Como las «Musas abandonando a su padre Apolo para ir a iluminar el mundo»[1], una a una las ideas de Ruskin habían ido abandonando la cabeza divina que les había dado cobijo y, encarnadas en libros vivos, habían marchado a enseñar a los pueblos. Ruskin se había retirado a la soledad en la que suelen acabar las existencias proféticas, hasta que Dios se digna llamar a su vera al cenobita o al asceta cuya tarea sobrehumana ha concluido. Y sólo pudimos adivinar, a través del velo tendido por piadosas manos, el misterio que estaba teniendo lugar, la lenta destrucción de un cerebro perecedero que había albergado una posteridad inmortal.
Hoy la muerte ha hecho entrar a la humanidad en posesión de la herencia inmensa que Ruskin le había legado. Porque el hombre de genio sólo puede engendrar obras que no morirán si las crea, no a la imagen del ser mortal que es, sino del ejemplar de humanidad que lleva en su sino. Sus pensamientos son en cierta forma un préstamo que recibe durante su vida, a la que van escoltando. Tras su muerte, retornan a la humanidad y la muestran, como aquella morada augusta y familiar de la calle de La Rochefoucauld que se llamó casa de Gustave Moreau mientras él vivió y que, tras su muerte, se llama museo Gustave Moreau.
Hace tiempo que existe un museo John Ruskin[2]. Su catálogo parece un compendio de todas las artes y todas las ciencias. Fotografías de obras maestras de la pintura conviven con colecciones de minerales, como en la casa de Goethe. Como el museo Ruskin, la obra de Ruskin es universal. Buscó la verdad, encontró la belleza hasta en las tablas cronológicas y las leyes sociales, pero como los maestros de la lógica han dado a las «Bellas Artes» una definición que excluye tanto la mineralogía como la economía política, sólo hablaré aquí de la parte de la obra de Ruskin que toca a las «Bellas Artes», en el sentido que se les suele dar: del Ruskin esteta y crítico de arte.
Primero se dijo que era realista. Efectivamente, repitió a menudo que el artista debía consagrarse a la pura imitación de la naturaleza, «sin rechazar nada, sin menospreciar nada, sin elegir nada».
También se dijo que era intelectualista porque escribió que el mejor cuadro era el que incluía los pensamientos más elevados. Hablando del grupo de niños que, en el primer plano de la Construcción de Cartago, de Turner, se entretienen haciendo navegar unos barquitos, concluyó: «La exquisita elección de este episodio como medio para indicar el genio marítimo del que saldría la grandeza futura de la nueva ciudad es un pensamiento que no hubiera perdido nada por escrito, que no tiene nada que ver con los tecnicismos del arte. Unas palabras lo hubieran podido transmitir de forma tan completa como la representación más elaborada del pincel. Un pensamiento como éste es algo muy superior a cualquier arte: es poesía del orden más elevado». «De la misma forma —añade Milsand[3] cuando cita este pasaje—, en su análisis de una Sagrada familia de Tintoretto, el rasgo en el que Ruskin reconoce al gran maestro es un muro en ruinas y un esbozo de construcción, que el artista utiliza para dar a entender simbólicamente que la natividad de Cristo era el final de la economía judía y el advenimiento de la nueva alianza. En una composición del mismo artista veneciano, una Crucifixión, Ruskin ve una obra maestra de la pintura porque el autor supo afirmar, mediante un incidente aparentemente anodino, la presencia de un asno comiendo palmeras en segundo plano detrás del Calvario, la idea profunda de que el materialismo judío, con su espera de un Mesías temporal y con la pérdida de sus esperanzas en el momento de la entrada en Jerusalén, había sido la causa del odio desatado contra el Salvador y, por lo tanto, de su muerte».
Se dijo también que suprimía lo que tiene de imaginación el arte, dejando un espacio demasiado grande a la ciencia. Decía: «Cada clase de rocas, cada variedad de suelo, cada tipo de nube debe ser estudiada y reproducida con exactitud geológica y meteorológica… Toda formación geológica tiene sus rasgos esenciales exclusivos, unas líneas determinadas de fractura que producen formas constantes en las tierras y las rocas, sus vegetales específicos, entre los que apuntan diferencias más concretas debidas a la elevación y la temperatura. El pintor observa en la planta todos sus caracteres de forma y color […], capta las líneas de la rigidez o el reposo […], observa sus hábitos locales, su inclinación o su repugnancia hacia una exposición determinada, las condiciones que le permiten vivir o la hacen perecer. La asocia […] a todos los rasgos de los lugares que habita […]. Debe trazar la fina fisura y la curva descendente y la sombra ondulada del suelo que se desintegra y hacerlo con una mano tan ligera como las pinceladas de la lluvia. Un cuadro es admirable en función del número y de la importancia de los datos que nos ofrece sobre las realidades»[4].
Sin embargo, también se dijo que socavaba las ciencias al dejar demasiado espacio para la imaginación. De hecho, no podemos dejar de pensar en el ingenuo finalismo de Bernardin de Saint-Pierre, cuando decía que Dios dividió los melones en rajas para que el hombre los pudiera comer más fácilmente, al leer páginas como ésta: «Dios empleó el color en su creación como un acompañamiento de todo lo que es puro y precioso, mientras que reservó a las cosas de utilidad meramente material o a las cosas perjudiciales los tonos anodinos. Contemplemos el buche de una paloma, comparado con el dorso gris de una víbora. El cocodrilo es gris, mientras que el lagarto inocente luce un verde espléndido».
Si bien se dijo que reducía el arte a una condición subordinada a la ciencia y que llevó la teoría de la obra de arte considerada como información sobre la naturaleza de las cosas hasta el punto de declarar que «un Turner nos descubre más cosas sobre la naturaleza de las rocas de las que sabrá nunca descubrir una academia» y que «un Tintoretto sólo tiene que dejarse llevar por su mano para revelar en el trabajo de los músculos más verdades de las que podrían descubrir todos los anatomistas de la tierra», también se dijo que humillaba a la ciencia ante el arte.
Finalmente, se dijo que era un esteticista puro y que su única religión era la de la Belleza, porque efectivamente la amó durante toda su vida.
En cambio, se dijo que ni siquiera era un artista, porque en su valoración de la belleza intervenían consideraciones quizá superiores, pero totalmente ajenas a la estética. El primer capítulo de The Seven Lamps of Architecture preconiza al arquitecto el uso de los materiales más preciosos y más duraderos y hace depender este deber de sacrificio de Jesús y de las condiciones permanentes del sacrificio agradable a los ojos de Dios, condiciones en las que no cabe modificación, ya que Dios no nos ha indicado expresamente que hayan existido. Y en Modern Painters, para dirimir el conflicto entre los partidarios del color y los adeptos del claroscuro, aquí tenemos uno de sus argumentos: «Mirad el conjunto de la naturaleza y comparad asimismo los arcoíris, los amaneceres, el rocío, las violetas, las mariposas, las aves, los peces rojos, los rubíes, los ópalos, los corales, con los cocodrilos, los hipopótamos, los tiburones, las babosas, las osamentas, el moho, la niebla y la masa de cosas que corrompen, pican, destruyen, para ver cómo se plantea el conflicto entre los coloristas y los claroscuristas, los que tienen la naturaleza y la vida de su lado, los que tienen el pecado y la muerte».
Y como se han dicho de Ruskin tantas cosas contrarias, se ha llegado a la conclusión de que era contradictorio.
De tantos aspectos de la fisionomía de Ruskin, el que nos resulta más familiar, porque es del que poseemos, si puede decirse así, el retrato más estudiado y más adecuado, el más impactante y más extendido[5], es el Ruskin que no conoció en toda su vida más que una religión: la de la Belleza.
Que la adoración de la Belleza haya sido, efectivamente, una constante en la vida de Ruskin puede ser literalmente cierto, pero considero que el objetivo de esta vida, su intención profunda, secreta y constante era otra, y si lo digo no es para llevar la contraria a De La Sizeranne, sino para impedir que se le rebaje en la mente de los lectores por una interpretación falsa, aunque tan natural como inevitable.
No sólo la religión principal de Ruskin fue la religión sin más (y volveré sobre este punto más adelante, pues es fundamental y característico de su estética), sino que, limitándonos en este momento a la «Religión de la Belleza», habría que advertir a nuestros contemporáneos que sólo podemos pronunciar estas palabras, si queremos ser justos aludiendo a Ruskin, rectificando el sentido que su diletantismo estético es demasiado proclive a darles. Para una época de diletantes y estetas, un adorador de la Belleza es un hombre que no practica más culto que éste y no reconoce otro dios, que se pasaría la vida inmerso en el placer que le procura la contemplación voluptuosa de obras de arte.
Ahora bien, por razones cuya búsqueda es de un orden puramente metafísico, que iría más allá del mero estudio de arte, la Belleza no puede ser amada de modo fecundo si la amamos sólo por los placeres que nos procura. Y de la misma forma que la búsqueda de la felicidad por ella misma sólo puede llevarnos al hastío, y que, para encontrarla, hay que buscar más allá, el placer estético nos viene dado por añadidura si amamos la Belleza por ella misma, como algo real existente al margen de nosotros e infinitamente más importante que la alegría que nos da. Muy lejos de haber sido un diletante o un esteta, Ruskin fue precisamente lo contrario, uno de esos hombres semejantes a Carlyle, consciente gracias a su genialidad de la vanidad de los placeres y, al mismo tiempo, de la presencia junto a ellos de una realidad eterna, intuitivamente percibida por la inspiración. Para estos hombres, el talento consiste en la capacidad de hacer fraguar esta realidad, a cuyo poder y eternidad consagran, con entusiasmo y como obedeciendo a un mandamiento de la conciencia, como para darles algún valor, sus vidas efímeras. Estos hombres, atentos y ansiosos ante el universo que espera ser descifrado, son conscientes de las fracciones de la realidad sobre las cuales sus dones especiales les permiten gozar de una luz particular, a través de algún demonio que los guía, de voces que escuchan: la inspiración eterna de los seres geniales. Para Ruskin, ese don especial era el sentimiento de la Belleza, en la naturaleza como en el arte. Su temperamento le condujo a buscar la realidad en la Belleza, y su vida plenamente religiosa recibió de ella una orientación plenamente estética. Sin embargo, esta Belleza a la que consagró su vida no fue concebida por él como un objeto de placer y encantamiento, sino como una realidad infinitamente más importante que la vida, por la que hubiera dado la suya propia. De ahí derivará la estética de Ruskin. En primer lugar, es comprensible que los años en los que entra en contacto con una nueva escuela de arquitectura y pintura hayan podido ser las fechas clave de su vida moral. Podrá hablar de los años en los que el gótico se le apareció con la misma gravedad, la misma reminiscencia conmovida, la misma serenidad con la que un cristiano habla del día en que la verdad le fue revelada. Los hechos de su vida son intelectuales y las fechas importantes son aquellas en las que se imbuye de una nueva forma de arte, el año en que comprende Abbeville, el año en que comprende Rouen, el año en que la pintura de Tiziano y las sombras en la pintura de Tiziano se le aparecen como más nobles que la pintura de Rubens, que las sombras en la pintura de Rubens.
También es comprensible que, siendo el poeta para Ruskin, como para Carlyle, un escriba que transcribe al dictado de la naturaleza una parte más o menos importante de su secreto, el primer deber del artista sea no añadir nada de su cosecha a este mensaje divino. Desde esta altura veréis desvanecerse, como la bruma que se arrastra a ras de tierra, los reproches de realismo y de intelectualismo dirigidos a Ruskin. Si estas objeciones no tienen sentido es porque no apuntan lo bastante alto. En estas críticas hay un error de altitud. La realidad que el artista debe registrar es a un tiempo material e intelectual. La materia es real porque es una expresión del espíritu. En cuanto a la simple apariencia, nadie se ha burlado tanto como Ruskin de los que ven en su imitación el objetivo del arte. «No importa que el artista —dice— haya pintado al héroe o a su caballo; nuestro placer, en la medida en que está causado por la perfección de las apariencias, es exactamente el mismo. Sólo lo sentimos cuando olvidamos al héroe y a su montura para considerar exclusivamente la habilidad del artista. Podemos ver en las lágrimas el efecto de un artificio o de un dolor, cualquiera de los dos, a nuestro albedrío, pero nunca ambos al mismo tiempo; si nos dejan maravillados como una obra maestra de la réplica, no pueden afectarnos como un signo de sufrimiento». Si considera tan importante el aspecto de las cosas es porque es lo único que revela su naturaleza profunda. De La Sizeranne ha traducido de forma admirable una página en la que Ruskin muestra que las líneas maestras de un árbol nos hacen ver qué árboles nefastos lo han arrinconado, qué vientos lo han atormentado, etc. La configuración de una cosa no es sólo la imagen de su naturaleza, es la clave de su destino y el trazado de su historia.
Otra consecuencia de esta concepción del arte es la siguiente: si la realidad es una y si el hombre de genio es el que la ve, ¿qué importa la materia en la que la representa, ya sean cuadros, estatuas, sinfonías, leyes, documentos? En sus Héroes, Carlyle no distingue entre Shakespeare y Cromwell, entre Mahoma y Burns. Emerson cuenta entre sus Hombres representativos de la humanidad tanto a Swedenborg como a Montaigne. El exceso del sistema está, a causa de la unidad de la realidad traducida, en que no diferencia con suficiente profundidad las diferentes modalidades de traducción. Carlyle dice que era inevitable que Boccaccio y Petrarca fueran buenos diplomáticos, porque eran buenos poetas. Ruskin comete el mismo error cuando dice que «una pintura es bella en la medida en que las ideas que traduce en imágenes son independientes del idioma de las imágenes». Me parece que, si el sistema de Ruskin cojea por algún sitio, es por éste. Porque la pintura sólo puede alcanzar la realidad única de las cosas, y rivalizar así con la literatura, con la condición de no ser literaria.
Si Ruskin ha promulgado el deber para el artista de obedecer escrupulosamente a estas «voces» del genio que le dicen lo que es real y lo que debe ser transcrito, es porque él mismo ha sentido lo que hay de verdadero en la inspiración, lo que hay de infalible en el entusiasmo, lo que hay de fecundo en el respeto. Sin embargo, aunque lo que enciende el entusiasmo, lo que gobierna el respeto, lo que provoca la inspiración sea diferente para cada uno de nosotros, todos acabamos atribuyéndole un carácter más particularmente sagrado. Se puede decir que para Ruskin esta revelación, esta guía, fue la Biblia.
Vamos a detenernos aquí como en un punto fijo, en el centro de gravedad de la estética ruskiniana. Así es como su sentimiento religioso gobernó su sentimiento estético. En primer lugar, a los que podrían creer que le alteró, que combinó con la apreciación artística de los monumentos, de las estatuas, de los cuadros, consideraciones religiosas que no tienen nada que hacer aquí, respondamos que fue todo lo contrario. El toque de divinidad que Ruskin veía en el fondo del sentimiento que le inspiraban las obras de arte era precisamente lo que este sentimiento tenía de profundo, de original, que se imponía a sus predilecciones sin ser susceptible de ser modificado. El respeto religioso que ponía en la expresión de este sentimiento, su miedo a infligirle, al traducirlo, la más mínima deformación, le impidió, al contrario de lo que se suele pensar, mezclar sus impresiones ante las obras de arte con ningún artificio de razonamiento que les fuera ajeno. De modo que, los que ven en él a un moralista y a un apóstol que prefiere en el arte lo que no es el arte, se equivocan, al igual que los que, olvidando la esencia profunda de su sentimiento estético, lo confunden con un diletantismo voluptuoso. De modo, finalmente, que su fervor religioso, que había sido signo de su sinceridad estética, le siguió fortaleciendo y le protegió de todo ataque exterior. Que alguna de estas concepciones de su estrato sobrenatural estético sea falsa es algo que en nuestra opinión no tiene ninguna importancia. Todos los que tienen alguna noción de las leyes de desarrollo del genio saben que su fuerza se mide más por la fuerza de sus creencias que por lo que el objeto de dichas creencias puede tener de satisfactorio para el sentido común. Sin embargo, ya que el cristianismo de Ruskin se basaba en la esencia misma de su naturaleza intelectual, sus preferencias artísticas, igualmente profundas, debían tener con él algún parentesco. De la misma forma que el amor por los paisajes de Turner se correspondía en Ruskin con este amor a la naturaleza que le procuró sus mayores alegrías, a la naturaleza fundamentalmente cristiana de su pensamiento correspondió una predilección constante, que domina toda su vida, toda su obra, por lo que podemos llamar el arte cristiano: la arquitectura y la escultura de la Edad Media francesa, la arquitectura, la escultura y la pintura de la Edad Media italiana. Con qué pasión desinteresada amó estas obras: no necesitamos buscar las huellas en su vida, encontraremos la prueba en sus libros. Su experiencia era tan amplia que con frecuencia los conocimientos más profundos que demuestra en una obra no son utilizados ni mencionados, ni siquiera en una simple alusión, en otros libros en los que serían procedentes. Es tan rico que no nos presta sus palabras; nos las da para siempre. Saben, por ejemplo, que escribió un libro sobre la catedral de Amiens. Podríamos concluir que es la catedral que más amaba o que conocía mejor. Sin embargo, en Seven Lamps of Architecture, donde cita la catedral de Rouen cuarenta veces como ejemplo y nueve veces la de Bayeux, Amiens sólo se cita una vez. En Val d’Arno nos confiesa que la iglesia que le provocó la embriaguez más profunda del gótico es Saint-Urbain de Troyes. Ahora bien, ni en Seven Lamps, ni en The Bible of Amiens se habla ni una sola vez de Saint-Urbain[6]. En cuanto a la ausencia de referencias a Amiens en Seven Lamps, quizá piensen ustedes que no conoció Amiens hasta el final de su vida. No es así. En 1859, en una conferencia que tuvo lugar en Kensington, compara detalladamente la Virgen dorada de Amiens con las estatuas de un arte menos hábil, pero de un sentimiento más profundo, que parecen sostener el porche occidental de Chartres. Ahora bien, en The Bible of Amiens, donde podríamos creer que reunió todo lo que había pensado sobre Amiens, ni una sola vez, en las páginas en las que habla de la Virgen dorada, alude a las estatuas de Chartres. Tal es la riqueza infinita de su amor, de su sabiduría. Habitualmente, un escritor vuelve una y otra vez a ciertos ejemplos preferidos, o incluso repite ciertos argumentos, para recordarnos que nos enfrentamos con un hombre que tuvo una vida determinada, unos conocimientos determinados que ocupan el lugar de otros diferentes, una experiencia limitada de la que saca todo el provecho que puede. Sólo consultando los índices de las diferentes obras de Ruskin, la novedad perpetua de las obras citadas, más todavía, el desdén por un conocimiento que ya ha utilizado una vez y, en muchos casos, su abandono para siempre, nos hacen pensar en algo mucho más que humano, o más bien nos dan la impresión de que cada libro es de un hombre nuevo, que tiene unos conocimientos diferentes, no tiene la misma experiencia, tiene una vida diferente.
Ejercitando de forma deslumbrante su riqueza inagotable, extraía de los estuches maravillosos de su memoria tesoros siempre nuevos: un día, el rocío precioso de Amiens; un día, el encaje dorado del porche de Abbeville, para combinarlos con las joyas fascinantes de Italia.
Efectivamente, podía pasar de un país a otro, pues la misma alma que había adorado en las piedras de Pisa era la que había dado a las piedras de Chartres su forma inmortal. La unidad del arte cristiano en la Edad Media, de las orillas del Somme a las del Arno, nadie la sintió como él: hizo realidad en nuestros corazones el gran sueño de los papas de la Edad Media: la «Europa cristiana». Si, como se ha dicho, su nombre debe quedar unido al prerrafaelismo, no debería ser el posterior a Turner, sino el anterior a Rafael. Podemos olvidar los servicios que prestó a Hunt, a Rossetti, a Millais, pero lo que hizo por Giotto, por Carpaccio, por Bellini no lo podemos olvidar. Su obra divina no fue la de engendrar vivos, sino la de resucitar muertos.
Esta unidad del arte cristiano de la Edad Media aparece quizá en todo momento desde la perspectiva de estas páginas en las que su imaginación ilumina aquí y allá las piedras de Francia con los reflejos mágicos de Italia. Podemos ver en Pleasures of England cómo compara la Caridad de Amiens con la de Giotto. Podemos ver en Nature of Gothic cómo compara la forma en que se tratan las llamas en el gótico italiano y en el gótico francés, tomando como ejemplo el pórtico de Saint-Maclou de Rouen. Y en Seven Lamps of Architecture, a propósito de este mismo pórtico, vemos cómo tornasola sus piedras grises con un poco de los colores de Italia.
Los bajorrelieves del tímpano del pórtico de Saint-Maclou, en Rouen, representan el Juicio Final, y la parte del Infierno se trata con una fuerza a un tiempo terrible y grotesca, que tendría que definir como una mezcla de los espíritus de Orcagna y de Hogarth. Los demonios quizá sean más terroríficos que los de Orcagna; en algunas expresiones de la humanidad degradada, en su suprema desesperación, se equipara casi con el pintor inglés. No menos osada es la imaginación que expresa el furor y el temor, incluso en la forma de colocar las figuras. Un ángel caído, balanceándose sobre su ala, conduce las tropas de condenados fuera de la sede del Juicio Final. Los empuja tan furiosamente que llegan, no sólo al extremo límite de esta escena que el escultor encerró en el interior del tímpano, sino fuera del tímpano y en los nichos de la bóveda; mientras que las llamas que los persiguen, activadas al parecer por el movimiento de las alas de los ángeles, irrumpen también en los nichos y saltan a través de sus redes, hasta tal punto que los tres nichos inferiores se representan en llamas, mientras que, en lugar del doselete nervado habitual hay un demonio coronando cada uno de ellos, con las alas plegadas, haciendo muecas fuera de la sombra negra.
Este paralelismo entre los diferentes tipos de artes y los diferentes países no era el más profundo de los que tuvo que tratar. En los símbolos paganos y en los símbolos cristianos, la identidad de algunas ideas religiosas debía de llamarle la atención[7]. Ary Renan observó con perspicacia lo que hay de Cristo en el Prometeo de Gustave Moreau. Ruskin, a quien su devoción al arte cristiano nunca permitió contemporizar con el paganismo, comparó, en un sentimiento estético y religioso, el león de San Jerónimo con el león de Nemea, Virgilio con Dante, Sansón con Hércules, Teseo con el Príncipe Negro, las predicciones de Isaías con las de la Sibila de Cumas. Desde luego, no cabe comparar a Ruskin con Gustave Moreau, pero podemos decir que una tendencia natural, desarrollada por la frecuentación de los primitivos, había llevado a ambos a proscribir en el arte la expresión de los sentimientos violentos y, en la medida en que se había aplicado al estudio de los símbolos, a un cierto fetichismo en la adoración de los propios símbolos, fetichismo poco peligroso, por otra parte, para espíritus tan aferrados en el fondo al sentimiento simbolizado que podían pasar de un símbolo a otro sin detenerse en discrepancias meramente superficiales. En lo que se refiere a la prohibición sistemática de la expresión de las emociones violentas en arte, el principio que Ary Renan llamó principio de la Bella Inercia, ¿dónde podríamos encontrarlo mejor definido que en las páginas de las Relaciones entre Miguel Ángel y Tintoretto?[8]. En cuanto a la adoración un tanto exclusiva de los símbolos, el estudio del arte de la Edad Media italiana y francesa también debía conducirle fatalmente a ello. Y como, bajo la obra de arte, lo que buscaba era el alma de una época, el parecido entre estos símbolos del pórtico de Chartres y los frescos de Pisa debía afectarle necesariamente como prueba de la originalidad típica del alma que animaba a los artistas, de la misma forma que sus diferencias se le manifestarían como un testimonio de su variedad. En cualquier otro, las sensaciones estéticas hubieran podido enfriarse a través del razonamiento, pero para él todo era amor y la iconografía, tal y como la entendía, podría haberse llamado iconolatría. En este punto, la crítica de arte deja paso a algo quizá más grande, utiliza casi los procedimientos de la ciencia, contribuye a la historia. La aparición de un nuevo atributo en los pórticos de las catedrales nos advierte de cambios al menos tan profundos en la historia, no sólo del arte, sino de la civilización, como los que anuncian a los geólogos la aparición de una nueva especie sobre la Tierra. La piedra esculpida por la naturaleza no es más instructiva que la piedra esculpida por el artista y no obtendremos un beneficio más grande de la que nos conserva un antiguo monstruo que de la que nos muestra un nuevo dios.
Los dibujos que acompañan a los escritos de Ruskin son muy significativos desde este punto de vista. En una misma plancha podremos ver un mismo motivo arquitectónico tratado en Lisieux, Bayeux, Verona y Padua como si se tratara de variedades de una misma especie de mariposa bajo diferentes cielos. Sin embargo, estas piedras que tanto amó nunca son para él ejemplos abstractos. Bajo cada piedra, vemos el matiz de la hora unida al color de los siglos. «Correr a Saint-Wulfran de Abbeville —nos dice—, antes de que el sol haya abandonado las torres, fue siempre para mí una de esas alegrías por las que hay que amar el pasado hasta el final». Llegó incluso más lejos; no separó las catedrales de este fondo de ríos y valles en el que aparecen ante el viajero que se acerca a ellas, como en los cuadros de los primitivos. Uno de los dibujos más instructivos a este respecto es el que reproduce el segundo grabado de Our Fathers Have Told Us, que se titula Amiens, le jour des Trépassés. En estas ciudades de Amiens, Abbeville, Beauvais, Rouen, consagradas por el tiempo que Ruskin pasó en ellas, pasaba los días dibujando, tanto en las iglesias («sin ser molestado por sacristán») como al aire libre. Qué encantadora colonia pasajera debieron ser para estas ciudades la bandada de dibujantes, grabadores, que llevaba con él, como Platón nos muestra a los sofistas, siguiendo a Protágoras de ciudad en ciudad, semejantes a las golondrinas, deteniéndose como ellas preferiblemente en los tejados viejos, en las torres antiguas de las catedrales. Quizá podríamos ver todavía a algunos de estos discípulos de Ruskin que le acompañaban a orillas de este río Somme evangelizado de nuevo, como si hubieran vuelto los tiempos de San Fermín y de San Salvio, que mientras hablaba el nuevo apóstol, mientras explicaba Amiens como una Biblia, tomaban, en lugar de notas, bosquejos, anotaciones ágiles que se encuentran sin duda en la sala de un museo inglés y en las que, me imagino, la realidad debe estar ligeramente modificada, siguiendo el estilo de Viollet-le-Duc. El grabado Amiens, le jour des Trépassés parece mentir un poco por su belleza. ¿Es sólo la perspectiva lo que nos acerca, desde las orillas ensanchadas del río Somme, la catedral y la iglesia de Saint-Leu? Es verdad que Ruskin podría responder asumiendo las palabras de Turner que citó en Eagle’s Nest, que tradujo De La Sizeranne: «Turner, en el primer periodo de su vida, estaba a veces de buen humor y mostraba a la gente lo que hacía. Un día estaba dibujando el puerto de Plymouth y algunos barcos, a una milla o dos de distancia, vistos a contraluz. Tras mostrar el dibujo a un oficial de marina, este observó sorprendido y objetó, con indignación comprensible, que los navíos de línea no tenían cañoneras. “No —dijo Turner—, ciertamente, no. Si sube al monte Edgecumbe y contempla los barcos a contraluz, con el sol poniente, no puede ver las cañoneras”. “Bien —dijo el oficial, indignado—, pero ¿sabe que las cañoneras están ahí?”. “Sí —dijo Turner—, claro que lo sé, pero yo tengo que dibujar lo que veo, no lo que sé”».
Si, en Amiens, caminamos hacia el matadero, la vista que aparece no es diferente de la del grabado. Veremos cómo la distancia dispone, con el arte mentiroso y feliz de un artista, los monumentos, que recuperan al acercarse su posición primitiva, muy diferente. Por ejemplo, veremos cómo se recorta contra la fachada de la catedral la imagen de una de las máquinas de agua de la ciudad y cómo la geometría del espacio se convierte en geometría plana. Si encontramos este paisaje, compuesto con gusto por la perspectiva, un tanto diferente del que relata el dibujo de Ruskin, podremos achacarlo a los cambios que los casi veinte años transcurridos desde la estancia de Ruskin han provocado en el aspecto de la ciudad y, como dijo para otro lugar que amaba, a «todos los embellecimientos sobrevenidos desde que estuve componiendo y meditando allí»[9].
Sin embargo, al menos este grabado de The Bible of Amiens habrá asociado en nuestro recuerdo las orillas del río Somme y la catedral, más de lo que nuestra visión hubiera podido hacerlo desde cualquier otro punto de la ciudad. Nos demostrará, mejor que cuanto pueda yo decir, que Ruskin no disociaba la belleza de las catedrales del encanto de las regiones en las que nacieron y que cada uno de los que las visitan sigue disfrutando de la poesía especial de la región y del recuerdo neblinoso o dorado de la tarde que allí pasaron. No sólo el primer capítulo de The Bible of Amiens se llama «A orillas de las corrientes de agua viva», sino que el libro que Ruskin proyectaba escribir sobre la catedral de Chartres debía titularse Las fuentes del Eure. Por lo tanto, no sólo en sus dibujos colocaba las iglesias a la orilla de los ríos y asociaba la grandeza de las catedrales góticas a la gracia de los paisajes franceses[10]. Y el encanto individual, que es el encanto de una región, lo sentiríamos más profundamente si no tuviéramos a nuestra disposición estas botas de siete leguas que son los grandes expresos y si, como antiguamente, para llegar a un rincón de la tierra tuviéramos que atravesar paisajes cada vez más similares a aquel hacia el que nos dirigimos, como zonas de armonía graduada que, al hacerlos menos porosos a lo que es diferente de ellos, al protegerlos dulcemente y con misterio de las semejanzas fraternas, no sólo los arropan en la naturaleza, sino que los van preparando en nuestro espíritu.
Estos estudios de Ruskin sobre el arte cristiano fueron para él como la verificación y la contraprueba de sus ideas sobre el cristianismo y de otras ideas que hemos podido indicar aquí. De hecho, ahora dejaremos que el propio Ruskin defina la más célebre de ellas: su aborrecimiento del maquinismo y del arte industrial. «Todas las cosas bellas se hicieron cuando los hombres de la Edad Media creían en la pura, jubilosa y bella lección del cristianismo». Y a continuación veía cómo el arte declinaba junto con la fe, cómo la destreza ocupaba el lugar del sentimiento. Al ver el poder de hacer realidad la belleza, que fue el privilegio de las eras marcadas por la fe, su creencia en la bondad de la fe debía sentirse fortalecida. Cada volumen de su última obra, Our Fathers Have Told Us (sólo llegó a escribir el primero) debía incluir cuatro capítulos, el último de los cuales estaría consagrado a la obra maestra en la que se plasmaba la fe, objeto de los tres primeros capítulos. Por ejemplo, el cristianismo, que había acunado los sentimientos estéticos de Ruskin, obtenía una consagración suprema. Y tras haberse burlado, en el momento de llevarla ante la estatua de La Madonna, de su lectora protestante «que debía entender que el culto a una Dama no podía ser en modo alguno pernicioso para la humanidad» o, ante la estatua de San Honorato, tras haber deplorado que se hablara tan poco de este santo «en el barrio de París que lleva su nombre» (Saint-Honoré), hubiera podido decir, como al final de Val d’Arno:
Si queremos tener claro lo que exige de la vida humana el que la dio —«te ha mostrado, hombre, lo que está bien y ¿qué te pide el Señor, si no es actuar con justicia, amar la piedad, caminar humildemente junto con tu Dios?»— encontraremos que esta obediencia siempre viene recompensada con una bendición. Si llevamos nuestro pensamiento a la situación de las muchedumbres olvidadas que trabajaron en silencio y adoraron humildemente, como las nieves de la cristiandad traían el recuerdo del nacimiento de Cristo, o como el sol de la primavera nos recordaba su resurrección, sabremos que la promesa de los ángeles de Belén se ha hecho literalmente realidad y oraremos para que la campiña inglesa, felizmente, como las orillas del Arno, pueda dedicar sus lirios puros a Santa María de las Flores.
Finalmente, los estudios medievales de Ruskin confirmaron, junto con su creencia en la bondad de la fe, su creencia en la necesidad del trabajo libre, jubiloso y personal, sin intervención del maquinismo. Para comprobarlo, lo mejor es transcribir aquí una página muy característica de Ruskin. Habla de una pequeña imagen de pocos centímetros, perdida en medio de centenares de figuras minúsculas, en el pórtico de los Libreros de la catedral de Rouen.
El artesano malicioso está molesto y preocupado y su mano se apoya con fuerza en el hueso de su pómulo y la carne de las mejillas se arruga debajo del ojo por la presión. Todo puede parecer tremendamente rudimentario si lo comparamos con delicados grabados, pero considerándolo como algo que debe rellenar simplemente un intersticio del exterior de una puerta de catedral y como una cualquiera de las trescientas o más imágenes similares, es testimonio de la más noble vitalidad en el arte de la época.
Hay un trabajo que debemos hacer para ganarnos el pan y debemos hacerlo con ardor; en cambio, otro trabajo nos espera para nuestro júbilo y éste debe hacerse con el corazón. Ni uno ni otro deben hacerse a medias o tergiversando, sino con voluntad y lo que no es digno de este esfuerzo no debe ser hecho en modo alguno. Quizá todo lo que tenemos que hacer aquí abajo no tiene más objeto que ejercitar el corazón y la voluntad, y es en sí mismo inútil, pero en cualquier caso, por poco que sea, podemos desdeñarlo si no es digno de que le consagremos nuestras manos y nuestro corazón. No es apropiado para nuestra inmortalidad recurrir a expedientes que se contrapongan a su autoridad, ni sufrir que un instrumento que no necesita se interponga entre ella y las cosas que gobierna. Ya hay suficientes estafadores, suficiente tosquedad y sensualidad en la existencia humana sin que sea necesario transformar en mecanismo sus momentos más brillantes. Y ya que nuestra vida —en el mejor de los casos— no debe ser sino un vapor que aparece durante un tiempo y luego se desvanece, dejemos que al menos aparezca como una nube en las alturas del cielo, y no como la densa oscuridad que se amontona alrededor del aliento del horno y las revoluciones de la rueda.
Confieso que releyendo esta página en el momento de la muerte de Ruskin me ganó el deseo de ver al hombrecillo del que habla. Y viajé a Rouen como obedeciendo a una imposición testamentaria, como si Ruskin al morir hubiera confiado a sus lectores la pobre criatura a la que había devuelto la vida hablando de ella y que acababa de perder para siempre, sin saberlo, a aquel que había hecho por ella tanto como su primer escultor. Cuando llegué cerca de la inmensa catedral y ante la puerta en la que los santos se calentaban al sol, más arriba, desde las galerías en las que resplandecían los reyes hasta las supremas alturas del edificio que creía inhabitadas y en las que un eremita de piedra vivía aislado, dejando que los pájaros se posaran en su frente, mientras que, un poco más allá, un cenáculo de apóstoles escuchaba el mensaje de un ángel que se había posado cerca de ellos, replegando sus alas bajo un vuelo de palomas que abrían las suyas, no muy lejos de una persona que, con un niño encaramado a su espalda, volvía la cabeza con un gesto brusco y secular; cuando vi, ordenados delante de sus pórticos y asomados a los balcones de sus torres, todos los huéspedes de piedra de la ciudad mística respirar el sol o la sombra matinal, comprendí que sería imposible encontrar entre aquel pueblo sobrehumano una figura de sólo unos centímetros. Sin embargo, me dirigí al pórtico de los Libreros. ¿Cómo reconocer a la pequeña figura entre tantos centenares? De repente, una joven escultora de talento y llena de futuro, madame Yeatman, me dijo: «Aquí hay una que se le parece». Miramos un poco más abajo… y allí estaba. No mide ni diez centímetros. Está corroída y sin embargo, su mirada es la misma, la piedra conserva el hueco que destaca la pupila y le da esta expresión, que me permitió reconocerla. El artista muerto desde hace siglos dejó allí, entre otros miles de figuras, a este personaje que muere un poco cada día y que había muerto hacía muchísimo tiempo, perdido en medio de la multitud de figuras, para siempre. Pero lo había dejado allí. Un día, un hombre para quien no había muerte, para quien no había infinitud material, ni olvido, un hombre que, arrojando lejos de sí esta nada que nos oprime para dirigirse a los objetivos que dominan su vida, tan numerosos que no podrá alcanzarlos todos, mientras que es como si a nosotros nos faltasen, este hombre llegó y, en estas olas de piedra en las que cada encaje de espuma se parece a todos los demás, viendo aquí todas las leyes de la vida, todos los pensamientos del alma, nombrándolos con su nombre, dijo: «Mirad, esto es, aquí está». Como en el día del Juicio Final, que se representa no muy lejos, hace que resuene en sus palabras la trompeta del arcángel y dice: «Los que han vivido, vivirán, la materia no es nada». Y efectivamente, como los muertos que están representados no muy lejos en el tímpano, que ha despertado y puesto en pie la trompeta del arcángel, tras recuperar su forma, reconocibles, vivos, la pequeña figura también revive y recupera su mirada y el Juez dice: «Has vivido, vivirás». No es un juez inmortal, su cuerpo morirá, pero ¡qué importa! Como si no debiera morir, lleva a cabo su tarea inmortal, sin ocuparse de la grandeza de aquello que llena su tiempo y, con sólo una vida humana por vivir, pasa varios días delante de una de las diez mil imágenes de una iglesia. La dibujó. Correspondía para él a esas ideas que se agitaban en su cerebro, sin preocuparse de la vejez próxima. La dibujó, habló de ella. Y la pequeña figura inofensiva y monstruosa habrá resucitado, contra toda esperanza, de esa muerte que parece más total que las demás, que es la desaparición en el seno de la infinitud y la nivelación de las semejanzas, de la que el genio también nos ha extraído a nosotros. Al encontrarla allí no podemos por menos que conmovernos. Parece que vive y contempla, o bien que ha sido atrapada por la muerte en su mirada misma, como los pompeyanos cuyo gesto permanece inconcluso. Y lo que capta aquí la inmovilidad de la piedra es un pensamiento del escultor. Me he sentido conmovido al verla; nada muere de lo que ha vivido, ni el pensamiento del escultor, ni el pensamiento de Ruskin.
Al verla aquí, necesaria para Ruskin que, entre los escasos grabados que ilustran su libro[11] le ha consagrado uno porque para él era la parte actual y duradera de su pensamiento, agradable para nosotros porque su pensamiento nos resulta necesario, es la guía del nuestro, que se la encuentra en su camino, nos sentíamos en un estado de ánimo próximo al de los artistas que esculpieron los tímpanos del Juicio Final y que pensaban que el individuo, lo que tiene de más particular una persona o una intención, no muere, permanece en la memoria de Dios y será resucitado. ¿Quién tiene razón, el sepulturero o Hamlet, cuando uno ve un cráneo donde el otro recuerda una fantasía? La ciencia puede decir: el sepulturero, pero no cuenta con Shakespeare, que hará durar el recuerdo de esta fantasía más allá de lo que dure el polvo del cráneo. Ante la llamada del ángel, resulta que cada muerto está ahí, en su lugar, aunque hace tiempo que lo creíamos convertido en polvo. Ante la llamada de Ruskin, la más ínfima figura, que enmarca un minúsculo cuadrifolio, resucita en su forma primera, mirándonos con la misma mirada que parece contenerse en un sólo milímetro de piedra. Sin duda, pobre monstruito, yo no hubiera sido lo bastante fuerte para encontrarte, entre los miles de millones de piedras de las ciudades, para resaltar tu figura, para recuperar tu personalidad, para llamarte, para hacer que revivas. Y no es porque el infinito, el número, la nada que nos oprimen sean muy fuertes, sino porque mi pensamiento no lo es. Efectivamente, no había en ti nada realmente bello. Tu pobre imagen, que nunca me hubiera llamado la atención, no tiene una expresión demasiado interesante, aunque tenga, evidentemente, como cualquier persona, una expresión que ninguna otra tuvo jamás. Sin embargo, ya que has vivido lo bastante como para seguir mirando con esa misma mirada oblicua, como para que Ruskin te descubriese y, después de que hubo clamado tu nombre, para que te haya podido reconocer el lector, ¿vives ahora lo bastante, eres suficientemente amado? No podemos dejar de pensar en ti enternecidos, aunque no parezcas bueno, porque eres una criatura viva, porque, durante largos siglos, has muerto sin esperanza de resurrección, porque has resucitado. Y quizá uno de estos días alguien más irá a buscarte en tu pórtico, mirando con ternura tu maliciosa imagen oblicua resucitada, porque lo que ha salido de un pensamiento sólo puede aferrarse a otro pensamiento por el que a su vez el nuestro se habrá sentido fascinado. Haces bien en permanecer ahí, invisible, desintegrándote. No podías esperar nada de la materia, para la que no eras nada, pero los pequeños no tienen nada que temer, ni los muertos tampoco. Porque a veces el Espíritu visita la tierra, a su paso se alzan los muertos y las pequeñas imágenes olvidadas tropiezan de nuevo con la mirada y miran fijamente a los vivos que, por ellas, abandonan a los vivos que no viven y van a buscar la vida únicamente allá donde les indicó el Espíritu, en unas piedras que ya son polvo, pero que siguen siendo pensamiento.
El que envolvió las viejas catedrales con más amor y alegría de los que dispensa el sol cuando añade una sonrisa fugitiva a su belleza secular no puede haberse equivocado si le escuchamos con atención. El mundo de los espíritus es como el universo físico: la altura de un chorro de agua no puede superar la altura del lugar del que las aguas proceden. Las grandes bellezas literarias corresponden a algo y quizá en el arte el criterio de la verdad sea el entusiasmo. Suponiendo que Ruskin se haya equivocado alguna vez, como crítico, en la exacta apreciación del valor de una obra, la belleza de su juicio erróneo es con frecuencia más interesante que la de la obra juzgada y corresponde a una cosa que, por ser ajena a la obra, no es menos preciosa. Quizá Ruskin se equivoque cuando dice que Le Beau Dieu de Amiens «superaba en ternura escultórica todo lo alcanzado hasta ese momento, aunque toda representación de Cristo deba frustrar la esperanza que las almas amantes han puesto en él», y sea Huysmans quien tiene razón cuando llama a este mismo Dios de Amiens un «bellaco de figura ovina»; no es lo que creemos, pero tampoco importa mucho saberlo. Que Le Beau Dieu de Amiens sea o no lo que ha creído Ruskin carece de importancia para nosotros. Como ha dicho Buffon que «todas las bellezas intelectuales que se encuentran en un estilo bello, todas las relaciones de las que se compone son verdades tan útiles, y quizá tan preciosas para el espíritu público, como las que pueden constituir el fondo de la cuestión», las verdades de las que se compone la belleza de las páginas de La Biblia sobre Le Beau Dieu de Amiens tienen un valor independiente de la belleza de esta estatua y Ruskin no las habría encontrado si hubiera hablado de ella desdeñosamente, pues sólo el entusiasmo podía darle la fuerza para descubrirlas.
Hasta dónde esta alma maravillosa ha reflejado fielmente el universo, bajo qué formas conmovedoras y tentadoras ha podido deslizarse la mentira a pesar de todo en el seno de su sinceridad intelectual es algo que quizá no nos sea dado saber, y en cualquier caso es algo que no podemos buscar aquí. No importa, habrá sido uno de estos «genios» que incluso aquellos de nosotros que recibimos en nuestro nacimiento los dones de las hadas necesitamos para ser iniciados en el conocimiento y el amor de una nueva parte de la Belleza. Muchas de las palabras que utilizan nuestros contemporáneos para intercambiar pensamientos llevan su cuño, de la misma forma que vemos en las monedas la efigie del soberano del momento. Nos sigue iluminando después de muerto, como esas estrellas apagadas cuya luz nos llega todavía y podemos de él lo que él decía en el momento de la muerte de Turner: «A través de sus ojos, cerrados para siempre en el fondo de la tumba, generaciones que no han nacido todavía verán la naturaleza».
«Bajo qué formas magníficas y tentadoras ha podido deslizarse la mentira en el seno de su sinceridad intelectual…». Es lo que quería decir: hay una especie de idolatría que nadie ha definido mejor que Ruskin en una página de Lectures on Art: «Sin duda, no sin mezcla de bien, pues los mayores males traen algunos bienes en su reflujo, el papel realmente nefasto del arte ha sido ayudar a lo que, en los paganos como en los cristianos —ya sea en el espejismo de las palabras, de los colores o de la belleza de las formas— debe llamarse, en el sentido profundo de la palabra, idolatría, es decir, el hecho de servir con lo mejor de nuestro corazón y nuestro espíritu a una querida o triste imagen que nos hemos creado, desobedeciendo al llamamiento del Maestro que no ha muerto, que no desfallece en ese momento en la cruz, sino que nos ordena que llevemos la nuestra»[12].
Y pareciera que en la base de la obra de Ruskin, en la raíz de su talento, se encuentra precisamente esta idolatría. Sin duda nunca dejó que cubriera completamente —ni siquiera para embellecerla—, que inmovilizara, paralizara y finalmente matase su sinceridad intelectual y moral. En cada línea de sus obras, como en todos los momentos de su vida, sentimos la necesidad de sinceridad que lucha contra la idolatría, que proclama su vanidad, que humilla la belleza ante el deber, así sea inestético. No voy a buscar ejemplos en su vida (que no es, como la vida de Racine, Tolstoi, Maeterlinck, estética primero y moral después, sino abierta a que la moral haga valer sus derechos desde un principio en el seno mismo de la estética, quizá sin librarse de ella de forma tan completa como en la vida de los Maestros que acabo de citar). Es bastante conocida, no necesito recordar sus etapas, desde los primeros escrúpulos que siente al tomar té mientras contempla un Tiziano, hasta el momento en que, tras consumir en obras filantrópicas y sociales los cinco millones que le legó su padre, se decide a vender sus Turner. Hay un diletantismo más interior que el diletantismo de la acción (sobre el que se había impuesto) y el auténtico duelo entre su idolatría y su sinceridad no tenía lugar a unas horas determinadas de su vida, en unas páginas determinadas de su obra, sino en todo momento, en esas regiones profundas, secretas, casi desconocidas para nosotros mismos, en las que nuestra personalidad recibe de la imaginación las imágenes; de la inteligencia, las ideas; de la memoria, las palabras; se afirma como tal en sus decisiones constantes y pone constantemente en juego nuestra vida espiritual y moral. Tengo la impresión de que en estas regiones Ruskin nunca ha dejado de cometer el pecado de idolatría. Y en el momento mismo en que predicaba la sinceridad, carecía de ella, no en lo que decía, sino en la forma en que lo decía. Las doctrinas que profesaba eran doctrinas morales, y no doctrinas estéticas, y sin embargo las elegía por su belleza. Y como no las quería presentar como bellas, sino como auténticas, estaba obligado a mentirse a sí mismo sobre la naturaleza de las razones que le llevaban a adoptarlas. De ahí el peligro incesante para la conciencia, tal que las doctrinas inmorales sinceramente profesadas hubieran podido ser menos peligrosas para la integridad del espíritu que estas doctrinas morales en las que la afirmación no es absolutamente sincera, pues viene dictada por una preferencia estética inconfesa. Y el pecado se comete de forma constante, en la elección misma de cada explicación dada de un hecho, de cada valoración de una obra, en la elección misma de las palabras, para acabar dando al espíritu que se entrega a él una actitud tenazmente mendaz. Para que el lector pueda juzgar mejor el trampantojo que supone para todos una página de Ruskin, y evidentemente también para el propio autor, voy a citar una de las que me parecen más bellas, en las que este defecto es sin embargo más flagrante. Veremos que si bien la belleza está subordinada en teoría (es decir, en apariencia, pues el fondo de las ideas está siempre para un escritor en la apariencia y la forma, en la realidad) al sentimiento moral y a la verdad, en realidad la verdad y el sentimiento moral están subordinados al sentimiento estético y a un sentimiento estético un tanto falseado por estas contemporizaciones constantes. Se trata de las «Causas de la decadencia de Venecia»[13].
Estos mármoles no han sido tallados en su fuerza transparente y estos arcos no han sido adornados con los colores del iris por un capricho de riqueza, por el placer de la vista, por el orgullo de la vida. En sus colores hay un mensaje, que un día se escribió con sangre; en sus bóvedas hay un sonido que un día llenará la bóveda de los cielos: «Volverá para juzgar e impartir justicia». La fuerza de Venecia le fue dada hasta donde pueda remontarse su memoria; el día de su destrucción llegó cuando lo olvidó; llegó de forma irrevocable porque no tenía ninguna excusa para olvidarlo. Ninguna ciudad tuvo una Biblia más gloriosa. Para las naciones del Norte, una escultura rústica y sombría llenaba sus templos de imágenes confusas y apenas legibles; para ella, el arte y los tesoros de Oriente habían dorado cada letra, iluminado cada página, hasta que el Templo-Libro brilló a lo lejos como la estrella de los Magos. En otras ciudades, las asambleas del pueblo se celebraban en lugares alejados de toda asociación religiosa, teatro de la violencia y las algaradas; sobre la hierba de las peligrosas murallas, sobre el polvo de la calle alterada, se llevaron a cabo acciones, se impartieron consejos a los que no podemos encontrar justificación, pero que en algunas ocasiones podemos perdonar. Sin embargo, los pecados de Venecia, cometidos en su palacio o su piazza, tuvieron lugar en presencia de la Biblia que estaba a su derecha. Los muros sobre los que estaba escrito el libro de la ley sólo estaban separados por unas pulgadas de mármol de los que protegían los secretos de sus concilios y mantenían presas a las víctimas de su gobierno. Y cuando, en sus últimas horas, rechazó la vergüenza y las consignas, y cuando la plaza mayor de la ciudad se llenó con la locura de toda la tierra, no olvidemos que su pecado fue más grande porque se cometía delante de la casa de Dios en la que brillaban las letras de su ley.
Los saltimbanquis y los enmascarados se rieron y continuaron su camino; los siguió un silencio que no había dejado de ser anticipado, pues en el centro de todos ellos, a través de los siglos y los siglos en los que se habían amontonado las vanidades y fechorías, la cúpula blanca de San Marcos había pronunciado estas palabras al oído muerto de Venecia; «Que sepas que por todo ello Dios te pedirá cuentas»[14].
Si Ruskin hubiera sido plenamente sincero consigo mismo, no habría pensado que los crímenes de los venecianos eran más inexcusables y debían ser más severamente castigados que los de otros hombres porque contaban con una iglesia de mármol de todos los colores en lugar de una catedral de piedra caliza, porque el palacio de los Dogos estaba junto a San Marcos, en lugar de estar en el otro extremo de la ciudad, porque en las iglesias bizantinas el texto bíblico, en lugar de estar simplemente representado como en la escultura de las iglesias del Norte está acompañado en los mosaicos por letras que forman una cita del Evangelio o de los profetas. No es menos cierto que este pasaje de Stones of Venice es muy bello, aunque sea bastante difícil remontarse hasta las causas de esta belleza. Es como si descansara sobre algo falso y un cierto escrúpulo nos impide dejarnos llevar por él.
Y sin embargo, alguna verdad habrá en él. No se trata de belleza mentirosa propiamente dicha, pues el placer estético es precisamente el que acompaña el descubrimiento de una verdad. Es bastante difícil determinar a qué orden de verdad puede corresponder el placer estético tan vívido que experimentamos al leer esta página. Es misteriosa en sí, llena de imágenes de belleza y de religión, como esta misma iglesia de San Marcos en la que todas las imágenes del Antiguo y del Nuevo Testamento aparecen sobre el fondo de una especie de oscuridad espléndida y de brillo tornasolado. Recuerdo haberla leído por primera vez en San Marcos, precisamente, durante una hora de tormenta y oscuridad en la que los mosaicos brillaban solamente con su propia luz material y con un dorado interno, terrestre y antiguo al que el sol veneciano, que inflama hasta los ángeles de los campaniles no aportaba nada; la emoción que sentía al leer esta página entre tantos ángeles que se iluminaban con las tinieblas circundantes era muy grande y sin embargo quizá no era muy pura. De la misma forma en que la alegría de ver las bellas figuras misteriosas se acrecentaba, también se transformaba de placer en una cierta erudición que sentía al comprender los textos en letras bizantinas junto a las frentes aureoladas, la belleza de las imágenes de Ruskin se reavivaba y corrompía con el orgullo de remitirse al texto sagrado. Es inevitable abstraerse egoístamente en estas alegrías mezcladas con erudición y arte en las que el placer estético puede ser más agudo, pero no permanecer igual de puro. Y quizá esta página en Stones of Venice tiene precisamente la belleza de procurarme estas alegrías híbridas que sentía en San Marcos que, como la iglesia bizantina, también tenía inscrita en el mosaico de su estilo deslumbrante en la oscuridad, junto a las imágenes, la cita bíblica. ¿Acaso no era esta página como los mosaicos de San Marcos que se proponían enseñar y no daban importancia a su belleza artística? Actualmente sólo nos dan placer. Y el placer que el didactismo procura al erudito es egoísta y el más desinteresado es el que procura al artista esta belleza menospreciada o ignorada incluso por los que sólo se proponían instruir al pueblo y les dieron la belleza por añadidura.
En la última página de The Bible of Amiens, el «si queréis recordar la promesa que se os hizo» es un ejemplo del mismo tipo. Cuando, también en The Bible of Amiens, Ruskin termina el fragmento sobre Egipto[15] diciendo: «Fue educador de Moisés y huésped de Cristo», podemos aceptar educador de Moisés: para educar hacen falta unas determinadas virtudes. Sin embargo, el hecho de haber sido huésped de Cristo, aunque añade belleza a la frase, quizá no pueda tenerse en cuenta para una valoración motivada de las cualidades del genio egipcio.
He querido luchar aquí contra mis más queridas impresiones estéticas, tratando de empujar hasta sus límites definitivos y más crueles la sinceridad intelectual. No necesito añadir que, si en cierta forma manifiesto una reserva general en términos absolutos, no tanto sobre las obras de Ruskin como sobre la esencia de su inspiración y la calidad de su belleza, no es menos para mí uno de los escritores más grandes de todos los tiempos y de todos los países. He intentado captar en él, como en un «sujeto» especialmente favorable a esta observación, una debilidad esencial del espíritu humano, en lugar de denunciar un defecto personal propio de Ruskin. Una vez que el lector haya entendido en qué consiste esta «idolatría», se explicará la importancia excesiva que Ruskin concede en sus estudios sobre arte a la literalidad de las obras (importancia para la que señalo, aunque someramente, otra causa en el prefacio) y también este abuso de las palabras «irreverente», «insolente» y «dificultades que sería una insolencia resolver, un misterio que no se nos ha pedido elucidar» (The Bible of Amiens, p. 239), «el artista desconfía del espíritu de elección, es un espíritu insolente» (Modern Painters), «el ábside casi podría parecer demasiado grande a un espectador irreverente» (The Bible of Amiens), etc., así como el estado de ánimo que manifiestan. Pensaba en esta idolatría (pensaba también en el placer que experimenta Ruskin cuando consigue otorgar a sus frases un equilibrio que parece imponer al pensamiento un orden simétrico en lugar de recibirlo de él)[16] cuando decía: «Bajo qué formas conmovedoras y tentadoras ha podido deslizarse la mentira a pesar de todo en el seno de su sinceridad intelectual, es algo que no tengo necesidad de buscar». Sin embargo, por el contrario, hubiera debido buscarlo y cometería pecado de idolatría, precisamente, si me siguiera escudando detrás de esta fórmula esencialmente ruskiniana[17] de respeto. No es que ignore las virtudes del respeto: es la condición misma del amor, pero no debe, allá donde el amor deja de estar presente, sustituirlo para que podamos creer sin examen y admirar confiados. Ruskin hubiera sido el primero en aprobar que no concedamos a sus escritos una autoridad infalible, ya que se la negaba incluso a las Sagradas Escrituras. «No hay forma de lenguaje humano en la que no se pueda deslizar el error» (The Bible of Amiens, III, p. 49), pero la actitud de «reverencia» que considera «insolente aclarar un misterio» le gustaba. Para terminar con la idolatría y tener la seguridad de que no queda en este punto entre el lector y yo ningún malentendido, quisiera hacer comparecer aquí a uno de nuestros contemporáneos más justamente célebres (¡y que no puede ser más distinto de Ruskin!) que en su conversación, que no en sus libros, deja asomar este defecto, llevado a tales excesos que es más fácil reconocerlo y mostrarlo en él, sin necesidad de aplicarse tanto en agrandarlo. Cuando habla, está —deliciosamente— aquejado de idolatría. Los que le hayan escuchado alguna vez, encontrarán muy burda una «imitación» en la que no queda nada de su delicia, pero sabrán sin embargo de quién quiero hablar, a quién tomo aquí como ejemplo, cuando les diga que reconoce con admiración en los drapeados en los que se envuelve una artista trágica el mismo tejido que vemos en la muerte en El joven y la muerte de Gustave Moreau y en el vestido de una de sus amigas: «El vestido y el tocado mismos que llevaba la princesa de Cadignan el día en que vio a D’Arthez por primera vez». Y contemplando el drapeado de la actriz trágica o el vestido de la mujer mundana, impresionado por la nobleza de su recuerdo, exclama: «¡Es muy hermoso!» no porque el tejido sea hermoso, sino porque es el tejido pintado por Moreau o descrito por Balzac y que así queda consagrado para siempre… a ojos de los idólatras. En su habitación verán, vivos en un jarrón o pintados al fresco en los muros por sus amigos artistas, dicentras, porque es la misma flor que vemos representada en la Magdalena de Vézelay. Cualquier objeto que haya pertenecido a Baudelaire, Michelet, Hugo, queda rodeado de respeto religioso. Disfruto demasiado, hasta la embriaguez, con las improvisaciones espirituales en las que el placer de un tipo particular que encuentra en esta veneración conduce e inspira a nuestro idólatra, como para querer discutir en absoluto sobre este punto.
Sin embargo, en el punto álgido de mi placer me pregunto si el conversador incomparable —y el oyente que se deja llevar— no pecan también de insinceridad; si porque una flor (la pasionaria) lleva en su seno los instrumentos de la Pasión, será sacrílego ofrecérsela a una persona de otra religión y si el hecho de que en una casa haya vivido Balzac (a pesar de que no quede en ella nada que nos pueda informar sobre él) hace que sea más hermosa. ¿Debemos realmente —salvo para hacerle un cumplido estético— preferir a una persona porque se llama Bathilde, como la protagonista de Lucien Leuwen?
La forma en que se arregla madame de Cadignan es un invento encantador de Balzac, porque da una idea del arte de madame de Cadignan y nos da a conocer la impresión que ésta quiere producir sobre D’Arthez y algunos de sus «secretos». Sin embargo, una vez despojada de su espíritu se convierte en un mero signo despojado de significado, es decir, nada, y seguir adorándola, hasta extasiándose de haberla reconocido en un cuerpo de mujer no es sino idolatría. Es el pecado intelectual favorito de los artistas, del que pocos se han librado. ¡Felix culpa!, cabría decir al ver lo fecundas que han sido estas encantadoras imaginaciones, pero al menos no debemos sucumbir sin haber luchado. En la naturaleza no hay ninguna forma particular, por muy bella que sea, que tenga más valor que el que le confiere la parte de belleza infinita que ha podido encamarse en ella: ni siquiera la flor del manzano, ni siquiera la flor del espino rosa. Mi amor por ellas es infinito y los sufrimientos (fiebre del heno) que me causa su cercanía me permiten darles cada primavera pruebas de amor que no están al alcance de todos. Sin embargo, incluso hacia ellas, hacia ellas que son tan poco literarias, tan poco vinculadas a una tradición estética, que no son «la flor misma que está en el cuadro de Tintoretto», diría Ruskin, o en un dibujo de Leonardo, diría nuestro contemporáneo (que nos ha revelado entre otras cosas, de las que todo el mundo habla ahora y que nadie había contemplado antes de él, los dibujos de la Academia de Bellas Artes de Venecia), me cuidaré siempre de un culto exclusivo que se vincule en ellas a algo más que la alegría que nos dan, un culto en cuyo nombre, por una introspección egoísta, las convertiríamos en «nuestras» flores, ocupándonos de honrarlas y adornando nuestros aposentos con obras de arte en las que estuvieran representadas. No, no encontraré un cuadro más bello porque el artista haya pintado en primer plano un espino blanco, aunque no conozca nada más bello que el espino blanco, pues quiero ser sincero y sé que la belleza de un cuadro no depende de las cosas que están representadas en él. No coleccionaré las imágenes del espino blanco. No venero el espino blanco, lo contemplo y aspiro su aroma. Me he permitido esta corta incursión —que no tiene nada de ofensivo— sobre el terreno de la literatura contemporánea porque me parecía que los rasgos de idolatría cuya semilla está en Ruskin se le aparecerían claramente al lector al verlos aumentados, sobre todo porque también están aislados. Rogaría en todo caso a nuestro contemporáneo, si es que se ha reconocido en este torpe retrato, que piense que no hay malicia en ello y que he tenido, como he dicho, que llegar a los límites extremos de la sinceridad conmigo mismo para ofender así a Ruskin y para encontrar en mi admiración absoluta por él esta parte más frágil. No sólo «compartir algo con Ruskin no tiene nada de deshonroso», sino que no podría encontrar elogio más grande para este contemporáneo que haberle reprochado lo mismo que a Ruskin. Y si he tenido la discreción de no nombrarlo, casi me arrepiento de ello, pues cuando somos admitidos en la compañía de Ruskin, aunque sea en el papel de donante, para apoyar su libro y ayudar a leerlo con más detalle, ello no supone una ofensa, sino un honor.
Volvamos a Ruskin. Tengo que descender a lo más profundo de mí mismo para encontrar las huellas de esta idolatría, y de lo que añade de un tanto ficticio a los placeres literarios más vivos que nos procura, para estudiar su carácter, pues ahora mismo ya estoy «habituado» a Ruskin, pero tuvo que chocarme con frecuencia cuando empecé a amar sus libros, antes de cerrar poco a poco los ojos ante sus defectos, como ocurre con todos los tipos de amor. Los amores hacia las criaturas vivas tienen a veces un origen vil que se depura más adelante. Un hombre conoce a una mujer porque puede ayudarle a alcanzar un objetivo ajeno a ella misma. Luego, cuando la conoce, la ama por sí misma y sacrifica en su nombre sin dudarlo aquel objetivo que supuestamente debía ayudarle a alcanzar. A mi amor por los libros de Ruskin se mezclaba así en un principio algo de interesado, la alegría del beneficio intelectual que iban a suponer para mí. Está claro que, tras leer las primeras páginas, al sentir su fuerza y su encanto, me esforcé por no resistirme a ellas, por no debatir conmigo mismo, porque sentía que si un día me parecía que el encanto del pensamiento de Ruskin se extendía sobre todo lo que había tocado, es decir, si me enamoraba completamente de su pensamiento, el universo se enriquecería con todo lo que ignoraba hasta ese momento, con catedrales góticas y multitud de cuadros de Inglaterra y de Italia que todavía no habían despertado en mí ese deseo sin el cual nunca hay un verdadero conocimiento. Porque el pensamiento de Ruskin no es como el pensamiento de un Emerson, por ejemplo, que está contenido en su totalidad en un libro, es decir, algo abstracto, un puro signo de sí mismo. El objeto al que se aplica un pensamiento como el de Ruskin, y del que es inseparable, no es inmaterial, está extendido aquí y allá por la superficie de la tierra. Debemos ir a donde se encuentra, a Pisa, a Florencia, a Venecia, a la National Gallery, a Rouen, a Amiens, a las montañas de Suiza. Un pensamiento tal, que tiene un objeto diferente de sí mismo, que se ha hecho realidad en el espacio, que ya no es el pensamiento infinito y libre, sino que está limitado y sometido, que se ha encarnado en cuerpos de mármol esculpido, montañas nevadas, rostros pintados, quizá sea menos divino que un pensamiento puro, pero nos embellece más el universo, o al menos algunas partes individuales, algunas partes determinadas del universo, porque lo ha rozado, nos ha iniciado a él obligándonos, si queremos comprenderlas, a amarlas.
Y así fue, efectivamente, el universo adquirió de repente para mí un precio infinito. Y mi admiración por Ruskin daba tanta importancia a las cosas que me había hecho amar que me parecían cargadas de un valor más grande incluso que el de la vida. Fue literalmente así y en unas circunstancias en las que creía mis días contados, así que me marché a Venecia con el fin de poder, antes de morir, acercarme, tocar, ver encarnadas, en los palacios tambaleantes, pero todavía en pie y rosados, las ideas de Ruskin sobre la arquitectura civil en la Edad Media. ¿Qué importancia, qué realidad puede tener a los ojos de alguien que pronto abandonará esta tierra, una ciudad tan especial, tan localizada en el tiempo, tan particularizada en el espacio como Venecia? ¿Cómo las teorías de arquitectura civil que podía estudiar y verificar en ejemplos vivientes podían ser algunas de esas «verdades que dominan la muerte, impiden que la temamos y casi nos hacen amarla»?[18] Es potestad del genio hacernos amar una belleza que sentimos como más real que nosotros, en esas cosas que a los ojos de los demás son tan particulares y tan perecederas como nosotros mismos.
El «diré que son bellos cuando tus ojos lo hayan dicho» del poeta no es muy cierto, si se trata de los ojos de una mujer amada. En cierto sentido, e independientemente de cuáles sean, incluso en este terreno de la poesía, las revanchas magníficas que nos prepare, el amor despoetiza la naturaleza. Para el enamorado, la tierra no es sino «la alfombra que hollan los bellos pies de niño» de su amada, la naturaleza no es más que «su templo». El amor que nos hace descubrir tantas verdades psicológicas profundas nos cierra en cambio el camino del sentimiento poético de la naturaleza[19] porque nos coloca en una disposición egoísta (el amor está en el grado más elevado de la escala de los egoísmos, pero es más egoísta todavía) en la que el sentimiento poético no aparece fácilmente. La admiración por un pensamiento, por el contrario, hace surgir a cada paso la belleza porque en cada momento despierta su deseo. Las personas mediocres suelen creer que dejarse guiar así por los libros que admiramos le retira a nuestra facultad de juzgar una parte de su independencia. «Qué puede importar lo que siente Ruskin: siéntelo tú mismo». Este tipo de opiniones descansan en un error psicológico al que harán justicia todos aquellos que, al aceptar una disciplina espiritual, sienten que su capacidad de comprender y de sentir crece infinitamente y su sentido crítico nunca queda paralizado. Simplemente estamos en un estado de gracia en el que todas nuestras facultades, incluyendo nuestro sentido crítico, se acrecientan. Esta servidumbre voluntaria se convierte así en el comienzo de la libertad. No hay mejor forma de llegar a tomar conciencia de lo que sentimos que tratar de recrear en nuestro interior lo que ha sentido un maestro. En este esfuerzo profundo estamos actualizando nuestro pensamiento, al tiempo que el suyo. Somos libres en la vida, pero tenemos unos objetivos: hace tiempo que se ha desvelado el sofisma de la libertad de indiferencia. Los escritores que crean el vacío en su mente, creyendo desembarazarse así de las influencias exteriores para mantener un tono personal, obedecen a un sofisma igualmente ingenuo. En realidad, los únicos casos en los que disponemos realmente de toda la fuerza de nuestro espíritu son aquellos en los que no creemos manifestar nuestra independencia, en los que no elegimos arbitrariamente los objetivos de nuestro esfuerzo. El tema del novelista, la visión del poeta, la verdad del filósofo se les imponen de forma casi necesaria, ajena a su pensamiento, por así decirlo. Al someter su espíritu a la manifestación de esta visión, de esta verdad, el artista llega realmente a ser él mismo.
Al hablar de esta pasión, un tanto ficticia en un principio y tan profunda más adelante, que sentí por el pensamiento de Ruskin, hablo ayudándome de la memoria, y de una memoria que recuerda los hechos, «pero que del pasado profundo nada puede captar». Sólo cuando algunos periodos de nuestra vida están cerrados para siempre, cuando incluso en las horas en las que la fuerza y la libertad nos parecen evidentes, nos está prohibido abrir furtivamente sus puertas, cuando somos incapaces de recuperar incluso por un instante el estado en el que estuvimos tanto tiempo, sólo entonces nos negamos a que estas cosas queden completamente abolidas. Ya no las podemos cantar, por haber ignorado la sabia advertencia de Goethe de que sólo hay poesía en las cosas que todavía sentimos. Al no poder reavivar la brasa del pasado, al menos queremos recoger sus cenizas. A falta de una resurrección que ya no está a nuestro alcance, con la memoria congelada que hemos conservado de estas cosas —la memoria de los hechos que nos dice «eras así» sin permitirnos volver a serlo, que nos afirma la realidad de un paraíso perdido en lugar de devolvérnoslo en el recuerdo—, queremos al menos describirlo y consagrarnos a su ciencia. Cuando Ruskin está muy lejos de nosotros traducimos sus libros y tratamos de fijar en una imagen que se le parezca los rasgos de su pensamiento. Así pues, no conoceremos los acentos de nuestra fe o de nuestro amor, sólo veremos nuestra piedad, aquí y allá, fría, furtiva, ocupada como la Virgen tebana, en restaurar una tumba.