho de instalarse allí, de tal manera que la operación, en apariencia tan sencilla, de abrir o cerrar la ventana, nunca lograba llevarla a cabo sin la ayuda de alguien de la casa; todas aquellas cosas que no sólo no podían responder a ninguna de mis necesidades, sino que incluso entorpecían, ligeramente a decir verdad, su satisfacción, que evidentemente no habían sido puestas allí para serle útiles a nadie, poblaban mi habitación de pensamientos en cierto modo personales, con ese aire de predilección por haber escogido vivir allí y encontrarse a gusto que a menudo tienen en un claro del bosque los árboles y al borde de los caminos o en los viejos muros las flores. La llenaban de una vida silenciosa y diversa, de un misterio dentro del cual mi persona se hallaba a la vez perdida y fascinada; hacían de aquella habitación una especie de capilla donde el sol —cuando atravesaba los pequeños cristales rojos que mi tío había intercalado en lo alto de las ventanas— daba en las paredes, después de haber teñido de rosa el espino albar de las cortinas, unos resplandores tan extraños como si la pequeña capilla hubiese estado encerrada en una nave más grande con vitrales; y donde el ruido de las campanas llegaba con tanto estrépito a causa de la proximidad entre nuestra casa y la iglesia, con la cual además en las grandes fiestas las estaciones sacramentales nos unían con un camino de flores, que podía imaginarme que sonaban en nuestro tejado, justo encima de la ventana desde donde yo muchas veces saludaba al cura con su breviario, a mi tía que volvía de vísperas o al monaguillo que nos traía el pan bendito. En cuanto a la fotografía por Brown de la Primavera de Botticelli o al vaciado de la Mujer desconocida del museo de Lille, que en las paredes y sobre la chimenea de las habitaciones de Maple son la parte concedida por William Morris a la belleza inútil, debo confesar que en mi cuarto estaban sustituidas por una especie de grabado que representaba al príncipe Eugenio, terrible y guapo con su dolmán, y que una noche me sorprendió mucho verlo, en medio de un gran estruendo de locomotoras y granizo, tan terrible y guapo como siempre, en la puerta de una cantina de estación anunciando una especialidad de galletas. Hoy sospecho que mi abuelo lo recibió como obsequio de la munificencia de algún fabricante antes de instalarlo para siempre en mi habitación. Pero entonces no me planteaba su origen, que me parecía histórico y misterioso, y no me imaginaba que pudiera haber varios ejemplares de lo que yo consideraba como una persona, como un habitante permanente del dormitorio que compartía con él y en el cual volvía a encontrarlo cada año, siempre idéntico a sí mismo. Ahora hace mucho que no lo he visto, y supongo que no lo volveré a ver más. Pero si me cupiera esa suerte, creo que tendría muchas más cosas que decirme que la Primavera de Botticelli. Dejo a las personas de buen gusto adornar su casa con la reproducción de obras maestras que admiran y descargar su memoria del cuidado de conservar de ellas una imagen preciosa confiándola a un marco de madera tallada. Dejo que las personas de buen gusto hagan de su habitación la imagen misma de su buen gusto llenándola únicamente de cosas que éste pueda aprobar. En cuanto a mí, sólo siento que estoy vivo y que pienso en una habitación donde todo es producto de la creación y el lenguaje de unas vidas profundamente distintas de la mía, de un gusto opuesto al mío, donde no me reencuentro con nada que tenga que ver con mi pensamiento consciente, donde mi imaginación se exalta sintiéndose inmersa dentro del no-yo; sólo me siento feliz poniendo el pie —en la avenida de la Estación, en el puerto o en la plaza de la Iglesia— en uno de esos hoteles de provincia de largos pasillos fríos donde el viento de fuera lucha con éxito contra los esfuerzos del calorífero, donde el mapa detallado del distrito todavía es el único ornamento de las paredes, donde cada ruido sólo sirve para destacar el silencio desplazándolo, donde las habitaciones conservan un perfume a cerrado que el aire lava, pero no borra, y que la nariz aspira cien veces para llevarlo a la imaginación, que se siente fascinada y lo hace posar como un modelo para intentar recrearlo en ella con todo lo que contiene de pensamientos y recuerdos; donde por la noche, cuando uno abre la puerta de la habitación, tiene la sensación de violar toda la vida que allí ha quedado esparcida, de tomarla intrépidamente de la mano cuando, una vez cerrada la puerta, uno avanza hasta la mesa o hasta la ventana; de sentarse en una especie de libre promiscuidad con ella en el sofá realizado por el tapicero de la capital provincial imitando lo que él creía que era la moda de París; de tocar por doquier la desnudez de esa vida con el propósito de turbarse uno mismo con su propia familiaridad, dejando aquí y allá sus cosas, fingiendo ser el amo en esa habitación llena hasta los topes del alma de los demás y que conserva hasta en la forma de los morillos y el dibujo de las cortinas la impronta de sus sueños, caminando descalzo por su alfombra desconocida; entonces, esa vida secreta, uno tiene la sensación de encerrarla consigo cuando, tembloroso, va a echar el cerrojo; de empujarla hasta la cama y acostarse por fin con ella entre las grandes sábanas blancas que le cubren a uno la cara, mientras, muy cerca, la iglesia va dando para toda la ciudad las horas de insomnio de los moribundos y los enamorados.

No llevaba mucho tiempo leyendo en mi habitación cuando había que ir al parque, a un kilómetro del pueblo. Pero después del juego obligado, yo abreviaba el final de la merienda traída en cestas y distribuida a los niños a orillas del río, sobre la hierba donde el libro había sido depositado con la prohibición de cogerlo todavía. Un poco más lejos, en ciertos parajes bastante agrestes y bastante misteriosos del parque, el río dejaba de ser un agua rectilínea y artificial, cubierta de cisnes y bordeada de alamedas donde sonreían estatuas y donde, por momentos, brincaban las carpas; se precipitaba, cruzaba velocísimo las lindes del parque, se convertía en un río en el sentido geográfico del término —un río que debía tener un nombre— y no tardaba en desparramarse (¿el mismo realmente que entre las estatuas y bajo los cisnes?) entre prados donde dormían bueyes y donde anegaba los botones de oro, especies de praderas que él convertía en pantanosas y que, unidas por un lado al pueblo por unas torres informes, restos decían de la Edad Media, se juntaban por el otro, a través de caminos empinados llenos de escaramujos y espinos blancos, con la «naturaleza», que se extendía hasta el infinito, y con pueblos que tenían otros nombres, lo desconocido. Yo dejaba que los demás terminasen de merendar en la parte baja del parque, junto a los cisnes, y subía corriendo por el laberinto hasta una enramada donde me sentaba, inaccesible, apoyada la espalda en los avellanos podados, viendo el plantío de espárragos, los fresales, la alberca de la que, algunos días, los caballos hacían subir el agua dando vueltas, la puerta blanca que era el «final del parque» por la parte de arriba, y más allá, los campos de acianos y amapolas. En aquella enramada, el silencio era profundo, el riesgo de ser descubierto casi nulo, la seguridad más dulce a causa de los gritos lejanos que, desde abajo, me llamaban en vano, y a veces incluso se acercaban, subían los primeros ribazos, buscando por todas partes, y luego se iban, sin haberme encontrado; entonces cesaban los ruidos; sólo de vez en cuando el sonido áureo de las campanas que a lo lejos, más allá de la llanura, parecían repicar detrás del cielo azul habría podido avisarme del tiempo que iba pasando; pero, sorprendido por su dulzura y turbado por el silencio más profundo que sucedía a las últimas campanadas, no estaba nunca seguro del número de toques. No eran las campanas atronadoras que oíamos al volver al pueblo —cuando nos acercábamos a la iglesia que, de cerca, volvía a recobrar su tamaño destacado y solemne, irguiendo sobre el azul de la tarde su capucha de pizarra donde se posaban los cuervos—, rompiendo el sonido en mil pedazos en la plaza «por los bienes de la tierra». A las lindes del parque sólo llegaban débiles y suaves, y no dirigiéndose a mí, sino a toda la campiña, a todos los pueblos, a los campesinos aislados en su campo, no me obligaban a levantar la cabeza, pasaban cerca de mí, llevando la hora a los países lejanos, sin verme, sin conocerme y sin molestarme.

Y a veces en casa, en la cama, mucho después de cenar, las últimas horas de la tarde también albergaban mi lectura, pero eso sólo los días en que había llegado a los últimos capítulos de un libro, donde ya no quedaba mucho que leer para llegar al final. Entonces, arriesgándome a ser castigado si me descubrían y al insomnio que, una vez terminado el libro, se prolongaría tal vez durante toda la noche, en cuanto mis padres se habían acostado volvía a encender la vela; mientras allí mismo en la calle, entre la casa del armero y correos, bañadas por el silencio, había muchas estrellas en el cielo oscuro y sin embargo azul, y a la izquierda, en el callejón elevado donde empezaba, al girar, el ascenso más empinado, se sentía velar, monstruoso y negro, el ábside de la iglesia cuyas esculturas no dormían por la noche, la iglesia pueblerina y sin embargo histórica, estancia mágica de Dios Nuestro Señor, del pan bendito, de los santos multicolores y de las damas de los castillos de los alrededores que, los días de fiesta, cuando cruzaban el mercado haciendo piar a las gallinas y mirar a las comadres, venían a misa «en sus carruajes», no sin comprar de regreso, en la pastelería de la plaza, justo después de abandonar la sombra del porche donde los fieles, tras empujar la puerta giratoria, dejaban atrás los rubís errantes de la nave, algunos de esos pasteles en forma de torres, protegidos del sol por una cortinilla, —manqués, saint-honorés y génoises—, cuyo olor simplón y azucarado ha quedado mezclado para mí con las campanas de la misa mayor y la alegría de los domingos.

Luego la última página estaba leída, el libro se había acabado. Había que detener la carrera desesperada de los ojos y de la voz, que seguía sin ruido, parándose solamente para tomar aliento, con un suspiro profundo. Entonces, para conseguir con otros movimientos calmar los tumultos desencadenados en mí desde hacía demasiado tiempo, me levantaba y me ponía a andar a lo largo de la cama, con los ojos todavía fijos en algún punto que en vano hubiéramos buscado dentro de la habitación o fuera de ella pues estaba situado a una distancia anímica, una de esas distancias que no se miden por metros o por leguas, como las demás, y que por otra parte es imposible confundir con ellas cuando se mira a los ojos «perdidos» de los que están pensando «en otra cosa». ¿Y entonces? ¿El libro no era más que eso? Aquellos seres a los que habíamos prestado más atención y ternura que a las personas de carne y hueso, no atreviéndonos nunca a confesar hasta qué punto los amábamos, e incluso cuando nuestros padres nos encontraban leyendo y parecían sonreír ante nuestra emoción, cerrando el libro, con una indiferencia afectada o un aburrimiento fingido; aquellas personas por las que habíamos temblado de emoción y sollozado, no las veríamos nunca más, no sabríamos nada más de ellas. Desde hacía algunas páginas, ya el autor, en el cruel «Epílogo», había tenido buen cuidado de «distanciarlas» con una indiferencia increíble en quien sabía del interés con el cual el lector las había seguido hasta entonces paso a paso. El empleo de cada hora de su vida nos había sido narrado. Luego de pronto: «Veinte años después de estos acontecimientos aún podía uno encontrarse en las calles de Fougères[21] con un anciano todavía erguido, etc.». Y la boda para entrever la posibilidad deliciosa de la cual se habían empleado dos tomos, asustándonos y luego alegrándonos a cada nuevo obstáculo levantado y después allanado, era una frase incidental de un personaje secundario la que nos informaba de que se había celebrado, no sabíamos exactamente cuándo, en ese asombroso epílogo escrito, al parecer, desde lo alto del cielo, por una persona indiferente a nuestras pasiones de un día que había suplantado al autor. Hubiésemos deseado tanto que el libro continuara y, de ser eso imposible, tener otras noticias de todos aquellos personajes, enterarnos de algo de su vida, emplear la nuestra en cosas que no fueran totalmente ajenas al amor que nos habían inspirado[22] y cuyo objeto de pronto echábamos en falta, no haber amado en vano, durante una hora, a unos seres que mañana no serían más que un nombre en una página olvidada, en un libro sin relación con la vida y acerca de cuyo valor nos habíamos engañado, ya que su destino en este mundo, ahora lo comprendíamos y nuestros padres nos lo enseñaban si acaso con una frase desdeñosa, no era en absoluto, como nosotros habíamos creído, contener el universo y el destino, sino ocupar un lugar muy estrecho en la biblioteca del notario, entre los fastos sin prestigio del Journal des Modes Illustré y La Géographie d’Eure-et-Loir.

[…] Antes de intentar mostrar en el umbral de los «Tesoros de los reyes» por qué en mi opinión la Lectura no debe desempeñar en la vida el papel preponderante que Ruskin le asigna en este opúsculo, debería dejar al margen las encantadoras lecturas de la infancia cuyo recuerdo debe ser para cada uno de nosotros una bendición. Sin duda he demostrado hasta la saciedad con la extensión y el carácter de cuanto precede lo que al principio dije de ellas: que lo que dejan sobre todo en nosotros es la imagen de los lugares y los días en que las realizamos. Yo no escapé a su sortilegio: al querer hablar de ellas, he hablado de algo totalmente distinto de los libros, porque no es de ellos de lo que las lecturas me han hablado. Pero quizá los recuerdos que uno tras otro me han restituido hayan despertado a su vez otros en el lector y lo hayan llevado poco a poco, demorándose por esos caminos floridos y apartados, a recrear en su mente el acto psicológico original llamado Lectura, con la suficiente fuerza como para poder seguir ahora en cierto modo dentro de él mismo las reflexiones que aún me quedan por presentar.

Sabido es que los «Tesoros de los reyes» es una conferencia sobre la lectura que Ruskin pronunció en el ayuntamiento de Rusholme, cerca de Manchester, el 6 de diciembre de 1864, para contribuir a la creación de una biblioteca en el instituto de Rusholme. El 14 de diciembre pronunció otra, «Jardines de las reinas», sobre el papel de la mujer, para ayudar a fundar unas escuelas en Ancoats. «Durante todo aquel año de 1864 —dice monsieur Collingwood en su admirable obra Life and Work of Ruskin— se quedó at home, y sólo salía para hacer frecuentes visitas a Carlyle. Y cuando en diciembre impartió en Manchester las clases que, bajo el nombre de Sésamo y lirios, se convirtieron en su obra más popular[23], se hace patente su mejor estado de salud física e intelectual en los colores más brillantes de su pensamiento. Podemos reconocer el eco de sus conversaciones con Carlyle en el ideal heroico, aristocrático y estoico que propone y en la insistencia con la cual vuelve una y otra vez sobre el valor de los libros y las bibliotecas públicas, siendo Carlyle el fundador de la London Library…».

Nosotros, que sólo pretendemos refutarla en sí misma, sin ocupamos de sus orígenes históricos, podemos resumir con bastante exactitud la tesis de Ruskin con estas palabras de Descartes: «La lectura de todos los buenos libros es como una conversación con las personas más discretas de los pasados siglos que fueron sus autores». Ruskin quizá no conoció este pensamiento por lo demás un poco descarnado del filósofo francés, pero es el que en realidad hallamos en toda su conferencia, aunque envuelto en un dorado apolíneo en el que se difuminan las brumas inglesas, igual que aquel cuya gloria ilumina los paisajes de su pintor favorito. «Suponiendo —dice— que tengamos tanto la voluntad como la inteligencia de escoger bien a nuestros amigos, cuán pocos de nosotros pueden hacerlo, qué limitada es la esfera de nuestras opciones. No podemos conocer a quien desearíamos […]. Podemos con suerte entrever a un gran poeta y oír el sonido de su voz, o hacer una pregunta a un hombre de ciencia, que nos responderá amablemente. Podemos usurpar diez minutos de conversación en el gabinete de un ministro, tener una vez en la vida el privilegio de detener la mirada de una reina. Y sin embargo esas casualidades fugaces las codiciamos, empleamos nuestros años, nuestras pasiones y nuestras facultades en perseguir algo menos que eso, y mientras tanto hay una sociedad que está continuamente abierta para nosotros, unas gentes que nos hablarían tanto rato como quisiéramos, sin importarles nuestro rango. Y esta sociedad, como es tan numerosa y tan amable, y como podemos tenerla esperando todo un día —los reyes y los hombres de Estado esperan pacientemente no para conceder una audiencia, sino para obtenerla— jamás vamos a buscarla en esas antesalas amuebladas con sencillez que son los estantes de nuestras bibliotecas, jamás escuchamos una palabra de lo que tendrían que decirnos»[24]. «Me diréis tal vez —añade Ruskin— que si os gusta más hablar con vivos es porque les veis la cara», etc., y refutando esta primera objeción, y luego una segunda, demuestra que la lectura es exactamente una conversación con hombres mucho más sabios y más interesantes que los que podemos tener ocasión de conocer a nuestro alrededor. He intentado mostrar en las notas con las que acompaño este volumen que la lectura no se puede asimilar de esta forma a una conversación, aunque sea con el más sabio de los hombres; que la diferencia esencial entre un libro y un amigo no es su grado de sabiduría, sino la forma como uno se comunica con ellos, pues la lectura, al contrario que la conversación, consiste para cada uno de nosotros en recibir la comunicación de otro pensamiento, pero sin dejar de estar solo, es decir, gozando siempre de la capacidad intelectual que tenemos en la soledad y que la conversación disipa inmediatamente, pudiendo siempre estar inspirados, sin abandonar ni un momento el trabajo fecundo de la mente sobre sí misma. De haber sacado Ruskin las consecuencias de otras verdades que enuncia unas páginas más adelante, probablemente habría llegado a una conclusión análoga a la mía. Pero evidentemente no ha tratado de ir al corazón mismo de la idea de lectura. Tan sólo ha querido, para enseñamos el precio de la lectura, contarnos una especie de hermoso mito platónico, con esa simplicidad de los griegos que nos han mostrado casi todas las ideas verdaderas y han dejado a los escrúpulos modernos la tarea de profundizar en ellas. Pero aunque creo que la lectura, en su esencia original, en ese milagro fecundo de una comunicación dentro de la soledad, es algo más, algo distinto de lo que dice Ruskin, no creo sin embargo que haya que reconocerle en nuestra vida espiritual el papel preponderante que él parece asignarle.

Los límites de su papel derivan de la naturaleza de sus virtudes. Y estas virtudes, una vez más recurriré a las lecturas de la infancia para preguntarles en qué consisten. Aquel libro, que hace un momento me habéis visto leer junto al fuego en el comedor, en mi habitación, acurrucado en un sillón con un macasar de ganchillo para apoyar la cabeza, y durante las luminosas horas de la tarde bajo los avellanos y los espinos blancos del parque, donde todos los hálitos de los campos infinitos venían de tan lejos a jugar silenciosamente a mi lado, ofreciendo sin decir palabra a mi nariz distraída el olor de los tréboles y los pipirigallos sobre los cuales mis ojos fatigados a veces se posaban; aquel libro, como vuestros ojos al inclinaros sobre él no podrían descifrar su título a veinte años de distancia, mi memoria, cuya visión es más apropiada para este tipo de percepciones, os dirá cuál era: El capitán Fracasse de Théophile Gautier. Me gustaban sobre todo dos o tres frases que me parecían las más originales y las más hermosas de toda la obra. No podía imaginar que ningún otro autor hubiera escrito jamás otras comparables. Pero tenía la sensación de que su belleza correspondía a una realidad de la cual Théophile Gautier sólo nos dejaba atisbar, una o dos veces en cada volumen, un rinconcito. Y como pensaba que él sin duda la conocía entera, hubiera querido leer otros libros suyos donde todas las frases fueran tan hermosas como aquéllas y tuviesen por objeto las cosas sobre las cuales me habría gustado conocer su opinión. «La risa no es cruel por naturaleza; distingue al hombre de la bestia, y es, como aparece en la Odisea de Homero, poeta greciano, lo propio de los dioses inmortales y bienaventurados, que ríen olímpicamente a sus anchas durante los ocios de la eternidad»[25]. Esta frase me producía una auténtica embriaguez. Creía atisbar una antigüedad maravillosa a través de la Edad Media que sólo Gautier podía revelarme. Pero me habría gustado que, en vez de decir aquello furtivamente, después de la aburrida descripción de un castillo cuyo número excesivo de términos que yo desconocía me impedía imaginarme lo más mínimo, escribiera a lo largo de toda la obra frases de este tipo y me hablase de cosas que una vez terminado el libro pudiese continuar conociendo y amando. Habría querido que me dijese, él, el único sabio poseedor de la verdad, lo que debía pensar exactamente de Shakespeare, de Saintine, de Sófocles, de Eurípides, de Silvio Pellico, que había leído durante un mes de marzo muy frío, pateando al caminar, corriendo por los caminos, cada vez que acababa de cerrar el libro, con la exaltación de la lectura recién terminada, de las fuerzas acumuladas en la inmovilidad y del viento salubre que soplaba en las calles del pueblo. Habría querido sobre todo que me dijese si tenía más oportunidad de llegar a la verdad repitiendo o no el primer curso y haciéndome más tarde diplomático o abogado del Tribunal de Casación. Pero en cuanto había terminado la hermosa frase se ponía a describir una mesa cubierta «de tal capa de polvo que un dedo habría podido escribir encima», algo demasiado insignificante a mis ojos como para poder siquiera retener mi atención; y tan sólo me quedaba preguntarme qué otros libros había escrito Gautier que satisficieran mejor mi aspiración y me hicieran conocer por fin todo su pensamiento.

Y ésta es, en efecto, una de las grandes y maravillosas características de los libros bellos (y que nos hará comprender el papel a la vez esencial y limitado que la lectura puede tener en nuestra vida espiritual), que para el autor podrían llamarse «Conclusiones» y para el lector «Incitaciones». Nos damos perfecta cuenta de que nuestra sabiduría empieza donde la del autor termina, y querríamos que nos diera respuestas, cuando lo único que puede hacer es darnos deseos. Y esos deseos sólo puede despertarlos en nosotros haciéndonos contemplar la belleza suprema que el supremo esfuerzo de su arte le ha permitido alcanzar. Pero a causa de una ley singular y por otra parte providencial de la óptica de las mentes (una ley que tal vez signifique que no podemos recibir la verdad de nadie, y que debemos crearla nosotros mismos), lo que es el término de su sabiduría se nos aparece sólo como el comienzo de la nuestra, de manera que en el momento en que nos han dicho todo lo que podían decirnos es cuando hacen nacer en nosotros la sensación de que aún no nos han dicho nada. Por lo demás, si les hacemos preguntas que no pueden responder, también les pedimos respuestas que no nos aclararían nada. Porque es un efecto del amor que los poetas despiertan en nosotros el hacernos conceder una importancia literal a cosas que para ellos sólo son significativas de emociones personales. En cada cuadro que nos muestran, parecen darnos tan sólo una visión fugaz de un paraje maravilloso, diferente del resto del mundo, y en el corazón del cual desearíamos que nos hiciesen penetrar. «Conducidnos —quisiéramos poder decirles a monsieur Maeterlinck o a madame de Noailles— “al jardín de Zélande donde crecen las flores que ya no están de moda”, por el camino perfumado “de trébol y artemisa” y a todos los lugares de la tierra de los que no nos habéis hablado en vuestros libros, pero que consideráis tan bellos como éstos». Quisiéramos ir a ver ese campo que Millet (porque los pintores nos instruyen igual que los poetas) nos muestra en su Primavera, quisiéramos que monsieur Claude Monet nos llevara a Giverny, a orillas del Sena, a ese recodo del río que nos permite distinguir apenas a través de la niebla matinal. Pero en realidad son simples casualidades de amistad o de parentesco las que, proporcionándoles la ocasión de pasear o residir cerca de ellos, han hecho que madame de Noailles, Maeterlinck, Millet y Claude Monet escogieran para pintarlos ese camino, ese jardín, ese campo, ese recodo del río, y no otros. Lo que nos los hace ver como distintos y más hermosos que el resto del mundo es que llevan como un reflejo intangible la impresión que han producido en el genio, y que veríamos vagar igual de singular y despótica sobre la superficie indiferente y sumisa de todos los paisajes que hubiesen pintado. Esta apariencia con la cual nos seducen y nos decepcionan, y más allá de la cual quisiéramos ir, es la esencia misma de ese algo en cierto modo sin cuerpo —ese espejismo fijado en una tela— que es una visión. Y esta niebla que nuestros ojos ávidos quisieran traspasar es el no va más del arte del pintor. El supremo esfuerzo del escritor, como del artista, sólo alcanza a levantar parcialmente para nosotros el velo de fealdad e insignificancia que nos deja sin curiosidad ante el universo. Entonces, él nos dice: «Mira, mira…

Parfumés de trèfle et d’armoise,

serrant leurs vifs ruisseaux étroits,

les pays de l’Aisne et de l’Oise.

[Perfumados de trébol y artemisa,

abrazando sus riachuelos de aguas vivas,

los parajes del Aisne y del Oise],

»Mira la casa de Zélande, rosa y brillante como una caracola. ¡Mira! ¡Aprende a ver!». Y en ese momento desaparece. Éste es el precio de la lectura y ésta es también su insuficiencia. Convertirla en una disciplina es dar un papel demasiado grande a lo que no es más que una incitación. La lectura está en el umbral de la vida espiritual; puede introducirnos en ella, pero no la constituye.

Pero hay ciertos casos, ciertos casos patológicos por así decir, de depresión espiritual, en los que la lectura puede ser una especie de disciplina curativa y encargarse, mediante incitaciones repetidas, de reintroducir perpetuamente una mente perezosa en la vida del espíritu. Los libros desempeñan entonces para esa mente un papel análogo al de los psicoterapeutas con ciertos neurasténicos.

Es sabido que, en determinadas afecciones del sistema nervioso, el enfermo, sin que ninguno de sus órganos esté propiamente alterado, se ve embarrancado en una especie falta de voluntad, como en un atolladero del que no puede salir solo y donde acabará pereciendo si alguien no le tiende una mano poderosa y caritativa. Su cerebro, sus piernas, sus pulmones, su estómago, están intactos. No tiene ninguna incapacidad real para trabajar, caminar, exponerse al frío, comer. Pero esas distintas acciones, que sería muy capaz de realizar, es incapaz de desearlas. Y un decaimiento orgánico que terminaría siendo el equivalente de las enfermedades que no padece sería la consecuencia irremediable de la inercia de su voluntad, si el estímulo que no puede hallar en sí mismo no le viniera de fuera, de un médico que decida en su lugar hasta el día en que se hayan rehabilitado poco a poco sus facultades orgánicas. Ahora bien, existen ciertas mentes que podríamos comparar con esos enfermos y a las que una especie de pereza[26] o frivolidad impide bajar espontáneamente a las regiones profundas de uno mismo, donde empieza la verdadera vida del espíritu. No es que una vez que las han conducido hasta ellas no sean capaces de descubrir y explotar verdaderas riquezas, pero, sin esa intervención ajena, viven en la superficie perpetuamente olvidadas de sí mismas, en una especie de pasividad que las convierte en juguete de todos los placeres, las reduce a la estatura de quienes las rodean y las agitan, e, igual que aquel gentilhombre que, habiendo compartido desde la infancia la vida de los salteadores de caminos, ya no recordaba su nombre de tanto tiempo como llevaba sin usarlo, acabarían aboliendo en ellas todo sentimiento y todo recuerdo de su nobleza espiritual, si un impulso externo no las reintrodujera en cierto modo por la fuerza en la vida del espíritu, donde recuperan súbitamente la capacidad de pensar por sí mismas y de crear. Pero ese estímulo que la mente perezosa no puede hallar en sí misma y que debe venirle de fuera, está claro que debe recibirlo en el seno de la soledad, fuera de la cual, como hemos visto, no puede producirse esa actividad creadora que se trata justamente de resucitar. De la pura soledad la mente perezosa no podría sacar nada, puesto que es incapaz de poner ella misma en marcha su actividad creativa. Pero la conversación más elevada y los consejos más apremiantes tampoco le servirían de nada, puesto que esa actividad original no pueden producirla ellos directamente. Lo que hace falta, pues, es una intervención que, aun viniendo de otro, se produzca en el fondo de nosotros mismos, un estímulo de otra mente, sí, pero recibido en la soledad. Y ya hemos visto que ésa era precisamente la definición de la lectura, y que sólo a la lectura le correspondía. La única disciplina que puede ejercer una influencia favorable sobre esas mentes es por lo tanto la lectura: como queríamos demostrar, que dirían los matemáticos. Pero, también aquí, la lectura sólo actúa como una incitación y no puede en modo alguno sustituir nuestra actividad personal; se conforma con devolvernos el uso de ella, igual que en las afecciones nerviosas a las que aludíamos hace un momento el psicoterapeuta no hace sino restituir al enfermo la voluntad de usar su estómago, sus piernas o su cerebro, que están intactos. Ya sea porque todas las mentes participan más o menos de esa pereza, de ese estancamiento en los niveles bajos; ya sea porque, aun sin necesitarla, la exaltación originada por ciertas lecturas tiene una influencia propicia sobre el trabajo personal, lo cierto es que sabemos de más de un escritor que tenga por costumbre leer una hermosa página antes de ponerse a trabajar. Emerson raras veces se ponía a escribir sin releer unas páginas de Platón. Y Dante no es el único poeta al que Virgilio ha conducido hasta el umbral del paraíso.

Mientras la lectura sea para nosotros la incitadora cuyas llaves mágicas nos abren en el fondo de nosotros mismos la puerta de las estancias en las que no hubiéramos sabido penetrar, su papel en nuestra vida es salutífero. Se vuelve peligroso al contrario cuando, en vez de despertarnos a la vida personal del espíritu, la lectura tiende a sustituirla, cuando la verdad ya no se nos aparece como un ideal que solamente podemos realizar a través del progreso íntimo de nuestro pensamiento y el esfuerzo de nuestro corazón, sino como algo material, depositado entre las páginas de los libros como una miel elaborada por los otros y que no tenemos más que molestarnos en alcanzar en los estantes de las bibliotecas y degustar luego pasivamente en un reposo perfecto del cuerpo y de la mente. A veces incluso, en ciertos casos un poco excepcionales, y por otra parte, como veremos, menos peligrosos, la verdad, concebida aún como algo exterior, es lejana, está oculta en un lugar de difícil acceso. Es entonces cuando algún documento secreto, alguna correspondencia inédita o unas memorias pueden arrojar sobre ciertos caracteres una luz inesperada y de la que es difícil tener noticia. Qué felicidad, qué descanso para una mente fatigada de buscar la verdad en su interior descubrir que se encuentra fuera de ella, en las páginas de un infolio celosamente conservado en un convento en Holanda, y que si, para llegar hasta ella, hay que hacer un esfuerzo, ese esfuerzo será totalmente material y no será para el pensamiento más que una distracción encantadora. Sin duda habrá que hacer un largo viaje, atravesar en barcaza las llanuras azotadas por el viento, mientras en la orilla los cañaverales se inclinan y se levantan alternativamente en una ondulación sin fin; habrá que detenerse en Dordrecht, que refleja su iglesia cubierta de hiedra en la ajaraca de los canales dormidos y en el Mosa tembloroso y dorado, donde los barcos al deslizarse por la noche desordenan los reflejos simétricos de los tejados rojos y del cielo azul; y por último, al llegar al final del viaje, aún no estaremos seguros de poder acceder a la verdad. Para ello habrá que valerse de poderosas influencias, entablar amistad con el venerable arzobispo de Utrecht, de hermoso rostro cuadrado de viejo jansenista, y con el piadoso guardián de los archivos de Amersfoort. La conquista de la verdad es concebida en estos casos como el éxito de una especie de misión diplomática en la que no han faltado ni las dificultades del viaje, ni los azares de la negociación. Pero ¿qué importa? Todos los miembros de la pequeña iglesia vieja de Utrecht, de cuya buena voluntad depende que entremos en posesión de la verdad, son personas encantadoras cuyos rostros del siglo XVII representan un cambio respecto a las caras a las que estamos acostumbrados y será agradable conservar la relación con ellos, al menos por correspondencia. La estima de la cual seguirán dándonos muestras de vez en cuando nos elevará ante nuestros propios ojos y conservaremos sus cartas como un certificado y una curiosidad. Y algún día les dedicaremos uno de nuestros libros, que es lo menos que uno puede hacer para alguien que le ha regalado… la verdad. Y en cuanto a las investigaciones y a los breves trabajos que tendremos que realizar en la biblioteca del convento y que serán los preliminares indispensables al acto de entrar en posesión de la verdad —de la verdad que, para ser prudentes y para no correr el riesgo de que se nos escape, anotaremos— no estaría bien quejarnos del esfuerzo que podrían exigirnos: son tan exquisitos la calma y el frescor del viejo convento, donde las monjas todavía llevan la toca puntiaguda de alas blancas que tienen en el Roger Van der Weyden del locutorio; y, mientras trabajamos, los carillones del siglo XVII adormecen tiernamente el agua candorosa del canal, que queda deslumbrada por cualquier tenue rayo de sol entre la doble fila de árboles desnudos desde el final del verano, que rozan los espejos colgados en las casas de aguilones de ambas orillas[27].

Este concepto de una verdad sorda a las llamadas de la reflexión y dócil al juego de las influencias, de una verdad que se obtiene mediante cartas de recomendación, que pone en nuestras manos aquel que la detentaba materialmente sin quizá conocerla siquiera, de una verdad que se puede copiar en un cuaderno, este concepto de la verdad está lejos sin embargo de ser el más peligroso de todos. Pues muy a menudo para el historiador, incluso para el erudito, esa verdad que van a buscar lejos en un libro no es tanto, propiamente hablando, la verdad en sí misma como su indicio o su prueba, pudiendo ser por consiguiente sustituida por otra verdad que la primera anuncia o ratifica y que es al menos, ella sí, una creación individual de su mente. No le ocurre lo mismo al hombre instruido. Él lee por leer, para recordar lo que ha leído. Para él, el libro no es el ángel que levanta el vuelo en cuanto ha abierto las puertas del jardín celestial, sino un ídolo inmóvil al que adora por sí mismo, y que, en vez de recibir una dignidad verdadera de los pensamientos que despierta, comunica una dignidad ficticia a cuanto le rodea. El hombre instruido menciona sonriendo tal o cual nombre que se encuentra en Villehardouin o en Boccaccio[28], o tal otro citado por Virgilio. Su espíritu sin actividad original no sabe aislar en los libros la sustancia que podría hacerle más fuerte; carga con su forma intacta, que, en lugar de ser para él un elemento asimilable y un principio de vida, no es sino un cuerpo extraño y un principio de muerte. Huelga decir que si califico de malsanos ese gusto y esa especie de respeto fetichista por los libros es en relación a lo que serían las costumbres ideales de una mente perfecta que no existe, como hacen los fisiólogos que describen un funcionamiento normal de los órganos que es imposible encontrar en ningún organismo vivo. En la realidad, por el contrario, donde no hay ni mentes perfectas ni cuerpos enteramente sanos, aquellas mentes que llamamos privilegiadas padecen como las demás de esa «enfermedad literaria». Más que las otras, seguramente. Parece que la afición a los libros crece con la inteligencia, un poco por debajo de ella, pero en el mismo tallo; como toda pasión va acompañada de una predilección por lo que rodea a su objeto, tiene relación con él o en su ausencia se lo recuerda. De ahí que los grandes escritores, cuando no están en comunicación directa con el pensamiento, disfruten con la compañía de los libros. ¿Acaso no han sido escritos pensando sobre todo en ellos, acaso no les descubren mil bellezas que al vulgo permanecen ocultas? A decir verdad, el hecho de que haya espíritus superiores que puedan calificarse de librescos no prueba en absoluto que serlo no sea un defecto. Del hecho de que muchos hombres mediocres sean trabajadores y que muchos inteligentes sean perezosos no podemos deducir que el trabajo no sea para el espíritu una disciplina mejor que la pereza. A pesar de ello, descubrir en un gran hombre uno de nuestros defectos nos inclina siempre a preguntarnos si en el fondo no será una cualidad desconocida, y nos da gusto enterarnos de que Hugo se sabía de memoria a Quinto Curcio, a Tácito y a Justino, y que, si discutían delante de él la legitimidad de un término[29], era capaz de establecer su filiación, remontándose a su origen, mediante citas que revelaban una auténtica erudición. (He demostrado en otro lugar que en él esa erudición había alimentado al genio en vez de sofocarlo, igual que un haz de leña apaga un fuego pequeño y aviva uno grande). Maeterlinck, que para nosotros es lo contrario del hombre instruido y cuya mente está siempre abierta a las mil emociones anónimas que pueden comunicarle la colmena, el macizo de flores o el pastizal, nos tranquiliza mucho acerca de los peligros de la erudición, y casi de la bibliofilia, cuando nos describe como un buen aficionado los grabados que adornan una vieja edición de Jacob Cats o del abate Sanderus. Estos peligros, por otra parte, cuando existen, amenazan mucho menos la inteligencia que la sensibilidad; la capacidad de lectura provechosa, por decirlo así, es mucho mayor entre los pensadores que entre los escritores de imaginación. Schopenhauer, por ejemplo, nos ofrece la imagen de una mente cuya vitalidad lleva sin esfuerzo el peso de una cantidad de lectura enorme, reduciendo inmediatamente cada conocimiento nuevo a la parte de realidad, a la porción viva que contiene.

Schopenhauer nunca formula una opinión sin apoyarla enseguida en varias citas, pero se nota que los textos citados no son para él más que ejemplos, alusiones inconscientes y anticipadas en las que le gusta encontrar algunos rasgos de su propio pensamiento, pero que no son los que lo han inspirado. Recuerdo una página de El mundo como representación y como voluntad en la que hay algo así como veinte citas seguidas. Se trata del pesimismo (naturalmente abrevio las citas): «Voltaire, en Cándido, libra la guerra al optimismo de una forma divertida. Byron la libró, a su manera trágica, en Caín. Heródoto cuenta que los tracios saludaban al recién nacido con llantos y se alegraban de las muertes. Es lo que expresan los hermosos versos que nos refiere Plutarco: Lugere genitum, tanta qui intravit mala, etc. A ello hay que atribuir la costumbre de los mexicanos de desear, etc., y Swift obedecía al mismo sentimiento cuando desde joven tenía la costumbre (según su biografía por Walter Scott) de celebrar el día de su nacimiento como un día de luto. Todo el mundo conoce este pasaje de La apología de Sócrates donde Platón dice que la muerte es un bien inestimable. Una máxima de Heráclito era del mismo tenor: Vitae nomen quidem est vita, opus autem mors. También son célebres los bellos versos de Teognis: Optima sors homini natum non esse, etc. Sófocles, en Edipo en Colona (1221), los abrevia así: Natum non esse sortes vincit alias omnes, etc. Eurípides dice: Omnis hominum vita est plena dolore (Hipólito, 189), y Homero ya había dicho: Non enim quiequam alicubi est calamitosius homine omnium, quotquot super terram spirant, etc. Por otra parte, también lo dijo Plinio: Nullum melius esse tempestiva morte. Shakespeare pone en boca del viejo rey Enrique IV estas palabras: O, if this were seen —The happiest Routh—, Would shut the book and sit him down and die. Finalmente Byron: This something better not to be. Baltasar Gracián nos describe la existencia con los colores más negros en el Criticón, etc.»[30]. Si no me hubiese dejado llevar tan lejos por Schopenhauer, me habría gustado completar esta pequeña demostración con los Aforismos sobre la sabiduría en la vida, que tal vez sea de todas las obras que conozco la que supone en un autor a la vez el mayor número de lecturas y la mayor originalidad, de manera que encabezando el libro, donde en cada página hay varias citas, Schopenhauer pudo escribir con toda la seriedad del mundo: «Compilar no es lo mío».

Sin duda, la amistad, la amistad referida a los individuos, es algo frívolo, y la lectura es una amistad. Pero por lo menos es una amistad sincera, y el hecho de que vaya dirigida a un muerto, a un ausente, le confiere algo desinteresado, casi conmovedor. Es además una amistad desprovista de todo lo que constituye la fealdad de las otras. Como nosotros todos, los vivos, no somos más que muertos que aún no han entrado en funciones, todas esas cortesías, todas esas reverencias en el vestíbulo que llamamos deferencia, gratitud, abnegación, y en las que mezclamos tantas mentiras, son estériles y fastidiosas. Además —desde las primeras relaciones de simpatía, de admiración y de gratitud—, las primeras palabras que pronunciamos, las primeras cartas que escribimos, tejen a nuestro alrededor los primeros entramados de unos hábitos y de una forma de ser de la cual no podremos desembarazarnos en las amistades ulteriores; sin contar que durante ese tiempo las palabras excesivas que hayamos pronunciado permanecen como letras de cambio que debemos pagar, o que pagaremos más caras aún durante toda la vida con el remordimiento de haberlas dejado protestar. En la lectura, la amistad a veces recupera su pureza original. Con los libros, no hay amabilidad. Estos amigos, si pasamos la velada con ellos, es porque realmente nos apetece. De ellos al menos nos separamos a menudo a nuestro pesar. Y cuando los hemos dejado, no hay ni sombra de esos pensamientos que suelen empañar la amistad: «¿Qué habrán pensado de nosotros? ¿Habremos sido poco delicados? ¿Les habremos gustado?»; ni miedo de que nos olviden y prefieran a otros. Todas esas agitaciones de la amistad se desvanecen en el umbral de esta amistad más pura y tranquila que es la lectura. Tampoco hay que mostrar deferencia; reímos de lo que dice Molière en la medida exacta en que nos parece gracioso; cuando nos aburre no tememos mostrar nuestro aburrimiento, y cuando nos cansamos de estar en su compañía lo devolvemos a su sitio sin miramientos, sin importarnos su genio ni su celebridad. La atmósfera de esta amistad pura es el silencio, más puro que la palabra. Porque hablamos para los demás, pero nos callamos cuando estamos solos. Por eso el silencio no lleva, como la palabra, la impronta de nuestros defectos, de nuestras muecas. Es puro, es realmente una atmósfera. Entre el pensamiento del autor y el nuestro no interpone esos elementos irreductibles, refractarios al pensamiento, de nuestros diferentes egoísmos. El lenguaje mismo del libro es puro (si el libro merece este nombre), el pensamiento del autor lo ha hecho transparente retirando todo lo que no era él mismo hasta convertirlo en su imagen fiel; cada frase, en el fondo, se parece a las demás, pues todas están dichas con la inflexión única de una personalidad; de ahí esa especie de continuidad, que las relaciones de la vida y aquellos elementos extraños que se mezclan con el pensamiento excluyen, permitiendo enseguida seguir la línea misma del pensamiento del autor, los rasgos de su fisonomía que se reflejan en ese espejo tranquilo. A veces nos encontramos a gusto en su compañía sin necesidad de que sean admirables, pues supone un gran placer para el espíritu contemplar esas pinturas profundas y profesarles una amistad sin egoísmos, sin frases hechas, desinteresada. Un Gautier, que no es más que un buen chico con un gusto exquisito (nos divierte pensar que hayamos podido considerarle como el representante de la perfección en el arte), nos gusta así. No nos exageramos su fuerza espiritual, y en su Viaje a España, donde cada frase, sin que él lo sospeche, acentúa y prolonga el rasgo gracioso y alegre de su personalidad (pues las palabras se ordenan ellas mismas para dibujarla, porque es ella la que las ha escogido y dispuesto en ese orden), no podemos dejar de considerar ajena al arte verdadero esa obligación que impone de no dejar pasar ni una sola forma sin describirla exhaustivamente y acompañarla de una comparación que, al no haber nacido de ninguna impresión agradable y fuerte, no nos seduce en absoluto. No podemos por menos que acusar la lamentable esterilidad de su imaginación cuando compara el campo y sus cultivos variados «con esos patrones de los sastres donde se pegan las muestras de pantalones y chalecos» y cuando dice que de París a Angulema no hay nada que admirar. Y sonreímos con condescendencia al pensar que ese gótico ferviente ni siquiera se ha tomado la molestia en Chartres de visitar la catedral[31].

¡Pero qué buen humor, qué buen gusto! ¡De qué buena gana acompañamos en sus aventuras a este compañero tan lleno de entusiasmo! Es tan simpático que hace simpático todo lo que le rodea. Y tras los pocos días que pasa con el comandante Lebarbier de Tinan, retenido por la tempestad a bordo de su hermoso bajel «resplandeciente como el oro», nos entristece que no nos diga ni una palabra más de ese simpático marino y nos lo haga abandonar para siempre sin saber qué ha sido de él[32]. Ya nos damos cuenta de que su jocosa verborrea y sus melancolías forman parte de sus hábitos un poco desaliñados de periodista. Pero le perdonamos todo eso, hacemos lo que él quiere, nos divertimos cuando vuelve calado hasta los huesos, muerto de hambre y de sueño, y nos entristecemos cuando recapitula con una tristeza de folletinista los nombres de sus compañeros de generación muertos prematuramente. Decíamos acerca de él que sus frases dibujaban su fisonomía, pero sin que él se diera cuenta; pues si las palabras son escogidas, no ya por nuestro pensamiento según las afinidades de su esencia, sino por nuestro deseo de retratarnos, él representa este deseo y no nos representa a nosotros. Fromentin y Musset, pese a sus grandes dotes, como han querido dejar su retrato a la posteridad, lo han pintado muy mediocre; pero nos interesan infinitamente por eso mismo, pues su fracaso es instructivo. De manera que cuando un libro no es el espejo de una individualidad poderosa, por lo menos es el espejo de unos defectos curiosos de la mente. Al leer un libro de Fromentin o un libro de Musset, vemos en el fondo del primero lo que tiene de corta y necia una determinada «distinción», y en el fondo del segundo, lo que tiene de vacía la elocuencia.

Si la afición por los libros crece con la inteligencia, sus peligros, como hemos visto, disminuyen con ella. Una mente original sabe subordinar la lectura a su actividad personal. Para ella la lectura ya sólo es la más noble de las distracciones, y sobre todo la más ennoblecedora, pues únicamente con la lectura y el saber adquiere «buenos modales» la inteligencia. La fuerza de nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia sólo la podemos desarrollar dentro de nosotros mismos, en las profundidades de nuestra vida espiritual. Pero en el contacto con la mente de otros que es la lectura es donde se educan los «modales» de la inteligencia. Los hombres instruidos siguen siendo, a pesar de todo, la aristocracia de la inteligencia, e ignorar un determinado libro, una determinada particularidad de la ciencia literaria, será siempre, incluso en un hombre con mucho talento, un signo de plebeyez intelectual. La distinción y la nobleza también consisten en el orden del pensamiento, en una especie de masonería de costumbres y en una herencia de tradiciones[33].

Muy pronto, en esta afición y esta diversión que es la lectura, la preferencia de los grandes escritores se decanta por las obras de los autores antiguos. Aquellos que a sus contemporáneos les parecieron los más «románticos» no leían sino a los clásicos. En la conversación de Victor Hugo, cuando habla de sus lecturas, los nombres que más se repiten son los de Molière, Horacio, Ovidio y Regnard. Alphonse Daudet, el menos libresco de los escritores, cuya obra totalmente moderna y llena de vida parece haber rechazado cualquier herencia clásica, leía, citaba y comentaba constantemente a Pascal, Montaigne, Diderot y Tácito[34]. Casi se podría decir, resucitando quizá con esta interpretación totalmente parcial por otra parte, la vieja distinción entre clásicos y románticos, que son los públicos (los públicos inteligentes, claro está) los que son románticos, mientras que los maestros (incluso los llamados románticos, los maestros preferidos de los públicos románticos) son clásicos. (Una observación que se podría extender a todas las artes. El público va a oír la música de monsieur Vincent d’Indy, y monsieur Vincent d’Indy estudia la de Monsigny[35]. El público va a las exposiciones de monsieur Vuillard y de monsieur Maurice Denis mientras éstos van al Louvre). Y ello es debido sin duda a que los escritores y los artistas originales, que son los que hacen accesible y deseable para el público el pensamiento contemporáneo, lo tienen en cierto modo tan incorporado que un pensamiento diferente los divierte más. Les exige más esfuerzo, y también les da más placer; cuando uno lee, siempre le gusta salir un poco de sí mismo, viajar.

Pero hay otra causa a la cual prefiero atribuir esta predilección que sienten las mentes más ilustres por las obras antiguas[36]. Y es que para nosotros no sólo tienen, como las obras contemporáneas, la belleza que supo poner en ellas la mente que las creó. Reciben otra más emocionante aún, y es que su materia misma, quiero decir la lengua en la que fueron escritas, es como un espejo de la vida. Un poco de la felicidad que sentimos al pasear por una ciudad como Beaune, que conserva intacto su hospital del siglo XV, con su pozo, su lavadero, su bóveda artesonada y pintada, su tejado de aguilones horadados por ojos de buey y rematados por estilizadas espigas de plomo repujado (todas esas cosas que una época al desaparecer ha dejado allí como olvidadas, todas esas cosas que eran propias suyas, puesto que ninguna de las épocas posteriores las ha visto nacer iguales), todavía sentimos algo de esa felicidad al pasear por una tragedia de Racine o un tomo de Saint-Simon. Porque contienen todas las bellas formas de lenguaje abolidas que guardan el recuerdo de usos o de maneras de sentir que ya no existen, huellas persistentes del pasado a las que nada del presente se parece y cuyo color sólo el tiempo, al pasar por ellas, ha podido embellecer.

Una tragedia de Racine o un volumen de las Memorias de Saint-Simon son como objetos hermosos que ya no se fabrican. El lenguaje en el cual han sido esculpidos por grandes artistas con una libertad que hace brillar su delicadeza y resalta su fuerza innata nos emociona como la visión de ciertos mármoles, hoy inusitados, que empleaban los obreros de antaño. Sin duda en uno de esos edificios viejos la piedra ha guardado fielmente el pensamiento del escultor, pero también, gracias al escultor, la piedra, de una especie hoy desconocida, se nos ha conservado, revestida de todos los colores que el escultor supo sacar de ella, descubrir y armonizar. Es justamente la sintaxis viva en Francia en el siglo XVII —y en ella unas costumbres y una forma de pensar desaparecidas— lo que nos gusta encontrar en los versos de Racine. Son las formas mismas de esa sintaxis, desveladas, respetadas y embellecidas por su cincel tan franco y delicado, las que nos emocionan en esos giros de lenguaje coloquiales hasta la singularidad y la audacia[37] y de ellas vemos, en los fragmentos más dulces y más tiernos, pasar como un trazo rápido o volver atrás en bellas líneas quebradas, el brusco perfil. Son esas formas obsoletas tomadas de la vida misma del pasado las que contemplamos en la obra de Racine como en una ciudad antigua que ha permanecido intacta. Sentimos ante ellas la misma emoción que ante esas formas también abolidas de la arquitectura, que ya sólo podemos admirar en los escasos y magníficos ejemplares que nos ha legado el pasado que los fabricó: como las viejas murallas de las ciudades, los torreones y las almenas, los baptisterios de las iglesias; como cerca del claustro, o bajo el osario del Atrio, el pequeño cementerio que olvida al sol, bajo sus mariposas y sus flores, la Fuente funeraria y el Farol de los muertos.

Es más, no son sólo las frases las que dibujan a nuestros ojos las formas del alma antigua. Entre las frases —y pienso en libros muy antiguos que originariamente se recitaban—, en el intervalo que las separa se conserva todavía hoy, como en un hipogeo inviolado, llenando los intersticios, un silencio varias veces secular. A menudo en el Evangelio de San Lucas, al toparme con los dos puntos que lo interrumpen antes de cada uno de los fragmentos casi en forma de cánticos de los que está sembrado[38], he oído el silencio del creyente que acababa de detener su lectura en voz alta para entonar los versículos siguientes como un salmo[39] que le recordara los salmos más antiguos de la Biblia. Este silencio llenaba todavía la pausa de la frase que, habiéndose escindido para incluirla, había conservado su forma; y más de una vez, mientras leía, me aportó el perfume de una rosa que la brisa entrando por la ventana abierta había esparcido por la sala capitular donde se celebraba asamblea y que no se había evaporado desde hacía casi dos mil años. La divina comedia y los dramas de Shakespeare también dan la impresión de contemplar, insertos en la actualidad, algo del pasado; esa impresión tan exaltante que hace que ciertas «Jornadas de lectura» se asemejen a jornadas de paseos por Venecia, por la Piazzeta, por ejemplo, cuando uno tiene delante, con su color medio irreal de objetos situados a cuatro pasos y a muchos siglos de distancia, las dos columnas de granito gris y rosa que llevan en sus capiteles, una el león de San Marcos y la otra a San Teodoro pisoteando al cocodrilo; esas dos bellas y esbeltas extranjeras llegaron antaño de Oriente por el mar que rompe a sus pies; sin comprender las frases intercambiadas a su alrededor, ellas siguen perpetuando sus días del siglo XII en medio de la muchedumbre de hoy, en esa plaza pública donde brilla todavía distraídamente, muy cerca, su sonrisa lejana.