Aquella mañana, el viento arrastró hacia tierra un enjambre de moscas percebe, y cuando el burócrata despertó, la casa flotante estaba incrustada de conchas. Tuvo que ejercer presión sobre la puerta para poder abrirla. El aroma salado del Océano lo impregnaba todo, como el perfume de una amante que hubiera pasado la noche allí y se hubiera marchado, dejando tan sólo esa ambigua promesa de regreso.
El burócrata frunció el ceño y escupió sobre la borda de la casa flotante.
Faltaba el último peldaño de la escalinata. El burócrata saltó sobre un fragmento desnudo de tierra negra y empezó a caminar entre los cascos dispersos del cementerio de barcos.
—¡Oiga!
Levantó la vista. Un muchacho de cabello dorado, desnudo sobre un yate con la proa destrozada, meaba en los rosales. Un miembro de la banda de traperos que había vivido allí. Saludó con la mano libre. El brazalete del censo brilló en su muñeca.
—¿Es eso lo que estaba buscando? Encontramos montones. Venga a coger cuantos quiera.
Cinco minutos después, el burócrata había guardado un fardo bien atado en su habitación, y partido de nuevo hacia Clay Bank. A lo lejos, una triste campana de iglesia repiqueteó, llamando a la meditación a los fieles. El cielo estaba encapotado y gris. Caía una llovizna tenue, casi imperceptible.
En esta zona tan al este, las tierras de labranza eran demasiado ricas para desperdiciarlas y, salvo por los edificios de las plantaciones, la mayoría de las casas se alzaban cerca del río, casas de chilla sin pintar que mantenían un precario equilibrio en el borde de un risco. A mitad de la distancia hacia el agua, se había practicado un camino en la tierra, cubriéndolo con planchas, con el fin de acceder a un grupo de chabolas y almacenes enclavados en la propia orilla.
La teniente Chu le estaba esperando en el camino, frente al cenador. Los barcos cabeceaban en el río, atados a pilares entre los cuales corrían muelles con más huecos que sustancia, la idea del muelle como beau idéal, más honrada en el intento que en la ejecución. La llovizna eligió aquel momento para convertirse en lluvia. Las gotas sisearon sobre la superficie del agua. Se metieron en el interior.
—He recibido otra advertencia —dijo el burócrata en cuanto encontraron una mesa. Abrió el maletín y extrajo un puñado de plumas negras. Un ala de cuervo—. Estaba clavada a mi puerta cuando llegué a casa anoche.
—Muy peculiar —contestó Chu. Extendió el ala, examinó la ensangrentada articulación del hombro, abrió los diminutos dedos de la articulación metacarpiana y se la devolvió—. Debieron de hacerlo aquellos traperos. No sé por qué insiste en vivir allí.
El burócrata se encogió de hombros, irritado.
—Quien haya planeado todo esto, lo hará a instancias de Gregorian. Reconozco su estilo.
En privado, le molestaba que Gregorian hubiera cambiado de táctica otra vez, pasando del intento de asesinato a la burla y el acoso de nuevo. No tenía sentido.
El cenador era oscuro y estrecho, un túnel excavado desde la orilla. Las mesas estaban alejadas del charco de luz que proporcionaba el único tragaluz, de cristal lechoso. El agua de las goteras caía en cubas dispuestas a propósito. En la parte posterior, el pinche de cocina reía y distribuía habladurías, mientras las llamas de un fogón de gas arrojaban sombras sobre sus rostros. Una camarera se acercó a su mesa y sirvió pedazos de carne salada y puré de batatas. Chu arrugó la nariz.
—¿No tiene…?
—No. —En la mesa de al lado, los chivos de evacuación rieron—. Si quiere desayunar, tendrá que comer lo que le den.
—Puta arrogante —masculló Chu—. Si no fuera el último restaurante de Clay Bank, le…
Un soldado joven de la mesa cercana se inclinó hacia ella.
—Tranquila —dijo, con aquel fuerte acento del norte propio de todos los policías locales, tipos de Agua de la Marea traídos desde las provincias de Aguasnegras y Viñedos, porque aquí no tenían lazos familiares—. La última aeronave llega mañana. Han de vaciar la despensa.
Su boina, doblada bajo una cinta del hombro, estaba adornada con una cola de gallo.
Chu le miró fijamente, hasta que el muchacho enrojeció y desvió la vista.
En un nicho contiguo a la mesa, la televisión pasaba un documental sobre el incendio de las chabolas. Tomas antiguas mostraban a los obreros en el acto de sellar la arcilla recién excavada. Dejaban estrechas aberturas en la parte inferior de lo que serían puertas, y en la parte posterior de los túneles. Después, incendiaban la madera apilada en el interior. Columnas de humo se elevaban como fantasmas de árboles y se convertían en un bosque, cuyo dosel ocultaba el sol. Habían repetido miles de veces el programa, desde que había sido emitido por primera vez en un canal gubernamental. Ya nadie le hacía caso.
El calor necesario para vidriar las paredes… El burócrata cambió de canal. ¡Mi hermano murió en el mar! ¿Qué debía hacer? No soy su guardián.
—¿Ve esa mierda? —preguntó Chu.
—Es absorbente.
—¿Quién es el flaco?
—Una pregunta interesante. Se supone que es Shelley, el primo de Eden, ya sabe, la niña que vio al unicornio, pero ella tenía dos primos, gemelos idénticos… —Chu resopló—. Muy bien, admito que es improbable, pero incluso en el Círculo Interior sucede en ocasiones. Por eso poseen técnicas de identificación genética, para marcarles como individuos distintos cuando eso ocurre.
Chu no le escuchaba. Contemplaba la lluvia gris por la puerta abierta, pensativa y silenciosa. A su alrededor se elevaban las voces de las camareras y trabajadores de la cocina, de los soldados y los civiles, contentos y algo nerviosos por la inminencia de la evacuación, todos afectados por la intoxicación del cambio radical.
¡Muy bien! Sí, yo le maté. ¡Yo maté a mi hermano! ¿Ya estás contento?
—Dios —dijo Chu—. Éste debe de ser el lugar más aburrido del universo.
El burócrata siguió a Chu por la pasarela resbaladiza a causa de la lluvia, extendiendo el maletín para conservar el equilibrio. Pasaron junto a una escalera hundida en la tierra, en otro tiempo reforzada y entablada, ahora deformada y herrumbrosa. Chorreaba agua por su hueco.
—He solicitado buenos asientos en el helióstato de mañana —dijo Chu.
El burócrata gruñó.
—Vamos. Si perdemos el barco, tendremos que subir a uno de los barcos de transporte de ganado. —Tiró de su brazalete del censo, irritada—. No tiene ni idea de cómo son.
Una caja cayó sobre la pasarela delante de ellos, y retrocedieron de un salto. Se balanceó en el borde y cayó al agua. Los traperos se dedicaban al pillaje de un almacén. Rompían cosas y las tiraban fuera. Un reguero de basura flotaba río abajo, casi inmóvil en la perezosa corriente, separándose en elementos a medida que avanzaba: viejos colchones que se hundían lentamente, cestos de mimbre y flores secas, butacas y violines astillados, veleros de juguete volcados. Los traperos chillaban, entregados por completo a la destrucción de objetos que nunca se habían podido permitir, y que ahora no podían llevarse por los elevados costes de carga.
Llegaron a una chabola, cuyo letrero maltratado por la intemperie colgaba sobre la puerta y mostraba a una silueta esquelética plateada. El portal era la única empresa legal del poblado y la razón ostensible de su existencia, aunque todo el mundo sabía que el local era un salón de pinturas.
—¿Sabe algo del aeroplano? —preguntó el burócrata—. ¿Aún no hay noticias de la Casa de Piedra?
—No, y a estas alturas ya se puede decir que no habrá. Escuche, hemos permanecido tanto tiempo aquí que ya me está creciendo musgo en el culo. Hemos hecho todo lo posible, la pista se ha enfriado. ¿De qué nos va a servir un aeroplano? Ha llegado el momento de tirar la toalla.
—Tomaré en cuenta sus sentimientos.
El burócrata entró. Chu no le siguió.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve aquí —dijo el burócrata.
Los aposentos de Korda eran espaciosos, en una ciudad donde el espacio se traducía directamente por riqueza. El suelo de hierba estaba roto en planos sinuosos, y las colecciones de herramientas de piedra encastradas en las paredes recibían la iluminación indirecta de unos puntos de luz que rebotaban en columnas de porfirio giratorias. Todo se veía dolorosamente limpio. Incluso los cerezos enanos estaban dispuestos en pares simétricos.
—No está aquí ahora —replicó Korda, inmune al sentimentalismo—. ¿Por qué me molesta en casa? ¿No podía esperar a la oficina?
—En la oficina se dedica a esquivarme.
Korda frunció el ceño.
—Tonterías.
—Perdón. —Un hombre con una máscara de cerámica blanca entró en la habitación. Llevaba una capa, al estilo de los planetas de Deneb—. Se aproxima la votación, y es necesaria su presencia.
—Espere aquí. —Cuando Korda llegó a la arcada que daba acceso a la habitación contigua, vaciló y preguntó al hombre de la máscara—: ¿No viene, Vasli?
El rostro blanco carente de ojos se inclinó.
—Se está debatiendo mi puesto en el Comité. Será mejor para todos los implicados que espere aquí.
El denebiano caminó hasta el centro de la habitación y se quedó inmóvil. Sus manos desaparecían en las mangas de la capa, y la capucha ocultaba su cabeza. Parecía sutilmente inhumano, sus movimientos demasiado elegantes, su inmovilidad demasiado absoluta. El burócrata comprendió de repente que era la más extraña de las entidades, el replicante permanente. Sus miradas se cruzaron.
—Le pongo nervioso —dijo Vasli.
—Oh, no, claro que no. Es que…
—Es que mi forma le inquieta. Lo sé. No existen motivos para que un sentido del tacto excesivamente estricto le empuje a la falsedad. Yo creo en la verdad. Soy un humilde servidor de la verdad. Si de mí dependiera, no permitiría mentiras o evasivas en ninguna parte, nada oculto, escondido o apartado de la vista.
El burócrata se acercó a la pared y examinó la colección de puntas de piedra: anzuelos de Miranda, puntas para cazar aves de la Tierra, roscas de Govinda.
—Perdone si le parezco brusco, pero esos sentimientos tan radicales son propios de un Informacionista Libre.
—Es que lo soy.
El burócrata experimentó la sensación de encontrarse frente a frente con un animal mitológico, una montaña parlante, o el unicornio de Eden.
—¿De veras? —dijo estúpidamente.
—Por supuesto. Renuncié a mi planeta para compartir lo que sabía con su pueblo. Es necesario ser radical para destruir de esa forma la propia vida, ¿no? Para exiliarse entre gente que se siente incómoda en mi presencia, que temen en su fuero interno ser traicionados, y que, en primer lugar, no tenían el menor interés en lo que iba a decirles.
—Sí, pero el concepto de la Información Libre es…
—¿Extremista? ¿Peligroso? —Extendió los brazos—. ¿Le parezco peligroso?
—¿Concedería a todo el mundo acceso absoluto a toda la información?
—Sí, a toda.
—¿Indiferente al daño que causaría?
—Escuche, usted es como un niño que va paseando por un país bajo y encuentra un agujero en uno de los diques. Lo explora con el dedo y, de momento, todo va bien. El mar se encrespa un poco, presiona con más fuerza. El agujero se agrieta por los bordes. Usted ha de introducir toda la mano, luego el brazo, hasta el hombro. No tarda en meterse por entero dentro del agujero, obturándolo con su cuerpo. Cuando aumenta de tamaño, respira hondo y se llena de aire, pero el Océano sigue allí, y cada vez adquiere más fuerza. No ha hecho nada por resolver su problema básico.
—¿Qué nos ordenaría hacer con la información peligrosa?
—¡Dominarla! ¡Controlarla!
—¿Cómo?
—No tengo ni idea. Sólo soy un hombre solo, pero si aplicaran todo su cerebro y músculos, ahora desperdiciados en un inútil intento de controlar… —Se interrumpió con brusquedad. Durante un largo momento contempló al burócrata, como si dominara sus emociones. Sus hombros se hundieron—. Perdone. Estoy descargando mi ira sobre usted. Esta mañana me he enterado de que mi original, el Vasli que yo era, el hombre que quería compartir tantas cosas, ha muerto, y aún no he podido discernir mis sentimientos.
—Lo siento. Debe de ser un momento muy doloroso para usted.
Vasli meneó la cabeza.
—No sé si llorar o reír. Él era yo, y también el que me condenó a morir aquí, sin planeta, sin cuerpo, solo.
Aquel rostro ciego escrutó la oscuridad exterior a través de las mil capas de la ciudad flotante.
—Me he imaginado cómo sería volver a pasear de nuevo por los campos de Storr, oler el chukchuk y el rhu. ¡Ver los foibles bañados por la luz de las estrellas del oeste, oír cantar a las flores! Creo que entonces podría morir tranquilo.
—Siempre podría regresar.
—Confunde la señal con el mensaje. Es cierto que podría haberme copiado y trasmitido esa señal a Deneb, pero seguiría aquí. Supongo que podría suicidarme, pero aparte de aliviar la conciencia de mi agente, ¿de qué serviría? —Miró el cuerpo replicado del burócrata y ladeó la máscara en un gesto de desdén—. No espero que usted me comprenda, por supuesto.
El burócrata cambió de tema.
—¿Puedo preguntarle a qué tarea se dedica su comité?
—¿Se refiere al Comité Ciudadano para la Prevención del Genocidio? Pues a eso. La destrucción de razas indígenas es un problema que existe en todos los sistemas colonizados, y el mío no es una excepción. Es demasiado tarde para Miranda, desde luego, pero quizá se acuerden algunos protocolos que valga la pena transmitir a casa.
—Es posible —dijo con cautela el burócrata— que sea usted en exceso pesimista. Yo, um, conozco gente que ha visto espectros, que se ha encontrado y hablado con ellos recientemente. Es posible que la raza aún sobreviva.
—No, no lo es.
El denebiano habló con tal convicción que el burócrata se quedó estupefacto.
—¿Por qué?
—Todas las razas necesitan un número mínimo de miembros para perpetuarse. Cuando la población baja de determinado número, está condenada. Carece de la plasticidad necesaria para sobrevivir a las variaciones normales de su entorno. Digamos, por ejemplo, que usted tiene una especie de ave que se ha reducido a una docena de especímenes. Las protege, y aumentan de número hasta mil. Sin embargo, desde un punto de vista genético, continúan siendo una única docena de individuos, expresados en una miríada de clones. Su genoma es frágil. Un día, el sol se levantará con el pie izquierdo y todos morirán. Una enfermedad que mata a uno, mata a todos. Puede ocurrir cualquier cosa.
»Sus espectros no pueden ser muy numerosos, o su existencia sería conocida sin el menor asomo de duda. Korda piensa lo contrario, pero es idiota. Da igual que algunos individuos hayan sobrevivido a su tiempo. Como raza, están muertos.
Korda escogió aquel momento para regresar.
—Ya puede entrar —dijo—. El Comité desea hablar con usted. Creo que le complacerá lo que tienen que decirle.
Sólo alguien que conociera bien a Korda captaría el tono cortés en exceso de su voz, lo cual significaba que había sufrido una de sus raras derrotas.
Vasli dedicó una reverencia al burócrata y se marchó. Korda le siguió con la mirada.
—No sabía que le interesaban los espectros —observó el burócrata.
—Constituyen mi único interés —replicó de improviso Korda—. Mi única afición, quiero decir —rectificó.
Pero ya lo había dicho. La revelación retrocedió hacia el pasado como una hilera de fichas de dominó al derrumbarse. Mil pequeños comentarios de Korda, cien reuniones a las que había faltado, una docena de extraños reveses políticos, todo quedó explicado. El burócrata procuró que su expresión no cambiara.
—¿Qué pasa? —preguntó Korda—. ¿Qué desea?
—Necesito un aeroplano. La actuación de la Casa de Piedra es decepcionante, y hace semanas que les espero. Si pulsa algunas teclas, podría concluir este asunto en un día. Sé dónde está Gregorian.
—¿De veras? —Korda le dirigió una mirada penetrante—. Muy bien. Lo haré. —Pulsó un distribuidor de datos—. Le esperará mañana por la mañana en la Colina de la Torre.
—Gracias.
Korda titubeó de una manera rara, apartó la vista y volvió a mirarle, como si fuera incapaz de expresar algo en palabras. Después, en tono de sorpresa, preguntó:
—¿Por qué me está mirando los pies?
—Oh, por nada —contestó el burócrata—. Por nada en absoluto.
Pero mientras estaba desactivando al replicante, pensó: Montones de gente tiene productos de lujo de otros sistemas estelares. Los cargueros robot viajan entre las estrellas, lenta pero regularmente. El padre de Gregorian no es el único que calza botas de otro sistema.
Botas de cuero rojo.
El salón de pinturas estaba en silencio cuando salió del portal. Vio por la puerta abierta que había anochecido, y la luz gris perla viraba hacia el ocaso. El vigilante estaba sentado en una silla desvencijada y contemplaba la lluvia. Los túneles que se hundían en la tierra eran fosos carentes de luz.
Durante un instante de miedo y alivio mezclados, el burócrata pensó que el lugar estaba clausurado de forma permanente. Después, comprendió que era muy temprano. Las mujeres todavía no habrían empezado su trabajo.
—Perdone —dijo al vigilante. El hombre le dirigió una mirada desprovista de curiosidad. Era un petimetre redondo y bajito, con una calva rodeada de rizos, una ridícula creación—. Busco a una persona que trabaja aquí. La… —Vaciló, al recordar que conocía a estas mujeres por los motes que les ponían los soldados jóvenes, la Guarra, la Cabra, la Yegua—. La alta del cabello corto.
—Pruebe en el restaurante.
—Gracias.
El burócrata aguardó a que saliera la Yegua ante una puerta lateral del restaurante, amparado por las sombras. Se sentía como un fantasma, triste, sin voz, invisible, un par de ojos melancólicos que escudriñaban el mundo de los vivos. Carecía de estómago para esperar a plena luz.
De vez en cuando, salía gente del restaurante, y porque una tabla del techo sobresalía y protegía la acera de la lluvia, solían detenerse allí para reunir fuerzas, antes de desafiar al mal tiempo. En una ocasión, Chu se paró a menos de un brazo de distancia, enzarzada en una leve disputa con su ligue.
—… sois iguales. Os creéis que por tener eso entre las piernas, todas nos caemos de espaldas. Bien, tener un pene no es nada especial. Joder, si hasta yo tengo uno.
El joven rió, inseguro.
—¿No me crees? Hablo muy en serio. —Sacó un puñado de facturas de transición—. ¿Apuestas algo? ¿Por qué agitas la cabeza? ¿De repente me crees? Mira, te daré una oportunidad de que recuperes tu dinero. Doble o nada, el mío es más grande que el tuyo.
El ligue titubeó, y luego sonrió.
—Muy bien —dijo. Se llevó la mano al cinturón.
—Tranquilo, amor, aquí no. —Chu le cogió del brazo—. Comparemos las longitudes en privado.
Se alejó con él.
El burócrata experimentó una irónica hilaridad. Recordaba el día que Chu le había enseñado el trofeo que había cortado al falso Chu, cuando regresaba del taxidermista. Había abierto la caja y lanzado una carcajada.
—¿Para qué quiere guardar eso? —había preguntado él.
—Para pescar al pececillo.
Lo tiró al aire, como haría un niño con un aeroplano de juguete, después besó el aire frente a su extremo y lo devolvió a la caja.
—Hágame caso. Si quiere atrapar a esas deliciosas criaturas, no hay nada mejor que tener una gran polla.
Por fin, la Yegua salió del restaurante, sola. Se detuvo para colocarse la capucha sobre el impermeable. El burócrata salió de las sombras y tosió.
—Quiero alquilar sus servicios —dijo—. Aquí no. Tengo una barca en el astillero viejo.
La mujer le miró de arriba abajo, y luego se encogió de hombros.
—Muy bien, pero tendré que cobrarle el desplazamiento. —Cogió su mano y agitó el dedo tatuado—. No podré pasar toda la noche con usted. A medianoche hay un oficio de difuntos en la iglesia.
—Muy bien.
—Es la última ceremonia, y no quiero perdérmela. Cantarán por todos los que han muerto en Clay Bank. Hay gente a la que quiero recordar. —Le cogió por el brazo—. Guíeme.
Era una mujer sencilla, de rostro áspero y curtido por la intemperie, como la madera vieja. En otras circunstancias, habrían podido ser amigos.
Caminaron en silencio por la carretera del río. El burócrata llevaba un poncho que el maletín le había confeccionado. Al cabo de un rato, el silencio empezó a ser opresivo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—¿Te refieres a mi nombre verdadero, o al que utilizo?
—El que quieras.
—Arcadia.
En la casa flotante, el burócrata encendió una vela y la puso en su candelabro, mientras Arcadia se limpiaba el barro de los zapatos.
—Me alegraré cuando acabe de llover —dijo.
El fardo que había comprado a los traperos aquella mañana continuaba sobre la mesita de noche. Durante su ausencia, alguien había apartado las mantas de la cama y depositado una negra pluma de cuervo en el centro. La tiró al suelo de un manotazo.
Arcadia encontró un gancho para colgar el impermeable. Se subió el brazalete del censo para frotarse la muñeca.
—Me ha salido una erupción por culpa de este chisme. ¿Sabes lo que pienso? Que la diamantina será un fetiche dentro de uno o dos años. La gente pagará cantidad de dinero por llevar esto.
—Toma —dijo el burócrata, entregándole el fardo—. Quítate la ropa y ponte ésta.
La mujer miró el fardo con interés, y después se encogió de hombros.
—Muy bien.
—Vuelvo enseguida.
Sacó del maletín unas tijeras de podar y salió a la lluvia. La oscuridad era absoluta, y tardó bastante rato en cortar el gran ramo de flores que necesitaba.
Cuando regresó, Arcadia ya se había puesto el disfraz. Estaba cubierto de lentejuelas naranja y rojas, y muy mal cortado, pero le sentaba bastante bien. Serviría.
—¡Rosas! Qué amable. —Arcadia palmoteó como una niña. Giró en redondo, y el vestido aleteó a su alrededor con un movimiento fluido mágico—. ¿Te gusta mi aspecto?
—Tiéndete en la cama —dijo el burócrata con brusquedad—. Súbete la falda hasta la cintura.
La mujer obedeció.
El burócrata tiró las rosas a un lado de la cama en un revoltijo mojado. La piel de Arcadia era pálida como el mármol a la tenue luz; el vello púbico era oscuro, envuelto en sombras. Su carne daba la impresión de ser fría al tacto.
Al terminar de quitarse su ropa, el burócrata ya estaba empalmado. El dulce perfume de las rosas impregnaba la habitación.
Cerró los ojos cuando la penetró. No los abrió hasta que hubo terminado.