El aire bullía de hormigas voladoras, de alas como manchones iridescentes, minúsculos arcos iris que se cruzaban y creaban dibujos de difracción; círculos y medias lunas se formaban y desaparecían antes de que el ojo pudiera asimilarlos. El burócrata levantó la vista y se esfumaron, continuando su viaje agonizante hacia el mar.
—Esto es absurdo —gruñó Chu.
El burócrata se apartó del aeroplano.
—Es muy sencillo. Quiero que suba en este trasto y se dirija hacia el sur, hasta que se encuentre por encima del horizonte. Entonces, dé la vuelta, sobrevolando el bosque. Hay un pequeño claro al este, junto a un río. Espéreme allí. Un niño podría hacerlo.
—Ya sabe a qué me refiero.
—Muy bien. ¿Ha visto cómo nos han tratado en el hangar? —Al otro lado de la pista, un grupo de obreros replicantes, de articulaciones oxidadas y flácidas, estaban amontonando con torpeza las partes desmanteladas del hangar sobre un patín elevador—. Insistieron mucho en que nos fuéramos antes de mediodía. No querían que nos entrometiéramos.
—Sí, ¿y qué?
—Dígame para qué va alguien a enviar un transbordador hasta aquí, dos días antes de las mareas, sólo para llevarse un hangar modular. —No esperó a la respuesta de Chu—. Tenían instrucciones de alejarme de aquí lo antes posible. Pretendo averiguar el motivo. —Retrocedió hacia la sombra de los árboles y ordenó al aparato—: Despega.
El dosel se cerró. Los motores cobraron vida. El aeroplano era una bonita obra de ingeniería, el tipo de máquina elegante que sólo suele verse en los mundos flotantes. Su casco esmeralda brilló por obra del calor de los chorros. Luego, el aparato dio un salto adelante que equivalió a doce veces su longitud y se elevó en el aire con un rugido Al cabo de un parpadeo, desapareció.
El sendero que atravesaba el bosque era apacible. Las hojas habían cambiado de color durante la lluvia, y virado a tonos púrpura y cobalto. La luz que se filtraba poseía una cualidad melancólica, un sombrío recordatorio de lo que se avecinaba.
Los árboles se abrían al pie de la Colina de la Torre. Las pendientes eran de un verde deshilachado, pues yeso blanco asomaba entre la hierba terrestre alienígena. La ladera de la colina estaba sembrada de tiendas y estandartes de brillantes colores, de parasoles y globos. En la cumbre se alzaba la antigua torre, pintada de osados supergráficos naranja y rosa, una isla de estética extraplanetaria que contrastaba violentamente con el ropaje trágico del bosque otoñal.
La ladera estaba abarrotada de replicantes, un hormiguero agitado con un palo. Daba la impresión de que, ahora que Agua de la Marea había sido purgada de vida humana, los demonios surgían para celebrar su propio carnaval.
Inició la subida.
Oyó quebradizas carcajadas metálicas, como si un millón de grillos estuvieran cantando. Aquí, un cuarteto de replicantes tocaba instrumentos de cuerda. Allí, la multitud vitoreaba a dos luchadores de cromo idénticos. Más lejos, una docena habían enlazado las manos y bailaban en círculo. Las parejas paseaban, cogidas por la cintura, con las cabezas tocándose, todas indiferenciables. Era el triunfo de la asexualidad.
—¡Toma un trago!
Se detuvo a la sombra de un pabellón para recuperar el aliento. Un replicante ejecutó una profunda reverencia y le tendió una mano vacía. El burócrata parpadeó y comprendió que le había tomado por un replicante. Aceptó el vaso invisible con un cabeceo cortés. Experimentó una perversa satisfacción al saber que, entre todos los cientos de seres reunidos en este lugar, él era el único que veía los huesos metálicos bajo la ilusión de la carne.
—Gracias.
—¿Te lo pasas bien?
—Si quieres que te diga la verdad, acabo de llegar.
El replicante se inclinó hacia adelante con movimientos torpes, y palmeó su hombro con familiaridad. Una cara redonda y enfermiza le miró desde la pantalla.
—Tendrías que haber estado aquí antes de que la policía despejara la zona. Podías alquilar a una mujer para que te cargara a la espalda como un caballo, y azotarla en el culo para obligarla a moverse. —Parpadeó—. Esa torre era…
—… un transmisor de televisión. Sí, conozco la historia.
El replicante, con la boca abierta estúpidamente, le miró el tiempo suficiente para que el burócrata se diera cuenta de que la conversación, se había hecho aburrida.
—No, no, una casa de putas. Podías comprar todo cuanto quisieras. ¡Cualquier cosa! Recuerdo una vez que mi mujer y yo…
El burócrata dejó el vaso.
—Perdona, he de irme.
La planta de la torre que albergaba el salón estaba atestada.
Esqueletos negros estaban apoyados en una barra central circular. Otros conversaban en los reservados. El interior era cálido y poco iluminado, lleno de cerdos voladores de latón y maniquíes de fieltro, alumbrado tan sólo por las telepantallas faciales encendidas de los clientes, y por una rueda de televisores situados en los bordes del techo.
Casi invisible el burócrata se detuvo junto a un grupo de replicantes que contemplaban las pantallas. Estaban ardiendo edificios de los barrios pobres llenos de gente. Una multitud recorría calles estrechas, cantando y agitando el puño. Bajo un cielo ennegrecido por el humo, la policía repelía a los manifestantes con lanzas eléctricas. Era una diminuta visión de la locura, un vistazo al fin del mundo.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Disturbios en el Abanico —contestó uno—. Es la parte de Port Richmond que está debajo de las cascadas. Las autoridades de evacuación sorprendieron a un muchacho que prendía fuego a un almacén, y le golpearon hasta morir.
—Es muy desagradable —dijo otro—. Se están portando como animales. Peor que animales, porque se lo están pasando en grande.
—La cuestión es que ha bajado gente desde el Piedmont para unirse a las manifestaciones. Adolescentes, sobre todo. Es como un rito de iniciación para ellos. Han acordonado la pendiente para cortarles el paso.
—Tendrían que azotarles a todos. Es por culpa de vivir en un planeta, lejos de las restricciones de la civilización.
—Creo que todos tenemos algo de salvaje —intervino otro—. Si fuera unos cuantos años más joven, ya estaría ahí.
—Estoy seguro.
El burócrata captó una rendija de luz. Una puerta se había abierto en la bodega, en el centro del bar. Entrevió, casi de manera subliminal, una enjuta cara blanca, antes de que la puerta se cerrara de nuevo Fue más una impresión que otra cosa, pero suficiente para decidirle a esperar y ver si volvía a ocurrir.
Se mantuvo inmóvil durante largo rato. La puerta se abrió por segunda vez y asomó una cara furtiva. ¡Sí! Era una mujer. Menuda, delgada, ratonil.
La conocía.
Interesante. El burócrata efectuó un largo y minucioso circuito del local. Dos puertas opuestas daban acceso a la bodega. Sólo tardarían un instante en colarse bajo la barra y entrar. Regresó a donde estaba antes y encontró una silla protegida por una cascada de enredaderas tentaculares.
Transcurrieron las horas. Los televisores eran una rueda impresionista de icebergs que se quebraban, ciudades de lona para la gente de los barcos de ganado, imágenes de casquetes polares precataclísmicos. No le importó esperar. A largos intervalos, aunque regulares como un reloj, la puerta se abría y aquella cara blanca y chupada asomaba para escudriñar a la multitud, antes de volver a cerrarse. Estaba esperando a alguien, sin la menor duda.
Por fin, un recién llegado se sentó en la barra y dejó un ramo de flores sobre el mostrador, delante de él. Polícromas y ninfas pisoteadas, escogidas entre las malas hierbas del exterior. Cogió una servilleta invisible y le dio la vuelta. Después, recorrió con las manos el borde de la barra, como si buscara algo escondido. Cuando el barman le dio una bebida, alzó la copa inexistente para examinar su parte inferior.
El burócrata reconoció aquellos gestos.
La puerta de la bodega no tardó en abrirse de nuevo. El pálido rostro de la mujer se destacó en la oscuridad. Vio al recién llegado, asintió y levantó un dedo: sólo un momento. La puerta se cerró.
El burócrata se dirigió con parsimonia hacia el extremo más alejado de la barra y pasó por debajo. Un barman mecánico se movió hacia él, pero el burócrata alzó su brazalete del censo. Verde, exento. El artilugio dio media vuelta, y el hombre entró en la bodega.
La única bombilla que la iluminaba hirió sus ojos, después de la oscuridad del bar. Fila tras fila de estanterías vacías cubrían las paredes. La mujer, de puntillas, estaba bajando una caja. La cogió por el brazo.
—Hola, Esme.
La mujer giró en redondo, lanzando un chillido ahogado. La caja golpeó contra un estante. Se debatió al tiempo que intentaba evitar la caída de la caja. El burócrata aumentó su presa.
—¿Cómo está su madre?
—No debe…
—Aún vive, ¿eh? —Había pánico en aquellos diminutos ojos oscuros. El burócrata tuvo la impresión de que si aumentaba un poco más la presión de sus dedos, los huesos se quebrarían—. Por eso haces recaditos para Gregorian, ¿eh? Te prometió que resolvería tus problemas. Di que sí. —La agitó, y ella asintió—. ¡Habla! Si quiero, puedo ordenar que te detengan. Gregorian te utiliza como correo, ¿verdad?
La empujó hacia adelante, acorralándola entre su cuerpo y las estanterías. Oyó los latidos de su corazón.
—Sí.
—¿Te dio esta caja?
—Sí.
—¿A quién has de dársela?
—Al hombre…, al hombre de la barra. Gregorian dijo que traería flores.
—¿Qué más?
—Nada más. Dijo que si el hombre hacía preguntas, debía contestar que todas las respuestas estaban en la caja.
Esme se había quedado muy quieta. El burócrata retrocedió y la soltó. Cogió la caja. La mujer la miró con tanta avidez como si contuviera su corazón.
El burócrata se sentía viejo y cínico.
—Cuéntame, Esme —dijo, y creyó que lo hacía con suavidad, pero no sonó así—, ¿qué crees que sería más fácil para Gregorian, matar a tu madre, o simplemente mentirte?
El rostro de la mujer era una llama. El burócrata no pudo leer su expresión. Ya no estaba seguro de que estuviera motivada por algo tan sencillo y claro como el deseo de venganza, pero era demasiado tarde para que pudiera influir en sus acciones. Señaló la puerta.
—Ya puedes marcharte.
En cuanto la mujer salió, el burócrata abrió la caja. Respiró hondo cuando vio su contenido, pero no se sorprendió, sino que le invadió cierta melancolía. Salió al bar y se acercó al replicante que esperaba en la barra.
—Es para usted —dijo—. De parte de su hijo.
Korda le miró sin expresión.
—No sé de qué me está hablando.
—No se esfuerce. Ha sido sorprendido conspirando con el enemigo, utilizando tecnología prohibida, violando el embargo, abusando de la confianza pública, etcétera. No crea que no puedo demostrarlo. Una sola palabra, y Philippe se le echará encima. Sólo quedarán las marcas de dientes en sus huesos.
Korda apoyó las manos sobre la barra e inclinó la cabeza. Intentaba recuperar el control.
—¿Qué quiere saber? —preguntó por fin.
—Todo —contestó el burócrata—. Desde el principio.
El fracaso llevó al joven Korda al pabellón de caza de Shangai. Había entrado al servicio público cuando el Palacio Mutable era nuevo, la cultura bullía de relatos sobre tecnologías peligrosas controladas, y las sociedades se reconstruían. Intentó superarlo todo, pero el potro desbocado de la tecnología había sido domado, los muros levantados y el universo encerrado. No había nuevos mundos que conquistar, y los viejos habían sido puestos a buen recaudo. Como muchos jóvenes de su generación, la revelación le desorientó y amargó.
Cada día, Korda se adentraba en los pantanos, o nadaba hasta las colinas de coral, y mataba a tantos animales como podía, lleno de autodesprecio. Algunos días, las aguas de los pantanos se veían alfombradas de plumas, pero ni aun así encontraba la paz. Mató a varios behemots, pero no se hizo con trofeos, y tampoco eran comestibles.
Una tarde calurosa, cuando cruzaba un prado con el rifle al hombro, vio a una mujer que buscaba anguilas. Interrumpió su trabajo, se quitó la blusa y la utilizó para secar el sudor de su cara y pechos. Korda se detuvo y la miró.
La mujer reparó en su presencia y sonrió. Desde lejos, había pensado que era fea, pero un sutil cambio de luz reveló que era muy hermosa. Vuelve al anochecer, dijo la mujer, trae algunas gallinas y las cocinaré para ti.
Cuando regresó, la mujer había encendido un fuego. Estaba sentada al lado, sobre una manta. Korda depositó la caza a sus pies. Más tarde, después de comer la cantidad que satisface pero no alimenta, hicieron el amor.
Incluso entonces, sin la agudeza que proporcionan la introspección y el recuerdo, pensó que la cara de la mujer cambiaba cuando hacían el amor. Las llamas oscilantes impidieron la confirmación, pero a veces parecía más redonda, más cuadrada, más enjuta. Era como si un millar de caras se ocultaran bajo su piel, se reunieran y emergieran a la superficie cuando la pasión rompía su control. Ella le cabalgó con fiereza, como si Korda fuera un animal al que hubiera decidido agotar de una sola cabalgada. Le enseñó a controlar el orgasmo, para que pudiera aguantar tantas horas como ella deseara.
—¿Le hizo un tatuaje? —preguntó el burócrata.
Korda aparentó confusión.
Las brasas se estaban apagando cuando la mujer terminó con él que se tendió poco a poco bajo su cuerpo, con los ojos cerrados, y se sumió en la inconsciencia del sueño. Sin embargo, mientras huía del mundo, tuvo una visión de su cara durante el orgasmo, que se aplanaba, alargaba y adoptaba el aspecto de una calavera.
No era una cara humana.
Despertó frío y solo a la luz gris del falso amanecer. El fuego se había apagado por completo, y la manta ya no le cubría. Korda se estremeció. Tenía el cuerpo arañado, rasgado, mordido, en carne viva. Tuvo la impresión de haberse restregado contra un zarzal. Se vistió y volvió al pabellón.
Se rieron de él. Te has enrollado con un espectro, le dijeron, has tenido suerte de que no estuviera en celo. Hace un año, el hermano de un guía de excursiones fue devorado hasta morir por una, le arrancó los pezones y los huevos, le chupó la piel hasta el hueso. El de la morgue tardó una semana en eliminar la sonrisa de su cara.
Tampoco le tomaron en serio en el Palacio Mutable. Una educada muchacha le explicó que su visión era anecdótica y de escasa calidad, pero que se encargaría de archivarla en alguna oscura botellería, y entretanto le daba las gracias por su tiempo e interés.
A Korda no le importó. Había encontrado su meta.
Mientras le escuchaba, el burócrata no pudo por menos que asombrarse. Korda y él nunca habían sido íntimos, pese a que habían trabajado juntos durante años. ¿De dónde había surgido aquel espíritu fanático, cómo había podido ocultarlo al burócrata durante tanto tiempo?
—¿Cómo averiguó el emplazamiento de Ararat? —preguntó.
—Mediante el Comité. Cuando me topé con él, era poco más que una asociación de lunáticos; cultistas, místicos e inútiles por el estilo, de los que me costó años desembarazarme, pero aún quedaban algunos miembros de la vieja guardia que habían ejercido bastante influencia en su tiempo Fui arrancándoles poco a poco fragmentos válidos de información.
—Así, robó la suficiente biotécnica para crear un hijo clónico no registrado. Gregorian. Sólo que su madre desapareció, y el niño con ella. No tuvo suerte.
Fueron años difíciles, admitió Korda, pero había trabajado duro, desarrollando planes para la protección y conservación de los espectros, cuando eran localizados, programas de acogida y reproducción, de educación y preservación cultural. Los convirtió en años productivos, aunque su principal objetivo, localizar o, como mínimo, demostrar la existencia de los espectros, no se cumplió.
No obstante, Korda siguió enviando sondeadores, y un día, uno de sus contactos en Agua de la Marea encontró a Gregorian.
—¿Cómo?
—Sabía cuál sería su aspecto. Cada año, ordenaba que se realizaran fotografías. Sus equilibrios hormonales habían sido ajustados levemente, para que no se pareciera a mí de una manera asombrosa. Apenas una vaga similitud. Le hice un poco más tosco, algo menos propenso a engordar, nada más. No me mire así. No lo hice por orgullo.
—Continúe.
Para empezar, las relaciones entre padre e hijo fueron tirantes. Gregorian se negó a hacer el trabajo de su padre en Agua de la Marea. Insinuó que sabía mucho acerca de los espectros, pero demostró un supremo desinterés en la cuestión de su supervivencia final. De todos modos, Korda sufragó la educación de Gregorian, y le allanó el camino para que ocupara un buen puesto en los laboratorios biotecnológicos del Círculo Exterior. El tiempo estaba de su lado. No había posibilidades de desafiar a un hombre de las capacidades de Gregorian (las mismas de Korda). Tarde o temprano, vendría a él.
Korda pensaba que entendía muy bien a Gregorian.
Estaba equivocado. Gregorian había encontrado trabajo en el Círculo Exterior. Permaneció en él hasta que las mareas del jubileo fueron inminentes, y no hubo manera de que Korda le utilizara. Korda le despidió.
Entonces, Gregorian desapareció. Huyó de repente, sin avisar, de una manera deliberadamente sospechosa. La investigación reveló que poco antes de su partida se había entrevistado con un agente de la Tierra, que le dio algo. Fuera lo que fuera, nadie volvió a creer que era inofensivo. Sonaron las alarmas. Todo concluyó en el regazo de Korda.
Que había pasado la investigación al burócrata.
—¿Por qué yo?
—Tenía que enviar a alguien. Usted estaba a mano.
—Muy bien. Poco después, usted se puso en contacto conmigo en la fiesta de Rose Hall. Iba disfrazado de Muerte, y estaba ansioso por saber si había encontrado a Gregorian. ¿Por qué lo hizo?
Korda se llevó un vaso neurotransmitido a los labios. Bebía sin cesar, pero no era capaz de emborracharse.
—Gregorian acababa de enviarme un paquete. Un puñado de dientes, nada más. No me atreví a mandarlos a un laboratorio para que los analizaran, pero estaba convencido de que eran dientes de espectro. He visto cientos en museos. Sólo que aquellos tenían las raíces ensangrentadas. Los habían arrancado hacía poco.
—Muy típico de él —dijo con sequedad el burócrata—. ¿Qué pasó después?
—Nada. Hasta el otro día, cuando su media hermana me dijo que Gregorian se reuniría aquí conmigo, y que me daría la prueba que yo quería. Eso es todo. ¿Va a abrir el paquete?
—Aún no. Retrocedamos un poco. ¿Por qué creó a Gregorian? Algo relacionado con las votaciones periódicas, ¿no?
—¡No! En absoluto. Yo… quería educarle en Agua de la Marea. Con vistas al futuro. Comprendí que el motivo de que los espectros fueran tan escurridizos era que no deseaban ser encontrados. Pasaban por humanos, vivían en los intersticios sociales, en campos de trabajo para emigrantes y sobre colmados destartalados. Al fin y al cabo, son inteligentes, astutos y escasos en número.
»Para encontrarles, necesitaba a alguien que conociera bien Agua de la Marea, que se moviera entre sus habitantes sin llamar la atención que supiera distinguir entre una broma y una revelación distraída. Alguien que, desde el punto de vista cultural, se sintiera como en casa.
—Eso no explica por qué ese «alguien» también debía ser usted.
—¿En qué otra persona podía confiar? —protestó Korda—. ¿En cuál?
El burócrata le miró durante largo rato. Después, empujó el paquete hacia adelante.
Korda levantó la tapa. Cuando vio lo que había dentro, se quedó horriblemente inmóvil.
—Adelante —dijo el burócrata, enfadado de repente—. Esto es lo que quería, ¿verdad? La prueba irrefutable, concluyente.
Introdujo la mano en la caja y extrajo la cabeza cortada, sujetándola por el pelo. Dos replicantes cercanos dejaron sobre la barra su bebida neurotransmitida y abrieron unos ojos como platos. Otros, más alejados, repararon en la escena y se volvieron a mirar. El silencio se apoderó del local.
El burócrata dejó caer la cabeza sobre la barra.
Estaba inhumanamente pálida, la nariz más larga que la de cualquier humano, la boca sin labios, los ojos demasiado verdes. Deslizó una mano sobre la mejilla, y los músculos se agitaron en un acto reflejo, remodelaron aquella parte de la cabeza. Korda la miró, su boca se abrió y cerró en la pantalla sin emitir ni una palabra.
El burócrata le dejó allí.
Un fragmento de ocaso se vislumbraba por la puerta abierta, y detrás de él los replicantes cantaban Éstos son los últimos días, los días finales, los días que no se prolongarán, cuando un botones se materializó junto a su costado.
—Perdone, señor —murmuró—, pero una dama desea hablar con usted. Ha venido en persona, y afirma que es muy importante.
Esme, pensó con tristeza, ¿cuándo pondrás fin a esto? Casi estuvo tentado de plantarla.
—Muy bien —dijo—. Guíeme.
La máquina le condujo hasta un ascensor escondido y subieron a una suite ubicada justo debajo de la cúpula bulbosa. Abrió la puerta y se marchó. Las paredes estaban suavemente iluminadas, consiguiendo que la riqueza extravagante de la habitación, con sus muebles tallados a mano y su enorme cama cubierta de seda, adquiriera un aspecto impresionante. El burócrata entró.
—¿Hola?
Se abrió una puerta y apareció la última mujer del universo que esperaba ver.
No pudo decir nada.
—¿Has estado practicando? —preguntó Undine.
El burócrata enrojeció. Intentó hablar, pero la emoción se lo impidió. Atravesó una enorme distancia y cogió su mano. La aferró, no como un amante, sino como un hombre que se ahoga. Sabía que, si la soltaba, se desvanecería. Su rostro llenó su campo de visión. Era un rostro orgulloso, bello, travieso, y al mirarlo, comprendió que no la conocía en absoluto, y nunca lo había hecho.
—Acércate —dijo por fin.
Ella se acercó.
—No te corras aún. Quiero enseñarte algo.
El burócrata, aunque no atontado, se encontraba en un estado de estupefacción que le impedía hablar, con la cabeza despejada, pero las palabras no le salían. Se apartó de ella y asintió.
Undine formó una copa con las manos, las yemas de los dedos hacia abajo, como una hoja, una abertura tierna y natural, en que los bordes de sus manos se tocaban.
—Esto es el mudra para la vagina. Y esto —extendió una mano, y descargó la otra convertida en puño sobre la palma, con el pulgar alzado— es el mudra para el pene. Ahora —extendió el meñique, sin bajar el pulgar. Colocó la mano entre sus piernas e introdujo el dedo en su vagina—, me he transformado en hermafrodita. ¿Me aceptas como tu diosa?
—Si la alternativa es que vuelvas a desaparecer, supongo…
—Tantos requisitos… ¡Has nacido para las evasivas! Di que sí.
—Sí.
—Bien. Ahora, el propósito de esta lección es que averigües lo que siento cuando hacemos el amor. No es demasiado. Deseas comprenderme, ¿verdad? Pues has de ponerte en mi lugar. No te haré nada que tú no puedas hacerme a mí. Es justo, ¿no? —Extendió la mano para acariciarle el cabello y el costado de su cara—. Ay, dulzura, mi polla anhela tu boca.
El burócrata, torpe e inseguro, se agachó y cerró la boca sobre su pulgar.
—No tan fuerte. ¿Te la chupo como si me comiera una salchicha? Acércate poco a poco. Sedúcela. Para empezar, me lames la parte inferior de los muslos. Ay. Ahora, bésame los huevos… Así, los dedos engarfiados. ¡Suave! Recorre la superficie con la lengua, y después chúpalos con delicadeza. Magnífico. —Arqueó la espalda, elevó los pechos, cerró los ojos. Su otra mano le enredó y desenredó el cabello—. Sí.
»Ahora, que tu lengua se pasee por la polla. Sí. Es posible que desees cogerla con la mano. Así está bien, poco a poco. ¡Oh, y por los costados también! Es fantástico. Ahora, baja la capucha y deja al aire la punta. Chúpala, siempre con suavidad. Sí, hazme cosquillas. ¡Oh, Dios! Has nacido para hacer feliz a mi polla, cariño, no permitas que nadie diga lo contrario.
»Ahora, más adentro. Introdúcela toda en tu boca, arriba y abajo, largas y rítmicas lamidas. Deja que tu lengua juguetee con ella. Hmm. —Empezó a moverse bajo él. Le lamió los labios—. Cógela con las dos manos. Sí. Más deprisa.
De repente, le agarró por el pelo. Sus bocas se encontraron, y se besaron apasionada, húmedamente.
—Oh, Dios, no puedo soportarlo —dijo Undine—. He de poseerte. —Retrocedió y le dio la vuelta—. Siéntate poco a poco sobre mi regazo. Yo te guiaré.
—¿Qué?
—Confía en mí.
Le besó la espalda, los costados. Besos calientes, furtivos, como puñetazos. Le rodeó con un brazo, recorrió su estómago con la mano, jugó con los pezones.
—Oh, mi preciosa, preciosa muchacha. Quiero empalarte en mi polla.
Lentamente, le colocó sobre su pulgar. Tocó su ano, se deslizó en su interior. El burócrata estaba sentado sobre su regazo, con la espalda apretada contra sus pechos.
—Bien, ¿a que es estupendo?
—Sí —admitió él.
—Bien. Ahora, sube y baja, cariño, así. Poco a poco, poco a poco… La noche es joven, y hay mucho terreno que explorar.
Ya había anochecido cuando salieron al balcón para tomar el aire. El cielo se veía gloriosamente iluminado. Subían risas desde el mercado de duendes, donde los replicantes bailaban entre un millar de farolillos de papel. El burócrata levantó la vista. Los círculos anulares se arqueaban en lo alto, una mancha de ciudades de diamante en polvo, y más allá brillaban las estrellas.
—Dime el nombre de las constelaciones negras —pidió el burócrata.
Undine se erguía desnuda a su lado, su cuerpo bruñido de sudor, que no quería evaporarse en el aire caliente de la noche. Cabía la posibilidad de que les vieran desde abajo, pero no le importó.
—Me sorprendes —dijo Undine—. ¿Dónde averiguaste la existencia de las constelaciones negras?
—De pasada.
Notaba el frío de la barandilla contra su estómago, y el calor de la cadera de Undine contra la suya. Posó una mano sobre sus riñones y dejó que se deslizara sobre la piel suave y resbaladiza.
—Aquella de allí, justo debajo de la estrella del sur, la que parece una especie de animal. ¿Cuál es?
—Se llama la Pantera. Es un símbolo femenino, emblemático del ansia de conocimientos espirituales, y muy útil en ciertos rituales.
—¿Y aquélla?
—El Golem. Es un símbolo masculino.
—¿Y ésa que parece un ave en pleno vuelo?
—El Cuervo. Es el Cuervo.
El burócrata no dijo nada.
—Quieres saber cómo me compró Gregorian. ¿Quieres saber con qué moneda me pagó?
—No. No quiero saberlo, pero temo que he de preguntarlo.
Undine extendió la mano, con el brazalete del censo irrompible en alto, y torció el brazo.
El brazalete se rompió.
Undine lo atrapó en al aire con destreza, lo ciñó de nuevo a su muñeca y lo cerró.
—Tiene una antorcha de plasma. Uno de sus antiguos y malvados clientes se la dio como pago por sus servicios. Se supone que están estrictamente controladas, pero es sorprendente lo que puede hacer un hombre cuando cree que tiene la posibilidad de vivir eternamente.
—¿Eso es lo único que has sacado de todo esto? ¿Una manera de burlar al censo?
—Olvidas que todo cuanto hice por él fue entregarte un mensaje. Debía advertirte de que te alejaras de él. No era gran cosa. —Sonrió—. Y te advertí de la forma más dulce posible.
—Me envió un brazo —dijo con brusquedad el burócrata—. Un brazo de mujer. Me dijo que te habías ahogado.
—Lo sé, mejor dicho, acabo de enterarme. —Undine le miró con aquellos ojos desconcertantemente directos—. Bien, quizá ha llegado el momento de las disculpas. He venido a disculparme por dos razones, de hecho, por el engaño sobre mí del que Gregorian te convenció, y por lo que acabo de enterarme, que fue obra de Mintouchian.
—¿Mintouchian? —El burócrata se sintió desorientado—. ¿Qué tienes que ver tú con Mintouchian?
—Es una larga historia. Procuraré resumirla. Madame Campaspe, que fue la maestra de Gregorian y la mía, ganaba dinero de muchas maneras. Algunas no las aprobarías, porque era una mujer que fijaba sus propias leyes y decidía el bien y el mal. Mucho tiempo atrás, había conseguido un maletín como el que tienes junto a la cama, y se había dedicado al negocio de fabricar artefactos de espectros.
—¡Aquella gente de Clay Bank!
—Sí. Había puesto en marcha una pequeña organización: alguien que cuidara del maletín, agentes en varias boutiques del Círculo Interior y Mintouchian, que sacaba los productos de Agua de la Marea. El problema de esas organizaciones es que, al depender de ti, creen que les debes algo. De modo que, cuando madame Campaspe se marchó y, no por casualidad, el maletín se quemó, vinieron a verme, para preguntar qué iban a hacer ahora.
»¿Por qué me lo preguntaban a mí? No querían oír eso; querían que alguien les dijera lo que debían hacer y pensar, cuándo inhalar aire y cuándo expulsarlo. No entendieron que yo no tuviera el menor deseo de ser su mamaíta. Consideré que había llegado el momento de desaparecer. Como madame Campaspe antes que yo, decidí simular que me había ahogado.
»Gregorian y yo estábamos hablando de la procedencia y posible empleo de algunos objetos que madame Campaspe me había legado. Cuando mencioné que pensaba ahogar a mi antiguo yo, se ofreció a arreglar los detalles por un precio muy razonable, pero lo bastante elevado para que no sospechara de él. Le había llegado un brazo por carguero aéreo desde las instalaciones de clonación del Refugio del Norte, y él mismo lo trató y tatuó. Temo que dejé más de lo necesario en sus manos.
»Las brujas siempre están ocupadas; es una profesión azarosa. Estuve ausente un tiempo, y sólo cuando regresé me enteré de las dificultades que te había causado sin querer. —Le miró con sus desconcertantes ojos serenos y firmes—. Todo cuanto te he dicho es cierto. ¿Me perdonas?
El burócrata la abrazó durante largo rato, y después volvieron a entrar.
Más tarde, salieron al balcón de nuevo, esta vez vestidos, porque la temperatura había bajado.
—Conoces las constelaciones negras —dijo Undine—, y las brillantes, pero ¿eres capaz de integrarlas en la Única?
—¿La Única?
—Todas las estrellas forman una sola constelación. Te lo enseñaré. Empieza por donde quieras, allí, con Aries, por ejemplo. Síguela con el dedo y salta a la siguiente constelación; forman parte de la misma superestructura. Sigues esa siguiente y llegas al…
—¡El Kosmonauta! Sí, entiendo.
—Ahora, mientras retienes todo eso en la cabeza, piensa también en las constelaciones negras, cómo fluyen entre sí y forman un segundo dibujo continuo. ¿Lo has entendido? Sigue mi dedo, arriba, abajo, y hacia allí. ¿Lo ves? No hagas caso de los anillos y las lunas, son efímeros. Sigue mi dedo, y ya tienes la mitad del cielo.
»Has vivido la mayor parte de tu vida fuera del planeta, por lo cual supongo que conoces ambos hemisferios, el norte tanto como el sur. Retenlos en tu mente, el hemisferio de arriba que puedes ver, y el de abajo, que recuerdas, y que forman…
Lo vio: dos serpientes entrelazadas, una de luz y la otra de oscuridad. Formaban una esfera enmarañada. Sobre él, la serpiente brillante sujetaba en su boca la cola de la serpiente oscura. Debajo, la serpiente oscura sujetaba en su boca la cola de la serpiente brillante. La luz engullía la oscuridad que engullía la luz. Ésa era la pauta. Era real, eterna, por los siglos de los siglos.
Tembló de pies a cabeza. Había vivido toda su vida en la Constelación Única, observando algunos de sus diferentes aspectos miles de veces, sin saberlo. Si algo tan obvio, tan abrumador, se le ocultaba, ¿qué otras cosas escapaban a su percepción?
—¡Serpientes! —susurró—. El cielo está lleno de serpientes, por Dios.
Undine le abrazó espontáneamente.
—¡Eso ha estado muy bien! Ojalá te hubiera echado el guante cuando eras joven. Habría hecho de ti un buen hechicero.
—¿Adónde irás ahora, Undine?
La mujer permaneció inmóvil un momento.
—Por la mañana me voy al Archipiélago. Cobra vida en esta estación del año grande. Durante el verano grande es un lugar dormido, bucólico, donde nunca pasa nada, pero ahora… Es como cuando comprimes aire en un pistón, la cosa se pone al rojo vivo. La gente se traslada a las laderas de las montañas, donde están los palacios, y construye chabolas muy alegres. Te gustaría. Buena música, baile en las calles, beber vino de la isla y dormir hasta mediodía.
El burócrata intentó imaginarlo, fracasó, y deseó poder hacerlo.
—Ven conmigo —dijo Undine—. Deja atrás tus mundos flotantes. Te enseñaré cosas que ni siquiera imaginas. ¿Has tenido alguna vez un orgasmo de tres días? Te lo enseñaré. ¿Has hablado alguna vez con Dios? Me debe algunos favores.
—¿Y Gregorian?
—Olvídate de Gregorian. —Le rodeó con los brazos y le apretó con fuerza—. Te enseñaré el sol de medianoche.
Pero aunque el burócrata se moría de ganas de ir con ella, de ser arrastrado hacia las lejanas islas fabulosas de Undine, algo duro y frío en su interior se negó a doblegarse. No podía renunciar a Gregorian. Era su deber, su obligación.
—No puedo —dijo—. Soy un funcionario público. Antes, he de zanjar este asunto de Gregorian.
—Ah, ¿sí? Bien. —Undine se calzó los zapatos. Se cerraron alrededor de sus pantorrillas y tobillos, una excelente muestra de manufactura extraplanetaria—. Entonces, me voy a marchar.
—No, Undine.
La mujer cogió un chaleco bordado y lo abotonó sobre su blusa.
—Sólo necesito un día, tal vez dos. Dime dónde podemos encontrarnos. Dime dónde estarás. Iré a tu encuentro. Haré todo lo que quieras.
Undine retrocedió, tensa de cólera.
—Todos los hombres son idiotas —dijo con desdén—. Ya te habrás dado cuenta. —Sin mirarle, recogió una bufanda de donde había caído horas antes y la ató alrededor de sus hombros—. No hago ofertas que puedan aceptarse con condiciones. —Ya había llegado a la puerta—. Que puedan aceptarse, una vez rechazadas.
Se fue.
El burócrata se sentó en el borde de la cama. Fantaseó que captaba el rastro de su perfume en las sábanas. Era muy tarde, pero los replicantes del exterior, adaptados a horarios extraplanetarios, seguían su ruidosa juerga.
Al cabo de un rato, empezó a llorar.