—Está de un humor de perros esta mañana.
El aeroplano continuó hacia el sur, canturreando en voz baja para sí. El burócrata y Chu estaban sentados, hombro con hombro, en unos reclinadores tan lujosos como asientos de la Opera. Al cabo de un rato, Chu volvió a intentarlo.
—Imagino que encontró una amiguita con la que pasar la noche. Tuvo más suerte que yo, se lo aseguro.
El burócrata clavó la vista en el frente.
—Muy bien, no hable. Se me da una higa. —Chu cruzó los brazos y se retrepó en el reclinador—. Si me he pasado la jodida noche en este trasto, también puedo pasarme la mañana.
La Colina de la Torre fue menguando de tamaño. Nubes grises se habían desprendido del Piedmont, y flotaban bajas sobre bosques purpúreos como un morado. En el suelo, los behemots se arrancaban del barro. Expulsados de sus madrigueras por fuerzas que no comprendían y cargados con el peso de crías cuyo nacimiento no vivirían para ver, corrían entre los árboles, salvajes, intranquilos y condenados.
El burócrata había conectado el maletín a los controles de vuelo, derivando las funciones autónomas. De vez en cuando, murmuraba un ajuste de curso, y el maletín transmitía el mensaje al aparato. Había una capa de vacío en el interior del cristal de la cubierta para suprimir los ruidos exteriores, y el único sonido que se oía en el interior de la cabina eran el zumbido y las vibraciones del propio aeroplano.
Se acercaban a un poblado del río, cuando Chu despertó de su sopor, dio una palmada sobre el tablero de instrumentos y exclamó:
—¿Qué es eso de ahí abajo?
—Gedunk —contestó el aparato—. Población, ciento veintitrés, apeadero fluvial, centro de evacuación regional más oriental…
—¡Sé todo sobre Gedunk! ¿Qué estamos haciendo aquí? Hemos dado la vuelta. —Miró a su alrededor—. ¡Nos dirigimos hacia el norte! ¿Cómo ha ocurrido? Hemos vuelto al río.
Desde aquella altura, el barco ganadero que flotaba en el agua parecía de juguete, y los empleados de evacuación puntos móviles. Hacia el sur de la ciudad, los restos dispersos del campamento de recolocación se veían abandonados. Una tienda que se había soltado de sus estacas aleteaba débilmente en el suelo, como un animal agonizante. Las masas evacuadas se apretujaban en recintos rectangulares contiguos situados junto al malecón. Iban entrando de uno en uno en el barco.
—Aterriza —ordenó el burócrata al aparato. Ese campo de melones al oeste de la ciudad servirá.
El aeroplano cambió de forma, se ensanchó y aplanó sus alas, y descendió.
Cuando el avión aterrizó, la mitad de los melones blancos dispersos por el campo se desenrollaron de repente y salieron corriendo sobre diminutos pies, seres de nariz afilada, desaparecidos antes de que el ojo pudiera captarlos. Los peces no tardarían en apacentar aquellos prados. A lo lejos, divisaron cobertizos destartalados y un granero de techo hundido con las puertas abiertas, dispuestos a albergar a nuevos inquilinos, granjeros sumergidos o ratones submarinos, lo que trajeran los señores de la marea. La cubierta de la cabina se replegó dentro del aparato.
Ráfagas de viento soplaban desde todos los puntos de la brújula. El aire se movía en todas partes, tan inquieto como un cachorro.
—¿Y bien? —dijo Chu.
El burócrata introdujo la mano en el maletín y sacó un tubo metálico delgado. Apuntó con él a Chu.
—Salga.
—¿Qué?
—Supongo que ya conoce estos trastos. No querrá que lo use. Salga.
La mujer contempló el reluciente tubo, el diminuto hueco del extremo, que apuntaba directamente a su corazón, y luego levantó la vista hacia la expresión cansada del burócrata. Dio un golpecito con los nudillos y el costado del aparato se abrió. Salió.
—Imagino que no se tomará la molestia de explicarme qué pasa.
—Me voy a Ararat sin usted.
El viento agitó el áspero cabello de Chu, que entornó los ojos, el rostro severo y poco agraciado, más perpleja que ofendida.
—Pensaba que éramos colegas.
—Colegas. Ha aceptado el dinero de Gregorian, obedecido sus mandatos, informado de todos mis movimientos, y encima… Hace falta mucha cara para decir eso.
Chu se quedó petrificada, una isla de piedra en medio de la hierba.
—¿Desde cuándo lo sabe? —preguntó por fin.
—Desde que Mintouchian me robó el maletín.
Ella le miró.
—Tuvo que ser uno de los dos quien me drogó en Clay Bank. Mintouchian era el sospechoso más obvio, pero no era más que un delincuente de poca monta, un miembro de la banda que se dedicaba al contrabando de artefactos de espectros. Su trabajo consistía en transportar cajas a Port Richmond en el Rey Recién Nacido. Me robó el maletín para empezar la operación de nuevo, pero los esbirros de Gregorian ya habían intentado robarlo, y sabían que podía escapar. Eso significaba que no trabajaba para Gregorian. Eso significaba que el traidor era usted.
—¡Mierda! —Chu dio media vuelta, irritada, y giró de nuevo sobre sus talones—. Escuche, usted no sabe cómo son las cosas por aquí…
—No es la primera vez que me dicen eso.
—¡No lo sabe! Yo… Escuche, no puedo hablarle de esta manera. Salga del avión, quédese en pie y míreme a los ojos.
El burócrata levantó un poco el tubo de metal.
—No está en situación de dar órdenes.
—¡Dispare, pues! Dispare o hable conmigo, como desee.
Estaba tan irritada que los ojos casi se le salían de las órbitas, con el mentón salido, desafiante.
El burócrata suspiró. Bajó del aparato con movimientos torpes.
—Muy bien. Hable.
—Lo haré. Es cierto, acepté el dinero de Gregorian. Ya le dije, cuando nos conocimos, que todas las fuerzas planetarias eran corruptas. ¡Mi sueldo ni siquiera me llega para cubrir gastos! Se da por supuesto que un agente trabajará para la oposición por un poco de pasta. Es la única manera de sobrevivir.
—Reconfigúrate para volar —ordenó el burócrata al aparato. Se sentía asqueado y anhelaba el cielo limpio y desierto. A juzgar por la expresión de Chu, su cara lo reveló.
—¡Idiota! Gregorian te habría matado, de no ser por mí. Por eso dejé el cuervo muerto en tu cama. Hice lo que cualquier otro agente habría hecho en mi lugar, e hice mucho menos que algunos. El único motivo de que sigas con vida es que le dije a Gregorian que no era necesario matarte. Sin mí, nunca regresarás de Ararat.
—¿No era ése el plan original?
Chu se puso rígida.
—Soy un oficial. Te habría sacado vivo. Escucha, no sabes en qué te estás metiendo. Si has de abandonarme, no vayas a Ararat. No hay forma de tratar con Gregorian. Está loco, es un psicópata. Conmigo, como piensa que soy su títere, aún podrías atraparle, pero solo no.
—Gracias por el consejo.
—Por el amor de Dios, no… —La voz de Chu se quebró—. ¿Qué es eso?
Flotaban voces en el aire, y ya hacía rato que se oían, una confusión de sollozos y gritos que la distancia apagaba y homogeneizaba. Los dos se volvieron a mirar.
Un frenético movimiento se producía en los recintos de los evacuados. Las vallas habían caído, y la muchedumbre perseguía a los vigilantes. Las porras giraban en el aire, y el ruido agudo de la madera al romperse flotaba sobre el estruendo general.
—¡Los muy idiotas! —dijo en voz baja Chu.
—¿Qué pasa?
—Han sacado a la gente demasiado pronto, la han apretujado demasiado, la han tratado con demasiada rudeza, y no le han dicho nada. El típico método de manual de cómo crear un tumulto. Cualquier cosa puede desencadenar un motín, una cabeza abierta, un rumor, alguien que empuja a su vecino. —Acarició con la lengua una muela, pensativa—. Sí, apuesto a que ha sido eso.
El barco ganadero se estaba separando del muelle. La tripulación confiaba en aislarse del motín. La gente saltó en su persecución, desesperada, y cayó o fue empujada al agua. Los oficiales de evacuación se estaban reagrupando río abajo, tras un grupo de edificios. Desde donde se encontraban el burócrata y Chu, todo parecía ocurrir con lentitud, y era fácil mirar. Al cabo de un momento, Chu enderezó los hombros.
—El deber me llama. Tendrás que suicidarte sin mi ayuda. He de acercarme allí y ayudar a recoger los pedazos. —Extendió una mano—. ¿Sin resentimientos?
El burócrata titubeó, pero su estado de ánimo había cambiado. La tensión entre ambos había desaparecido, una vez disipada la ira. Trasladó el tubo a la otra mano. Se dieron un apretón.
A lo lejos, se elevó un gran rugido cuando bombas disuasoras estallaron frente a la turba, desprendiendo humo naranja. La idea de acercarse al lugar de los hechos horrorizó al burócrata, pero se obligó a hablar.
—¿Necesitas ayuda? No tengo mucho tiempo, pero…
—¿Has recibido preparación antidisturbios?
—No.
—Entonces, no me sirves. —Chu sacó un cigarrillo del bolsillo y empezó a bajar la colina. Al cabo de unos pasos, se volvió—. Encenderé una vela en tu memoria.
Se demoró, como reacia a romper este último contacto.
El burócrata deseó poder hacer un gesto. Otro hombre habría corrido detrás de Chu para abrazarla.
—Saluda de mi parte a tu marido —dijo con rudeza—. Dile que eras una buena chica… cuando no estabas.
—Hijo de puta.
Chu sonrió, escupió y se alejó.
—¿Ha terminado con el bolígrafo? —dijo el maletín, cuando ya volaban de nuevo en dirección sur.
El burócrata bajó la vista hacia el cilindro de metal que sujetaba en la mano. Se encogió de hombros y lo devolvió al maletín. Después, se retrepó en el reclinador. Le dolían los hombros y la cabeza le zumbaba, a causa de la tensión y el cansancio.
—Avísame cuando estemos cerca de la ciudad.
Pasaron sobre campos silenciosos, ciudades sin vida, carreteras carentes de tráfico. Las autoridades de evacuación habían peinado el país dejando atrás controles de carretera, camiones abandonados y brillantes inscripciones de pintura en las carreteras y tejados, de trazos gruesos e ilegibles. Empezaron los pantanos, y las señales de vida disminuyeron, se dispersaron, desaparecieron.
—Jefe, recibo una petición para hablar con usted.
El burócrata había estado dormitando, un irritante casi sueño habitado por sueños que, misericordiosamente, nunca habían llegado a concretarse. Despertó con un gruñido.
—¿Que tienes qué?
—Hay una especie de programación ajena en el aparato, un aparato casi autónomo de algún tipo. No llega a ser un agente, pero tiene más independencia que la mayoría de los interactivos. Quiere hablar con usted.
—Ponme.
—Buenos días, bastardo —dijo el avión, en tono desenvuelto y malicioso—. Confío en no interrumpir nada.
Al burócrata se le erizaron los pelos de la nuca cuando reconoció la voz del falso Chu.
—¡Veilleur! Estás muerto.
—Sí, y lo más irónico es que morí por culpa de una nulidad como tú. ¡Tú, incapaz de imaginar la riqueza de la vida que he perdido, porque fuiste lo bastante imbécil como para entrometerte en el camino del hechicero!
Las nubes, oscuras y compactas, derivaban sobre su cabeza.
—Sería más razonable que dirigieras tu ira contra Gregorian por…
El burócrata calló. Era absurdo discutir con un fragmento grabado de la personalidad de un muerto.
—Es lo mismo que odiar al Océano por ahogarte. Un hechicero no es humano; sus percepciones y motivaciones son inmensas, impersonales, escapan a tu comprensión.
—Entonces, ¿tiene un motivo para que estés aquí?
—Me pidió que te contara un cuento.
—Adelante.
—Érase una vez…
—¡Oh, Dios mío!
—Entiendo. Quieres contar el cuento tú, ¿verdad? —Como el burócrata se negó a morder el anzuelo, el falso Chu empezó otra vez—. Érase una vez el ayudante de un sastre. Su trabajo consistía en ir a buscar los rollos de tela, cortarlos y manejar el telar, mientras su amo tejía. Sucedía en un imperio de idiotas y bribones. El amo del chico era un bribón, y el emperador del país, un idiota. Y como el chico no conocía a nadie más ni nada mejor, estaba contento.
»El emperador vivía en un palacio que nadie podía ver, pero todo el mundo decía que era el edificio más bello del universo. Poseía fabulosas riquezas que nadie podía tocar, pero la opinión general era que no tenían precio. Y todos se mostraban de acuerdo en que las leyes que promulgaba eran las más sabias de la historia, porque nadie entendía ni una sola palabra de ellas.
»Un día, el sastre fue llamado a presencia del emperador. Quiero que me hagas un nuevo vestuario, dijo el emperador, el mejor que se haya visto jamás.
»Como ordenéis, dijo el bribón del sastre, así se hará. Le dio un sopapo al chico en la oreja. No descansaremos ni comeremos hasta que hayamos confeccionado la indumentaria más elegante de todos los tiempos. Ropas tan finas que los idiotas ni siquiera puedan verlas.
»Después, abrumados por las valiosas posibilidades que se abrían ante ellos, el sastre y el chico regresaron a la tienda. El sastre señaló un ovillo vacío tirado en el rincón y dijo, Trae esa valiosísima seda de rayo de luna. ¡Con cuidado! Si la ensucias con tus dedos pringados, te pegaré.
»Intrigado, el muchacho obedeció.
»El sastre se sentó ante el ovillo. ¡Dale a la manivela!, ordenó. Nos espera un trabajo tremendo. Esta noche no dormiremos.
»¡Cómo sufrió el muchacho! Los publicistas del sastre bribón esparcieron la noticia del encargo recibido, y fueron muchas las celebridades y estrellas de los medios de comunicación que entraron a mirar, previo soborno. Contemplaron cómo trabajaban en el telar vacío, cómo daban vueltas los ovillos vacíos, el bambú envuelto supuestamente con rollos de costosas telas. Después vieron que el sastre tiraba al chico al suelo de un golpe ante sus propios ojos, y se dijeron, Ah, este hombre tiene temperamento. Es un artista.
»Después, tal como se habían comprometido, alabaron el trabajo que se estaba llevando a cabo. Nadie deseaba admitir que era idiota.
»Cuando terminó el trabajo, el ayudante del sastre estaba medio loco de hambre y como consecuencia de las drogas que tomaba para no dormir, estaba hecho polvo y lleno de morados, y de haber podido pensar con claridad, habría matado a su amo, pero la histeria de la multitud era contagiosa, y él, no menos que nadie, se sentía honrado de participar en un trabajo tan revolucionario.
»Por fin, llegó el día de la presentación. ¿Dónde están mis ropas?, preguntó el emperador. Aquí, respondió el sastre, al tiempo que alzaba un brazo vacío. ¿A que son elegantes? Fijaos en el brillo de la tela. El tejido es tan delicado y el corte tan sutil que se precisa un ojo experto para distinguir la prenda. Para un idiota, resulta invisible.
»No pensarás que el emperador iba a caer en un fraude tan burdo, pero estaba en perfecta consonancia con el resto de su vida. Un hombre que cree en su propia nobleza no encuentra dificultades en creer en un trozo de tela. Se desnudó sin vacilar y, con la ayuda del sastre, se puso siete capas de la más pura nada.
»Se proclamó fiesta oficial en honor de la ropa nueva del emperador. El sastre fue recompensado con tantos honores, títulos y opciones de inversión que ya no necesitaría trabajar nunca más. Despidió al muchacho, que se vio obligado a mendigar por las calles.
»Y fue así, aturdido, drogado y muerto de hambre, como el chico se encontró en la calle por la que el emperador y toda su corte desfilaban en jubilosa procesión, mientras los proletarios (ninguno de los cuales deseaba ser tomado por idiota) vitoreaban la belleza de las ropas.
»En el exacerbado estado de conciencia impuesto por sus privaciones, el ayudante del sastre no vio a un emperador, sino sólo a un hombre desnudo, bastante nudoso.
»¿Soy idiota?, se preguntó. La respuesta, como bien comprendía ahora, era sí, por supuesto. Era idiota. Y en su desesperación, chilló ¡El emperador no lleva ropa!
»Todo el mundo vaciló y calló. El desfile se detuvo. El emperador le miró confuso, así como sus cortesanos. A lo largo y ancho de la calle, la gente harapienta empezó a murmurar entre sí. Vieron que la afirmación del muchacho, que no habían deseado admitir para no parecer idiotas, era cierta. El emperador no llevaba ropa.
»Así que se rebelaron y mataron al emperador, a sus cortesanos y a los funcionarios públicos. Quemaron el Parlamento hasta los cimientos, y también la fábrica de armas. Arrasaron los cuarteles, las iglesias, las tiendas, las granjas y las fábricas. Las hogueras ardieron durante una semana. El invierno trajo hambruna, y después plaga.
»En primavera, la nueva república empezó a ejecutar a sus enemigos. El ayudante del sastre fue el primero en morir.
El silencio invadió la cabina.
—No eres más divertido ahora que cuando estabas vivo —dijo por fin el burócrata.
—Nada de lo que te ha ocurrido desde que llegaste a Miranda fue casual —replicó el falso Chu—. Gregorian lo dispuso todo. Te enseñó a ver las constelaciones negras y la configuración que las contiene. Fue Gregorian quien preparó tu encuentro con Zorro. Fue Gregorian quien puso una bruja en tu cama y te introdujo a las posibilidades del cuerpo. Quizá no le vieras, pero estaba presente. Te ha enseñado mucho.
»Ahora que he muerto, necesita un aprendiz. Desea que vayas a Ararat para completar tu educación.
—¿De veras cree que lo voy a hacer?
—El primer paso del aprendizaje es destruir el antiguo sistema de valores del alumno. Y lo ha hecho, ¿verdad? Te ha enseñado que tus antiguos amos son corruptos, indignos de tu lealtad.
—Cierra el pico.
—Dime que estoy equivocado —rió Veilleur—. ¡Dime que estoy equivocado!
—Ciérrale el pico —ordenó el burócrata, y su maletín obedeció.
Ararat se elevaba sobre los pantanos con la inevitabilidad natural de una montaña. Suaves terrazas escalonadas formaban barrios que se fundían en planos irregulares. Encima, los distritos comerciales se alzaban en pendientes más pronunciadas. Por fin, se encontraban los niveles administrativos y de servicios. La ciudad era una sola estructura unificada que ascendía, mediante peldaños irregulares, hasta una torre central picuda. Cubierta de vegetación, habría semejado parte de la tierra, una solitaria resurrección del archipiélago de colinas que se alejaba hacia el sur, describiendo una curva. Ahora, con la vegetación marchita y muerta, que dejaba al descubierto ventanas y puertas negras como dientes desaparecidos, y piedra veteada de mar, oscura como cúmulos, era una monstruosidad gótica, el decorado de alguna tragedia perdida del pasado de la humanidad.
—¿Puedes aterrizar en la ciudad? —preguntó el burócrata.
—¿Qué ciudad?
—Ese gran montículo de piedra muerta que tenemos delante es la ciudad —replicó el burócrata, exasperado.
—Jefe, la tierra que hay delante de nosotros es llana. En cincuenta kilómetros a la redonda sólo hay pantano.
—Eso es rid… ¿Por qué nos ladeamos?
—No nos ladeamos. El aparato está estabilizado, y nos dirigimos recto hacia el sur, según la brújula.
—Estás rodeando Ararat.
—Ahí no hay nada.
—Nos estamos desviando hacia el oeste.
—No.
Estaban dejando la ciudad a un lado.
—Acepta mi palabra. ¿Qué explicación puedes darme a la discrepancia entre lo que vemos?
El maletín vaciló.
—Debe de ser una instalación reforzada —dijo por fin—. Sé que existen tales cosas, lugares que han sido clasificados como secretos y resultan invisibles a las percepciones de las máquinas. Se me ordena que no vea nada, de modo que para mí no existe.
—¿Puedes aterrizar, siguiendo mis instrucciones?
—Jefe, no me pida que pilote el aparato sin ver, si esto es una instalación reforzada. Las defensas me ordenarían dar media vuelta, y nos estrellaríamos contra el suelo.
—Ajá.
El burócrata examinó el terreno. Hacia el horizonte, el Océano era una mancha grisácea aplastada bajo las nubes. Ararat, rodeada de extensiones plateadas de agua y barro, era inalcanzable por tres lados. Al oeste, no obstante, una amplia carretera corría desde la ciudad hasta una abertura en los árboles. Debía de ser parte de alguna antigua arteria de comunicación importante. Un avión y una docena de vehículos terrestres estaban abandonados en el prado donde moría. El burócrata señaló hacia aquel punto.
—¿Ves esos vehículos?
—Sí.
—Pues bájanos ahí.
La cubierta de la cabina se abrió con un suspiro.
—No puedo acompañarle —dijo el maletín—. Mientras esté conectado, puedo neutralizar las incursiones de Gregorian, pero la maquinaria está infestada de programas hostiles. En cuanto me desconecte, existen grandes posibilidades de que el avión se vuelva contra nosotros. En el mejor de los casos, es posible que despegue y nos deje abandonados aquí.
—¿Y qué? No te necesito para hacer mi trabajo. —El burócrata bajó—. Si no he vuelto dentro de unas horas, ven a buscarme.
—De acuerdo.
Se volvió hacia la carretera lo que se veía con claridad desde el aire, resultaba invisible desde tierra. El lecho de la carretera estaba sepultado bajo arena e invadido por maleza. No obstante, un tosco sendero se había practicado en el centro gracias a una rasadora, y la máquina estaba abandonada junto a la embocadura, como un perro guardián herrumbrado. Examinó vehículo tras vehículo, con la esperanza de encontrar uno con el que llegar a Ararat, pero ninguno tenía baterías Cogió un televisor abandonado en el asiento delantero de una furgoneta, con la idea de que le sería útil para informarse sobre el estado del tiempo. La ciudad se cernía sobre él, enorme. No debía de estar lejos.
El burócrata se internó entre los árboles del bosque, profundo y silencioso. Esperó no toparse con un behemoth.
Donde la tierra era blanda, divisó pisadas que le precedían. Aparte de las huellas de la rasadora, no vio señales de tráfico rodado.
Se preguntó un momento por qué habían dejado los vehículos en el prado. En su mente, imaginó a los ricos y estúpidos mendigos ancianos que avanzaban dando tumbos hacia Ararat para renacer, peregrinos impulsados a trasladarse a pie a la montaña sagrada. Habrían ido con arrogancia y esperanza, ciegos de angustia y cargados de riquezas para comprar la inmortalidad al hechicero. No podía despreciarles por completo. Hacía falta un grotesco tipo de valentía para llegar tan lejos.
El aire era frío. El burócrata se estremeció, contento de llevar una chaqueta. El silencio era opresivo. El burócrata estaba reflexionando sobre esto, cuando algo chilló desde el corazón del pantano. Se concentró en caminar, en poner un pie delante del otro, y en clavar la vista al frente. Una oleada de soledad se abatió sobre él.
Bien, al fin y al cabo, estaba terriblemente aislado. Había dejado atrás amigos, aliados y consejeros, uno tras otro. A estas alturas, no había ser humano con el que hubiera intimado más que con el Piedmont. Se sentía vacío y solo, y la ciudad se alzaba hacia el cielo, pero continuaba lejana.
La experiencia le había engañado. Acostumbrado a las cordiales distancias de los mundos flotantes y ciudades orbitales del espacio no había comprendido que un objeto podía estar muy lejos, sin perjuicio de destacarse en el cielo. El pico de Ararat flotaba sobre él, negro y sin vida.
El aire se oscureció y arrebató todavía más calor al día. ¿Qué encontraría cuando llegara por fin a Ararat?, se preguntó. Por algún motivo, ya no creía que Gregorian le estaría esperando. No se lo podía imaginar. Lo más probable sería que encontrara la ciudad desierta, calles plagadas de ecos y ventanas bostezantes. El final de su larga búsqueda sería llegar a Ninguna Parte. Cuanto más lo pensaba, más plausible consideraba esta posibilidad. Era la broma típica de Gregorian.
Continuó andando.
Se sentía contento, por extraño que resultara. En última instancia le daba igual encontrar o no a Gregorian. Se había ceñido a su misión y pese a todos los esfuerzos de Gregorian, el hechicero no había logrado disuadirle. Podía ser cierto que los amos a los que servía fueran venales, y que el Sistema estuviera corrompido, incluso condenado pero él no se había traicionado a sí mismo. Y quedaba tiempo suficiente para ir a la ciudad y regresar antes de que llegaran las mareas periódicas. Entonces, su trabajo habría concluido. Podría volver a casa.
Un destello blanco flotó en el aire ante él. Apareció un segundo, y después un tercero, demasiado pequeños para ser flores, demasiado grandes para ser polen. Hacía un frío terrible. Levantó la vista. ¿Cuándo habían caído las hojas? Los árboles desnudos se recortaban como esqueletos negros contra el cielo gris. Cayeron más destellos blancos.
Estaban por todas partes, llenaban el espacio que le separaba de la ciudad, por millones, y de esta manera definieron el espacio y la distancia que le faltaba por recorrer.
—Nieve —musitó, maravillado.
El frío era desagradable, pero el burócrata no encontró motivos para volver. Podía aguantar algunas incomodidades. Aceleró el paso, con la esperanza de que el ejercicio le calentara un poco. La televisión rebotaba contra su costado mientras trotaba. Su aliento salía convertido en pequeñas nubes de vapor. Suaves copos plumosos iban cubriendo los árboles, la tierra, el sendero. Detrás, sus pisadas se disolvían en la blancura.
Conectó el televisor. Un dragón gris de nubarrones se doblaba y redoblaba sobre sí mismo, avanzando sobre el Continente en la pantalla. ¡Se están fundiendo!, gritó una voz excitada. Tenemos unas vistas magníficas de los casquetes polares desde la nave en…
Pasó al canal siguiente, refúgiense inmediatamente. La senda serpenteaba entre los árboles, llana, lisa y monótona. El burócrata, falto de aliento, aminoró el paso. La televisión comentaba alegremente las desdichas de gente atrapada por el desastre. Habló de rescates casi milagrosos en la Provincia Arenosa y de peligrosas misiones aéreas a lo largo de la Costa. Se enteró de que la milicia se encontraba en estado de alerta, que cada seis horas despegaban escuadrones aerotransportados. Le recordaron que debía salir de Agua de la Marea antes de que atacara la primera oleada de mareas. Que ocurriría dentro de dos horas, lo más pronto, o dieciocho, a más tardar. No debía pararse a comer. Debía partir al instante.
La nevada era tan intensa que apenas veía los árboles que flanqueaban el sendero. Le dolían los pies a causa del frío. ¡Cuidado con la hipotermia!, gritó la televisión. No frote la piel congelada. Deshiélela poco a poco con agua caliente. No consiguió comprender la esencia del consejo; contenía demasiadas palabras desconocidas.
Los presentadores parecían entusiasmados. Tenían los rostros congestionados, los ojos brillantes. Los desastres naturales causaban efecto en las personas, llegaban a creerse importantes, las convencía de que sus actos eran trascendentales. Cambió otra vez de canal y encontró a una mujer que explicaba la precesión de los polos. Planos y globos ayudaban a demostrar que Miranda estaba a punto de entrar en el invierno grande y recibiría menos insolación que nunca. Sin embargo, los efectos del calentamiento eran inevitables desde hace más de una década. Los delicados mecanismos de realimentación natural aseguran…
El asa del televisor le quemaba como hielo. Ya no pudo sujetarla más. Con un esfuerzo, abrió la mano y soltó el aparato, que cayó al sendero. Hundió la mano bajo la axila. Corrió hacia adelante, rodeando su cuerpo con los brazos para darse calor. Durante un rato le llamaron voces. Poco a poco, fueron enmudeciendo.
Ahora, estaba auténticamente solo.
No fue hasta que tropezó y cayó cuando comprendió el peligro que corría.
Se dio un buen golpe y, durante unos momentos, no se movió, casi gozando del dolor que recorría su cuerpo; apenas sentía un brazo y el costado de la cara. Se quedó sorprendido de que tan sólo el clima fuera capaz de hacerle esto. Por fin, comprendió que había llegado el momento de dar media vuelta. O morir.
Se puso en pie, mareado. Ya no estaba seguro de en qué dirección debía avanzar. La espesa nieve cubría su abrigo y se aferraba a sus pestañas. Apenas podía ver. Algunas líneas grises a ambos lados del sendero, que debían de ser los árboles, y nada más. La huella que había dejado al caer ya había sido borrada.
Emprendió el regreso.
Era improbable que se encaminara hacia el aeroplano. Ojalá estuviera seguro, pero estaba desorientado y le costaba pensar. Toda su atención se concentraba en el frío que hundía las fauces en su piel y no la soltaba. Heladas agujas de dolor desgarraban sus músculos. Apretó los dientes, su boca dibujó un gruñido inaudible, y se obligó a seguir caminando.
Pasado un rato, comprendió que había tomado la dirección equivocada, porque aún no se había topado con el televisor abandonado. Prefirió aplazar el convencimiento lo máximo posible, porque la idea de volver sobre sus pasos era insoportable. Por fin, no tuvo otro remedio que admitir su error, dar media vuelta y retroceder.
El silencio era sobrenatural.
Hacía un rato que el burócrata ya no sentía los pies. Aquel frío doloroso trepaba ahora por sus piernas y entumecía los músculos de las pantorrillas. Sus rodillas le quemaban por el roce con la tela helada de los pantalones. Sus orejas ardían. Un salvaje dolor en ambos ojos y en el centro de la frente nublaba su mente; voces demoníacas salmodiaban palabras sin sentido en coros superpuestos.
Después, el entumecimiento paralizador alcanzó a sus rodillas, que cedieron, y cayó al suelo.
No se levantó.
Yació inmóvil durante una eternidad. Sufrió alucinaciones sonoras, oyó los ruidos de maquinarias fantasmales. Comenzaba a sentirse misericordiosamente caliente. La televisión había dicho algo al respecto. Levántate, bastardo, pensó. Has de levantarte. Oyó un crujido, y vio botas, botas de cuero negro, ante su rostro. Un hombre inmenso se agachó y le alzó con suavidad. Por encima de su hombro, distinguió un manchón de color entre el torbellino blanco, que debía de ser un coche o un camión.
El burócrata vio un rostro ancho, lleno de energía y calidez, pero implacable como una piedra. Se parecía al padre de alguien. Los labios dibujaron una sonrisa que invadió toda la cara del hombre, las mejillas formaron alegres globos, y el hombre guiñó un ojo.
Era Gregorian.