El salón estaba a oscuras y mal ventilado. Gruesas cortinas de brocado, con ballenas y rosas bordadas en oro, rechazaban el sol de la tarde. Pomos florales cosidos en los muebles no conseguían disimular el olor a moho. La podredumbre era tan abundante que no parecía decadencia, sino una progresión natural, como si el hotel estuviera pasando lentamente del reino de lo artificial al de los vivos.
—No quiero verle —insistió el burócrata—. Échele. ¿Dónde está mi ropa?
Mamá Le Marie apoyó unas manos suaves, frías y cubiertas de manchas marrones sobre su pecho y le obligó a tenderse de nuevo en el diván, más por turbación que por fuerza.
—Entrará dentro de un momento. No puede hacer nada por evitarlo. Quédese quieto.
—No le pagaré.
El burócrata se sentía débil e irritado, y con una extraña sensación de culpabilidad, como si la noche anterior hubiera cometido un acto vergonzoso. El techo de yeso manchado de humedad se licuó y fluctuó ante su vista; sus grietas e imperfecciones ondularon como ristras de algas. Cerró los ojos un instante. Le asaltaron ataques intermitentes de náuseas. Notó el estómago revuelto.
—No tiene por qué. —Le Marie tensó su mandíbula, como una tortuga que tratara de sonreír—. El doctor Orphelin le visitará como un favor hacia mí.
En el pasillo, el forense que tenía forma de ataúd canturreó para sí. Una esquina captó la luz y proyectó una luz blanca, pura y sagrada. El burócrata se obligó a apartar la vista, pero descubrió que sus ojos se rebelaban. Dos aburridos agentes de la policía nacional estaban apoyados contra la pared, con los brazos cruzados, y miraban la televisión de la habitación. ¿Quién era el padre?, rugió el viejo Ahab. Creo que tengo derecho a saberlo.
—Confío en no haberme vuelto tan crédulo como para consultar a un médico —dijo con dignidad el burócrata—. Si quisiera atención médica, emplearía una máquina adecuada o, in extremis, a un humano provisto de las mejoras biomédicas adecuadas. En ningún caso ingeriré pócima de pantano fermentada, a instancias de un charlatán inculto y casi analfabeto.
—Sea sensato. El diagnosticador más cercano está en Green Hill mientras que el doctor Orphelin está…
—Estoy aquí.
Se detuvo en el umbral, como si posara para un holograma conmemorativo, un hombre delgado, ataviado con una chaqueta azul de corte militar, con dos filas de botones dorados. Entonces, el raído sendero blanco que corría por en medio de la alfombra le transportó más allá de un podrido traje de vacío, apoyado como un adorno contra la librería, y dejó caer su maletín negro junto al diván. Sus manos estaban cubiertas de tatuajes.
—Le han drogado —dijo al instante—, y un diagnosticador no le podrá ayudar. Las propiedades médicas de nuestras plantas nativas no constan en su base de datos. ¿Para qué? Los productos sintéticos poseen las mismas propiedades de las drogas naturales, y pueden fabricarse en al acto. Si desea comprender lo que le ha ocurrido, no debe acudir a una de sus odiosas máquinas, sino a una como yo, que ha dedicado años al estudio de dichas plantas. —Su rostro era demacrado y ascético, de pómulos altos y ojos fríos—. Voy a examinarle. No tiene por qué hacer caso de lo que voy a decirle. No obstante, insisto en que colabore en el examen.
El burócrata se sintió ridículo.
—Oh, muy bien.
—Gracias. —Orphelin cabeceó en dirección a mamá Le Marie—. Ya puede irse.
La mujer pareció sorprendida, y luego ofendida. Alzó la barbilla y salió muy estirada. ¿Por qué no le dices a tu tío quién es el padre?, dijo alguien, y la voz agónica de una joven gritó ¡Porque no existe tal padre!, antes de que fuera ahogada por el ruido de una puerta al cerrarse.
Orphelin echó hacia atrás los párpados del burócrata, dirigió una leve luz a sus ojos, tomó una muestra del interior de su boca y la introdujo en un diagnostick.
—Debería perder unos cuantos kilos —anunció—. Si quiere, puedo indicarle una dieta equilibrada de productos reales e imaginarios.
El burócrata miró estoicamente un adorno de rosas de seda, quebradizas y amarronadas en los bordes, pero no dijo nada.
El examen concluyó por fin.
—Umm. Bien, no le sorprenderá oír que ha ingerido cierta variedad de neurotoxinas. Las posibilidades son innumerables. ¿Experimentó alucinaciones o ilusiones?
—¿Cuál es la diferencia?
—Una ilusión es una falsa lectura de datos sensoriales reales, en tanto que una alucinación es ver algo que no existe. Dígame lo que vio anoche. Sólo —levantó una mano— los detalles importantes. No tengo ni tiempo ni paciencia para escuchar toda la historia.
El burócrata le habló de las mujeres gigantescas que vadeaban el río.
—Alucinaciones. ¿Creyó en su realidad?
El burócrata reflexionó.
—No, pero me asustaron.
Orphelin esbozó una leve sonrisa.
—No es el primer hombre que tiene miedo de las mujeres. Tranquilo, era una broma. ¿Qué más vio?
—Mantuve una larga conversación con un fantasma que tenía cabeza de zorro, pero eso fue real.
El médico le miró de una forma extraña.
—¿De veras?
—Oh, sí, estoy completamente seguro. Después, me condujo al hotel.
Las náuseas se reprodujeron, y la habitación adquirió mayor claridad y vividez. Logró distinguir cada fibra de la alfombra, cada brizna de tela del diván. Una oleada de calor le invadió, y el dedo que Undine le había tatuado refulgió.
Alguien llamó a la puerta.
—¿Sí? —dijo el burócrata.
Chu asomó la cabeza.
—Perdone, pero la autopsia ha finalizado, y necesitamos que dé el visto bueno al informe.
—Entre, por favor —dijo Orphelin—. Yo también necesitaré a otra persona.
Chu miró al burócrata, y después, cuando él se encogió de hombros, volvió al pasillo. Habló con los guardias. El más alto negó con la cabeza.
—Espere —dijo.
Un minuto después regresó seguida de Mintouchian. Parecía más un sabueso que un hombre, la cara hinchada y sonrosada, los ojos tristes e inyectados en sangre.
—Es más grave de lo que había pensado. —El médico extendió los brazos—. Cójanme por las muñecas con la mayor fuerza posible, —Chu cogió un brazo y Mintouchian se encargó del otro—. ¡Tiren! No estamos aquí para hacer manitas.
Obedecieron, y el hombre se inclinó poco a poco hacia adelante, apoyando la cabeza en el pecho. Los dos tuvieron que esforzarse por mantenerle erguido.
La cabeza de Orphelin se alzó, el rostro transformado. Sus ojos estaban abiertos de par en par, sorprendentemente blancos. Temblaron un poco. Abrió los labios, y un tercer ojo asomó de su boca.
—¡Krishna! —exclamó con voz ahogada Mintouchian.
Los tres ojos le miraron, y luego se apartaron con desdén. Horrorizado, el burócrata clavó la vista en el frío tercer ojo.
Orphelin le devolvió la mirada sin pestañear. Aquella siniestra mirada triple se clavó como una estaca en el cráneo del burócrata. Durante un largo momento, todos contuvieron la respiración.
Después, la cabeza del médico volvió a desplomarse sobre su pecho.
—Muy bien —dijo con calma—. Ya pueden soltarme. —Obedecieron—. ¿Ha pensado alguna vez en someterse a un aprendizaje espiritual?
El burócrata tuvo la sensación de salir de un sueño. Lo que acababa de ver se le antojaba imposible.
—¿Perdón?
—En primer lugar, el ente con quien usted habló no era un espectro, por atractiva que le parezca la idea. El último espectro murió en cautividad en el año menor 143 del primer año grande después del aterrizaje. Lo que vio fue una encarnación de uno de sus espíritus, el que llamamos Zorro. Es un poder natural importante, aunque deficiente en algunos aspectos, y suele tomarse como un buen augurio.
—Hablé con un ser humano sólido. No era ni un fantasma ni una alucinación.
La habitación había cobrado vida, cada hebra de la alfombra ondulaba en corrientes invisibles y una luz moteada bailaba en el techo.
—Tal vez habló con un hombre enmascarado —insinuó Mintouchian.
Las náuseas irritaron al burócrata.
—Tonterías. ¿Qué haría un hombre en el bosque, en plena noche, con una máscara de zorro?
Chu se acarició el bigote.
—Quizá le estaba esperando. Creo que deberíamos considerar seriamente la posibilidad de que participara en el complicado juego que Gregorian está jugando con usted.
El médico se sobresaltó.
—¿Gregorian?
—Estudié en otro planeta —dijo Orphelin cuando los demás se marcharon—. Hace muchos años. Me dieron una beca Midworlds. —Daba las espalda al burócrata. No habló hasta que la puerta se cerró por completo—. Pasé seis de los años más desdichados de mi vida en la Extensión Laputa. La gente que concedía las becas nunca se paró a pensar en lo que suponía pasar de un nivel tecnológico artificialmente reprimido a uno de sus mundos flotantes.
—¿Qué tiene que ver eso con Gregorian?
—Orphelin cogió una silla y se sentó. Tenía el rostro tenso y demudado.
—Así conocí a Gregorian.
—¿Eran amigos?
Siempre que el burócrata contemplaba la cara de Orphelin demasiado rato, la carne se fundía capa a capa, y asomaba una calavera sonriente. La visión sólo se desvanecía si apartaba la vista de vez en cuando.
—No, claro que no. —El doctor dirigió una mirada fugaz a un polvoriento crucifijo rodeado por una pequeña colección de fotos sepia. Tenía las manos enlazadas sobre las rodillas—. Fue un caso de odio a primera vista.
»Nos conocimos en las salas de duelo del Palacio Mutable. El suicidio era en teoría ilegal, pero las autoridades hacían la vista gorda; aprendizaje del liderazgo y todo eso. Tenía una cohorte de admiradores que le escuchaban hablar sobre teoría del control y los efectos biológicos de armas caóticas proyectivas. Un joven impresionante, carismático y seguro de sí mismo. Tenía mala reputación. Su piel era pálida y llevaba las joyas extraplanetarias que estaban de moda en aquella época: hematites engastadas en los dedos, cintas de plata alrededor de las muñecas, con canales de cristal por los cuales corrían las venas.
—Sí, recuerdo ese estilo. Bastante caro, según creo.
Orphelin se encogió de hombros.
—Lo que más me desagradaba era la popularidad de Gregorian. Yo era un fenomenologista materialista. Mientras que Gregorian podía hablar con toda libertad de lo que aprendía, mi educación estaba férreamente controlada, y me prohibían hablar de las materias fuera de clase. La reputación de que gozaba yo en los círculos estudiantiles provenía de haber estudiado con una farmacéutica antes de llegar a Laputa. Oh, yo era su chimpancé domesticado. Vestido de negro de pies a cabeza, con cráneos de ratones salados y fetiches de plumas colgados en los flecos. Jugué al suicidio no tanto por el prestigio de ganar, sino por rozar la muerte con las yemas de los dedos. El shock morboso era mucho más corriente de lo que se admitía. Hice insinuaciones oscuras que gané, porque tenía poderes ocultos. ¡Y Gregorian se ponía a reír cuando me veía! ¿Ha jugado alguna vez al suicidio?
El burócrata vaciló.
—Una vez… Era joven.
—Entonces, no hará falta decirle que es un juego trucado. Cualquiera que sea lo bastante idiota para ceñirse a las normas, perderá. Yo había dominado los procedimientos normales de engañar, obtener fuentes de datos complementarios, desviar la señal del contrincante por un circuito que la retrasaba un milisegundo, lo habitual, y gozaba de cierta reputación como guerrero mental, pero Gregorian me derrotó tres veces seguidas. Yo tenía una amante, un putón del Círculo Interno, con aquellas facciones aristocráticas casi abstractas que precisaban tres generaciones de manipulaciones genéticas para obtenerse. Me humilló delante de ella, de su padre y de los pocos amigos que yo tenía.
—¿Conoció a su padre? ¿Cómo era?
—No tengo ni idea. La información fue suprimida antes de que abandonáramos las aulas. Su padre era alguien importante que no podía permitirse el lujo de que le relacionaran con las partidas. Sólo recuerdo que estaba presente.
»Un año después, regresé a Agua de la Marea, sentado al lado de Gregorian. Compartimos una habitación en el hotel de mis padres, como si fuéramos amigos íntimos. Por aquel entonces, la antipatía se había convertido en odio. Acordamos entablar un duelo de brujos: tres preguntas cada uno, el ganador se lo lleva todo.
»La noche que salimos en busca de raíz de mandrágora era húmeda y sin estrellas. Excavamos junto al osario de los mendigos, para que no nos molestaran. Gregorian fue el primero en enderezarse, las manos cubiertas de barro. Ya la tengo, dijo. Rompió la raíz en dos y la sostuvo frente a mis narices. La mandrágora posee un olor muy característico. Sólo después de haber engullido mi mitad…, ¡aquella sonrisa!, se me ocurrió que debía de haberse frotado las manos con savia de mandrágora, ofreciéndome en cambio la raíz mitad hombre, que es prima cercana, pero se puede contrarrestar con un simple antídoto. Demasiado tarde. Tuve que confiar en él. Esperamos hasta que el fuego verde quemó los árboles hasta el núcleo y el viento habló. Empecemos, dijo.
»Gregorian se levantó y caminó entre los huesos con los brazos extendidos. Los esqueletos vibraron. No estaban bien conservados, por supuesto. La pintura se había desprendido, y la mitad de los huesos habían caído al suelo, de manera que los pisábamos mientras caminábamos. Las fuerzas de la muerte surgieron de ellos y reptaron bajo mi piel, y eso me dotó de audacia. La muerte me proporcionó fuerza. Date la vuelta y mírame, ordené. ¿O es que tienes miedo?
»Se volvió, y descubrí horrorizado que había adoptado el aspecto de Cuervo. Su cabeza era inmensa y negra; pico negro, plumas negras, brillantes ojos de obsidiana. Tenía aquellas plumas similares a vello en la base del pico, las fosas nasales estrechas. Jamás había visto un espíritu invocado. Buena pregunta, dijo, con la áspera voz de Cuervo. No, no tengo.
»Di por sentado que era una ilusión, un efecto de la mandrágora. Me precipité sobre él, encolerizado, y le aferré los brazos. Las diminutas muertes se introdujeron en él y lucharon bajo su piel; sus músculos se agitaron y retorcieron. Yo apreté. Ha de saber que era fuerte en aquella época. Mi presa debería haber bastado para interrumpir el flujo de sangre y dejarle los brazos paralizados. Las fuerzas de la muerte deberían haberle matado, pero apartó mis manos sin esfuerzo y rió.
»No puedes derrotar a Cuervo con tus insignificantes triquiñuelas.
»¿Cómo sabes que estaba viendo a Cuervo?, pregunté, sintiendo el horror que te invade al comprender que te has metido en un lío.
»Ya son dos preguntas. Cuervo se afiló el pico con una calavera cercana, y el esqueleto se hizo polvo. Sé todo sobre ti. Tengo un informador que me lo cuenta todo. La Bestia Negra.
»¿Quién es la Bestia Negra?, grité.
»Y van tres preguntas. Cuervo introdujo el pico en la cuenca de una calavera y extrajo un poco de confitura. He contestado a dos preguntas y ahora es mi turno. Di, ¿qué significa cuando digo que Miranda es negro?
»Estaba irritado por la forma en que me había arrancado las preguntas, pero el propósito del duelo es poner a prueba dos voluntades. Lo había hecho bien. A dos centímetros de profundidad, respondí, todo el globo planetario es un huevo de negrura. La luz de las estrellas no lo toca; sólo Próspero, Ariel y Calibán luchan por imponer su influencia. Ése es el misterio. Era puro catequismo, lo que se cuenta a los niños, y recuperé gran parte de mi confianza. Al igual que, bajo el cuero cabelludo, el cerebro es negro. El mago lo entiende así y lucha por imponer su influencia.
»Cuervo encrespó las plumas, abrió el pico y escupió un fragmento oscuro. ¡Aquella lengua negra! ¿Qué son las constelaciones negras?
»Son las formas a que dan lugar los espacios sin estrellas entre las constelaciones luminosas. El no iniciado es incapaz de verlas y cree que no existen, pero una vez localizadas no pueden olvidarse. Son emblemáticas de los misterios que cualquiera puede dominar, pero que muy pocos advierten que existen.
»Cuervo se hurgó los dientes con el extremo de su pico. Te ofrecería un gusano, dijo, pero apenas hay para mí. Una última pregunta. ¿Quién es la Bestia Negra?
»¿Qué quieres decir?, pregunté encolerizado. Yo te he hecho la misma pregunta y no me has contestado. No creo en tu Bestia Negra.
»Cuervo echó la cabeza hacia atrás y lanzó un chillido de triunfo.
»Aquellos ojillos parecidos a dos gotas brillantes eran oscuras novas de maldad. Extendió el índice y el pulgar y dijo, Eres ese largo erecto. Tu amante estuvo mezclada hace tiempo con el Comité para la Liberación de la Información, y sólo el dinero de su madre silenció el escándalo. Sospechas que te es infiel porque no dice nada sobre tus infidelidades. Mojaste la cama hasta muy avanzada tu adolescencia; te convertiste en aprendiz de tu farmacéutica cuando curó tus problemas de vejiga. La Bestia Negra me lo ha contado todo sobre ti. La Bestia Negra es alguien muy cercano a ti. Confías en la Bestia Negra, pero no deberías hacerlo. La Bestia no es amiga tuya, sino mía.
»Y se marchó. Le grité que nuestro duelo no había terminado, que no había un claro ganador, pero se fue. Dije a mis padres que le habían reclamado en otro lugar.
El doctor Orphelin suspiró.
—Gregorian desapareció de mi vida. Quizá se trasladó a otra extensión, pero no pude sacarme su pregunta de la mente. ¿Quién era la Bestia Negra? ¿Qué falso amigo había contado a Gregorian mis secretos? Una mañana, al despertar, encontré un dibujo de un cuervo en pleno vuelo clavado en la pared. Desperté a mi amante y se lo enseñé. ¿Qué es eso?, pregunté.
»El dibujo de un ave, dijo.
»¿Qué significa?
»Sólo un dibujo, dijo. Nunca le habías puesto pegas. Apoyó una mano en mi brazo. La aparté con furia. Ayer no estaba, dije. Ella se quedó pasmada y empezó a llorar. ¿Eres tú la Bestia Negra?, pregunté. ¿Lo eres?
»No pude leer en su hermoso rostro; aquel complejo plano, casi desprovisto de nariz, cuya geometría reseguía hora tras hora con el dedo, lengua y el ojo, ahora me parecía una máscara. ¿Qué ocultaría? Le tendí diversas trampas. Le hice preguntas inesperadas. La acusé de imposibilidades.
»Me abandonó.
»Pero la Bestia Negra no. Fui expulsado de Laputa por batirme en duelo. Volví a casa y encontré un cuervo disecado en el centro de la mesa del comedor. Una cosa grande e insultante, con las alas extendidas. Nadie en su sano juicio pondría aquello donde come la gente. ¿Qué significa esto?, pregunté. Mi madre pensó que estaba bromeando. ¿Quién lo ha puesto ahí?, pregunté. Ella tartamudeó, con aire de culpabilidad. Tiré la mesa al suelo, chillando. ¿Cómo has podido hacerme esto? Mi padre dijo que estaba delirando y que debía disculparme. Le llamé viejo chocho. Nos peleamos y le abrí la cabeza. Tuvo que ir a Puerto Depósito para recibir tratamiento. Mis padres me rechazaron y presentaron una demanda para arrebatarme el patronímico. Tuve que adoptar un nuevo nombre.
»¿Quién era la Bestia Negra? Estaba obsesionado. Había perdido a mi familia; ahora, me desprendía de mis amigos. Mejor vivir solo que con un traidor a mis espaldas. De todos modos, la Bestia Negra me acosaba. Despertaba y encontraba mi pecho cubierto de plumas negras, o recibía una carta de Gregorian en la que contaba cosas que nadie podía saber. Tenía sueños. Forasteros de paso relataban dolorosas historias de mi niñez, secretos de mi vida.
»Era enloquecedor.
»Llegó un día en que mi aislamiento fue completo. Mi vida estaba destrozada, mis ambiciones perdidas. Vivía solo en una cabaña, cerca de las marismas saladas. Aun así, la Bestia Negra dejó su señal. Regresaba de recoger hierbas y encontraba la palabra “cuervo” garrapateada sobre mi cama. Oía gritos de cuervo en plena noche. Risas burlonas me perseguían por las calles. Por fin, acaricié la idea del suicidio, para terminar de una vez por todas. Apoyé el cuchillo sobre mi corazón y calculé con minuciosidad el mejor ángulo para hundirlo.
»Entonces, la puerta se abrió. Debía de estar cerrada con llave, pero se abrió de todos modos. Gregorian apareció ante mí. Sonrió al comprender mi terror, enseñando los dientes y exudando maldad, y dijo, Ríndete.
»Me incliné ante él. Me llevó a un salón en forma de estrella del Palacio Mutable, que tenía el techo abovedado, en el que cinco vigas de madera convergían, y entre ellas se veía yeso azul, con estrellas doradas. Allí, me arrebató los conocimientos sobre hierbas que yo poseía, lo único que le pareció de valor, y disolvió mis sentimientos, dejándome con poco más que la gris capacidad de arrepentimiento. Y cuando ya no podía ser un rival para él, le hice la pregunta, la que había arruinado mi vida ¿Quién era la Bestia Negra?
»Se inclinó hacia adelante y susurró en mi oído.
»Tú, dijo.
Orphelin se levantó con súbita energía y cerró su maletín.
—Mi diagnóstico es que le administraron tres gotas de tintura de raíz de ángel. Es un potente alucinógeno que deja al usuario abierto a extremas influencias espirituales, pero carece de secuelas. Está experimentando cierta merma vitamínica. Dígale a mamá Le Marie que le prepare un plato de batatas y se pondrá bien.
—¡Espere! ¿Está diciendo que Gregorian interceptó a su agente en el Palacio Mutable? —Era raro, pero ocurría, como bien sabía el burócrata—. ¿Fue la penalización por perder con él en el juego del suicidio?
—Es capaz de creer eso, por supuesto —dijo Orphelin—. Conozco a la gente como usted. Sus ojos se cerraron hace mucho tiempo.
Abrió la puerta y se oyeron gritos en la habitación que había al otro lado del pasillo.
Mamá Le Marie estaba en el umbral, dándoles la espalda, y contemplaba a una mujer malherida, que yacía inconsciente sobre la cama. Una puerta se abrió en la pantalla, y una silueta entró. Mamá Le Marie lanzó una exclamación ahogada.
—Jamás habría pensado que saldría ese personaje.
—¿Se refiere a la sirena?
—No, no, al forastero de otro planeta. Mire: Miriam ha tenido un aborto, y el hombre ha llegado demasiado tarde, pero ha puesto al niño en biostasis, y ahora lo lleva al Mundo Superior para que le curen y pueda nacer a su debido tiempo. Vivirá eternamente. Apuesto a que el forastero aplicará a su bastardo un tratamiento con rayos.
—Tonterías. ¿Inmortalidad? Esa tecnología no existe.
—Aquí no.
El burócrata experimentó un escalofrío de horror. Ella se lo cree, pensó. Todos se lo creen. Creen que existe la técnica de la inmortalidad, y que les es negada.
Orphelin sacó un folleto del bolsillo de la chaqueta.
—Le aconsejo que lea esto y piense seriamente en sus implicaciones.
El burócrata lo cogió y miró el título. El Antihombre. Picado por la curiosidad, lo abrió al azar y leyó: «Todos los afectos y vínculos de voluntad se reducen a dos, principalmente la aversión y el deseo, o el odio y el amor. No obstante, el odio queda reducido al amor, puesto que el único vínculo de la voluntad es Eros». Extraño. Pasó a la página de créditos:
A. Gregorian
Estrujó el folleto en su mano, encolerizado.
—¡Gregorian le ha enviado! ¿Por qué? ¿Qué quiere de mí?
—No se lo va a creer —dijo Orphelin—. No he visto a Gregorian desde aquel día, pero me descubro constantemente haciendo este trabajo. Un mago no envía mensajes; orquesta la realidad. No me gusta verme obligado a participar en sus juegos, y no puedo decirle qué quiere de usted porque no lo sé. Lo que sí sé, sin embargo, es que usted también tiene una Bestia Negra. Una de esas dos personas que estuvieron aquí, las que me sujetaron, le dio la droga anoche.
—¿Por qué he de creerle?
—El suicidio es un juego estúpido, ¿verdad? Yo pensaba que era un jugador, pero Gregorian me superó.
Se marchó.
Mamá Le Marie le siguió con la mirada. El burócrata vio detrás de la mujer la máquina de autopsias, silenciosa ahora que había terminado de analizar el brazo de Undine. El sol se había apartado, dejándolo en la sombra.
—Dígame —habló mamá Le Marie—, ¿mi…, el médico le ha visitado bien?
El burócrata captó la vacilación y pensó en el alejamiento de Orphelin de sus padres, en su cambio de nombre, en el hecho de que era hijo de unos hoteleros. Y supo que debía decirle que sí, que su hijo le había ayudado enormemente. Pero no pudo.
La mujer se marchó al cabo de un rato.
Una agente de policía depositó una hojita blanca en su mano.
—Los resultados de la autopsia —dijo—. Una mujer, algo mayor, en buen estado de salud, tatuada. Se ahogó hace casi exactamente un día. ¿Le parece aceptable?
El burócrata cabeceó con violencia.
—Bien.
La mujer se puso un anillo de sello y se estrecharon las manos. Devolvió la hoja y se alejó. El otro agente se llevó la máquina, y el burócrata comprendió que nunca más volvería a ver a Undine.
Cuando cerró los ojos, percibió el olor de su boca y experimentó la descarga eléctrica de su primer beso. Aquel instante nunca le abandonaría. Gregorian había dispuesto sus anzuelos, y ahora el mago se mantenía alejado y le manipulaba mediante hilos del grosor de un cabello. Primero le tiraba hacia un lado, y luego hacia el otro. Orphelin había hablado de la cámara en forma de estrella. Debía de habérselo revelado a instancias de Gregorian.
El burócrata conocía bien la cámara en forma de estrella. Era una de las tres personas que tenía la llave.
Bajó la vista hacia el folleto, aún aferrado en sus manos, lo rompió en dos pedazos, asqueado, y lo tiró al suelo.
Se oyó un alboroto en el exterior, gritos de miedo y asombro. El viejo Le Marie se materializó en la escalera.
—¿Qué pasa? —preguntó con voz quejumbrosa—. ¿Aún no se ha marchado?
Uno o dos pensionistas se asomaron desde sus habitaciones, sin salir. Nadie salió de la sala de la televisión. El burócrata, picado por la curiosidad, miró y vio a Mintouchian dormido en el sofá. La sala estaba desierta, salvo por él, un vacío deslumbrante en el centro de la casa.
Mamá Le Marie abrió la puerta principal y contuvo una exclamación. Aire fresco y un chorro de luz solar penetraron en el hotel. El burócrata se ciñó mejor la manta y miró sobre el hombro de la anciana.
Una criatura de metal, similar a un insecto, se acercaba por la calle, caminando sobre tres patas larguiruchas.
Era su maletín.
Inclinado hacia un lado, el maletín recordaba a una enorme araña. Lejos de los ambientes saturados de máquinas del espacio profundo, parecía una monstruosidad, un visitante alienígena de algún universo demoníaco. La gente se apartó a toda prisa. Entró en el hotel, sin que nadie se lo impidiera, subió la escalera, y después retrajo las patas y se dejó caer a los pies del burócrata.
—Bien, jefe —dijo—. Me ha costado un huevo volver con usted.
El burócrata se inclinó para recogerlo. Percibió un fugaz movimiento a un lado, se volvió y vio a tres hombres cargados con máquinas de transmisión.
—Señor —dijo uno, queremos hablar un momento con usted.