13
Una elevación con vistas

Tres hombres estaban sentados alrededor del fuego de campamento.

La noche era fría. El burócrata fumaba hashish negro mezclado con anfetaminas para mantenerse despierto. Gregorian le sostenía la pipa, animándole a chupar con fuerza y retener el humo lo máximo posible. La cabeza del burócrata zumbaba por efecto del hash. Sentía los pies imposiblemente lejanos, como a un día de distancia por la gigantesca carretera de sus piernas. Extraviado en la ladera de la montaña, aún se sentía monstruosamente sereno y alerta, empalmado al telégrafo celestial con línea directa a la antigua sabiduría que moraba en la base de su cráneo, como adularias en una amalgama de coprolitos y huesos de dientes de sable. Perdió el contacto un instante con la realidad externa y se zambulló en las cavernas submarinas de la percepción, un corsario en busca de botín. Después, exhaló océanos de humo que se derramaron sobre el mundo.

Hacía mucho rato que la nevada había cesado.

Gregorian terminó la pipa, golpeó la cazoleta contra el tacón de su bota y la limpió con esmero.

—¿Sabes cómo se perdió Ararat? —preguntó—. Es una historia interesante.

—Cuéntamela —pidió el burócrata.

El tercer hombre no dijo nada.

—Para comprenderlo, has de saber antes que las partes superiores de la ciudad se extienden por encima del nivel de las mareas durante el Invierno grande. Oh, las mareas rompen sobre ella, sí, pero está construida para resistir el embate. Cuando las tormentas remiten, se convierte en una isla. Un pequeño y útil puesto militar, aislado, fácilmente fortificado y definido. Defensa del Sistema la empleó como centro de planificación durante la Tercera Unificación. Fue cuando se reforzó. Debe de haber bastantes lugares secretos como éste esparcidos aquí y allá.

El mago sacó una rama de las llamas y removió la hoguera, desprendiendo chispas que salieron disparadas hacia el cielo.

—Siguiendo el procedimiento habitual, Defensa del Sistema enmascaró su participación mediante una organización de vigilancia civil, bajo los teóricos auspicios de Control de la Diseminación Cultural, también apadrinado por otra tapadera civil. Durante la reorganización que siguió a la fase violenta de la unificación…

La explicación prosiguió. El burócrata sólo escuchaba con la superficie de su mente, y dejaba que las palabras resbalaran sobre él en oleadas de murmullos, mientras estudiaba a su oponente. Acuclillado frente al fuego, Gregorian parecía más una bestia que un hombre. Las llamas arrojaban sombras rojas sobre su rostro, y la fría luz verdosa de la cristalera bañaba su cabello desde atrás. A veces, la luz llegaba a sus dientes e iluminaba la sonrisa. Pero nunca alcanzaba sus ojos.

Pasaron décadas. Las organizaciones nacieron y murieron, fueron absorbidas mutuamente, compartieron responsabilidades, eligieron nuevas autoridades, y se desgajaron de los cuerpos paternos. Cuando el Océano retrocedió y empezó la primavera grande, Ararat estaba tan enmarañada en la sustancia política del Sistema que no pudo ser suavizada ni desclasificada.

—¡Qué estupidez, qué desperdicio! Toda una ciudad, la obra de miles de vidas, perdida por culpa de meros reglamentos. Y esto no es más que una íntima fracción del imperio invisible de Ignorancia que nos han impuesto los poderes de arriba.

En persona, la voz de Gregorian era siniestramente familiar, como si sus facciones pudieran decodificarse en una versión más acentuada, más convincente que las de Korda.

—Parece que esté oyendo a tu padre —observó el burócrata.

Gregorian le dirigió una mirada penetrante.

—¡No te necesito aquí! —Señaló la silueta inmóvil que tenía frente a él—. Ya tengo bastante compañía con Pouffe. Si quieres morir pronto, yo…

—¡Sólo ha sido una observación!

El mago se serenó tan de repente como se había enfurecido.

—Sí, es verdad. Sí. Bien, toda la información me la proporcionó Korda, por supuesto. Era uno de los proyectos. Pasó años intentando que desclasificaran Ararat, luchando contra molinos de viento y fantasmas. El viejo Laoconte estrangulado por una cinta roja. —Echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada—. Pero ¿qué más nos da a ti y a mí? Más idiota fue él por desperdiciar su vida. Supongo que no te habrás acordado de traer mi cuaderno.

—Lo dejé en el maletín. Está en el avión.

—Ah, bueno. Su valor es puramente sentimental. Todos hemos de aprender a desprendernos de las cosas.

—Dime algo —empezó con cautela el burócrata. Gregorian asintió con su enorme cabeza—. ¿Qué te dio el agente de la Tierra? ¿Tecnología prohibida? ¿O nada en absoluto?

Gregorian meditó la pregunta con burlona seriedad, y después, como si pronunciara la frase clave de un chiste muy bueno, contestó:

—Nada en absoluto. Quería obligar a Korda a enviar a alguien en mi persecución cuando desaparecí. Fue un cebo.

—Entonces, ya puedo irme.

Gregorian rió. Una súbita ráfaga de viento estuvo a punto de apagar el fuego, y el gigante se convirtió en una silueta negra recortada contra la ventana mural. El tatuaje de un cometa cobró vida, recorrió su brazo y se apagó poco a poco. Una segunda marca alumbró, y una tercera, que reptó bajo su piel como gusanos de fuego en un tronco encendido.

—Quédate —dijo—. Hemos de hablar de muchas cosas.

El mago se reclinó contra la pared, sin prisa por entrar en detalles. En este punto, la ciudad daba paso a vagas tierras plateadas y grises que se extendían hacia el Océano, invisible en el horizonte. Se percibían extraños vientos y olores. La cynnamirtle y el isolarch asediaban los olfatos.

El fuego se había encendido en una gran terraza, en una depresión rocosa que Gregorian llamaba el «bajío de las ballenas». Como todo Ararat, estaba muy erosionada. De las paredes redondas brotaban ganchos, faltos de propósito. Las habitaciones estaban atestadas de coral y barro. Entre los percebes surgían extremos quemados de cables trenzados y las costillas de animales marinos. Láminas de diamantina perfectas e incorruptas salían a la luz en algunos puntos. Estos restos del Perímetro de Defensa eran raros, intrusiones discordantes en la ciudad envejecida.

El burócrata se apoyó contra un saliente de fibra de carbono. Las cadenas que le mantenían sujeto tintinearon cuando se movió. A un lado, vio el interior de la sala de mando, con las cajas de comida e instrumentos de supervivencia apiladas. Al otro se extendía el ancho y ventoso mundo A su espalda, intuía las calles desiertas, estrechas y oscuras, con la vista clavada en él.

—Quiero aceptar tu oferta —dijo.

—¿A qué oferta te refieres? —preguntó con pereza Gregorian.

—Quiero ser tu aprendiz.

—Ah, eso. No, nunca fue una propuesta seria. La intención era que te confiaras lo bastante para seguirme hasta aquí.

—Da igual.

—No sabes de qué va el rollo, hermanito. Te podría pedir que hicieras cualquier cosa, crucificar a un perro, por ejemplo, o asesinar a un extraño. El proceso te cambia. Incluso podría ordenarte que te tiraras al viejo Pouffe. ¿Te gustaría? ¿Aquí y ahora?

Pouffe estaba sentado frente a ellos, de espaldas al paisaje. La luz de la ventana dotaba a su rostro de un color enfermizo. Sus ojos eran dos estrellas apagadas, que no parpadeaban. El burócrata vaciló.

—Si fuera necesario…

—Ni siquiera eres un mentiroso convincente. No, debes seguir así, encadenado a ese saliente. Te quedarás ahí hasta que lleguen las mareas. Y después, morirás. No hay alternativa. Sólo yo podría liberarte, y mi voluntad es inquebrantable.

Los dos guardaron silencio. El burócrata imaginó que podía oír el Océano, como un susurro suave en la distancia.

—Dime, ¿crees que han sobrevivido espectros hasta nuestros días? —preguntó Gregorian.

—Enviaste a tu padre la cabeza de una —contestó el burócrata, sorprendido.

—¿Eso? Un simple truco barato que monté con los restos del laboratorio de Korda. Me quedaban todos esos cadáveres viejos, fruto de mis caros esfuerzos, y creí que podía darle un buen uso a uno de ellos. Pero tú… Me dijeron que hablaste con un espectro con cabeza de zorro en Cobbs Creek. ¿Qué opinas? ¿Fue real? Sé sincero, nada te lo impide.

—Me dijeron que era un espíritu de la naturaleza…

—¡Bah!

—Pero… Bien, si no era uno de los tuyos enmascarado, no sé qué pudo ser. Aparte de un espectro real. Era un ser viviente, de eso estoy seguro, tan sólido como yo.

—Aaaaaj.

Fue un gruñido a caballo entre el dolor y la satisfacción. Después, Gregorian sacó un enorme cuchillo del cinto. La hoja era de acero ennegrecido, y el mango de hueso de duende.

—Ya estará preparado.

Gregorian se acercó a Pouffe y se agachó. Cortó una larga tira de carne de la frente del viejo tendero. Apenas sangró. La carne era levemente luminosa, pero no con la luz brillante de las iridobacterias de Undine, sino que poseía una cualidad más suave, de tono verdoso. Refulgió en los dedos del mago, iluminó el interior de su boca y desapareció. Gregorian masticó ruidosamente.

—Los bailarines de la fiebre han llegado a su punto álgido. Diez minutos antes aún eran infecciosos. Dentro de una hora, sus toxinas empezarán a descomponerse. —Escupió el trozo de carne en la palma de su mano y lo cortó en dos con el cuchillo—. Toma. —Acercó la mitad a los labios del burócrata—. Come.

El burócrata apartó la cara, asqueado.

—¡Come! —El olor de la carne no era fuerte, o bien el humo lo había mitigado—. Te atraje hacia aquí porque este sacramento obra mejor cuando se comparte. Si no participas, no me sirves de nada. —El burócrata no contestó—. Piensa. Mientras hay vida, hay esperanza. Un meteorito podría fulminarme. Korda podría llegar con un destacamento de marines. ¿Quién sabe? Hasta podría cambiar de opinión. Todas las posibilidades terminan con la muerte. Abre la boca.

El burócrata obedeció. Notó la carne fría sobre su lengua. Tenía una textura gomosa.

—Mastica. Mastica y no tragues hasta que la hayas convertido en pulpa.

Las náuseas ascendieron a su garganta, pero las reprimió. La carne tenía poco sabor, pero ese poco era muy concreto. Su boca recordaría ese sabor hasta el fin de sus días.

Gregorian palmeó su rodilla y se sentó.

—Dame las gracias. Te he enseñado una valiosa lección. La mayoría de la gente nunca aprende lo que llegaría a hacer por salvar la vida.

El burócrata siguió masticando. Tenía la boca entumecida y la cabeza le daba vueltas.

—Me siento raro.

—¿Alguna vez has odiado a alguien? Auténtico odio, quiero decir. ¿Hasta el extremo de que tu felicidad, incluso tu vida, no significara nada, mientras no arruinaras la suya?

Su masticación se sincronizó, las mandíbulas trabajaron al unísono, ruidosa, húmedamente.

—No —oyó decir a alguien el burócrata. Era su voz.

La situación era extraña, de una manera indefinible. Estaba perdiendo todo sentido de lugar, su conciencia abarcaba una zona que no cesaba de aumentar, de modo que él no se encontraba en ningún punto específico, sino que sólo participaba de escalas de mayor o menor probabilidad.

—Sí —dijo, con la voz del mago.

Sorprendido, abrió los ojos y contempló su propio rostro.

La conmoción le devolvió a su cuerpo.

—¿A quién odiabas con tanta fuerza? —consiguió articular. Perdió la identidad otra vez. Oyó reír a Gregorian, un sonido demencial, enfermizo, con matices de desdicha, emitido tanto por él como por el mago—. A mí —dijo, con una voz profunda que resonó en la boca de su estómago—. A mí, a Dios, a Korda, más o menos en proporciones iguales. Nunca he sido capaz de diferenciar a los tres por completo.

El mago siguió hablando sin cesar y, empujado por la droga, el burócrata se metió tanto en las palabras que perdió el último vestigio de su yo. La individuación se deshiló bajo él. Se transformó en Gregorian, se transformó en el joven mago de muchos años atrás, en presencia de su padre clónico, en una habitación oscura situada en el corazón del distrito de alta gravedad de Laputa.

Se erguía tieso como un palo, intranquilo. Había llegado tarde, porque siempre se extraviaba. Carecía de las pistas que todo el mundo tenía para orientarse en el laberinto de pasillos en tres dimensiones, de amplias avenidas que se disolvían en marañas de recovecos disparatados, de rampas y escaleras que terminaban bruscamente en paredes desnudas. Esta oficina era de lo más opresivo, oscura, sembrada de estructuras de piedra monolíticas, y le sorprendía que los extraplanetarios pagaran elevadas tarifas por tales lugares. Algo que ver con la inaccesibilidad. Korda estaba empotrado en un escritorio, ante él.

Una serie de peces mercuriales atravesaron la habitación, pero eran meras proyecciones de los bailarines de la fiebre, y no les hizo caso. Examinó por el rabillo del ojo las estanterías de flores de cristal luminosas. En un campo gravitorio como aquél, un codazo suave las reduciría a polvo. Orquídeas de un rosa fuerte surgían de agujeros en el techo, y su perfume recordaba a la carne podrida.

Gregorian procuraba aparentar indiferencia, su rostro una máscara sardónica, pero la verdad era que Korda le intimidaba. Gregorian era más delgado, joven y fuerte, con mejores reflejos que su antepasado, pero este hombre obeso le conocía a la perfección.

—Comí mierda una vez —dijo Gregorian.

Korda estaba garrapateando algo sobre su escritorio. Gruñó.

Había una tercera presencia en la habitación, un replicante permanente, con capa denebiana y una máscara de cerámica blanca. Se llamaba Vasli, y estaba presente en su calidad de consejero económico. A Gregorian le desagradaba aquel ser, porque su aura era vaga; no dejaba huellas emocionales en el aire. Siempre que apartaba la vista Vasli tendía a fundirse con los muebles.

—En otra ocasión, comí skragg crudo. Es un roedor, de unas dos manos de largo y sin pelo. Es casi tan feo como malvado. Tiene los dientes armados con púas, y después de matarlo, has de romperle la mandíbula para quitarle…

—Supongo que tuviste buenos motivos para hacer algo semejante —dijo Korda, en un tono de profunda indiferencia.

—Tenía miedo de esos animales.

—Así que mataste a uno y te lo comiste para librarte del miedo. Entiendo. Bien, aquí no hay skraggs. —Korda levantó la vista—. Oh, siéntate. Vasli, ocúpese de este joven.

Sin moverse, el simulacro movió unos esbeltos artilugios metálicos que Gregorian había considerado meros elementos decorativos. Se transformaron en una silla. Empujaron con suavidad sus rodillas hacia adelante y los hombros hacia atrás, alterando el centro de su equilibrio, de manera que se vio obligado a sentarse. La silla era de granito y respaldo bajo. Sabía que no sería capaz de levantarla.

—No fue tan simple. Me di un festín que duró dos días, ofrecí sangre a la Diosa, me aticé una dosis de bailarines de la fiebre y…

—Tenemos clínicas de día que hacen lo mismo —observó Vasli—. La tecnología está prohibida aquí, por supuesto.

—No tiene nada que ver con su asquerosa ciencia. Soy un ocultista.

—Una distinción terminológica. Es posible que nuestros medios difieran, pero empleamos técnicas idénticas. Primero, abrimos el cerebro a la sugestión. Utilizamos resonancia magnética, mientras que usted utiliza drogas, rituales, sexo, terror o alguna combinación de todo ello. Después, cuando el cerebro ya está susceptible, le imprimimos nuevas pautas de conducta. Utilizamos virus holoterapéuticos como mensajeros; usted come una rata. Por fin, reforzamos la nueva pauta en su vida cotidiana. En ese aspecto, es probable que nuestros métodos sean idénticos. El arte es extremadamente antiguo; la gente era reprogramada mucho antes de las máquinas.

—¡Arte! —resopló Korda—. En otro tiempo, tenía un miedo paralizante a ahogarme, así que fui a Cordelia y me tiré dos millas Kristalsee adentro en plena noche. Es lo bastante salado para impedir que nadie se hunda, y no hay depredadores de superficie grandes. Si no te entra el pánico, todo va bien. Aquella noche, sufrí todas las agonías del Infierno. No obstante, cuando llegué a la orilla, supe que nunca más tendría miedo a ahogarme. Y lo hice sin la ayuda de drogas. —Sonrió con ironía a Gregorian—. Estás pálido.

Una voz de otro mundo murmuró ¿Es eso lo que te propones? ¿Debo morir para ayudarte a superar tu miedo a morir? Qué trivial. Gregorian hizo caso omiso.

—¡No te imagines que puedes ser condescendiente conmigo, anciano! ¡He sufrido experiencias que ni siquiera intuyes!

—No fanfarronees. No debes tener miedo de mí.

—¿Miedo de ti? No sabes nada.

—Sé todo cuanto debo saber sobre ti. ¿Piensas que unas pocas diferencias circunstanciales en educación y experiencia pueden causar serias diferencias en lo tocante a la personalidad? No es así. Yo soy tu alfa y tu omega, jovencito, y tú no eres más que una copia de mí. —Korda extendió los brazos—. ¿Te desagradan estos mofletes y manchas, propios de la vejez? Soy lo que llegarás a ser con el tiempo.

—¡Jamás!

—Es inevitable. —Korda bajó la vista hacia el escritorio—. He dispuesto unos fondos que te permitirán acceder a la Extensión. Estudiarás control biocientífico, que debería serte útil; te enseñará la locura de pensar que puedes oponerte a tu herencia genética, para empezar. Vasli se encargará de cubrir económicamente tus necesidades vitales, más algo para diversiones. No existen motivos para que debamos vernos mucho durante los próximos años.

—Y a cambio, ¿qué esperas?

—Cuando cuente con los conocimientos apropiados, le pediremos que realice una pequeña investigación de campo —dijo Vasli—. Nada muy difícil. Nos interesa determinar la posible supervivencia de los indígenas de Miranda. No dudo que encontrará el trabajo gratificador.

Sabían que no iba a rechazar la educación, el dinero, los contactos que Korda le estaba ofreciendo. La alternativa era sumirse en la oscuridad de los Planetas Medios, ser un simple farmacéutico en una tierra sin civilizar. Nadie se lo pensaría dos veces.

—¿Por qué crees que haré tu voluntad cuando me haya licenciado?

—Oh, creo que cuando llegue el momento te mostrarás muy cooperativo. Te estamos dando la oportunidad de lograr algo. ¿Piensas que surgen muy a menudo esas oportunidades? —Antes de que pudiera contestar, Korda continuó—: Vasli, encárguese de todos los detalles.

La vida escapó de él.

Gregorian saltó de la silla. Tocó la mejilla de Korda. Estaba fría, inerte. El hombre con el que había hablado no era más que un maniquí, un replicante moldeado a imagen de Korda, de forma que sólo éste pudiera manipularlo. El artilugio formaba parte del escritorio. Ni siquiera tenía piernas.

—Tenía una cita —explicó Vasli.

—¡Un agente! —El insulto agudizó la voz de Gregorian—. Ni siquiera estaba en persona. ¡Envió a un agente!

—¿Qué esperaba? No le estrechó la mano. ¿Qué otra cosa podía ser?

Gregorian le miró.

En silencio, Vasli le tendió la mano. Gregorian la aceptó, tras una brevísima vacilación. El anillo de sello que su padre clónico le había enviado, junto con la indumentaria extraplanetaria, susurró en su nervio óptico agente permanente único en su género.

—Supongo que es la primera vez que sale a otro planeta.

Gregorian retiró la mano.

—Deneb. Su gente está construyendo una envoltura alrededor de Deneb, ¿verdad?

—Una envoltura toroidal, sí. No una esfera completa, sino un gajo de esfera; varía sólo uno o dos grados respecto a la eclíptica.

Mientras Vasli hablaba, el macroartefacto se materializó en el aire entre ambos. Por un segundo, pensó que Vasli estaba usando un proyector de bolsillo, pero luego comprendió que se trataba de un efecto de la visualización fugitiva causada por los bailarines de la fiebre.

—Para calentar los planetas exteriores. Carecemos de sus recursos naturales; ni limítrofes, ni planetas medios. Con una única excepción nuestros planetas son inhabitables. Por ello, hemos destruido un planeta helado para crear un cinturón reflectivo.

La imagen aumentó de tamaño y vio las formas ahusadas y achatadas de los planetas individuales, vio el diagrama de sus órbitas entrelazadas, y la red de estaciones para el control del tráfico que recorría su infraestructura.

—No será suficiente para que los planetas exteriores sean habitables.

—No, es sólo parte del engranaje. También estamos recalentando sus núcleos e implosionando algunas lunas dispersas para crear portales de acceso a la cromosfera de nuestro sol.

Pequeños soles orbitales nacían a la existencia alrededor de los planetas exteriores. El cinturón de hielo adquiría doble brillantez en los puntos por donde pasaban cerca los planetas.

La visión aturdió y encolerizó a Gregorian. Tembló de emoción.

—¡Eso es lo que deberíamos hacer! Tenemos los conocimientos, tenemos el poder… Sólo nos falta la voluntad de hacemos con el control, de ser poderosos como dioses.

—Mi pueblo no está compuesto por dioses, exactamente —dijo con sequedad el hombre artificial—. Un proyecto de esta envergadura provoca guerras. Han muerto millones de personas. Muchas más han sido desplazadas, establecidas en un nuevo lugar, arrancadas de las vidas en que eran felices. Aunque yo lo considero justificado, la sinceridad me obliga a admitir que la mayor parte de su pueblo no lo aceptaría. Hemos renunciado a muchas cosas que su cultura todavía conserva.

—Todo el mundo muere; la reordenación del cuándo es una cuestión de simple interés estadístico. —En su mente, recreó todo el sistema de Próspero, y se le antojó algo mezquino, un grano de arena, una semilla sin germinar—. Si tuviera el poder, empezaría a demoler planetas hoy mismo. Destruiría Miranda con mis propias manos. —Notaba la sangre correr por sus venas, henchir su polla, el éxtasis de las posibilidades que recorrían su cerebro—. Destrozaría las mismísimas estrellas, y en su lugar construiría algo digno de verse.

En la pared se abrieron bocas, una tras otra, se cerraron y desaparecieron. Más bailarines de la fiebre. Se secó el sudor de la frente, mientras lanzas blancas atravesaban el techo y perforaban ruidosamente el suelo. El ambiente en la habitación era sofocante.

Bostezó y, por un instante, sus ojos se abrieron y vio a Gregorian, al otro lado de un fuego de campamento casi apagado. La cabeza del mago asintió, pero continuó hablando. Luego, estuvo de nuevo en Laputa, pero se había perdido una parte de la historia del mago.

—Vasli, imagino que conoce bien a Korda. Es capaz de matar, ¿verdad? Mataría a un hombre si se interpusiera en su camino.

Aquella máscara blanca le escrutó.

—Puede ser despiadado. ¿Quién puede saberlo mejor que usted?

—Dígame algo. ¿Cree que mataría a seis? ¿A una docena? ¿A cien? ¿Mataría a tantas personas como pudiera, las torturaría, sólo por el placer de saber que lo había hecho?

—Para saberlo con seguridad, tendrá que investigar en el fondo de su ser. Yo diría que no.

Los bailarines de la fiebre convirtieron su cráneo en cenizas, pero mientras se elevaban como un millón de risueñas moscas de cromo, sumiendo en la inconsciencia al joven mago, pensó, No, claro que no. Alguien capaz de hacer esas cosas no se parecería en nada a Korda. Sería un monstruo, un ser grotesco, que experimentaría un cambio radical. Sería alguien diferente por completo.

Despertó.

La noche había envejecido. Grandes masas de piedra se cernían sobre él. Callejones sin luz respiraban suavemente a su espalda. Abajo, la tierra era apenas visible a la luz previa al amanecer. Nubes de obsidiana se acumulaban sobre el horizonte. Rayos bailaban entre ellas. Sin embargo, no oyó truenos. ¿Era posible? ¿Moriría el mundo en silencio? El fuego casi se había extinguido, los carbones transformados en ceniza.

Gregorian tenía la barbilla caída sobre el pecho, y un reguero de baba resbalaba por una comisura de su boca. Seguía inconsciente. En todo Ararat, sólo el burócrata estaba despierto y consciente. Tenía la boca pegajosa y le dolían las tripas.

Algo tropezó en la calle detrás de él.

El burócrata se enderezó. Ararat estaba en silencio. Una repentina ráfaga de aire podía romper un trozo de coral y enviarlo rodando por las pendientes de piedra, pero este ruido era diferente. Tenía algo de decidido. Estiró el cuello para mirar hacia la boca del callejón. La negrura se movió ante su mirada. ¿Había sido un movimiento? Quizá era un espejismo de sus nervios ópticos.

Se oyó un ruido metálico. Un leve movimiento torpe e inseguro. Había algo detrás que avanzaba en su dirección.

El burócrata aguardó.

Poco a poco, un ser semejante a una araña salió de la calle. Se tambaleaba de un lado a otro, y tanteaba el camino con una extremidad delantera, como el bastón de un ciego. De vez en cuando, perdía el equilibrio y caía. Era su maletín.

Ven aquí, pensó el burócrata. No se atrevió a hablar, por temor a que se despertara Gregorian. O tal vez, pensó, lo que en realidad temía era que fuera otra alucinación. Contuvo el aliento. La cosa avanzó hacia él.

—¿Es usted, jefe? —Tocó la funda del maletín, para que éste pudiera comprobar sus genes, y el aparato se desplomó a sus pies—. Me ha costado mucho encontrarle. Este lugar ha confundido todos mis sentidos.

—¡Silencio! —susurró el burócrata—. ¿Aún funcionas?

—Sí. Sólo estoy ciego.

—Escucha con atención. Quiero que fabriques un nervio inductor. Apodérate del sistema nervioso de Gregorian y paraliza sus funciones motrices superiores. Después, llévale adentro. Guarda una antorcha de plasma en algún sitio. Tráela aquí y libérame.

La cabeza de Gregorian se alzó de su pecho. Sus ojos se abrieron poco a poco, y sonrió. Llevó la mano hacia el cinto, con una lentitud exagerada, y sus dedos se cerraron en tomo al mango del cuchillo.

—Eso es tecnología prohibida —dijo el maletín—. No estoy autorizado a fabricarlo sobre la superficie planetaria.

Gregorian lanzó una risita.

—Da igual, hazlo.

—¡No puedo!

—Ahí tienes un ejemplo perfecto de lo que decía antes. —Gregorian sacó su cuchillo y se echó hacia atrás. Daba la impresión de estar explicando la parte de la narración que el burócrata se había perdido—. Ese artilugio contiene el suficiente poder tecnológico para hacer casi cualquier cosa. Más que suficiente para liberarte. Sin embargo, no puede utilizarlo. ¿Y por qué? Por una regulación burocrática absurda. Por una falta de nervio cultural. Se ha encadenado las manos, y la culpa es sólo de vosotros.

—Te lo ordeno por tercera vez. Hazlo.

—De acuerdo —dijo el maletín.

—¡Jodido…!

Gregorian se incorporó de un salto y el cuchillo se materializó en su mano. Después, se puso rígido, perdió el equilibrio y cayó. Se golpeó con fuerza en la piedra. Clavó la vista enfrente, sin parpadear. Su cuerpo sufrió un espasmo, y después se inmovilizó. Un brazo continuó temblando.

—Esto es más complicado de lo que… —empezó el maletín—. Ah, ya está. —El brazo dejó de temblar. Poco a poco, con movimientos torpes, el mago rodó sobre su costado y gateó—. ¡Caramba! Veo perfectamente cuando miro a través de sus sentidos. —La cabeza de Gregorian oscilaba de un lado a otro—. ¡Menudo lugar!

El maletín intentó tres veces enderezar a Gregorian. En cada ocasión, el cuerpo del mago perdió el equilibrio y cayó. Por fin, el maletín admitió su derrota.

—No puedo sujetarlo, jefe.

—Perfecto —dijo el burócrata—. Que se arrastre.

Los accesorios que Gregorian tenía incluían un diagnosticador, bien provisto de medicamentos. Cuando el burócrata hubo depurado su sangre, tomado una droga centradora y lavado su cara, se sintió mil veces mejor. Una vez desaparecidos los bailarines de la fiebre y los venenos del cansancio, quedó extremadamente débil, pero lúcido. Se encaminó hacia la puerta con una cantimplora, se lavó la boca varias veces y escupió los restos a la calle.

Entonces, entró en el edificio y conectó la televisión. ¡Ya ha empezado!, chilló el aparato. ¡La primera ola acaba de romper en la orilla! Si usted se encuentra en la cuesta o en el Abanico, hemos de urgirle

¡Qué terrorífica escena!

a marchar ya. Sí, lo es. Una visión gloriosa, la cresta de la ola alzándose, con la aurora detrás, presta a engullir la tierra. Hemos de urgirle. Si está en algún punto del contorno de la meseta, ha llegado el momento de huir. ¡No tendrá otra oportunidad!

—Jefe, Gregorian quiere hablar con usted.

—¿De veras?

El burócrata enlazó las manos a la espalda y caminó hacia la ventana mural. El horizonte se había puesto en movimiento. Era una raya delgada y turbia, ni mucho menos tan dramática como lo que estaba exhibiendo la televisión. Sin embargo, había comenzado por fin la inundación de Agua de la Marea. Las mareas del jubileo habían llegado. Hileras de árboles flácidos se alineaban en la llanura. Un viento inaudible barría hojas de color añil frente a la ventana a prueba de ruidos.

En el bajío de las ballenas, frente a él, se arrodillaba Gregorian. El maletín le había inmovilizado con las mismas cadenas irrompibles que había utilizado para el burócrata. No podía ponerse de pie y no quería tenderse. Sus miradas se cruzaron. El maletín todavía controlaba su sistema nervioso.

—Comunícame con él.

—No podrás escapar sin mi ayuda —dijo el maletín, con la voz de Gregorian.

—Aquí estoy a salvo.

—Oh, sí, sobrevivirás a las mareas, pero ¿cómo vas a escapar? Te quedarás aislado en esta pequeña isla que nadie encontrará jamás. La comida no durará mucho. Desconoces los códigos de acceso que permiten enviar un mensaje para que te recoja un avión.

—¿Tú no?

El burócrata desvió la vista hacia el otro lado de la plaza, donde el maletín había colgado el cadáver de Pouffe de un gancho. Al menos le debía eso a aquel hombre.

—Sí. —Una risa alegre, educada—. Parece que hemos llegado a un punto muerto. Yo necesito tu ayuda para sobrevivir, y tú la mía para escapar. Es preciso llegar a un pacto. ¿Qué propones?

—¿Yo? No propongo nada.

—¡Entonces, morirás!

—Supongo.

Siguió un largo y atónito silencio.

—No lo dirás en serio —habló por fin Gregorian.

—Espera y verás.

El burócrata se volvió hacia el televisor y jugueteó con los controles. El espectáculo continuaba.

—¿Cómo te atreves a juzgarme? ¡No tienes el menor derecho moral, y lo sabes!

—¿Por qué?

—A tenor de tus propias normas, estás corrompido. Dijiste que no utilizarías tecnología prohibida. Dijiste a Veilleur que si la usabas, no serías mejor que cualquier criminal. Sin embargo, la has tenido a tu disposición en todo momento, dispuesta a ser empleada.

El drama llegaba a su culminación. El joven Byron había sido atado al mástil del arca del loco Ahab, y azotado. Su sirena aguardaba en una jaula a que las aguas sumergieran los páramos. Sabiendo que iba a morir, empezó a cantar.

—Mentí —dijo el burócrata—. Ahora, cállate. Quiero oír esto.

—Jefe —dijo poco después el maletín—, él es demasiado orgulloso para sugerirlo, pero sé lo que está pensando. Podría matar a Gregorian ahora mismo, sobrecargando su sistema nervioso. No sufriría el menor dolor.

El burócrata descansaba sobre un montón de almohadas mullidas, decoradas con dibujos del Archipiélago. Miraba la televisión, dejando que su resplandor le bañara. Estaba increíblemente cansado. Las imágenes ya no significaban nada para él, sólo un flujo absurdo de fotogramas consecutivos. Estaba vacío, agotado.

Siempre que levantaba la vista, veía a Gregorian, mirándole. Si había algo de cierto en aquel rollo de los poderes ocultos, el hechicero no moriría solo, pero aunque el burócrata sentía la intensidad de aquellos ojos, los evitaba. Tampoco permitía que el maletín transmitiera las palabras del mago. Se negaba a escucharlas. Así, no existiría la menor posibilidad, por ínfima que fuera, de que le disuadieran de algo en el último momento.

—No —dijo con voz suave—. Creo que es mejor así, ¿no?

Las mareas se acercaban. La tierra se estremecía con premoniciones del Océano. Los sonidos que transportaba el lecho de roca eran enviados desde las oquedades y subterráneos inferiores, largos y apagados gemidos, grandes suspiros submarinos. Monstruos sónicos rugían en los huesos y estómago del burócrata. Toda la ciudad crepitaba y crujía de anticipación. Los puntales de fibra de carbono resonaban a la par.

El martillo del Océano se disponía a golpear.

Cuando llegara la gran ola, caería sobre Ararat y la agitaría como una campana. Todas las aguas del mundo formarían un puño gigantesco y golpearían. Desde abajo, el impacto parecería la caída de la civilización, la culminación de todas las inundaciones y terremotos de la historia. Sería inimaginable que alguien sobreviviera. Sería el descenso final de la oscuridad.

Cuando las aguas remitieran por fin, Gregorian habría desaparecido.

Entonces, el burócrata podría dormir.