9
El naufragio del Atlantis

Los cangrejos orquídea emigraban hacia el mar. Correteaban sobre la carretera arenosa, que desaparecía bajo la masa en movimiento. Flores parasitarias de vivos colores oscilaban suavemente sobre sus caparazones, y el suelo del bosque ondulaba bajo una alfombra de pétalos multicoloreados, como un jardín submarino visto a través de capas transparentes de sal oceánica.

Mintouchian maldijo y tiró de los frenos. El Rey Recién Nacido se detuvo con brusquedad. Chu extrajo un puro y lo encajó en una comisura de la boca.

Una pequeña comunidad de peregrinos, los ocupantes de los otros tres camiones (Señor de los Espectros, Mathilde la Afortunada, Corazón de León) y una docena de viajeros que marchaban a pie, estaban esperando con paciencia la emigración. Una hilera se había sentado en la rama más baja de un árbol abuelo; agazapados como cuervos, contemplaban la chispa azul de fuego que se apagaba en la horcadura de una rama.

—Fijaos en eso —dijo Mintouchian—. Cuando era pequeño y la gente se apelotonaba así en la carretera, improvisaba historias, a veces durante horas interminables: cuentos de fantasmas, historias familiares, fábulas, relatos de héroes, hausmarchen, chistes verdes, fanfarronadas y habladurías, todo lo que puedas imaginarte. Vivir en aquella época era como habitar en un océano de historias. Era fantástico.

Encendió el tablero de control con un gesto rápido de su mano morcilluda, disgustado, y se reclinó en el asiento.

Chu salió de la cabina y apoyó un codo sobre el capó, con una mirada lejana. El burócrata la siguió.

Se sentía desconectado. Lo había pasado muy mal en el Palacio Mutable, y ahora notaba náuseas perpetuas, tal vez un síntoma del mareo relativista a que eran propensos aquellos que trabajaban en la realidad convencional. Todo se le antojaba una ilusión deslumbrante, una película finísima de apariencia que flotaba sobre una verdad más oscura e insondable. El mundo vibraba con la más sutil de las tensiones, como si Algo fuera inminente. Esperaba que se abrieran ventanas en el cielo, puertas en los árboles y agujeros en el agua, para que los espíritus invisibles que habitaban en aquel espacio invisible se manifestaran. Cosa que no hicieron, por supuesto.

Dejó su maletín sobre el estribo.

—Voy a estirar las piernas.

Chu asintió. Mintouchian ni siquiera levantó la vista del programa.

Se acercó al árbol abuelo, con cuidado de no pisar los ocasionales cangrejos que se habían alejado de la masa de congéneres y regresaban, poco a poco, al redil. La corriente de cangrejos orquídea se había dividido, aislándolos en una isla de quietud. El árbol era magnífico, sus ramas se alejaban horizontalmente del tronco principal, y enviaban troncos secundarios a distancias irregulares, de manera que aquel único árbol poseía el volumen y la complejidad de todo un bosque.

Recordaba haber oído que los árboles abuelo escaseaban. Éste era un superviviente, un solitario representante de los tempranos días de la primavera grande. De las semillas hundidas en su seno nacería, dentro de una era, si no una nueva raza, al menos una nación de esa raza.

Una escalera destartalada serpenteaba alrededor del tronco, cuyos rellanos eran avenidas de madera que corrían sobre las ramas hasta desaparecer en la oscuridad de la hojarasca. Los habían pintado en una ocasión de rojo y verde, amarillo y naranja, pero los alegres colores se habían desvanecido, blanqueados por un millar de soles tan pálidos como los esqueletos del cementerio de una iglesia abandonada. Pequeños letreros señalaban el camino a las plataformas provistas de barandillas: BARCO A LA VISTA. ABELARDO. ANGUILAS FRESCAS. EL CELO DE JULES. NIDO DE ÁGUILAS. CERVEZAS EXQUISITAS.

Subió la escalera, impulsado más por una acción capilar que por voluntad propia.

Se cruzó con un borracho tambaleante. Fragmentos retorcidos de madera fluvial estaban clavados a las barandillas, en un débil intento de adornarlas, y conchas color yeso se apoyaban contra los postes.

El burócrata estaba vacilando en el tercer rellano, sin saber qué camino tomar, cuando un hombre con cabeza de perro, cargado con una bandeja llena de manos, le adelantó. Retrocedió alarmado. El hombre se detuvo y se quitó la máscara.

—¿Puedo ayudarle, señor?

—Oh, me estaba preguntando…

Comprobó que las manos eran de metal, módulos recogidos para limpiarlos entre cliente y cliente.

—Se va al Atlantis por allí. Coja el sendero que tiene delante, tuerza a la izquierda y siga los letreros. No tiene pérdida.

El burócrata, confuso, siguió las instrucciones y llegó a una larga plataforma, donde había mesas dispersas. Grupos de replicantes y algún humano solitario estaban apoyados contra la barandilla y contemplaban el bosque. Les imitó.

Habían cortado el árbol para permitir ver el interior del bosque. Una luz dorada bañaba la extensión verde, y algunos caprichos bailaban como motas de polvo. Delante, alzándose de la tierra como un fantasma, estaba el cadáver sujeto a la tierra de un bajel oceánico: el Atlantis.

Era de una inmensidad sin parangón. El buque había zozobrado por la quilla, con la proa hacia el cielo, durante el último invierno grande, y las corrientes lo habían semienterrado, de modo que parecía petrificado en el momento de hundirse. Un millón de cangrejos orquídea recorrían sus restos incrustados de percebes, y estaba cubierto de flores, una creación tan imposible como una dirección mnémica en el Palacio Mutable.

El fantasma de un recuerdo acudió a su mente. Había oído hablar de esta nave. Algo.

El burócrata encontró una mesa libre, acercó una silla y se sentó. Una leve brisa desordenó su cabello. Las hojas crujieron cuando una serpiente emplumada saltó en el aire, como un pinzón de cola en forma de tijera, o un petirrojo. Se sintió extrañamente en paz, como reconciliado con los orígenes arbóreos de la humanidad. Se preguntó por qué la gente se esforzaba tan poco en regresar al hogar, cuando era tan sencillo.

En aquel momento, miró una mesa. Un cuervo bosquejado le devolvió la mirada. Antes de que pudiera reaccionar, una sombra picuda cayó sobre el animal. Miró a los ojos de un hombre con cabeza de cuervo.

¡Gregorian!, pensó el burócrata, algo alarmado. Entonces, recordó a la Bestia Negra que había obsesionado al doctor Orphelin y miró a su alrededor. Había dibujos descoloridos de aves y animales pintados en las mesas y barandillas. Se puso en armonía con el entorno y empezó a barruntar sus propios presagios.

—Bienvenido al «Gallinero del Espectro» —dijo el camarero.

El burócrata señaló un letrero de Cerveza Exquisita.

—¿Tienen lima, o naranja?

La cabeza se alzó de forma desdeñosa.

—Sólo neurotransmitidas. Para consumo de replicantes. Ninguna persona de verdad bebería esa basura.

—Oh. Bueno, deme una jarra de cerveza añeja.

El camarero hizo una reverencia, se fue y regresó con una cerveza y un interactivo. El aparato parecía fuera de lugar, su forzado color naranja y púrpura contrastaba desagradablemente con la estudiada sencillez del restaurante. Tendría que estar de vuelta en casa, en un retiro ambiental, árboles y el lejano reflejo de un río reducidos a un calculado efecto. La cerveza era floja.

Conectó el aparato. Una muchacha sonriente, ataviada con una chaqueta de brocado, apareció en la pantalla. Campanillas plateadas colgaban del extremo de sus trenzas.

—Hola —saludó—. Me llamo Marivaud Quinet, y soy una típica ciudadana de Miranda durante el último año grande. Soy inteligente y capaz de hablar sobre temas de significado histórico, y también sobre detalles de la vida cotidiana. No estoy estructurada para proporcionar consejos ni servicios pornográficos. Este aparato tiene la garantía del Departamento de Licencias e Inspecciones, División de Transferencias Tecnológicas. La falsificación del producto es ilegal y puede dar lugar a procesamiento, o incluso a daños físicos inintencionados.

—Sí, lo sé.

El aparato estallaría si su integridad se veía en peligro. Se preguntó si lo abandonarían cuando evacuaran el restaurante, y desaparecería en un estallido plateado de burbujas cuando la sal corroyera su armazón.

—Marivaud, háblame del Atlantis.

El rostro de la joven adoptó una expresión solemne.

—Fue la tragedia final de nuestra era. Éramos arrogantes, debo admitirlo. Cometimos errores. Éste fue el último, el que desencadenó sobre nosotros los poderes extraplanetarios, que imprimieron a nuestra tecnología un retraso de cien años.

El burócrata recordaba lo bastante de historia para saber que la explicación era en exceso simplista.

—Lo que se hizo fue necesario, Marivaud. Tienen que existir límites.

La joven se tiró de una trenza, encolerizada, y las campanillas tintinearon.

—No éramos como los estúpidos borregos que viven hoy aquí. ¡Teníamos orgullo! ¡Alcanzamos grandes logros! Teníamos científicos, un gobierno. Nuestra contribución a la cultura de Próspero no fue pequeña. ¡Éramos conocidos a lo largo y ancho de las Siete Hermanas!

—Estoy seguro. Háblame del barco.

—En principio, el Atlantis era un transatlántico. Tuvo que ser transformado mar adentro; era demasiado hondo para cualquier puerto. Ese fragmento que ve sólo es la proa. El auténtico barco era grande como una ciudad. —Un montaje de antiguas imágenes del barco en diferentes configuraciones; la superestructura cabalgaba sobre gigantescas olas—. Bueno, quizá tan sólo lo parecía, porque lo vi desde muchos puntos de vista, en un confuso laberinto de percepciones. Continúo. La primera fase consistió en construir una hilera de transmisores por todo Agua de la Marea. Estaban fijos al lecho rocoso con cables de fibra de vidrio, lo bastante fuertes para resistir a las mareas cuando asolaran la tierra. —Más imágenes, en esta ocasión de gruesas torres rematadas por una especie de bulbo—. Los equipamos con tokamaks permanentemente sellados, para asegurar su energía sobre la mitad sumergida del año grande. Pasaron menos de diez años…

—Marivaud, no tengo tiempo para eso. Háblame del hundimiento, por favor.

—Aquel día, yo estaba en casa. Había construido un lugar justo sobre el contorno de la meseta, lo que sería la costa del Piedmont después de las mareas. Tomé un desayuno ligero, tostada con mermelada, espolvoreada con perejil de mi jardín, y un vaso de cerveza de malta.

La imagen se disolvió en el interior de una casa. La lluvia repiqueteaba en las ventanas y un fuego ardía en el hogar. Marivaud se apresuró a eliminar un fragmento de mermelada adherido a la comisura de su boca.

—Hacia el mar, la mañana se veía clara y soleada. Yo pasaba como un relámpago de persona en persona, como la propia luz del sol. Me sentía alegre y feliz.

La escena cambió a la cubierta del Atlantis.

Cuerpos amarilloverdosos salieron al puente. Un cangilón se elevó. Por un instante, el burócrata no reconoció a los desesperados seres. En la morfología invernal, se parecían muy poco a los humanos. Tenían largas colas, similares a anguilas, y dos delgados apéndices a los que podía calificarse, generosamente, de brazos; sus rostros estaban surcados de arrugas, las bocas eran silenciosos jadeos de dolor. Se retorcieron, los cuerpos disminuyeron y aumentaron de tamaño, cambiaron de forma sin cesar, en un desesperado intento por adaptarse a la atmósfera. La imagen enfocó a uno, y el burócrata vio inteligencia cuando volvió la cara en medio de su agonía.

—¡Son espectros!

Marivaud apareció, serena como una madonna ante la mesa del desayuno. Asintió.

—Sí, pobrecitos.

Una mujer con botas hasta medio muslo se abrió paso entre los espectros. Su pistola relampagueó cuando la apoyó sobre las nucas y apretó el gatillo. Los espectros se agitaron salvajemente a cada disparo de aire comprimido.

—Ése era el último. Allá van.

De pronto, la imagen cambió al punto de vista de un espectro. Voló por los aires y cayó al agua. Nubes de burbujas emergieron, mientras el ser se debatía frenéticamente. A ambos lados nadaban otros espectros, desesperados, hermosos y estáticos.

De nuevo en la cubierta, la tripulación estaba montando un par de proyectores.

—Lancemos de nuevo las redes para pescar espectros. Fíjate en aquél…

Alguien llamó a la puerta.

Marivaud la abrió. Apareció una mujer de duras y hermosas facciones, como un eco de las suyas.

—¡Goguette! Entra. Dame tu capa. ¿Has desayunado? ¿Qué te trae por aquí tan temprano?

—Tomaré un poco de té de bayas. —Goguette se sentó a la mesa—. He venido a pasar el jubileo con mi hermana pequeña. No tiene nada de malo, ¿verdad?

—No, claro que no. ¡Oh! Mousket está en la cubierta.

Una mujer corpulenta, de aspecto militar, cargada de medallas, toda mentón y oscuros propósitos, ocupó la pantalla.

—Mousket —dijo Goguette—. Es la comandante, ¿verdad?

—Sí. Tiene un lío con el piloto. —Un plano veloz de un hombre delgado, tieso, de ojos cínicos.

—Es un hombre muy discreto —dijo la joven al burócrata—. El conocimiento público de su amor le turba, humilla y excita, lo cual complace a su amante en grado sumo. Saborea su humillación.

—Perdona —dijo el burócrata—. ¿Cómo sabes todo eso?

—¿No se ha fijado en mis pendientes?

Marivaud echó hacia atrás una cortina de trenzas y dejó al descubierto una oreja coral y crema, de la que colgaba una hoja ámbar, veteada de plata y delicada como ala de dragón. La imagen se amplió para que viera los elementos empotrados de un transmisor de televisión, un procesador de señales y un alimentador neural. Se trataba de una disposición elegantemente sencilla que le permitía explorar sin esfuerzo todas las posibilidades electrónicas. Podía hablar con amigos, recibir espectáculos, conservar un amanecer particularmente hermoso, copiar a un Maestro Clásico, pintando con su mano, realizar investigaciones, dar y recibir cursos educativos, o transmitir sus sueños a la máquina analizadora, lo que quisiera. Convertía su cerebro en un nodo encerrado en un imperio de interactividad invisible, el perfecto foco de un círculo tan inmenso que su centro estaba en todas partes y la circunferencia en ninguna.

—Ni siquiera los extraplanetarios tienen uno igual —dijo la joven—. Fuimos los primeros en combinar todo en un medio continuo. Era como estar en dos mundos a la vez, como llevar una segunda vida, invisible. Eso ocurría cuando ustedes estaban creando ese absurdo palacio mnémico. Nuestro método era superior. De no ser por el incidente del Atlantis, ahora estarían integrados.

—¡Estás hablando del Trauma, por el amor de Dios! —gritó el burócrata, cada vez más horrorizado—. Hubo un barco de por medio… Debió de ser el Atlantis. Todos sus tripulantes estaban conectados para enviar constantes comunicaciones.

—¿Quiere escuchar la historia, o prefiere contarla usted mismo? Sí, por supuesto, todos los miembros de la tripulación eran actores, improvisadores, lo que usted llamaría personas que guiaban vidas de intensidad moldeada con el fin de crear dramas públicos.

—Creo que ya no tenemos. ¿Qué les están haciendo a los espectros?

—Proveyéndoles de chips de transmisión, desde luego. ¿Sobre qué cree que versaba el proyecto?

—¿Y para qué?

—¡Eso es exactamente lo que yo me pregunto! —intervino Goguette—. Hay tantas experiencias refinadas, educativas y enriquecedoras en la red… ¿Por qué vas a desperdiciar la vida escuchando a seres poco mejores que animales?

—¡Ah, pero unos animales espléndidos! —río Marivaud—. Nos estamos alejando de nuestra historia. Usted —se volvió hacia el burócrata— sólo puede experimentar la gama media. Se pierde los detallitos, el roce de la cuerda en la mano, el olor del Océano, el frescor de una brisa salada sobre su brazo, y las grandes emociones que sólo puede sentir desde el exterior. No hay manera de que podamos compartir algo más que una fracción de todo esto con usted. Le enseñaré a dos actores menores, un cazafantasmas y una instacirujano. Sus verdaderos nombres se han perdido, así que le daré al cazafantasmas el nombre extraplanetario de Underhill. En cuanto a la instacirujano, la llamaremos… Gogo, en honor a mi hermana.

Goguette le dio una palmada en el hombro, rió, y ambas desaparecieron. En la cubierta, la instacirujano enfundó su pistola. Se secó la frente con el brazo, levantó la vista y observó Calibán en lo alto, un disco de hielo que se fundía en el cielo azul. Después, bajó los ojos hacia las cabezas de los espectros, que aparecían y desaparecían en el agua.

Se encaminó al proyector más próximo.

—Dios mío —dijo—. Qué bellos son.

Underhill levantó la vista de su pantalla y exhibió una fugaz sonrisa.

—Éste es el último sondeo. Cuando los tengamos, nuestro trabajo habrá terminado. —Manipuló los controles con extrema delicadeza. El proyector giró apenas y la red describió un leve arco—. Mira ese grupo de allí. Punto uno —dijo por el micrófono.

Puntos negros lejanos aparecieron y desaparecieron en el agua. La red se acercó más, dejando una estela de burbujas. La sonda cambió de dirección.

—No huyáis de mí, listillos —murmuró Underhill.

Las dos estelas de burbujas blancas convergían lentamente, como unas gigantescas tijeras al cerrarse. Los espectros atrapados entre las redes huyeron hacia mar abierto. Algunos se separaron del grupo principal y atravesaron la red.

—¡Oh! —gritó Gogo—. Van a huir.

La sonrisa confiada otra vez. Underhill se retiró el pelo de la frente.

—No, a ésos los cogimos antes, y sus chips les están diciendo que pueden pasar.

Gogo se mecía sobre sus talones, nerviosa. Parecía muy joven, casi una niña.

—¿Estás seguro? Sí, claro.

—Tranquilízate. ¿Qué más da, si dejamos escapar a algunos?

—Quedan tan pocos —dijo Gogo, en tono melancólico—. Muy pocos. Tendríamos que haberles puesto los chips mientras estaban en tierra.

—Fue imposible localizarles a todos cuando estaban en tierra —dijo Underhill distraído, concentrado totalmente en sus pantallas—. Son escurridizos, ya lo sabes. Punto tres —dijo por el micrófono.

—Punto tres.

Las filas de burbujas se iban cerrando. Gogo las miró.

—A veces, me pregunto si deberíamos hacer esto.

Él levantó la vista, estupefacto.

—¿De veras?

—¡Les hace daño! —En voz baja—: Yo les hago daño.

Underhill seguía absorto en su pantalla.

—No hace tanto tiempo que los indígenas estaban al borde de la extinción. Era por nuestra culpa. Políticas erróneas, enfermedades… En los primeros años, incluso se les daba caza. ¿Sabes cómo se puso fin a esa situación?

—¿Cómo?

—La primera vez que a un indígena se le introdujo un chip en la red. La primera vez que la gente pudo experimentar sensaciones con esa pureza y limpio placer que siente ahora. La primera…

—La primera vez que la gente pudo recorrer con ellos la noche mágica, el cabello al viento, para cazar y copular —dijo con voz ahogada Gogo. Enrojeció de una manera deliciosa—. Sé que es una especie de enfermedad.

—Eso digo yo —intervino Goguette.

—¡Bah! —exclamó Marivaud—. Si no te gusta éste, tienes otros espectáculos.

—¡No, no lo es! —afirmó Underhill—. No tiene nada de malo. Interesarse en el aspecto físico del amor es natural, sano. Enseña a interesarse en la vida. Punto cinco y cierre.

—Punto cinco y cierre.

Un tercer cazafantasmas conectó su proyector, y una nueva hilera de burbujas sobrepasó a las otras dos. El grupo de espectros se agitó confuso. Poco a poco, la última red empezó a cerrarse sobre ellos. La operadora de la grúa preparó su cangilón.

—Dentro de nada, será tu turno.

—Estaré preparada —dijo la mujer—. Es fácil hablar contigo.

—Gracias —Underhill la examinó—. ¿Qué es lo que te molesta?

Los dedos de la mujer se abrieron y cerraron sobre la pistola.

—Temo que no saldrá bien. Están en su forma invernal.

—¿Quieres decir que no los has puesto a prueba?

—Tenía miedo.

Underhill sonrió.

—Prueba.

La mujer vaciló, y después asintió. La imagen cambió de nuevo a los espectros, que huían entre las burbujas y se zambullían para cazar a un crustáceo que pasaba, para triturarlo con sus pequeños y aguzados dientes. Incluso en la pantalla, de visión y sonido limitados, el placer que experimentaban los seres sólo nadando era evidente.

—Oh —dijo Gogo. Abrió los ojos de par en par—. ¡Oh!

Goguette estaba lavando platos. Una puerta se abrió con estrépito y Marivaud entró con la capa perlada de gotas de lluvia y cargada con flores recién cortadas.

—Le queda tan poco tiempo —dijo al burócrata—. Nos saltaremos unas cuantas horas, hasta llegar al jubileo.

El Océano rugió. Los miembros de la tripulación que aún no estaban en las barandillas abandonaron sus puestos, corrieron hacia estribor y miraron. La visión era imposible. Toda el agua del mundo se acercaba a toda velocidad, como si el planeta hubiera decidido de repente que necesitaba horizontes más amplios. El Atlantis escoró un grado, a la espera. La abuela de todas las marejadas, la tsunami polar estaba pasando por debajo. El barco salió disparado hacia adelante, impulsado por la fuerza de un continente helado que se fundía por todas partes a la vez.

La cámara pasó de rostro en rostro, de punto de vista en punto de vista, mostró ojos estupefactos, caras tensas. Estaban inmóviles, paralizados por un temor reverencial.

—¿Cómo van a escapar? —preguntó el burócrata—. ¿No quieren escapar?

—Claro que no.

—¿Quieren morir?

—Claro que no.

La imagen osciló, y la tripulación humana se convirtió en metal. El Atlantis se transformó en una nave habitada por muertos, una monstruosidad gótica tripulada por esqueletos.

—Los replicantes se inventaron en Miranda —dijo con orgullo Marivaud—. Nosotros fuimos los primeros.

La imagen sobreimpuesta ganó definición, y los esqueletos se recubrieron de cuerpos humanos.

Una horripilante calma mortecina se apoderó de las zonas próximas del Océano, como si el oleaje hubiera estirado al máximo su superficie. Al tiempo que trepaba por su costado, daba la impresión de que el agua se hundía bajo el barco. El burócrata ovó que susurraba y huía. El Océano se elevó hasta llenar la pantalla. El cielo desapareció, pero el Océano siguió creciendo. Los vientos azotaron la cubierta.

Entonces, llegaron a la cresta de la ola. Detrás, una muralla de furia blanca se extendía de un lado a otro del horizonte, como una inmensa cortina de lluvia. Se desplomó sobre ellos. Involuntariamente, los tripulantes se alejaron y acercaron mutuamente, formando grupos y huecos a lo largo de la barandilla.

Gogo miró al cazafantasmas. Tenía los ojos brillantes de emoción. Se mordió el labio, apartó un mechón de cabello liberado de una trenza deshecha. Su cara resplandecía de vida. Abrazó a Underhill.

Underhill, asombrado, se apartó. Contempló su cara con asco. En aquel indiscreto momento, su expresión dijo, con más claridad que cualquier palabra: No eres más que una mujer.

Entonces, la tormenta alcanzó al barco, chocó contra su costado y lo engulló.

—Ay —suspiró Marivaud. Su hermana le cogió la mano. Se pusieron a aplaudir, casi con delicadeza.

En un estudio lejano, los actores se levantaron de sus portales para hacer las reverencias de rigor.

Marivaud levantó la vista, inexpresiva. La casa (hermana, fuego y todo) se disolvió en un torbellino de lluvia.

—Una semana después, los cadáveres empezaron a emerger en la orilla.

—¿Cómo?

—Con quemaduras de radiaciones. No habíamos comprendido a los indígenas tan bien como pensábamos. No sabíamos que la química de su cerebro cambiaba en el invierno grande, o tal vez era su psicología lo que cambiaba. Sea como sea, la señal de alarma que debía alejarles de las torres no funcionó. Se amontonaron lo más cerca posible de los reactores. Fue una locura. Quizá estimuló sus instintos sexuales. Quizá les gustaba el calor. Quién sabe.

Los ojos de Marivaud se cerraron. Las lágrimas se agolparon en sus ojos.

—No pudimos hacer nada. El Océano era una tormenta desatada. Nada podía atravesarlo. Nada, a excepción de las emisiones que no podíamos desconectar. Durante todo el tiempo que tardaron en morir, las torres emplazadas a lo largo de la costa transmitieron su agonía. Es como cuando tienes una muela careada; la lengua no para de tocarla, impulsada por el dolor. No podía hacer abstracción.

»El dolor barrió el continente como una gran ola electrónica. Era como si hubiera caído bajo el influjo de un encantamiento. En un momento dado, todo era alegre y hermoso, y al siguiente, gris y sin vida. Habíamos sido un pueblo optimista, seguro de sí mismo. Ahora, nos sentíamos… desposeídos, sin futuro. Los que tuvieron la fuerza de no escuchar, se contagiaron de los demás.

»Yo misma habría muerto de hambre, si mi hermana no me hubiera alimentado durante una semana. Destrozó mis pendientes. Me obligó a volver a la vida, pero después de aquello ya no reí tanto como antes. Hubo personas que murieron. Otras se volvieron locas. La vergüenza era enorme. Cuando los poderes extraplanetarios se reunieron y nos arrebataron los últimos vestigios de nuestra ciencia, se alzaron pocas protestas. Sabíamos que nos lo merecíamos. Pasó el otoño de nuestra tecnología, y nos sumimos en un invierno eterno.

Marivaud calló, el rostro triste y pálido. El burócrata desconectó el interactivo.

Al cabo de un rato, un camarero con cabeza de perro se llevó el aparato.

El burócrata terminó su cerveza y se reclinó en el asiento para ver cenar a los replicantes. Le divirtió de una forma melancólica verles levantar los vasos y saborear comida que nadie más podía ver, en un espectáculo de mímica perfecto y carente de lógica Otros replicantes paseaban y conversaban junto a la barandilla. Uno le estaba mirando.

Sus ojos se encontraron, y el replicante hizo una reverencia. Se acercó a la mesa y cogió una silla. Por un instante, el burócrata no ubicó el rostro afilado y envejecido que brillaba en la pantalla. Después, su eidética de colegial funcionó.

—Usted es el tendero —dijo—. De Lightfoot. Se llama… Pouffe, ¿verdad?

La sonrisa del viejo reveló una vena de locura.

—Exacto, exacto. ¿No va a preguntarme cómo le he encontrado aquí?

—¿Cómo me ha encontrado aquí?

—Le seguí la pista. Le seguí la pista hasta Cobbs Creek. Salté un portal adelante hasta Clay Bank, pero no estaba. Salté de vuelta a Cobbs Creek, me dijeron que acababa de marcharse. Sabía que se detendría aquí. Jamás he conocido a un extraplanetario que se resista a echar un vistazo al espectáculo. Le estaba esperando.

—De hecho, estoy aquí por casualidad.

—Claro. —Los labios de Pouffe se torcieron en una mueca sarcástica—. Pero le habría encontrado, de todos modos. No es el único lugar en que he estado esperando. Me he paseado entre cuatro portales diferentes durante toda la mañana.

—Le habrá costado un montón de dinero.

—Sí, ésa es la clave. —El viejo se inclinó hacia adelante y enarcó las cejas de manera significativa—. Un montón de dinero. Me ha costado un montón de dinero, pero tengo a patadas. Soy un hombre rico, si sabe a qué me refiero.

—No exactamente.

—He visto su anuncio. Ya sabe, el del mago. El que puede…

—Espere un momento, no es…

—… adaptar a un hombre para que viva y respire bajo el agua. Bien, yo…

—Basta. Eso son tonterías.

—… quiero encontrarle. Ya comprendo que no puede revelarlo a cualquiera. Pagaré por la información, y pagaré bien.

Extendió la mano y cogió la del burócrata.

—¡Yo no tengo lo que usted quiere! —El burócrata se soltó de la mano metálica y se levantó—. Aunque supiera dónde está, no se lo diría. Ese hombre es un falsario. No puede hacer nada de lo que afirma.

—Eso no es lo que usted dijo en la televisión.

—Tendero Pouffe, eche un vistazo a este lugar. —Condujo al ávido anciano hacia la barandilla—. Eche un buen vistazo. Imagine cómo será dentro de pocos meses. Ni casas, ni cobijo. Algas en lugar de árboles, y las aguas negras infestadas de tiburones ángel. La vida marina ha tenido un millón de años para adaptarse a este entorno. Usted, por otra parte, es un hombre civilizado, con un genoma extranjero, no sólo al Océano, sino a todo este sistema solar. Aunque Gregorian pudiera llevar a la práctica sus locos proyectos, y le aseguro que no puede, ¿qué clase de vida llevaría aquí? ¿Qué comería? ¿Cómo sobreviviría?

—Perdone, señor —dijo un camarero con cabeza de toro.

Apartó a un lado al replicante de Pouffe, apoyó una mano en la espalda del burócrata y empujó.

—¡Oiga! ¿Qué…? —gritó Pouffe.

El burócrata cayó hacia adelante. Se agarró a la barandilla, aturdido. El hombre-toro rió, y el burócrata sintió que le levantaban las piernas. Toda la existencia fue barrida a un lado, los árboles giraron en el cielo que tenía debajo, la arena remolineó sobre sus pies alzados. Las manos que aferraban sus tobillos eran calientes y fuertes. De pronto, desaparecieron.

Alguien chilló. El burócrata se desplomó sobre su estómago, con los brazos aún asidos a la barandilla. Levantó la vista, mareado de dolor, y vio al camarero y al replicante de Pouffe trabados en un estrecho abrazo. Daba la impresión de que estaban bailando. El hombre le empujó con violencia, y la pantalla se apagó. Cayó por el borde de la plataforma. Desprovista de cabeza, la máquina se agachó y giró. Los dos fueron a parar contra la barandilla. La madera se astilló y cedió.

Cayeron por el borde.

Replicantes, camareros, incluso los clientes humanos, corrieron para mirar por encima de la barandilla. En la confusión, nadie hizo caso del burócrata.

Se levantó poco a poco. Le dolían las piernas y la espalda. Una rodilla temblaba. La notó húmeda. Se agarró a la barandilla con ambas manos y miró hacia abajo. Había una buena distancia hasta el suelo. Su atacante yacía inmóvil sobre el replicante destrozado. Parecía diminuto como un muñeco. La máscara de toro se había desprendido y reveló unas facciones redondas y conocidas.

Era Veilleur, el falso Chu.

El burócrata le miró fijamente. Está muerto, pensó. Podría haber sido yo. Una mano metálica tocó su codo y le tiró hacia atrás.

—Por aquí —dijo Pouffe en voz baja—. Antes de que alguien le relacione con el de abajo.

Le condujo hasta una mesa oculta entre las hojas.

—Viaja deprisa. ¿Puede decirme cuál ha sido el motivo del incidente?

—No. Sé quién estaba detrás, pero desconozco los detalles. —El burócrata respiró hondo—. No puedo parar de temblar. Le debo la vida, tendero.

—Cierto. Todo gracias al entrenamiento de combate que recibí cuando era joven. Los jodidos replicantes son muy débiles, es casi imposible que venzan a una persona. Hay que volver su propia fuerza contra ellos. —Aquella sonrisa jactanciosa, autosatisfecha, flotó en la pantalla—. Ya sabe cómo puede recompensarme.

El burócrata suspiró y bajó la vista hacia sus manos. Manos débiles, manos mortales. Se serenó.

—Escuche…

—¡No, escuche usted! He pasado cuatro años en las Cavernas, como llaman al recinto militar de Calibán. ¿Tiene idea de cómo es aquello?

—Bastante tétrico, imagino.

—¡No, no lo es! Eso es lo más cojonudo. Todo es perfectamente humano, neutro e impersonal. Unos técnicos mocosos te enchufan a un sencillo programa de visualización, empalman un alimentador IV y un programa de terapia física para que tu cuerpo no se pudra, y te dejan encerrado en el interior de tu propio cráneo.

»Es como un monasterio, o un hotel limpio y pulcro. Nada que te haga daño o alarme. Mantienen tus emociones a un nivel bajísimo. Estás tan a gusto como una boca chupando una teta. Sólo sientes calor, sólo oyes ruidos suaves y tranquilizadores. Nada puede herirte. Nada puede alcanzarte. No puedes escapar.

—¡Cuatro años!

—Cuando sales, te someten a tres meses de intensa rehabilitación, antes de que puedas aceptar la evidencia de tus ojos. Incluso entonces, te despiertas algunas noches sin creer que sigues existiendo.

»Salí de ese lugar y bajé a tierra. Juré que nunca más iría a un lugar adonde no pudiera ir en persona. Eso fue hace una vida, y he mantenido el juramento hasta hoy. ¿Escucha lo que le estoy diciendo?

—Está diciendo que esto es importante para usted.

—¡Ya lo creo que es importante!

—¿La vida es importante para usted? Pues abandone esa fantasía infantil, esas ideas sobre castillos de coral y sirenas cantarinas. Éste es el mundo real, tendero. Aprovéchelo.

A lo lejos, la bocina de un camión sonaba con insistencia y regularidad. El burócrata comprendió que la llevaban oyendo algún rato. La emigración habría despejado la carretera.

Se puso en pie.

—He de irme.

Cuando intentó alejarse, Pouffe saltó tras él.

—¡Aún no hemos hablado de dinero! No le he dicho cuánto puedo pagar.

—Por favor. Es inútil.

—No, ha de escucharme. —Pouffe estaba llorando. Lágrimas de desesperación resbalaban sobre su cara agrietada—. Ha de escucharme.

—¿Le está molestando este hombre, señor? —preguntó un camarero.

El burócrata vaciló un segundo. Después, asintió, y el camarero desconectó al replicante.

De nuevo en tierra, no pudo encontrar el Rey Recién Nacido. El camión se había marchado. Chu estaba de pie sobre el estribo de otro, el Corazón de León, apoyada sobre la bocina. Bajó cuando él se acercó.

—Tiene un aspecto raro. Está pálido.

—No me extraña. Un agente de Gregorian ha intentado asesinarme.

Cuando acabó de referir su historia, Chu descargó su puño sobre una mano, repetidas veces.

—¡Ese hijo de puta! El muy cabrón.

Estaba muy enfadada.

La exhibición de Chu sorprendió un tanto al burócrata. Nunca había estado muy seguro de que le aceptara, y siempre había pensado que le consideraba un bufón extraplanetario, alguien a quien toleraba más que respetaba. Experimentó una inesperada oleada de gratitud.

—Recuerdo que, en una ocasión, dijo que no me tomara esto como algo personal.

—Sí, bueno, cuando alguien intenta asesinar a tu compañero, el juego cambia. Gregorian pagará por esto. Yo me encargaré. —Se apartó de un salto y aplastó un cangrejo—. ¡Mierda! —Propinó una patada al cuerpo mutilado—. Menudo día de mierda.

—Oiga… —El burócrata miró a su alrededor—. ¿Dónde está Mintouchian?

—Se ha ido.

Chu se mantenía erguida sobre un solo pie, mientras se secaba la suela del zapato con un pañuelo. Después, lo tiró entre las hierbas.

—Se llevó su maletín.

—¿Cómo?

—Fue acojonante. En cuanto los cangrejos se alejaron, encendió el motor del camión; cogió el maletín y salió disparado, como si le quemara el culo. —Chu meneó la cabeza—. Entonces, fue cuando empecé a tocar la bocina, para que regresara.

—¿No sabe que mi maletín volverá a mí?

—Es evidente que no.

El maletín tardó media hora en encontrar el camino de vuelta. Chu ya había llegado a un acuerdo con el chofer del Corazón de León, y había ido a ver el cadáver de su suplantador.

—Quizá me ría un poco —dijo en tono tétrico—. Hasta puede que le corte una oreja como recuerdo.

Cuando el maletín encontró al burócrata, se sentó y retrajo las patas. El burócrata lo levantó.

—¿Te ha costado mucho escapar?

—No. Mintouchian ni siquiera se tomó la molestia de atarme. Esperé a que hubiéramos avanzado un par de kilómetros río abajo y se sintiera seguro. Entonces, bajé la ventanilla y salté.

—Um. —El burócrata permaneció en silencio unos instantes—. Nos quedaremos unas horas más de lo que había pensado. Se ha producido un brote de violencia, y aún hemos de tratar con los nacionales. Habrá que hacer una declaración, y tal vez redactar un informe.

El maletín, que conocía bien sus cambios de humor, no dijo nada.

El burócrata pensó en Gregorian, en el cambio brusco de un lejano desdén burlón a una abierta enemistad. Le había faltado poco para morir. Pensó en Mintouchian, y en la advertencia del doctor Orphelin de que tenía un traidor a su lado. Todo había cambiado, de una forma horrible.

—¿Pareció sorprenderse Mintouchian cuando saltaste?

—Dio la impresión de que se había tragado una rana. Tendría que haberle visto. Se habría puesto a reír.

—Supongo que sí.

Pero lo dudaba. El burócrata no tenía ganas de reír. Ningunas ganas.