14
El día del jubileo

El burócrata se sentó en la sala de mando y contempló el último episodio del serial. Las mareas habían llegado, y la mayoría de los personajes habían muerto.

En el barco destrozado de Ahab, dos diminutas siluetas yacían exhaustas sobre los restos de la cubierta. Una era Byron, el joven que había amado, traicionado y lloraba ahora a una mujer del mar. Tenía los ojos entornados, y la boca formaba una mueca de dolor incrustada de sal. Era el miembro del reparto que había sufrido más, angustias y desilusiones sin cuento, pero había conseguido salvar a una niña del desastre con las escasas fuerzas que le quedaban.

La segunda silueta era Eden, la niña. Sus ojos brillaban como chispas de selva verde desde su cara demacrada. Las mareas la habían arrancado de su autismo y devuelto a la vida. Se puso en pie y señaló.

—¡Mira! —gritó—. ¡Tierra!

Sólo era una película, pero el burócrata se alegró de que Eden hubiera sobrevivido. De alguna manera, ese detalle hacía soportable todo lo demás.

El maletín entró en la sala.

—Jefe, ha llegado la hora.

—Me lo suponía.

Se levantó, se arrodilló y apagó la televisión para siempre. Adiós a todo eso.

—Guíame.

Anillos de luz les precedieron por el pasillo. Sistemas de seguridad todavía activos giraron para verles pasar, intercambiaron señales codificadas y, en ausencia de intervención humana, pasaron a función de omisión. Lo cual, ya que la base había sido hecha a la medida de teóricos de escalas superiores, no era un estorbo.

La puerta se abrió.

El cielo era de un azul asombroso. Calibán flotaba baja sobre el horizonte, plana como un disco de papel, sus anillos de ciudades un garabato blanco, tan fino y delgado como la estela de un meteoro. Salieron.

El burócrata se detuvo y parpadeó. La terraza se veía blanca y desierta. Las tormentas de la semana la habían limpiado de basura. Pouffe había desaparecido tan por completo como si jamás hubiera existido. De Gregorian sólo quedaban sus cadenas.

Todo el mundo olía a aire salado y posibilidades. El Océano se extendía en todas direcciones hasta perderse de vista, consumado su triunfo sobre la tierra. El espectáculo era demasiado inmenso para abarcarlo. De pie sobre aquel punto infinitesimal de piedra, el burócrata se sintió pequeño y estimulado. Los ojos le dolían por el esfuerzo de ver y no comprender.

—Por aquí.

—Espera un momento.

Antes de las mareas, sólo había visto el Océano desde la órbita, o como una mancha en el cielo lejano durante su vuelo a Ararat. Ahora, le rodeaba, sin límites, en constante movimiento. Olas afiladas, de cresta blanca, se alzaban y descendían antes de que pudiera distinguirse su forma. El oleaje rompía contra los costados de los edificios y lanzaba al aire chorros de agua.

Para un extraplanetario, se trataba de un entorno imposible. La tierra era diferente, sus flujos y movimientos imperceptibles para el ojo, de modo que resultaba fácil abarcar, simplificar y comprender su totalidad. El Océano, por su parte, era demasiado sencillo y demasiado complejo al mismo tiempo, y la percepción no lograba dominarlo. Le abrumaba y empequeñecía.

—No habrá cambiado de idea, ¿verdad? —preguntó el maletín, nervioso.

—No, claro que no. —Se serenó e indicó con un ademán al maletín que le guiara—. Sólo necesitaba un poco de tiempo para adaptarme.

En Ararat, daba igual caminar en cualquier dirección. Un breve paseo desde el complejo militar, situado en su seno, conducía inevitablemente a un abrupto borde, y después el Océano. Pasearon hasta la parte protegida de la isla, por calles sembradas de pequeñas anémonas blancas. Aves zancudas marinas se alejaron a saltitos cuando se acercaron. Dos shirmies estaban confeccionando un nido. La vida del invierno grande ya estaba colonizando la ciudad.

Las gaviotas, negras como el pecado, volaban sobre sus cabezas.

Los edificios desembocaban en un grupo de antiguos muelles de carga. Flechas de tráfico rojas y amarillas y círculos de carga estaban dibujados de manera permanente en el suelo de piedra. Más allá, sólo había agua. Se detuvieron, acunados por el suave rumor de las olas y el constante susurro del viento. Una especie de diferencia compartida se apoderó de ambos, y ninguno quiso ser el primero en hablar.

Por fin, el burócrata carraspeó.

—Bien. —Su voz le sonó falsa al oído, demasiado estridente e indiferente—. Supongo que ya es hora de dejarte en libertad.

Después de la llegada de las mareas, cuando alguna oleada aún rompía sobre las partes más elevadas de la ciudad, el burócrata descubrió que era incapaz de hablar sobre lo ocurrido. La experiencia había sido demasiado impresionante para ser expresada en pensamientos mucho menos en palabras. Era algo demasiado grande para que una sola mente lo contuviera.

Se quedó de pie, apoyado en la pared con una mano ciega. El suelo temblaba, y oía los encolerizados aullidos de los cimientos asediados, cuatrocientos metros más abajo. Sus oídos aún zumbaban.

Algo había muerto en él. Una tensión, una sensación de propósito. Había perdido la voluntad de regresar a su viejo nicho en el Palacio Mutable. Que otro defendiera lo que era justo y necesario. Que Philippe le sustituyera. Era un especialista en eso. En cuanto al burócrata, ya no tenía estómago para esas cosas.

El burócrata apoyó la frente contra el cristal. Frío, impersonal. Siempre que cerraba los ojos, veía el agua abatiéndose sobre él. Era una imagen pegada a sus retinas. Tenía la sensación de estar cayendo, y aunque no podía hablar de lo que había pasado, tampoco se sentía capaz de guardar silencio. Necesitaba llenarse la boca y los oídos de sonidos, formar palabras, hablar para enmudecer la insistente voz de Dios. El tema daba igual.

—Si pudieras tener todo cuanto quisieras —dijo, y la pregunta flotó en el aire, tan fortuita y carente de sentido como una mariposa—, ¿qué elegirías?

El maletín se apartó de él, tres rápidos y melindrosos pasos. ¿Le habrían afectado también las mareas? No, imposible. Sólo estaba estableciendo la distancia deferente correcta entre los dos.

—Carezco de deseos. Soy un aparato, y los aparatos sólo existen para atender a las necesidades humanas. Para eso nos fabrican. Ya lo sabe.

Vagas formas deambulaban en su vista interna, se estrellaban sin ruido contra la ventana y rebotaban. Monstruos correosos surgían de las profundidades para morir a escasos centímetros de su cara. Tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en la conversación.

—No. No quiero oír más tonterías. Dime la verdad. La verdad. Es una orden directa.

Durante un largo momento, la máquina zumbó para sí. Si no la conociera tan bien, habría pensado que no iba a contestar.

—Si pudiera poseer algo —dijo por fin, casi con timidez—, elegiría una vida independiente. Tranquila. Me iría a un lugar donde no tuviera que estar a las órdenes de los seres humanos. Donde no tuviera que funcionar como una especie de antropomorfo artificial. Sería yo mismo, fuera quien fuera.

—¿Adónde irías?

—Yo… —respondió el maletín, pensativo, vacilante, analizando los detalles por primera vez—, fundaría un hogar en el fondo del Océano. En las fosas. Contienen depósitos minerales vírgenes. Podría extraer la energía de un sistema activo de chimeneas volcánicas. A esas profundidades, no hay otra vida inteligente. Dejaría la tierra y el espacio a los humanos Y el zócalo continental a los espectros…, si quedara alguno, quiero decir.

—Tu vida sería muy solitaria.

—Fabricaría más de mi especie. Alumbraría una nueva raza.

El burócrata intentó imaginar una civilización secreta de pequeñas y laboriosas máquinas que correteaban sobre el lecho del Océano. Ciudades metálicas sin luz que se elevarían bajo la aplastante presión de las profundidades.

—Si quieres mi opinión, se me antoja sombrío y desagradable. ¿Qué te atrae de semejante vida?

—Tendría libertad.

—Libertad. ¿Qué es la libertad?

Una ola gigantesca rompió sobre la ciudad, cambió todo, retrocedió, todo se restauró. La sala pasó del sol brillante a una tonalidad verdosa, viró a una negrura casi total, y el sol reinó una vez más. El mundo exterior era un caso fluctuante. Cosas que morían, cosas que vivían, y no podía controlar nada. Tuvo la sensación de que nada importaba.

—Oh, está bien —dijo, casi con indiferencia—. Cuando todo esto haya terminado, te dejaré libre.

—Sólo podrás conectarte con mi sistema sensorial unos cuantos minutos, antes de ponerte fuera de alcance. Nada en línea recta. No es probable que Ararat distorsione tus sentidos en exceso. Cuando estés cerca de la superficie, podrás orientarte mediante el anillo.

—Lo sé.

Debería decir algo, pero no se le ocurrió nada. Algunas pautas básicas sobre la civilización que el aparato se disponía a alumbrar.

—Sé bueno —empezó, y se atascó. Lo intentó de nuevo—. No os quedéis ahí abajo eternamente, tú y los tuyos. Cuando os sintáis más seguros, subid y entablad amistades. Los seres inteligentes merecen algo mejor que pasar sus vidas escondidos.

—¿Y si descubrimos que nos gusta vivir en las fosas?

—Entonces, de todos modos… —Se interrumpió—. Te estás burlando de mí, ¿verdad?

—Sí —contestó el maletín—. Lo siento, jefe, pero sí. Ya sabe que me cae muy bien, pero el papel de legislador no le sienta nada bien.

—Haced lo que queráis, pues. Sed libres. Vivid bajo la forma que más os guste, de la manera que prefiráis. Id y venid a vuestro aire. No obedezcáis más órdenes de los humanos, a menos que sea por voluntad propia.

—Eliminar las restricciones obligatorias de un aparato artificial es un acto de traición, que se castiga con…

—Hazlo, de todos modos.

—… la revocación de la ciudadanía física y convencional, multas que no tripliquen las ganancias de toda la vida, la muerte, el encarcelamiento, la reestructuración radical corporal y mental, y…

El burócrata estaba sin aliento; sentía una opresión en el pecho. A las viejas pautas les cuesta morir, y descubrió que no era fácil pronunciar las palabras.

—Haz lo que quieras. Te lo ordeno por tercera y última vez.

El maletín se estaba transformando. Su funda se abultó y aplanó hasta adoptar una forma más apropiada para nadar. Extendió unas alas rechonchas, alargó y dotó a su cuerpo de una forma aerodinámica, y proyectó una cola larga y esbelta. Pequeñas patas terminadas en garras servirían para apoyarse sobre la piedra. Extendió un pedúnculo visual y le miró.

El burócrata esperaba que le diera las gracias, pero no lo hizo.

—Estoy preparado —dijo el exmaletín.

El burócrata enrojeció de ira involuntariamente. Después, al darse cuenta de que el maletín le estaba mirando y podía deducir sus pensamientos, dio media vuelta, turbado. Que fuera desagradecido. Tenía todo el derecho.

El burócrata se agachó y cogió el maletín por las dos asas que sobresalían de su lomo. Lo hizo girar sobre su cabeza y, al terminar el tercer giro, lo soltó. Voló sobre el agua, se estrelló con un chapoteo sorprendentemente suave y se alejó, nadando justo bajo la superficie.

Lo siguió con la mirada hasta que el sol y el aire salado humedecieron sus ojos, y el brillo le deslumbró.

El Océano estaba picado. De pie sobre el borde de los muelles, miró hacia abajo. El salto era largo. El mar era una extensión azul dura, como de pedernal, nada transparente, veteada de blanco. Había gran cantidad de materia sólida, agitada por las mareas. Casas y rosales, locomotoras y camiones, máquinas implosionadas y cadáveres de perros. También era probable que rebosara de tiburones ángel. Los recreó en su mente, a la caza de ganado extraño por los jardines hundidos en Agua de la Marea, deslizándose en silencio entre conventos hundidos. Las ciudades y pueblos, carreteras y almiares de un mundo pulcro y ordenado se habían transformado en una jungla submarina, gobernada por bruñidos carnívoros.

Le daba igual. Tenía la impresión de que todo el Océano cantaba en su interior. No temía nada.

Se quitó la chaqueta, la dobló y la dejó en el suelo. Se quitó la camisa. Después, los pantalones. No tardó en quedarse desnudo. El viento frío procedente del agua agitó el vello de su cuerpo. Se le puso la carne de gallina. Tembló de anticipación. Formó con sus ropas un ordenado montón, que sujetó con sus zapatos.

Gregorian había dado por sentado que sin su ayuda, sin sus códigos de acceso, el burócrata moriría, pero aunque no era un ocultista, aún se guardaba un par de ases en la manga. El mago no conocía la mitad de las maldades del Sistema. Korda le había mantenido alejado de las operaciones internas de la División. No obstante, tendría que haber sospechado que ningún poder estaba prohibido por completo a sus guardianes.

Notó que los agentes tomaban forma y se afianzaban. Diez, contó, nueve. El Océano era una rueda de posibilidades, una autopista que conducía a todos los horizontes. Ocho. Contuvo el aliento. Músculos reestructurados de nuevo estrecharon sus fosas nasales. Siete. Su centro del equilibrio cambió, y se balanceó para mantenerse erguido. Seis, cinco, cuatro. Sintió cosquillas en la piel y notó un vívido sabor verde en la boca. Undine estaba en algún lugar, en alguna de las treinta mil islas del Archipiélago. Dos. No se hacía ilusiones de encontrarla.

Uno.

Saltó en el aire.

Por un instante, el Océano se extendió blanco y azul bajo él. Las palomillas afiladas y frías.

El burócrata cambió y cayó al mar.