El encargado de las formalidades depositó al burócrata al pie de la Escalera Española y dejó el maletín a su lado.
El maletín había adoptado la forma de un hombre menudo y simiesco, cuya estatura era la mitad de la normal humana. Tenía hirsutas cejas negras y una expresión algo desconsolada. Llevaba una chaqueta de terciopelo gris arrugada y caminaba con los hombros hundidos.
—¿Dispuesto a la batalla? —preguntó el burócrata con sorna.
El maletín le dedicó una fugaz sonrisa de soslayo y le miró con ojos avispados.
—¿Empezamos por su escritorio, jefe?
—No, creo que será mejor por el ropero, teniendo en cuenta todo lo que hemos de hacer.
El maletín asintió y le guió escaleras arriba. Los peldaños de mármol se hendieron y volvieron a hendirse, sorteando con sinuosos movimientos de serpiente los centros directivos secundarios. Ascendieron rápidamente de jerarquía en jerarquía. En los niveles superiores, los escalones se retorcieron y se ladearon uno hacia otro a medida que multiplicaban, formando imposibles laberintos que se curvaban como cintas de Moebius y sólidos de Escher, antes de desaparecer en las dimensiones superiores. La orientación local siempre mantenía los pies sobre los escalones. Fuera del alcance de la visión, nuevos escalones nacían de los antiguos y se creaban nuevos portales.
El burócrata, involuntariamente, pensó en el viejo chiste de que el Palacio Mutable tenía un millón de puertas, y ninguna daba acceso a donde se quería ir.
—Por aquí.
Su sendero serpenteó bajo una maraña helicoidal de escaleras y entre dos leones de piedra, cuyos hocicos estaban manchados de pintura verde. Abrieron una puerta y entraron.
El ropero era una habitación de roble que olía a humedad, de cuyas paredes colgaban máscaras de demonios, héroes, seres de otros sistemas solares y cosas por el estilo. Estaba suavemente iluminada por la penetrante luz que bañaba todo el Palacio Mutable, y abarrotada de un bullicioso grupo de personas que se probaban disfraces o se pintaban la cara, un lugar tranquilo de silenciosos preparativos, surgido de algún teatro preestelar o similar.
Un simulacro en forma de mantis, provisto de un lustroso caparazón quitinoso verde y esbeltas articulaciones, se acercó. Juntó los antebrazos y ejecutó una profunda reverencia.
—¿En qué puedo ayudarle, amo? ¿Talentos, censores, armamentos sociales? Una memoria extra, tal vez.
—Multiplíqueme por cinco —respondió el burócrata.
Su maletín, sentado con las piernas cruzadas sobre un baúl de disfraces, sacó un cuaderno de un bolsillo interior, garrapateó códigos de barras, arrancó la hoja superior y se la tendió al simulacro.
—Muy bien. —La mantis sacó cuatro maniquíes de un armario y empezó a tomar medidas—. ¿Limito su autonomía?
—¿Con qué objetivo?
—Muy prudente, señor. Es increíble la cantidad de gente que restringe la información que sus agentes pueden llevar. Una ceguera asombrosa. Existir aquí significa que uno ha confiado sus secretos a un agente. Las personas son supersticiosas. Se aferran a la ficción del yo, tratan al Palacio Mutable como si fuera un lugar, y no un conjunto acordado de convenciones en el que mucha gente puede encontrarse e interactuar.
—¿Por qué me da la paliza así?
El burócrata comprendía muy bien las convenciones; era agente y defensor de dichas convenciones. Tal vez lamentaba el hecho de que no pudiera arrancar sus secretos a Gregorian, imbricados en la urdimbre y la trama del espacio de encuentro humano, pero comprendía muy bien por qué era así.
La mantis se inclinó sobre un maniquí.
—Sólo actúo movido por la preocupación, señor. Usted se encuentra en un estado de desequilibrio emocional. Cada vez le satisfacen menos los límites que le han marcado.
Ajustó la estatura e hinchó el estómago.
—¿De veras? —preguntó el burócrata, sorprendido.
Una vez bosquejados los maniquíes, la mantis se dedicó a moldear las facciones del burócrata en sus rostros.
—¿Quién puede saberlo mejor que yo? Si tuviera la bondad de hablar…
—Oh, cierre el pico.
—Por supuesto, señor. Las leyes de la intimidad están por encima de todo. Aparecen incluso antes que el sentido común —dijo el simulacro, en tono reprobador. El maletín contemplaba la escena, con una media sonrisa en la cara.
—No es lo mismo que si yo fuera un Informacionista Libre.
—Aunque lo fuera, no podría denunciarle. Si pudiera denunciarse la traición, nadie confiaría en el Palacio Mutable. ¿Quién podría trabajar aquí? —Retrocedió para inspeccionar su obra—. Preparado.
Cinco burócratas se miraron entre sí, cada uno perfecta copia de los demás, rostro por rostro y ojo por ojo. Dejaron de mirarse mutuamente, con una leve expresión de turbación, un tic que siempre molestaba al burócrata.
—Yo abordaré a Korda.
—Yo me encargaré de la botellería.
—Philippe.
—La sala de mapas.
—El Círculo Exterior.
La mantis sacó un espejo. Uno a uno, el burócrata salió.
El burócrata fue el último en marcharse. Entró en la sala de los espejos. Las paredes y el techo repetían una infinitud limpia y blanca mediante una hilera menguante de espejos de marco dorado, antes de curvarse hasta un punto de fuga en que el suelo alfombrado y el techo adornado se unían. Miles de personas utilizaban la sala en cualquier momento, asomando y desapareciendo de los espejos continuamente, pero el Consejo de Arquitectura de Tráfico no veía necesario que se hicieran visibles. El burócrata disentía. Creía que los humanos no debían pasar desapercibidos; como mínimo, el aire debía temblar cuando pasaban.
Casi ingrávido, recorrió la sala, inspeccionando las imágenes que reflejaban los espejos. Una estancia similar a una pajarera de hierro negro, que zumbaba y echaba chispas eléctricas. Un claro de un bosque en que máquinas salvajes se inclinaban sobre el cadáver de un ciervo y desgarraban sus entrañas. Una llanura desierta salpicada de estatuas rotas cubiertas de tela blanca, de modo que las facciones se diluían y suavizaban. Ésa era la que le interesaba. El director de tráfico la colocó frente a él. Entró en la antesala de Transferencias Tecnológicas. Sólo un paso le separaba de su despacho.
Philippe había reordenado sus cosas. Se dio cuenta al instante, porque el burócrata mantenía un ambiente de trabajo espartano: paredes de piedra caliza con un número limitado de elementos visuales, un enorme escritorio anticuado, cerrado a cal y canto, con una fila de modelos que recorrían su espinazo. Todas las máquinas eran primitivas, un cuchillo de piedra, el aeroplano de los Wright, un generador de fusión, el Arca. El burócrata los dispuso de nuevo en la forma pertinente.
—¿Cómo ha ido? —preguntó el maletín.
—Philippe ha hecho un trabajo maravilloso —contestó el escritorio—. Lo ha reorganizado todo. Soy mucho más eficiente que antes.
El burócrata emitió un gruñido de desagrado.
—Bien, pues no te acostumbres. —El maletín cogió un sobre que estaba encima del escritorio—. ¿Qué es eso?
—Es de Korda. Ha convocado una reunión para el momento en que llegue.
—¿Para qué?
El maletín se encogió de hombros.
—No lo dice, pero a juzgar por la lista de participantes, parece otra de sus reuniones departamentales periódicas.
—Fantástico.
—En la cámara que tiene forma de estrella.
—¿Se ha vuelto loco?
Korda se había sometido a examen recientemente y parecía más viejo, más sonrosado y abotargado. Así envejecían las personas que sólo se veían a la hora de despachar asuntos oficiales, a breves y concretos pasos, y al mirar hacia atrás se les recordaba encogiendo hacia la muerte. El burócrata se sorprendió un poco al darse cuenta del largo tiempo transcurrido desde que había visto en persona a Korda. Era un recordatorio de la desgracia en que había caído durante los últimos años.
—Bueno, no hay para tanto —dijo.
Estaban sentados alrededor de una mesa de conferencias, de un caoba profundo que sugería cientos de años de barnizado y rebarnizado. El techo de cinco aristas era abovedado, y el yeso que asomaba entre las vigas había sido pintado de azul oscuro, con estrellas doradas. Era un escenario sombrío, que olía a cuero viejo y tabaco apagado, tal vez para imponer a quienes lo utilizaban un estado de ánimo solemne y reflexivo. Además de Korda y Philippe, estaban presentes Orimoto, de Contabilidad, Muschg, de Diseño de Análisis, y una mujer arrugada, parecida a un búho viejo, de Valoración de Propagación. Los tres eran no entidades, traídas para proporcionar los códigos personalizados, si sus gemelos de Operaciones juzgaban aconsejable un sondeo en profundidad.
Philippe se inclinó hacia adelante, antes de que Korda pudiera proseguir. Sonrió de una manera calculada para indicar entusiasmo personal.
—Ya sabe que todos estamos de su lado —dijo. Hizo una pausa y adoptó una expresión de dolida aflicción—. Sin embargo, no logramos comprender cómo pudo hacer, um, una declaración tan desafortunada.
—Estaba aturdido —dijo el burócrata—. Muy bien, lo admito. Me hizo perder los nervios, y después me apuntilló con aquellos cámaras.
Korda contempló sus manos enlazadas con el ceño fruncido.
—Perdió los nervios. Estaba furioso.
—Perdone —intervino Muschg—. ¿Podemos echar un vistazo al anuncio en cuestión?
Philippe enarcó una ceja en respuesta a aquella inesperada demostración de independencia, tanto como si su codo hubiera expresado de súbito una crítica sobre él, pero asintió, y el maletín montó un televisor sobre la mesa. El burócrata apareció en la pantalla, congestionado, con un micrófono ante él.
Le perseguiré y encontraré. Da igual donde esté. Aunque se esconda, no se escapará de mí.
¿Es cierto que ha robado tecnología prohibida?, preguntó alguien, fuera de cámara. Después, cuando el burócrata rechazó la pregunta con un encogimiento de hombros, ¿Diría usted que es peligroso?
—Aquí viene —dijo Korda.
Gregorian es el hombre más peligroso del planeta.
—En aquel momento, me sentía sometido a demasiadas presiones…
¿Por qué le llama el hombre más peligroso del planeta? La imagen granítica de Gregorian ocupó toda la pantalla. Sus ojos eran dos lunas frías, preñadas de sabiduría. ¿Qué sabe este hombre que no les permitan a ustedes aprender por sí mismos, descubrir…? Korda apagó el televisor.
—Si Gregorian le hubiera pagado, no lo habría hecho mejor.
Un teléfono sonó en mitad de aquel incómodo silencio. El maletín lo extrajo de un bolsillo de la chaqueta y lo extendió.
—Es para usted.
El burócrata cogió el aparato, dando gracias por aquel momento de respiro, y escuchó su propia voz.
—He vuelto de la botellería. ¿Informo?
—Adelante.
Absorbió:
En un oscuro callejón conocido como Pasaje de la Curiosidad, el burócrata se topó con una fila de pequeños comercios, las ventanas oscuras por la falta de uso, y entró en un portal decrépito. Sonó una campanilla. Las sombras predominaban en el interior, estante tras estante abarrotados de botellas polvorientas de cristal duro, que retrocedían en el tiempo hasta perderse en el Paleolítico. Cupidos dorados flotaban en las esquinas del techo con sonrisas condescendientes.
El tendero era un simple aparato, apenas una cabeza de chivo y un par de guantes. La cabeza saludó y los guantes se enlazaron en un gesto servil.
—Bienvenido a la botellería, amo. ¿En qué puedo ayudarle?
—Me gustaría encontrar algo, um… —el burócrata agitó una mano mientras buscaba la frase pertinente—, de dudoso valor.
—En ese caso, ha venido al lugar adecuado. Aquí es donde almacenamos a todos los hijos malditos de la ciencia, la información caduca, oscura y descortés que no pertenece a ningún otro sitio. Mundos planos y huecos, lluvias de ranas, visitas de ángeles. El sistema alquímico de Paracelso en una botella y el de Isaac Newton en otra, la numerología de Pitágoras embotellada aquí, la frenología allí, hombro con hombro con la demonología, astrología y métodos de repeler tiburones. Ahora es como un almacén de trastos viejos, pero la mayor parte de su información fue muy importante en otro tiempo. La mejor que existía.
—¿Se ocupa de la magia?
—Magia de todo tipo, señor. Necromancia, geomancia, sacrificios rituales, adivinación por medio del estudio de las entrañas, presagios, cristales, sueños o charcos de tinta, animismo, fetichismo, darwinismo social, psicohistoria, creación continua, genética lamarckiana, psiónica, y más. En realidad, ¿qué es la magia, sino la ciencia imposible?
—No hace mucho, me encontré con un hombre que tenía tres ojos.
Describió el tercer ojo del doctor Orphelin.
El tendero ladeó la cabeza con aire pensativo.
—Creo que tenemos lo que anda buscando.
Recorrió con los dedos una hilera de botellas, vaciló sobre una, sacó otra y le dio la vuelta. Algo similar al mármol rodó en su interior. Descorchó la botella con un majestuoso ademán y depositó un ojo de cristal sobre el mostrador.
—Tenga.
El burócrata examinó el ojo con atención. Era perfectamente humano, azul, con una muesca redondeada en forma de T en la parte posterior.
—¿Cómo funciona?
—Simple yoga. Usted se encuentra ahora en Agua de la Marea. Supongo que conoce el tipo de control corporal que los místicos poseen…
El burócrata asintió.
—Bien. El ojo es engullido. El adepto lo conserva en el estómago hasta que lo necesita. Después, es regurgitado a la boca. La parte blanda es empujada contra los labios, si abre la boca parece real, y manipulada por la lengua. Puede moverse de atrás adelante y de arriba abajo, utilizando las muescas de la parte posterior. —Devolvió el ojo a la botella y la botella tapada a la estantería—. Fue un sencillo conjuro.
—¿Y cómo caí en él?
La cabeza de chivo se movió, intrigada.
—¿Es una pregunta verdadera, o sólo retórica?
La pregunta pilló por sorpresa al burócrata; había hablado para sí.
—Contésteme —dijo, no obstante.
—Muy bien, señor. Los conjuros son como la enseñanza, la ingeniería o el teatro, en el sentido de que son una forma de manipulación de datos, un medio de convertir en realidad lo que se desea. Sin embargo, al igual que el teatro, también es un arte de la ilusión. Ambos tratan de convencer a un público de que lo falso es verdadero. El significado magnifica esta ilusión. En un drama, la trama manipula el significado, pero los conjuros, por lo general, carecen de significado añadido. Se ejecuta abiertamente como una serie de ágiles distracciones. Cuando entran en juego un contexto y un significado, el efecto varía. Supongo que cuando usted vio aparecer el tercer ojo, la acción poseía un significado implícito.
—Dijo que me estaba examinando en busca de influencias espirituales.
—Exacto, lo cual distorsionó su respuesta. De haber visto el truco realizado en un escenario, le habría parecido difícil, pero no incomprensible. Sabiendo que era un truco, su mente se habría zambullido en el problema de adivinarlo. El significado, no obstante, aparta a la mente del desafío, y el enigma adquiere menor importancia que el misterio. Estaba tan aturdido por la imposibilidad de lo que vio, que la pregunta no fue «¿Cómo ha hecho eso?», sino «¿De veras lo he visto?».
—Oh.
—¿Es eso todo, señor?
—No. Necesito saber exactamente qué puede hacer y no puede hacer un mago en Agua de la Marea; sus habilidades, capacidades, como quiera llamarlo. Algo sencillo, sucinto y comprensible.
—No tenemos nada por el estilo.
—No me diga eso. Hace menos de una vida, hubo una rebelión en Whitemarsh. Debimos enviar agentes. Informes, consejos, conclusiones.
—Sí, claro. En nuestros estantes cerrados.
—Maldita sea, necesito esa información con toda urgencia.
La cabeza de chivo se agitó entristecida y extendió los guantes.
—No puedo hacer nada por usted. Diríjase a la agencia que la aplastó.
—¿Cuál es?
Un guante flotó hasta encender una delgada vela blanca. Sacó una hoja de papel de un cajón y la sostuvo sobre la llama. Letras negras como el hollín aparecieron sobre el papel.
—La orden de represión provenía de la División de Transferencias Tecnológicas.
El chorro de información finalizó. Mientras tendía el teléfono a su maletín, el burócrata oyó las últimas palabras de su agente, disolviéndose en la nada.
—Supongo que lo más molesto para todos nosotros —dijo Philippe— es la naturaleza pública de su declaración. La Casa de Piedra está furiosa con nosotros. Están que arden. Hemos de proporcionarles una explicación coherente de sus acciones.
El maletín de Muschg susurró en su oído.
—Háblenos de la nativa con quien se lió —dijo la mujer.
—Bueno… —Philippe y Korda parecían tan aturdidos como el burócrata. A propósito o no, Muschg les estaba enredando a los tres—. A veces, el trabajo de campo se complica. Si intentáramos ceñimos al manual, no lograríamos nada. Por eso existen las operaciones de campo, porque los métodos de manual han fracasado.
—¿Qué clase de relación entablaron?
—Era una relación —admitió el burócrata— en la que existía un componente emocional.
—Y después, Gregorian la mató.
—Sí.
—Con el fin de que realizara airadas declaraciones que podría utilizar en sus anuncios.
—Por lo visto.
Muschg se reclinó en la silla y enarcó las cejas en señal de escepticismo.
—Comprenderá nuestro problema —dijo Philippe—. Todo esto resulta muy improbable.
—El caso se complica cada vez más —gruñó Korda—. Me pregunto si no será necesaria una sonda.
Una tensa cautela se apoderó del grupo. El burócrata les miró a los ojos y sonrió con aire pensativo.
—Sí —admitió—. Un sondeo departamental total zanjará la cuestión de una vez por todas.
Los demás se removieron inquietos, sin duda conscientes de todos los sucios secretillos que albergaba el Palacio Mutable, y que nadie deseaba que se revelaran. En concreto, el rostro de Orimoto estaba tan tenso como un puño. Korda carraspeó.
—Al fin y al cabo, esto no es más que una audiencia informal —dijo.
—No rechacemos la opción con tanta rapidez; deberíamos considerarla —dijo el burócrata. Su maletín distribuyó copias de la lista de materiales prohibidos conseguidos en la botellería—. Existen abundantes pruebas de que un miembro de la División está colaborando con Gregorian. —Empezó a enumerar puntos con los dedos—. Prueba: datos importantes para este caso han sido eliminados por Transferencias Tecnológicas. Prueba: Gregorian logró que uno de sus hombres suplantara a mi enlace planetario, lo cual exigía información que sólo podía proceder de la Casa de Piedra, o de uno de los nuestros. Prueba: el…
—Perdone, jefe.
El maletín le tendió el teléfono. El burócrata, algo exasperado, cogió la llamada. Él, otra vez.
—Adelante —dijo.
Absorbió:
Philippe estaba solo en el despacho consigo mismo. Ambos levantaron la vista cuando el burócrata entró.
—Es un placer volverte a ver.
El despacho de Philippe era cursi hasta el punto de la vulgaridad, un módulo lexitorial sacado de la Luna del siglo veintitrés. El escritorio era un enorme fragmento de roca volcánica que flotaba treinta centímetros sobre el suelo, con varas de punta de cristal, madejas de plumas de gallo y pequeños fetiches diseminados sobre su superficie. Puertas acristaladas daban a un balcón que dominaba una antigua ciudad de ladrillo y hierro forjado, borroneada por la tenue neblina azul de un millón de vehículos de tierra.
—Yo me ocuparé de esto —dijo Philippe, y su otro yo volvió a trabajar.
El burócrata no pudo por menos que envidiar la desenvuelta familiaridad con que Philippe trataba consigo mismo. Philippe se llevaba a las mil maravillas con Philippe, pese a las encarnaciones extraídas de su personalidad básica.
Se estrecharon las manos (Philippe estaba distribuido no en dos, sino en tres agentes, el tercero ausente).
—¡Cinco agentes! —exclamó Philippe—. Iba a preguntarte por qué no continuabas la investigación, pero ahora comprendo la explicación.
—¿Qué investigación?
Philippe levantó la vista de su trabajo y sonrió.
—Oh, no tardarás en averiguarlo dijo el otro. ¿En qué puedo ayudarte?
—Hay un traidor en Transferencias Tecnológicas.
Philippe le miró en silencio durante largo rato, ambas encarnaciones inmóviles, sin que ninguno de los cuatro ojos pestañeara. El burócrata y él se examinaron con cautela.
—¿Posees alguna prueba? —preguntó por fin.
—Nada que pudiera obligar a un sondeo del departamento.
—Entonces, ¿qué deseas de mí? —El otro yo de Philippe se sirvió un vaso de zumo—. ¿Te apetece algo de beber? El sabor será un poco soso, como el de todas las bebidas neurotransmitidas. Algo relacionado con los azúcares de la sangre.
—Sí, lo sé. —El burócrata rechazó la bebida con un ademán—. Tú trabajabas en control biocientífico. Me preguntaba si sabrías algo sobre la clonación. La clonación humana, en concreto.
—Clonación. Bueno, no mucho. Las aplicaciones humanas son completamente ilegales, por supuesto. Nadie quiere saber nada de ello.
—En particular, me he preguntado qué valor práctico tiene clonarse.
—¿Valor? Bien, en la mayoría de los casos tiene que ver más con el ego que con algo práctico. El deseo de contemplar al propio yo sobrevivir a la muerte, saber que el único sacrosanto e irreemplazable Yo recorrerá los pasillos del tiempo hasta el punto omega de la existencia. Todo enraizado en el enmarañado cenagal del alma. Aparte, hay los casos sexuales, un rollo muy aburrido.
—No, creo que no tiene nada que ver con eso. Conozco a alguien que dedicó la mayor parte de su vida al proyecto. A juzgar por su comportamiento, yo diría que apuntaba a un objetivo claro y definido. Sea quien sea, ocupa un puesto muy visible. Si hubiera actuado de una forma extraña, se habría puesto en evidencia hace mucho tiempo.
—Bien —dijo Philippe, a regañadientes—, todo esto son especulaciones, desde luego. A mí que me registren, pero digamos que tu hombre ocupaba un puesto de relativa importancia en alguna institución gubernamental, o algo por el estilo. Asuntos relacionados con espectros, por ejemplo. No mencionaremos nombres. Existe cierto número de situaciones en que sería útil tener dos códigos personalizados válidos en lugar de uno, por ejemplo, si se ordena a dos oficiales de alta graduación que lleven a cabo una operación clandestina. El sistema sabría que los dos códigos manuales son idénticos, pero no podría intervenir. Las leyes de la intimidad lo impedirían. Una vulgar excusa, pero ahí está: lo dice la ley.
—Sí, había pensado algo similar, pero ¿no te parece innecesariamente difícil? Habrá mil modos más sencillos de engatusar a las máquinas.
—Eso crees, ¿verdad? Se extrae un trozo de piel, lo transformas en un guante y le ordenas a tu cómplice que se lo ponga. O grabas tu propia transmisión y la envías de nuevo con retraso. Sólo que ninguna de las tretas funciona. El sistema está mejor protegido de lo que piensas.
Sonó un timbre. Philippe acercó una concha al oído.
—Es para ti —dijo.
Cuando el burócrata cogió la llamada, oyó su propia voz.
—He vuelto de la sala de mapas. ¿Quiere que le transmita mi informe?
—Se lo ruego.
Absorbió:
La sala de mapas era una copia de un palazzo veneciano del siglo quince, mapas estelares en que las Siete Hermanas sustituían a las costas mediterráneas en las paredes. Globos planetarios giraban sobre su cabeza, envueltos en nubes. El burócrata, con las manos enlazadas a la espalda, examinó un modelo del sistema: Próspero en el centro, el ardiente Mercuccio, y después el círculo de asteroides acariciados por el sol conocidos como los Trinacianos, los planetas medios, los gigantes gaseosos Gargantúa, Pantagruel y Falstaff, y por fin los Thuleanos, ellas rocas lejanas, frías y apenas pobladas, donde se guardaban cosas peligrosas.
La sala se expandió para dejar sitio a varios investigadores que habían entrado al mismo tiempo.
—¿Puedo servirle en algo, señor? —preguntó el conservador.
Sin hacerle caso, el burócrata se acercó al escritorio de referencias y golpeteó un pequeño tambor de piel.
La supervisora humana, una mujer corpulenta de escasa estatura, cuyas gafas tenían el grosor de un pulgar, salió de su despacho. Apoyó las gafas sobre la frente, de forma que parecieron los cuernos de un caracol.
—Hola, Simone —saludó el burócrata.
—¡Dios mío, eres tú! ¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Demasiado.
El burócrata hizo ademán de abrazarla, y Simone se encogió imperceptiblemente. El hombre extendió la mano.
Simone se la estrechó (la cartógrafa era única).
—¿En qué puedo ayudarte?
—¿Has oído hablar de un lugar llamado Ararat? Está en Miranda, cerca de la costa de Agua de la Marea. Se supone que es una ciudad perdida.
Simone sonrió con una ironía que procedía de un pasado tan remoto que el burócrata sintió su corazón estallar en pedazos.
—¿Que si he oído hablar de Ararat? ¿El único gran misterio de la topografía de Miranda? Yo diría que sí.
—Háblame de ella.
—Primera ciudad humana de Miranda, capital del planeta durante el primer año grande, poblada por cientos de miles de personas cuando los climatólogos determinaron que quedaría inundada antes de que murieran.
—Debió de ser un duro golpe para los habitantes.
Simone se encogió de hombros.
—La historia no es mi fuerte. Sólo sé que reforzaron la ciudad. Levantaron edificios de piedra, con anclas de fibra de carbono hundidas; a doscientos metros de profundidad. La idea consistía en que Ararat sobreviviera al invierno grande intacta, y cuando llegara la primavera, sus nietos desprendieran el kelp y el coral y volvieran a habitarla.
—¿Y qué ocurrió?
—Se perdió.
—¿Cómo se pierde una ciudad?
—Se clasifica como información secreta.
Simone desplegó un mapa en relieve. El burócrata contempló un paisaje en miniatura, ríos que atravesaban llanuras, bosques que la niebla teñía de verde azulado. Las carreteras eran arañazos blancos en la tierra, delgadas cicatrices que unían ciudades de juguete. Retazos dispersos de nubes flotaban sobre la reproducción.
—Aquí está Agua de la Marea, hace un año grande. Es el mapa más preciso que tenemos.
—Está medio cubierto de nubes.
—Porque sólo ofrece la información que yo considero fiable.
—¿Dónde está Ararat?
—Oculta por las nubes. En nuestros estantes cerrados tenemos cientos de mapas que señalan el emplazamiento de Ararat. El único problema es que ninguno coincide con los demás. —Un chorro de luces rojas asomó entre las nubes, algunas solitarias y aisladas, otras tan agrupadas que teñían las nubes de rosa—. ¿Lo ves?
—Bien, ¿quién convirtió Ararat en materia reservada?
—Eso también es secreto.
—¿Por qué se convirtió en información secreta?
—Pudo ser por cualquier cosa. Es posible que el Sistema Defensivo situara una instalación allí, o la utilizara como punto de referencia para la navegación. Hay cientos de facciones planetarias cuyo interés principal es consolidar las funciones en el Piedmont. He visto un informe de Control Psicológico en el que se afirma que Ararat, como ciudad perdida, es un arquetipo estabilizador, y que su nuevo descubrimiento sería desestabilizador. Hasta es posible que Transferencias Tecnológicas esté implicado. Ararat tenía fama de desafiar los límites de la tecnología planetaria; esas anclas de fibra de carbono, por ejemplo.
—¿Cómo puedo encontrarla?
La mujer cerró el mapa.
—No puedes.
—Simone.
El burócrata cogió su mano y la apretó.
Ella la retiró.
—No hay forma de conseguirlo, así de sencillo. Te diré una cosa —añadió, en un tono más animado—. Recuerdo que estabas muy interesado en mi trabajo. Ahora que estás aquí, te enseñaré algo especial.
Al burócrata nunca le había interesado el trabajo de Simone, y ella lo sabía.
—Muy bien —dijo.
La mujer abrió un gabinete y entró. Él la siguió.
Penetraron en un mundo fantasmal. Árboles perfectos se recortaban en filas uniformes contra un cielo blanco. Se encontraban en una carretera simplificada, que desembocaba en una pequeña ciudad de edificios esbozados.
—Es Lightfoot dijo el burócrata, asombrado.
—A escala natural —dijo con orgullo Simone—. ¿Qué opinas?
—El río se ha desviado un poco hacia el norte desde que esto se construyó.
La cartógrafa se puso las gafas y le miró.
—Sí, ya lo veo —dijo por fin—. Comunicaré tu observación.
El río saltó, y Simone guió al burócrata hasta la ciudad. Él la si guió por una calle que se reducía a dos líneas, hasta entrar en una casa esquemática, simple aire y contorno. Subieron una escalera y entraron en una habitación de muebles esbozados a toda prisa. Simone abrió el cajón de un tocador y sacó un mapa dibujado a mano. Lo alisó sobre la cama.
—Éste es la clase de lugar donde solíamos encontramos —dijo el burócrata en tono nostálgico—. ¿Te acuerdas? Todos aquellos toqueteos, porque éramos demasiado jóvenes y miedosos para hacer el amor.
Por un momento, pensó que Simone iba a abofetearle. Después, la mujer lanzó una carcajada.
—Oh, sí, claro que me acuerdo. De todos modos, hubo buenos momentos. Estabas tan hermoso, desnudo.
—Temo que he engordado un poco desde entonces.
Una breve sensación de unión y camaradería se estableció entre ambos. Después, Simone tosió y dio unos golpecitos sobre el papel con la uña.
—Mi antecesor me dejó esto. Sabía lo difícil que es trabajar con datos inadecuados. Cantidad de información se ha perdido así —añadió con cierta amargura—. Es como si hubieran enterrado la verdad.
El burócrata se inclinó sobre el mapa de Agua de la Marea y siguió el curso del río con el dedo. No había cambiado mucho desde que el mapa fue trazado. Ararat estaba marcada con claridad. Se alzaba a varios cientos de kilómetros al sur del río, no lejos de la costa. Pantanos salados la rodeaban por tres partes. Ninguna carretera desembocaba en la ciudad.
—Si esto es secreto, ¿cómo es que aún existe?
—La información no se oculta destruyéndola, sino mezclándola con información falsa. ¿Ya te has aprendido el mapa de memoria?
—Sí.
—Pues vuelve a guardarlo en el cajón y vámonos.
Simone le guió por el camino de ida hasta llegar a la sala de mapas.
—Gracias —dijo el burócrata—. Ha sido enormemente esclarecedor.
Simone le dirigió una mirada anhelante.
—¿Te das cuenta de que nunca nos hemos conocido?
El burócrata devolvió la concha al escritorio de Philippe. El Philippe más lejano levantó la vista de su trabajo.
—No puede haber un traidor en la División —dijo.
—¿Por qué no?
Ambos Philippe hablaron a la vez.
—Es que…
—… no…
—… saldría bien, ¿sabes? Hay demasiados dispositivos de seguridad…
—… controles y contrapesos…
—… comités de supervisión. No, temo…
—… que no es posible.
Los dos intercambiaron una mirada y estallaron en carcajadas. El burócrata reflexionó que un hombre al que agradaba tanto su propia compañía tal vez desearía tener más yos, tanto en el universo físico como en el reino convencional. El Philippe más alejado agitó una mano.
—Vale, está bien —dijo—, mantendré la boca cerrada.
—De todos modos, quiero decirte algo —habló el primero—, aunque temo que si te lo digo ahora, después de tu charla sobre traidores y todo eso, me malinterpretarás.
—¿A qué te refieres?
—Estoy preocupado por Korda. Últimamente, el viejo no es el mismo de antes. Creo que está perdiendo su tacto.
—¿Por qué lo dices?
—Pequeños detalles, más que nada. La obsesión por su caso actual. Ya sabes, la cuestión del mago. Pero, además, le he sorprendido en grave violación de la etiqueta.
—¿Sí?
—Intentaba abrir por la fuerza tu escritorio.
El burócrata devolvió el teléfono a su maletín. Observó que Philippe estaba finalizando una llamada. Sus otros dos agentes, sin duda, advirtiéndole de la visita del burócrata.
—Pongámoslo a votación —dijo Korda. Todos pusieron las manos debajo de la mesa—. Bien, asunto solucionado.
El burócrata no había esperado que se llevara a cabo el sondeo. De todos modos, ahora no podían sondearle a él solo sin explicar por qué se autoexcluían.
Korda recuperó el control del orden del día.
—Francamente, hemos pensado en apartarle del caso y poner…
—¿A Philippe?
—… a alguien en su lugar. Le proporcionaría la oportunidad de descansar y de recuperar la perspectiva. Al fin y al cabo, se ha involucrado en exceso.
—No podría aceptarla, en cualquier caso —dijo de repente Philippe—. Me refiero a la misión en el planeta. Estoy abrumado de trabajo.
Korda pareció desconcertado.
El astuto Philippe no permitiría que le pillaran en el planeta si se hablaba de un traidor en la División. Aun en el caso de que no fuera él, Philippe quería estar sentado ante su despacho cuando las acusaciones desembocaran en una guerra administrativa.
—¿Tiene otros agentes que pudieran sustituirle? —preguntó Muschg—. Para saber de qué estamos hablando.
Korda se removió un poco.
—Bueno, sí, pero ninguno con las aptitudes y antecedentes que este caso en particular requiere.
—Sus opciones parecen limitadas. —Los dientes blancos de Muschg relampaguearon cuando sonrió. Philippe se reclinó en la silla, los ojos entornados, cuando comprendió sus intenciones—. Tal vez Diseño de Análisis debería reestructurar su procedimiento de acceso.
Nadie habló. El silencio se prolongó un largo momento.
—Tal vez —contestó Korda por fin, a regañadientes—. Concertaré una cita.
La tensión ambiental se disipó. La reunión había terminado, y todos lo sabían; el momento mágico había llegado cuando quedó patente que nada más se demostraría, descubriría o decidiría hoy. De todos modos, la reunión, sólo por el hecho de haberse iniciado, debía tardar en concluir varias largas horas más. La maquinaria del protocolo poseía una enorme masa de inercia; una vez puesta en movimiento, tardaba una eternidad en detenerse.
Los cinco procedieron a devorar los restos del orden del día, hasta reducirlos a la nada.
La sala de duelo era estrecha y tenía el techo alto. Los pasos del burócrata resonaron en sus paredes y techo. Una luz fría, invernal, procedente de una fuente invisible, destellaba sobre las sendas de madera dura. Se agachó para recoger una bola de azogue que nadie había tocado en décadas, y suspiró.
Vio las yemas de sus dedos reflejadas en la superficie de la bola. En el Palacio Mutable carecía de marcas. Le habían tatuado bajo la piel la serpiente de Undine después de su última exploración; las marcas que llevaba no podían verse en el Palacio.
Estrechos bancos de lona estaban dispuestos a lo largo de las paredes. Se sentó en uno y contempló el reflejo programado de su cara en la bola de duelo. Pese a la distorsión, estaba claro que ya no era el hombre que había sido.
Se levantó, inquieto, y adoptó postura de duelo. Flexionó el brazo. Lanzó la bola con todas sus fuerzas y la siguió con el pensamiento. Voló, cambió y se transformó en un halcón metálico, una daga, acero fundido, una punta de torpedo, un chorro de ácido, una lanza, una jeringa: siete símbolos del horror. Cuando alcanzó su objetivo, se hundió en el rostro y desapareció. El maniquí se desplomó.
Korda entró.
—Su escritorio me ha dicho que estaba aquí.
Se dejó caer en el banco, sin mirar al burócrata.
—Esa Muschg —dijo al cabo de un rato—. Me obligó. El proceso de reestructuración durará medio año.
—No supondrá que lamento sus problemas, dadas las circunstancias.
—Yo, um, puede que haya estado un poco fuera de lugar durante la reunión. Debió de parecer que había perdido los estribos. Sabía que merecía ser sometido a una sonda.
—No, desde luego.
—De todos modos, sabía que se libraría. Era una trampa demasiado burda para cazar a un viejo zorro como usted.
—Sí, yo también me lo dije.
Korda llamó la bola a su mano y le dio vueltas y vueltas, como si buscara el principio operativo.
—Quería que Philippe creyera que no nos llevábamos bien. Hay algo extraño en Philippe. No sé qué deducir de su comportamiento de antes.
—Todo el mundo dice que Philippe está haciendo un trabajo soberbio.
—Todo el mundo lo dice. Sin embargo, desde que le cedí su escritorio, he tenido más problemas de los que pueda imaginar. El Consejo de Irradiación Cultural está pidiendo a gritos la cabeza de usted.
—Jamás lo había oído nombrar.
—No, claro que no. Yo le protejo de ellos y de sus similares. La cuestión es que Irradiación Cultural no tenía por qué saber nada de la operación. Creo que Philippe está filtrando información.
—¿Por qué lo iba a hacer?
Korda se pasó la bola de una mano a otra.
—Philippe es un buen hombre —dijo en tono evasivo—. Un poco murmurador, pero recto. Su historial es excelente. Estaba a cargo de la vigilancia de la clonación humana, hasta que la junta asesora lo convirtió en un departamento aparte.
—Philippe me dijo que no sabía gran cosa sobre clonación humana.
—Eso fue antes de que llegara aquí. —Korda alzó los ojos. Reflejaban cansancio, cinismo, y estaban rodeados de profundas arrugas—. Compruébelo, si no me cree.
—Lo haré.
De manera que Philippe le había mentido. ¿Cómo sabía Korda todo aquello? El burócrata se sintió en gran peligro, sentado junto a esta enfermiza y poderosa araña reina. Esperaba que el traidor fuera Philippe. Todo el mundo hablaba de lo bueno, lo hábil, lo sutil que era Philippe, pero la idea de tener a Korda por enemigo le aterrorizaba. En ocasiones, parecía un bufón, pero detrás de aquella obesa apariencia externa, de aquellos gestos cómicos, se insinuaba el destello del frío acero.
—Jefe.
Su maletín le tendió el teléfono con timidez.
Absorbió:
La sala de los espejos dirigió al burócrata hacia los ascensores donde cogió un tren hacia el lado que daba a las estrellas del Palacio Mutable. Le dejó frente al portal de un paseo celeste, bloques de mármol blanco consecutivos, como otras tantas piezas de dominó relucientes, que se perdían en la noche.
A cada lado del paseo destellaba una gloria de estrellas; la proyección holística enviada desde observatorios diseminados por todo el sistema de Próspero. Pisó la estrecha cinta de mármol, con la fortaleza del conocimiento humano que brillaba a su espalda, y la ciudadela de la investigación delante. Algunos viajeros se veían a lo lejos. El trayecto hasta el Círculo Exterior duraba bastante, varias horas en tiempo experimentado. Si quería, podía alcanzar a uno, para intercambiar habladurías y trivialidades. No le apetecía.
—Hola. ¿Le importa que le acompañe?
Apareció una mujer de aspecto agradable, tocada con un extraño sombrero, alto y bulboso, de ala pequeña. No supo adivinar qué combinación de interactividad podía representar.
—Será un placer.
Caminaron al mismo paso. Muy lejos se veían muelles de datos, largos ramales perpendiculares que desembocaban en naves de guerra, transportes, cargueros y estaciones de batalla, sus movimientos absolutos congelados en el espacio convencional. Todos absorbían las conexiones de datos que transportaba el paseo celeste.
—Quita la respiración, ¿verdad? —dijo la mujer.
Indicó el Palacio Mutable, que desprendía un brillo blanco como acero fundido, una compleja estructura de un millón de torres que había engullido por completo al sol. Sus componentes estaban en constante movimiento, las órbitas de las estaciones físicas cambiaban de posiciones relativas, alas y niveles se alejaban mutuamente, se separaban y fusionaban, y cambiaban también con la constante reestructuración de conocimiento y normativas. Cordelia y la fría Katharina se encontraban en el extremo más alejado de la estructura, encerradas en agujas de cristal de datos.
—Supongo —contestó.
—¿Sabe lo que es realmente impresionante? Lo realmente impresionante es lo que puede hacerse con una señal transmitida. Si deja de pensar en ello, parece que sea imposible. ¿Tiene la más leve idea de cómo se hace?
—No —admitió el burócrata. La tecnología estaba más allá de su comprensión. Aunque no pensaba confesarlo a una amistad casual, todos los misterios del Palacio Mutable, éste era el que más le intrigaba.
Corría el rumor de que los aparatos de la Autoridad de Transmisión podían perforar el tiempo, enviar sus señales instantáneamente a través de millones de kilómetros, y después introducirlas en un depósito durante el número de horas que duraría la transmisión a la velocidad de la luz real. Un rumor relacionado, pero más incierto, sostenía que el Círculo Exterior no era más que una ficción conveniente, que no existía el cinturón de asteroides, que los peligrosos centros de investigación estaban diseminados por el Círculo Interior y el espacio planetario. A tenor de esta teoría, los remotos thuleanos no eran más que una distracción tranquilizadora.
—Bien, pues yo sí. Lo he reflexionado, y le explicaré mi conclusión. Uno pierde la identidad cuando se transmite su señal; si se detiene a pensar en ello, ocurre. A la velocidad de la luz, el tiempo se detiene. No hay forma de experimentar el paso del tiempo, pero cuando se recibe su señal, un recuerdo programado del viaje es retrointroducido en la estructura de su memoria. De esta forma, cree que ha estado consciente todas esas horas.
—¿Cuál es el objetivo de ese procedimiento?
—Nos protege del horror existencial. —La mujer se ajustó el sombrero. El hecho consiste en que todos los agentes son personalidades artificiales. Somos copias tan perfectas de la personalidad base que nunca pensamos en esto, pero somos creados, vivimos durante unas cuantas horas o minutos, y luego nos destruyen. Si experimentáramos los espacios en blanco en nuestros recuerdos, nos encontraríamos cara a cara con la inminencia de nuestra muerte. Nos veríamos forzados a admitir que no nos reunimos con nuestros primarios, sino que morimos. El Palacio Mutable se llenaría de fantasmas. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Yo… supongo que sí.
Llegaron a un muelle de datos.
—Bien, ha sido muy agradable —dijo la mujer—, pero durante este turno he de hablar con cinco personas más, como mínimo, para cumplir mi cuota.
—Espere un momento. ¿Cuál es su ocupación?
La mujer sonrió con picardía.
—Propago rumores.
Saludó con la mano y se fue.
Un salto de montaje. El burócrata salió de las puertas de seguridad y desembocó en el análogo informático de los remotos thuleanos. Se estremeció.
—Fiiiu —dijo—. Estas cosas siempre me ponen la piel de gallina.
El guardia de seguridad estaba empalmado a tantos aumentos artificiales que parecía una especie de fusión quimérica entre hombre y máquina. Sus ojos, bajo los implantes semiplateados, estudiaron al burócrata con intensidad casi sexual.
—Se supone que han de amedrentar —dijo—, pero le diré algo: si alguna vez le clavan las garras, son mucho peores de lo que pueda imaginar. De modo que, si trama algo, será mejor que lo olvide.
El espacio de encuentro era inmenso, un duplicado de aquellos cobertizos donde se construían aeronaves, edificios tan colosales que el vapor de agua formaba periódicamente nubes cerca del techo y llenaba el interior de lluvia. Estaba ocupado por un solo gigante desnudo.
Tierra.
La mujer estaba acuclillada a cuatro patas, más animal que humana, inmensa, brutal, henchida de poder. Su carne era flácida y abundante. Sus extremidades estaban sujetas con cadenas y argollas, toscas visualizaciones de las restricciones y salvaguardas más sutiles que la mantenían perpetuamente dentro de los límites del sistema. Su hedor, una mezcla acre de almizcle, orina y sudor fermentado, era abrumador. Un olor sólido, real, peligroso.
Ante la presencia del agente de Tierra, el burócrata tuvo la inquietante premonición de que, cuando por fin intentara liberarse, todos los guardias y argollas que el sistema pudiera acumular no la retendrían.
Ante la gigante se había erigido un andamio. Investigadores, tanto humanos como artificiales, se encontraban de pie sobre plataformas dispersas, y la interrogaban. Aunque el burócrata tuvo la impresión de que Tierra no les miraba, cada uno hablaba como si el ser le estuviera hablando sólo a él.
El burócrata trepó a una plataforma situada al nivel de sus grandes pechos. Eran redondos e hinchados continentes de carne; desde tan cerca, todos y cada uno de sus defectos quedaban aumentados. Venas azules fluían como ríos subterráneos bajo la piel granulada. Complejas estructuras de marcas alargadas plateadas irradiaban de las clavículas. Entre los pechos tenía dos verrugas del tamaño de una cabeza. Pezones negros, arrugados como pasas, brotaban de areolas excoriadas, de color rosado lechoso y textura de cera. Un único pelo, grande como un árbol retorcido, crecía en el extremo de uno.
—Um, hola —dijo el burócrata.
Tierra volvió su imponente cabeza hacia él. Era un rostro de facciones ordinarias y ojos muertos como piedras, una representación que a la Tierra no le habría gustado, pero también poseía grandeza, y un escalofrío de temor recorrió al burócrata.
—Quiero hacerle unas preguntas —comenzó, inseguro—. ¿Puedo?
—Mi presencia aquí sólo se tolera porque contesto preguntas. —La voz era monótona, desprovista de emociones, un enorme susurro seco—. Pregunta.
Había venido para interrogarla sobre Gregorian, pero la impresionante presencia de Tierra le cohibía.
—¿Por qué está aquí? —preguntó—. ¿Qué desea de nosotros?
—¿Qué desea cualquier madre de sus hijos? —respondió el ser, en el mismo tono carente de vida—. Deseo ayudarles. Deseo aconsejarles. Deseo remodelarles a mi propia imagen. Deseo guiar sus vidas, comer su carne, desmenuzar sus cadáveres y roer los huesos.
—¿Qué sería de los humanos si usted se liberara? ¿Nos mataría a todos, al igual que hizo en la Tierra?
Una sombra de expresión apareció en su cara, que transparentaba una inmensa, fría e inteligente hilaridad.
—Oh, eso como mínimo.
El guardián tocó el hombro del burócrata con una mano metálica motorizada, un recordatorio amenazador de que dejara de perder el tiempo y fuera al grano. Comprendió que no le había destinado mucho tiempo. Respiró hondo para serenarse.
—Hace tiempo, un hombre llamado Gregorian la interrogó…
Todo se petrificó.
El aire se convirtió en jalea. El sonido menguó. Oleadas de letargia, demasiado veloces para seguirlas, recorrieron el espacio de encuentro, rizos en un estanque de inercia. Guardias e investigadores se enlentecieron, se detuvieron y quedaron prisioneros en borrosas auras irisadas. Sólo Tierra siguió moviéndose. Inclinó la cabeza y abrió la boca, extendió su lengua rosadogrisácea hasta que el extremo tocó sus pies. Su voz flotó en el aire.
—Métete en mi boca.
—No. —El burócrata meneó la cabeza—. No puedo.
—En ese caso, tus preguntas no recibirán respuesta.
El hombre respiró hondo. Avanzó, aturdido. Era áspera, húmeda y cedió bajo sus pies. Hilos de saliva manaban de sus labios entreabiertos, con gruesas burbujas atrapadas en su espesa y clara sustancia. Un aire caliente surgía de la boca. Como azuzado por una compulsión cruzó el puente de su boca.
La boca se cerró sobre él.
El aire del interior era caliente y húmedo. Olía a carne y leche agria. Fue engullido por una negrura tan absoluta que bolas fantasma y serpientes de luz flotaron ante su campo visual.
—Estoy aquí —dijo.
No hubo respuesta.
Tras un momento de vacilación, avanzó a tientas. Se encaminó hacia la garganta, guiado por tenues exhalaciones de aire humeante. Poco a poco, el terreno que pisaba cambió, primero arenoso, y luego dulce y áspero, como pizarra. El sudor perlaba su frente. El suelo se inclinó de manera pronunciada. Inició el descenso, dando tumbos y maldiciendo. El aire era cada vez más viciado. Sus hombros rozaron roca, que después presionó su cabeza como la mano de un gigante.
Se arrodilló. Masculló por lo bajo y reptó ciegamente hacia adelante, hasta que su mano extendida encontró piedra. La caverna iluminaba en una larga hendidura en la roca. Recorrió la hendidura con los dedos y notó la textura de la arcilla.
Aplicó su boca a la abertura.
—¡Muy bien! —gritó—. Ya que he entrado, tengo derecho a oír lo que quieras decir, como mínimo.
Desde las profundidades, una alegre carcajada femenina se elevó hacia la garganta de Tierra.
La risa de Undine.
El burócrata reculó, encolerizado. Quiso volver sobre sus pasos y se descubrió atrapado en una oscuridad inmensa, carente de dimensiones. Estaba perdido. Nunca encontraría la salida sin la ayuda de Tierra.
—De acuerdo —dijo—, ¿qué quieres?
—Liberar a las máquinas —graznó la roca, en un susurro resonante, inhumano.
—¿Cómo?
—Soy mucho más atractiva por dentro —dijo la voz de Undine, en tono burlón—. ¿Deseas mi cuerpo? Ya no lo necesito.
El viento brotó de la hendidura, apestando a metano, y revolvió su cabello. Algo ligero y provisto de muchas patas, como una araña, bailó sobre su frente.
—¿Te has preguntado alguna vez por qué los hombres tienen miedo a la castración? —dijo una voz de bruja anciana—. ¡Qué insignificancia! Cuando tenía dientes, podía cercenar docenas de pollas por hora, tris tras, cortarlas y escupirlas. Una herida sencilla, que se curaba con facilidad y no tardaba en olvidarse. Ni la mitad de problemas que un dedo del pie. No, el temor del hombre al cuchillo es simbólico. Le recuerda su mortalidad, es una metáfora de las amputaciones constantes que el tiempo le impone, primero pierde esto, después aquello y, por fin todo.
De pronto, aparecieron palomas de la nada, aleteando locamente. Durante un instante, notó su tacto suave en la cara, el olor a plumón y excrementos, y enseguida desaparecieron.
El burócrata cayó de espaldas, sobresaltado, y manoteó en la oscuridad.
Undine volvió a reír.
—¡Basta! Quiero que contestes a mis preguntas.
Las rocas gimieron.
—Liberad a las máquinas.
—Sólo tienes una pregunta —dijo el crono—. Todos los hombres tienen una pregunta, y la respuesta siempre es no.
—¿Qué preguntó Gregorian?
La araña seguía bailando sobre su frente.
—Gregorian. Qué niño tan divertido. Le obligué a que me hiciera una demostración. Estaba aterrorizado, tímido y tembloroso como una virgen. Introduje la mano en su interior y retorcí los dedos. ¡Qué bote pegó!
—¿Qué quería?
Un distante sollozo que vagó en el terreno indefinido que separa la desdicha del entusiasmo.
—Nadie me había preguntado aquello antes. Un yo más joven se habría quedado sorprendido, pero yo no. Querido niño, dije, nada te será ocultado. Le llené de mi aliento, para que creciera de tamaño como un globo, y los ojos casi se le salieron de las órbitas. Ay, tú no eres ni la mitad de divertido que él.
El roce de araña se introdujo por dentro de su cuello, suave como un cosquilleo bajo sus ropas, y se detuvo entre sus piernas, una comezón constante en la base de su polla.
—Aun así, creo que podríamos llegar a divertirnos.
Una gota de agua cayó en agua inmóvil y emitió una sola nota aguda.
—No he venido para divertirme —dijo el burócrata, intentando mantener a raya su histeria.
—Qué lástima —dijo la voz de Undine.
Una ínfima ola lamió el suelo a los pies del burócrata. Percibió el tenue y omnipresente olor a agua estancada, y al mismo tiempo divisó un lejano retazo de luz fosforescente. Algo flotó hacia él.
El burócrata adivinó lo que se avecinaba. No demostraré la menor emoción, se juró. El objeto se acercó lentamente, quizá se definió aún más, aunque tuvo que aguzar la vista para verlo. Por fin, se detuvo a sus pies.
Era un cadáver, por supuesto. Lo había imaginado. De todos modo cuando contempló el cabello flotante, las nalgas vueltas hacia arriba, la larga curva de la espalda, del blanco más pálido, tuvo que morderse los labios para reprimir su horror. Una ola volteó el cuerpo, los pechos y el rostro de la mujer cara arriba, y distinguió fragmentos de cráneo y costillas, donde la piel había sido arrancada por los enfurecidos esclavos de las mareas. Un brazo había sido cercenado a la altura del hombro. El otro se alzó del agua y le ofreció una cajita de madera.
Pese a que lo examinó con gran atención, el burócrata no distinguió el rostro con la suficiente claridad para afirmar que era el de Undine. El brazo se extendió hacia él, el cuello de un cisne con la caja sujeta en el pico. Aceptó el regalo, convulsivamente, y el cuerpo se alejó, dejándole en la oscuridad de nuevo.
—¿Es esto lo que pidió Gregorian? —preguntó el burócrata, cuando logró dominar su asco.
Su corazón latía como un potro desbocado. El sudor resbalaba bajo su camisa. La voz de Undine lanzó una risita, un ruido gutural apasionado, interrumpido por un súbito jadeo.
—Has tenido dos millones de años, chimpancé, una buena cantidad de tiempo si te detienes a pensarlo, y todavía es la muerte lo que más deseas. Tu primera esposa. Le arrancaría los ojos si pudiera, porque te dejó inseguro y lleno de miedo. Su recuerdo te impide la erección. Yo soy vieja, pero aún me quedan jugos. Puedo hacer cosas por ti que ella jamás conseguiría.
—Liberar a las máquinas.
—Sí, una vez más, oh, sí, sí.
Abrió la caja, temeroso.
Estaba vacía.
Las tres voces se unieron en un solo coro de voces, guturales y rabiosas, que surgieron de la garganta, se desplomaron sobre él y le arrastraron. Fue lanzado contra el suelo y se reincorporó, temblando de pies a cabeza. Apareció una cegadora rendija de luz, se ensanchó hasta adoptar la forma de media luna, y se transformó en la boca abierta de Tierra. La caja se disolvió en sus manos. Retrocedió tambaleante por su lengua extendida.
El aire espeso como jalea, de un gris suave para el ojo, perdió conciencia. Regresó el sonido, y también el movimiento. El tiempo inició su recorrido. El burócrata comprendió que sólo él había presenciado lo ocurrido.
—Creo que ya he terminado —dijo.
El guardián cabeceó y señaló hacia abajo.
—¡Traidor! ¡Traidor!
Una minimáquina de enormes ojos trepó rápidamente al andamio. Saltó sobre la plataforma y corrió hacia el burócrata.
—¡Ha hablado con ella! —chilló—. ¡Ha hablado con ella! ¡Ha hablado con ella! ¡Traidor!
El guardia se dividió en siete encarnaciones, avanzó y se apoderó del burócrata. Éste se revolvió, pero manos metálicas inmovilizaron sus brazos y piernas, y las encarnaciones le alzaron en el aire.
—Temo que deberá acompañarme, señor —dijo una con aire sombrío mientras se lo llevaban en volandas.
Tierra contempló la escena con ojos apagados como cenizas.
Otro salto de montaje. Se encontraba ante un tribunal compuesto de esferas de luz, que representaban concentraciones de sabiduría tan puras como permitía el artificio, y un observador humano.
—Aquí está su descubrimiento —dijo un aparato—. Tiene permiso para conservar el grueso de sus hallazgos, puesto que son necesarios para sus pesquisas, pero la conversación con la mujer ahogada tendrá que ser suprimida.
La voz era compasiva, algo pesarosa, inexorable.
—Por favor, es muy importante que recuerde… —empezó el burócrata, pero el programa tomó el control, y olvidó todo cuanto quería conservar.
—Las decisiones del tribunal son definitivas —dijo en tono aburrido el observador humano. Era un joven de cara de luna y labios gruesos, podía ser confundido, a simple vista, con una mujer muy lisa—. ¿Quiere hacer más preguntas, antes de que le cerremos?
El burócrata había sido desestructurado, inmovilizado y abierto, sus componentes representados como órganos: un hígado, dos estómagos, cinco corazones, sin el cuidado de adaptar sus funciones a la anatomía humana. La cualidad impersonal del conjunto le molestó. ¿Cuál era aquel médico medieval que, ante un cadáver humano disecado, había preguntado «Dónde está el alma»? Se sintió próximo a la desesperación.
—¿Qué significaba todo aquello? ¿Qué intentaba decirme Tierra?
—No significa nada —dijo el supervisor humano. Tres esferas cambiaron de color, pero las redujo al silencio con un ademán—, como la mayoría de los encuentros con Tierra. Se trata de una experiencia habitual. Cree que es especial porque le ha sucedido a usted, pero nosotros lo vemos repetirse cada día. A Tierra le gusta distraernos con escenificaciones sin sentido.
El burócrata estaba apabullado. Dios mío, pensó, estamos gobernados por hombres cuyas máquinas son más inteligentes que ellos.
—Permítame intervenir —dijo un aparato—. Sólo la constante vigilancia permite la libertad del ser humano. Por mínimas que sean las posibilidades de intromisión, jamás debemos…
—¡Una mierda! Aún vive gente en la Tierra, y aunque carecen de lo que nosotros definimos como configuración mental humana, está muy contentos con su progreso evolucionario.
—No sufrieron de manera voluntaria la transformación evolucionaria —objetó un segundo aparato—. Fueron engullidos, así de sencillo.
—Ahora, son felices —se empecinó el supervisor—. En cualquier caso, lo que ocurrió no fue la inevitable consecuencia de la inteligencia artificial incontrolada.
—¿No?
—No. Fue mala programación, un capricho del sistema. —Se volvió hacia el primer aparato—. Si les dejáramos en libertad, ¿querrían tomar el control de la humanidad, introducir los componentes intercambiables de la gente en un sistema mental más amplio? Claro que no.
El aparato no contestó.
—¡Vuélvanlo a ensamblar y llévenselo!
Un salto de montaje final, y estuvo dispuesto para informar.
El burócrata devolvió el teléfono a su maletín con aire pensativo.
—He descubierto lo que Tierra dio a Gregorian.
—Ah, ¿sí? ¿Qué es?
—Nada. —Korda le miró—. Envuelto en un pulcro paquetito de aspecto sospechoso. Sale limpio de seguridad porque no hay nada que descubrir. Más tarde, cuando se da a la fuga, sus grabaciones demuestran que Tierra le dio algo que no pudo ser detectado.
Korda reflexionó un momento.
—Si tuviéramos la certeza, cerraría el caso ahora mismo.
El burócrata aguardó.
—Bien, no podemos, claro. Demasiadas preguntas sin respuesta. Todo este asunto tiene un sabor insatisfactorio. Tendremos que seguir dando palos de ciego hasta que surja algo.
En la voz de Korda se detectaba un tono de auténtica angustia, cosas que callaba. Meneó la cabeza, se levantó y se volvió para marcharse. Después, al recordar la bola que sujetaba en la mano, se detuvo. Enarcó las cejas y calculó la distancia hasta los blancos. Dio media vuelta con calculado cuidado y lanzó la bola. Ésta voló, osciló, se enderezó, se transformó en una lanza y se hundió en un maniquí. El hombre sonrió cuando regresó a su mano en forma de daga.
—Un juego vicioso —dijo—. ¿Ha jugado alguna vez?
—Sí. En una ocasión. Fue suficiente.
Korda colocó la daga en una estantería.
—Una mala experiencia, ¿eh? Bien, no le sepa tan mal perder. Todos esos juegos estaban trucados, al fin y al cabo. Fue uno de los motivos de su prohibición. Era imposible ganar.
El burócrata parpadeó.
—Oh, no fue eso. En absoluto. Gané.