6
Perdido en la lluvia de hongos

—Soy lo más grande que has visto en tu vida —dijo el pulgar de Mintouchian—. Oye, no me gusta fanfarronear, nena, pero por la mañana estarás molida.

Paseó de un lado a otro, orgulloso como un gallo.

—Mmm, ya lo veo —dijo la otra mano de Mintouchian, la que mantenía cerrada, dejando una abertura en forma de vulva entre el índice y el pulgar—. ¡Ven aquí, grandullón!

Ensanchó el hueco de pronto.

Todo el mundo rió.

—¡Modeste! —llamó Le Marie—. ¡Arsène! Venid a ver esto.

—Los niños no deberían ver estas cosas —murmuró el burócrata. Dos criadores de cerdos y un encargado de la evacuación le miraron, y se ruborizó.

Ningún adolescente salió de la habitación contigua. Estaban viendo la televisión, absortos en un mundo de fantasía donde la gente viajaba entre las estrellas en horas, no en cientos de años, donde la energía suficiente para fundar ciudades la proporcionaban solitarios altruistas donde hombres y mujeres cambiaban de sexo cuatro o cinco veces por noche, donde todo era posible y nada estaba prohibido. Era un grito que surgía del sapo enterrado en la base del cerebro, aquel antiguo reptil que lo desea todo al mismo tiempo, servido a sus pies y envuelto en llamas.

Los niños estaban sentados en la oscuridad, con los ojos como platos y sin pestañear.

—Soy muy bueno. Os voy a cambiar de forma a todos.

—Siempre dices lo mismo.

Afuera llovía, pero la cocina era una isla de luz y calor. Chu se apoyó contra la pared, la bebida en una mano, y procuró no reír más que los demás. La estancia olía a sesos de cerdo fritos y linóleo viejo. Bajo la mesa, Anubis golpeaba el suelo con la cola. La mujer de Le Marie iba de un lado a otro, retirando los platos.

El dueño en persona sacó dos jarras más de sangre mezclada con leche de burra fermentada.

—¡Tome otro vaso! ¡Yo no puedo terminarlo!

El flaco anciano colocó un vaso ante Mintouchian. El titiritero, con una breve sonrisa ebria y un cabeceo, interrumpió su actuación para cogerlo. Bebió un buen trago y dejó una fugaz línea de espuma en la parte inferior de su bigote. Otros parroquianos levantaron sus vasos cuando el índice y el puño del hombre reanudaron el combate.

—¿No quiere un poco?

—No, estoy harto.

—¡Haga un esfuerzo! ¿Tiene idea de lo que cuesta esto en el norte?

El burócrata, sonriente, alzó las manos y meneó la cabeza. Cuando el viejo se encogió de hombros y dio media vuelta, salió al porche. Mientras la puerta se cerraba, el puño de Mintouchian escupió un flácido y apaciguado pulgar.

El pulgar lanzó una risita.

—¡La siguiente!

Caían gotas de lluvia como pequeños martillos, con tal fuerza que aguijoneaban la piel. El burócrata permaneció de pie en el porche a oscuras, mirando a través de las mosquiteras. El mundo era de un solo color, ni gris ni pardo, sino todo lo contrario. Una súbita ráfaga de viento dividió la lluvia en cortinas, y logró divisar las gabarras ancladas en el río, que volvieron a quedar ocultas. A una casa y media de distancia, Cobbs Creek se difuminaba en la nada.

Cobbs Creek se componía de cerdos y maderos. El último puerco ya había sido sacrificado y colgaba en el ahumadero, pero aún flotaban troncos en el riachuelo, que eran transportados hacia los molinos, en una enfebrecida tala final, antes de que las mareas redujeran los árboles a pulpa. El burócrata vio que la lluvia salpicaba de barro las paredes de chilla. Arrancaba un olor rancio a tierra del suelo y la carretera, suavizado por los olores de la tomatera plantada junto al huerto y el sendero de ladrillo rojo que conducía a la parte posterior.

Se sentía triste y perdido, y no paraba de pensar en Undine. Cuando cerraba los ojos, notaba el sabor de su lengua, el tacto de sus pechos. Los arañazos de su espalda le abrasaban cuando pensaba en ella. Se sentía muy ridículo y más que enfadado consigo mismo. No era un colegial, para que le impresionaran hasta ese punto la visión de sus ojos, sus mejillas, su sonrisa alegre.

Suspiró y sacó el cuaderno de Gregorian del maletín. Pasó las páginas con indolencia. Una nueva era de interpretación mágica del mundo se aproxima, de interpretación en términos de voluntad, no de inteligencia. La verdad no existe, ni en el sentido moral ni el científico. Continuó adelante, impaciente.

¿Qué es el bien? Lo que aumenta la sensación de poder, la voluntad de poder y, sobre todo, el poder en sí. Mientras releía las palabras, recreaba al joven Gregorian en su mente, el aprendiz de mago decidido y adusto, invadido por aquella ansia adolescente de importancia y reconocimiento. Los hombres son mis esclavos.

Dejó el libro, irritado por el tono afectado e ingenuo de sus aforismos. Conocía muy bien a este tipo de joven; en otro tiempo, había sido uno de ellos. Entonces, algo acudió a su mente y cogió el cuaderno de nuevo. Había un temprano ejercicio llamado El gusano Ouroboros. Leyó las instrucciones con atención: El mago coloca su varita en el cáliz de la diosa. La propia doncella… Sí, bajo la nueva y transparente alegoría, se ocultaba la misma técnica que Undine le había enseñado el día anterior.

Los ocupantes de la cocina volvieron a reír.

El burócrata deseó que el día hubiera terminado, que se pudiera viajar de nuevo por las carreteras, para poder marcharse. La ciudad era decepcionante. Los arqueólogos que habían trabajado en la zona ya se habían ido y recubierto las excavaciones; todo rastro de Gregorian se había perdido en la emigración de ciudadanos al Piedmont.

Escudriñó la oscuridad. Una leve huella de luz se insinuaba hacia el este, indistinta, casi inexistente, y por un segundo pensó que la tormenta iba a terminar. Entonces, la luz se movió un poco. No era natural.

¿Quién sería en un día así?, se preguntó.

La luz adquirió más brillo poco a poco, se intensificó, se contrajo, adoptó un leve tono azul. Ahora, vio con claridad qué era: la videopantalla facial luminosa de un replicante que avanzaba bajo la lluvia. Poco a poco, el cuerpo tomó forma bajo el destello azul, la caricatura de una forma humana, como un espantapájaros, con un impermeable ceñido al cuerpo y un sombrero de ala ancha atado a la cabeza, para evitar que la lluvia afectara al mecanismo.

El replicante se acercó, el impermeable agitado por el viento.

Se dirigió hacia el hotel. El burócrata vio que llevaba algo bajo el brazo, una caja larga y estrecha, de la longitud ideal para contener una docena de rosas o un rifle corto.

El burócrata se aproximó a la puerta y subió hasta el último escalón. La lluvia mojó sus zapatos, pero un alero que sobresalía protegió el resto de su cuerpo. El replicante llegó al pie de la escalinata y le miró, sonriente.

Era el falso Chu.

—¿Quién eres? —preguntó con frialdad el burócrata.

—Me llamo Veilleur, pero da igual. —Veilleur sonrió con suave indiferencia—. Te traigo un mensaje de Gregorian. Y un regalo.

El burócrata frunció el ceño, disgustado por aquella arrogante sonrisa adolescente. Así habría sido Gregorian en su juventud.

—Dile a Gregorian que quiero hablar con él en persona, sobre un asunto que nos interesa a ambos.

Veilleur se humedeció los labios, expresando un burlón pesar.

—Temo que el amo está terriblemente ocupado en los últimos tiempos. Hay mucha gente que desea su ayuda, pero si no te importa comunicarme el asunto, haré lo que pueda.

—Es confidencial.

—Ah. Bien, mi misión es breve. El amo Gregorian tiene entendido que has entrado en posesión de un objeto que posee un valor sentimental para él.

—Su cuaderno.

—Exacto. Una herramienta de aprendizaje valiosa, diría yo, que no puedes aprovechar por culpa de tu falta de preparación.

—Aun así, no carece de interés.

—De todos modos, mi amo suplica su devolución. Confía en que te mostrarás colaborador, sobre todo considerando que el libro no es tuyo, hablando en plata.

—Dile a Gregorian que puede venir a buscar el libro cuando quiera. En persona.

—Gozo de la confianza del amo. Lo que se puede decir a él, puede decírseme a mí, lo que se le puede dar, se me puede dar. En cierto sentido, podría decirse que donde yo estoy, él está presente.

—No pienso seguir este juego. Si quiere el libro, ya sabe dónde estoy.

—Bien, lo que no se puede arreglar de una manera, puede arreglarse de otra —replicó filosóficamente Veilleur—. También me ordenó que te diera esto. —El replicante dejó la caja a los pies del burócrata—. El maestro me ordenó decirte que un hombre lo bastante audaz para follar con una bruja merece algo que se la recuerde.

Su sonrisa electrónica centelleó brevemente en la pantalla, radiante como la locura. Después, el replicante dio media vuelta.

—¡He hablado con el padre de Gregorian! —gritó el burócrata—. ¡Dile eso también!

El replicante siguió caminando sin mirar atrás. El viento agitó su impermeable, y desapareció.

El burócrata, invadido por un temor repentino, se agachó y levantó la caja. Contenía algo pesado. Retrocedió hasta el porche, desenvolvió el húmedo hule y alzó la tapa.

Estrellas, serpientes y cometas ardían en el oscuro interior de la caja. La putrefacción acababa de empezar, y las iridobacterias se estaban dando un festín.

Las risas que atronaban en la cocina enmudecieron cuando entró.

—Señor de los demonios, hombre —dijo Le Marie—, ¿qué le ha pasado?

Chu le cogió por el brazo y le enderezó.

—Temo que ha ocurrido una desgracia —dijo una voz. La suya.

El burócrata depositó la caja sobre la mesa de la cocina. Una niña llevaba un pañuelo «jeunes évacuées» rojo, con diminutas estrellas negras alrededor del cuello, se acercó de puntillas para coger la caja y recibió una palmada en la mano. Mintouchian, que estaba lo bastante cerca para ver su interior, se apresuró a bajar la tapa y a envolverla de nuevo.

—Algo funesto.

Su voz expresaba temor, como un disco que girase a la velocidad equivocada, falsa y sutilmente inhumana.

Repentina actividad. Dos hombres salieron corriendo. Una silla empujada hacia adelante, y Le Marie le sentó en ella.

—Llamaré a los nacionales —dijo Chu—. Montarán un laboratorio en cuanto cese la lluvia.

Alguien dio al burócrata una bebida, que engulló de un trago.

—Dios mío —dijo—. Dios mío.

Annubis salió de debajo de la mesa y le lamió la mano.

Los hombres que habían salido corriendo regresaron, calados hasta los huesos. La puerta se cerró con estrépito a sus espaldas.

—No hay nadie —dijo uno.

Entraron más niños. Mamá Le Marie puso la caja sobre un armario, fuera de su alcance.

—¿Qué pasa ahí? —preguntó un parroquiano desde el fondo de la cocina.

—Undine —dijo el burócrata—. Es el brazo de Undine.

Ante su total y completa turbación, estalló en lágrimas.

Le condujeron a su habitación, pese a sus débiles protestas, le tendieron en la cama y le quitaron los zapatos. Depositaron el maletín a su lado. Después, entre murmullos de consuelo, le dejaron solo. Nunca podré volver a dormir, pensó. La habitación olía a moho y a pintura vieja. Las paredes y el espejo estaban incrustados de percebes, de moscas que habían entrado de noche, empujadas por el viento caliente, por la parte superior de una ventana que no cerraba bien. El viento que se colaba por la misma estrecha hendidura agitó las cortinas. Nunca la repararían, sin duda.

A medida que la tormenta se apaciguaba, disminuyó el estruendo de la lluvia sobre el tejado, que menguó hasta transformarse en niebla.

Una voz se separó de la conversación que tenía lugar en la cocina y flotó escaleras arriba.

—Lluvia de hongos —dijo.

El burócrata no pudo dormir. La almohada era dura y zumbaba de cansancio. Su cráneo estaba relleno de algodón gris. Al cabo de un tiempo, se levantó, cogió el maletín y salió, descalzo e inadvertido.

La lluvia era tan fina que las gotas parecían colgar en el aire. Borroneaban y pintaban de plata un mundo transformado. Chorros de tubos azules translúcidos se arqueaban sobre la calle. Pequeñas mandolinas violeta surgían de los portales, y los tejados estaban ocultos bajo delicadas arquitecturas fantasiosas de enrejado canela, rosa y amarillo pálido. Lluvia de hongos. Las espumosas estructuras crecían ante su vista.

Las casas se habían convertido en castillos de pesadilla, atrapados en plena mutación de piedra a vida orgánica. Paseó como un cangrejo entre sus agujas oscilantes, mientras apartaba delicados abanicos de encaje que se desmoronaban al tocarlos. Más adelante, divisó un cálido resplandor anaranjado, hacia el cual se encaminó.

El rectángulo de luz era la puerta posterior abierta de la camioneta del Rey Recién Nacido. Entró.

Mintouchian estaba sentado tras una pequeña mesa plegable. Un círculo de luz amarilla descansaba sobre su centro, y en su interior bailaba una menuda mujer metálica.

Los dedos de Mintouchian estaban tachonados de mandos a distancia. Movía las manos de un lado a otro, deformando e interpenetrando los campos.

—Ah, es usted. No podía dormir, ¿eh? —dijo—. Yo tampoco. Indicó a la mujer con un cabeceo. Una cosita adorable, ¿verdad?

El burócrata se acercó más y vio que la mujer estaba compuesta de miles de anillos dorados de diversos tamaños, de forma que brazos, piernas y torso encajaban con naturalidad. La cabeza era delicada y carente de rasgos, pero los ángulos sugerían pómulos altos y una barbilla estrecha. Vestía un sencillo poncho ceñido a la cintura, lo bastante largo para insinuar un vestido. Se alzó en el aire cuando Mintouchian hizo girar sus manos.

—Sí. —La mujer dorada onduló sus brazos con una fluidez imposible, producto de un millar de articulaciones—. ¿Qué está haciendo?

—Pienso. —Mintouchian contempló la luz—. Una vez amé a una bruja, hace mucho tiempo. Ella… Bueno, no querrá escuchar la historia. Es muy parecida a la suya. Mucho. Se ahogó cuando yo… Bien, no hay nada nuevo bajo el sol, ¿eh? ¿Quién puede saberlo mejor que yo?

Sin interrumpir a la bailarina, entornó los ojos y se apoyó contra la pared, que estaba cubierta de marionetas, envueltas en membranas de plástico y atadas de forma que la huida era imposible. Era un museo de marionetas. Entre ellas se encontraban el señor Punch y su esposa Judy, su primo Pulchinello, el pálido Pierrot, el famoso Arlequín y la dulce Colombina, Tricky Dick, Till Eulenspiegel, el Buen Cosmonauta Minsk, todos los antiguos arquetipos de la picaresca y el heroísmo, esperando su próximo aliento de vida prestada.

—¿Se da cuenta de que las marionetas constituyen la forma más pura de teatro?

—La más sencilla, querrá decir.

—¡Sencilla! Si cree que es tan sencilla, pruébelo. No, quiero decir la más pura. Aquí estoy sentado yo, el creador, y usted ahí, el espectador. Nuestras mentes son diferentes, no pueden tocarse, pero ahí, entre nosotros, coloco a nuestra pequeña marioneta. —La mujer se deslizó hacia adelante, ejecutó una reverencia hasta rozar el suelo y se incorporó como una hoja arrastrada por el viento—. Existe en parte en mi mente, y en parte en la suya. Por un instante, coinciden.

Sus manos bailaban, y la figura metálica con ellas. La atención del burócrata basculaba entre ambos, incapaz de concentrarse en uno solo.

—Mire —se maravilló Mintouchian. La muñeca se quedó inmóvil como petrificada—. No tiene cara, ni sexo, pero fíjese en esto.

La marioneta alzó la cabeza con coquetería y miró de soslayo al burócrata. Trasladó el peso de su cuerpo de una inequívoca cadera femenina a otra. El burócrata levantó la vista y descubrió que Mintouchian le estaba mirando con suma atención a los ojos.

—¿Sabe cómo funciona la televisión? La pantalla está dividida en líneas horizontales, y el monitor dibuja una imagen en la pantalla sobre dos líneas, se salta dos, dibuja dos más, y así hasta la parte inferior. Después, vuelve al principio y llena los espacios que dejó libres la primera vez. Por lo tanto, usted no ve toda la imagen en ningún momento. La reúne en su mente. De vez en cuando se han probado pantallas holísticas, pero la gente no las aceptaba. Carecían del elemento compulsivo de la auténtica televisión. Porque sólo proporcionaban imágenes. No incitaban al cerebro a colaborar en la violación de la realidad.

La marioneta bailó con gracia y agilidad.

El burócrata tenía los labios secos, y notaba en su boca un extraño y vívido sabor. Le costaba concentrarse en las palabras del titiritero.

—No estoy seguro de comprenderle.

La mujer dorada lanzó al burócrata una mirada malhumorada sobre su hombro levantado. Mintouchian sonrió.

—¿Dónde existe esta ilusión que tiene ante usted? ¿En mi mente o en la suya? ¿O acaso existe en el espacio donde nuestras mentes confluyen?

Levantó las manos y la mujer se desvaneció en una lluvia de anillos dorados.

El burócrata miró a Mintouchian; los anillos continuaron girando y cayendo en su mente. Cerró los ojos y los vio en la oscuridad, mientras seguían cayendo. Abrió los ojos, pero no se deshizo de ellos. La furgoneta se le antojó opresivamente estrecha, y luego como si no existiera. Parecía abrirse y cerrarse a su alrededor. Sintió náuseas.

—Me está pasando algo —dijo con cautela.

Pero Mintouchian no le escuchaba.

—A veces —dijo en tono pensativo, como si estuviera borracho—, la gente pregunta por qué me metí en esta ocupación. No lo sé. Es lo que suelo decir. ¿Por qué alguien desea jugar a ser Dios? Hago una mueca y me encojo de hombros. Sin embargo, en ocasiones pienso que lo hice para demostrarme a mí mismo que existe otra gente. —Miró al burócrata directamente, pero sin verle, como si estuviera solo y hablara consigo mismo—. Pero es algo que no se puede saber, ¿verdad? Nunca lo sabremos con seguridad.

El burócrata se fue sin decir palabra.

Paseó hasta el río. Los muelles se habían transformado. Contempló un repentino bosque de hongos dorados que había engullido una ristra de luces eléctricas, y ahora brillaba con luz prestada, como penínsulas encantadas en el agua. Miró de nuevo y vio mujeres desnudas que vadeaban el río. Las mujeres blancas como la luna, con lenta gracia, pasaron junto a las barcas ancladas, las mecieron con suaves olas, sus ojos al nivel de los extremos de los mástiles.

El burócrata contempló intrigado aquellos silenciosos fantasmas y meditó. No existen seres semejantes, aunque no se le ocurría por qué. Hundidas hasta los muslos, se movían silenciosas como sueños enormes como dinosaurios, sonámbulas pero osadas como un deseo. Algo negro daba vueltas y tumbos en el agua, golpeó contra un estómago redondo y se hundió. Durante un horrible instante, temió que fuera Undine, ahogada en el río y lanzada como pasto a los hambrientos reyes de las mareas.

Entonces, con un escalofrío eléctrico de terror, vio que una de las mujeres se había vuelto y le miraba, con ojos verdes como el mar y despiadados como una tempestad del norte. Una sonrisa alumbró sobre sus pechos perfectos, y él retrocedió a toda prisa. Drogado, pensó, me han drogado. La idea le pareció de lo más lógica, le golpeó con la fuerza de una revelación, aunque no supo qué hacer con ella.

Se encontró caminando por el bosque, sin la menor sensación de transición. El sendero estaba sembrado de hongos, cubiertos de púas de punta suave, que rozaban su rostro y manos con sus cabezas carnosas cuando pasaba cerca. Debo encontrar ayuda, pensó. Ojalá supiera hacia dónde conducía el sendero, hacia la ciudad u otra parte.

—¿Qué hiciste entonces?

—¿Qué?

El burócrata se removió, miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba sentado en el suelo del bosque y contemplaba la pantalla azul de un televisor. El sonido estaba apagado y la imagen invertida, de modo que la gente colgaba cabeza abajo, como murciélagos.

—¿Qué has dicho?

—He dicho qué hiciste entonces. ¿Tienes problemas de audición?

—Últimamente, me cuesta mantener la continuidad.

—Ah. —El hombre con cara de zorro que estaba frente a él señaló el aparato—. Vamos a ver un poco la televisión.

—Está al revés —protestó el burócrata.

—¿Tú crees?

El hombre zorro se levantó, volteó el televisor sin el menor esfuerzo y se acuclilló de nuevo. No llevaba ropa, pero había un mono en el sitio donde había estado sentado. El burócrata también había extendido la chaqueta para protegerse de la humedad.

—¿Está mejor así? —preguntó el hombre zorro.

—Sí.

—Dime qué ves.

—Dos mujeres peleando. Una tiene un cuchillo. Se revuelcan sobre la tierra. Una se ha puesto de pie. Se retira el pelo de la frente. Está cubierta de sudor, alza el cuchillo y lo mira. La hoja está manchada de sangre.

El zorro suspiró.

—He ayunado y sangrado durante seis días sin el menor resultado. A veces, dudo que vuelva a ser lo bastante puro para ver las imágenes.

—¿No ves las imágenes de la televisión?

Una sonrisa astuta, un movimiento de los bigotes.

—Nadie de mi especie puede. Es irónico. Los escasos supervivientes nos ocultamos entre vosotros, vamos a vuestros colegios, trabajamos en tu especialidad, y sin embargo no os conocemos en absoluto. Ni siquiera podemos ver vuestros sueños.

—Sólo es una máquina.

—Entonces, ¿por qué no vemos nada en ella, salvo una luz brillante y cambiante?

—Recuerdo… —empezó; casi perdió la idea, pero luego capturó viento y navegó sin esfuerzo—. Recuerdo haber hablado con un hombre que dijo que la foto no existe, que las imágenes están hechas de dos partes y se tejen en el cerebro.

—De ser así, nuestros cerebros deben de carecer de telar, y nunca veremos vuestros sueños.

El ser se humedeció los labios con una larga lengua negra. El burócrata experimentó un súbito escalofrío de miedo.

—Esto es una locura —dijo—. No puedo estar hablando contigo.

—¿Por qué?

—El último espectro murió hace siglos.

—No quedamos muchos, es cierto. Estábamos muy cerca de la extinción, cuando aprendimos a sobrevivir en los intersticios de vuestra sociedad. Alterar nuestra apariencia física fue fácil, por supuesto, pero pasar como humanos, ganar dinero sin atraer vuestro interés, es más que un desafío. Nos vemos obligados a escondemos entre los pobres, en chabolas situadas al borde de las tierras de cultivo y en pisos minúsculos, en las peores partes del Abanico.

»Bien, basta ya.

El zorro se levantó, extendió la mano y ayudó al burócrata a incorporarse, a ponerse la chaqueta y, por fin, le tendió el maletín.

—Ahora, debes irte. Debería matarte, pero tu conversación ha sido muy interesante, sobre todo la primera parte, y te daré una breve ventaja.

Abrió la boca y descubrió hilera tras hilera de dientes afilados.

—¡Corre! —dijo.

Llevaba corriendo tanto tiempo por el bosque, atravesando túneles de arcos plumosos, tropezando con torres de tentáculos provistos de púas y cuernos, que se derrumbaban sin ruido a su alrededor, que se había convertido en un firme estado de existencia, tan natural e incuestionable como cualquier otro. Entonces, todo se derritió a su alrededor, y se encontró en un osario, entre esqueletos entrelazados a los que había crecido piel nueva, costillares de los que surgían pechos fungosos, pelvis de las que colgaban pálidos falos, y vaginas incurvadas. Los muertos habían resucitado como monstruos, gemelos y trillizos unidos por la cadera y la cabeza, cuyas familias formaban masas de levadura, un solo cráneo asomando por la parte superior, con dientes pintados de rojo, como si estuviera riendo o chillando.

El osario también se desvaneció, y se descubrió dando tumbos por una tierra plana y desierta. Se detuvo jadeante. La tierra era dura como la piedra. Nada crecía en ella. A un lado, oyó la alegre música acuática de Cobbs Creek, inundada y ansiosa de fundirse con el río. Comprendió que debía de ser el lugar de las excavaciones, un cuadrado de doce kilómetros de lado inyectado mediante estabilizadores hasta el lecho rocoso, después de enterrar no menos de tres balizas de navegación selladas en su seno, para impedir el retomo de la tierra en una nueva era. Respiró convulsivamente, los pulmones abrasados. ¿Por qué corría?, se preguntó, y sintió el súbito peso muerto de la inutilidad cuando recordó que Undine estaba muerta.

—¡Le he encontrado! —gritó alguien.

Una mano tocó su hombro, le obligó a darse la vuelta. Entonces, un puño se estrelló contra su mentón.

Cayó con las piernas extendidas bajo el cuerpo. Su cabeza golpeó el suelo y sus brazos salieron disparados a los lados. Notó, con un vago asombro, que una bota se hundía entre sus costillas.

—¡Uf!

El aliento le abandonó, y conoció la rechinante oscuridad de la tierra compuesta de huesos y granito, que giraba bajo el impacto. Algo poco compacto y elástico.

Tres siluetas oscuras flotaban sobre él, variaban de posición en planos de profundidad; el movimiento definía y redefinía la relación espacial mutua y con respecto a él. Una de ellas tal vez perteneciera a una mujer. Estaba demasiado atento a las posibilidades, su concentración demasiado veloz y huidiza, para estar seguro. Bailaron a su alrededor, las imágenes se multiplicaron y dejaron rastros oscuros, hasta que se encontró encerrado en una jaula de enemigos.

—¿Qué…? —graznó—. ¿Qué queréis?

Su voz resonó y reverberó, profunda y lejana, como una inmensa campana que repicara desde el fondo del mar. El burócrata intentó levantar los brazos, pero respondieron, oh, con una gran lentitud. Tenía la impresión de ser tan sólo conciencia, enterrada en la cabeza de un gigante de granito tallado.

Le golpearon con miles de puños, impactos que ondulaban y se superponían, y dejaban dolor tras de sí. Luego, de repente, todo terminó. Una cara redonda, aureolada por fuego mágico, flotó ante sus ojos.

Veilleur le dedicó una sonrisa burlona.

—Te dije que había formas y formas. Mi problema es que nadie me toma en serio.

Cogió el maletín.

—Vámonos —dijo Veilleur a los demás—. Ya tengo lo que buscábamos.

Desaparecieron.

El tiempo era un oscilante fuego gris que consumía sin cesar todas las cosas, de tal forma que lo que parecía movimiento era, en realidad, oxidación y reducción de las posibilidades, el colapso de la materia potencial desde la gracia a la nada. El burócrata permaneció tendido durante mucho tiempo, contemplando la total destrucción del universo. Tal vez estaba inconsciente, tal vez no. Fuera lo que fuera, era un estado de percepción que jamás había experimentado. No sabía con qué compararlo. ¿Era posible que alguien estuviera drogado —consciente y drogado— dormido? ¿Cómo podía saberlo? Notaba la tierra bajo él dura, fría, húmeda. Tenía la chaqueta destrozada. Sospechaba que parte de la humedad procedía de su propia sangre. Había demasiados hechos que analizar. De todos modos, sabía que debía preocuparse por la sangre. Se aferró a esa ínfima isla de seguridad, pese a que sus pensamientos giraban locamente una y otra vez, le elevaban para mostrarle el mundo, y luego le arrojaban con violencia al suelo, para volver a iniciar el viaje.

Soñó que un ser se acercaba a pie por la carretera. Tenía cuerpo de hombre y cabeza de zorro. Vestía un mono raído.

Zorro, si era Zorro, se detuvo cuando llegó al lado del burócrata y se agachó. Aquel rostro de nariz afilada olfateó su entrepierna, su pecho, su cabeza.

—Estoy sangrando —dijo el burócrata, colaborador.

Zorro le miró con el ceño fruncido. Después, aquella cabeza giró de nuevo y desapareció en el aire.

Ascendió en un torbellino al cielo antiguo, tan alto como los planetas hasta hundirse en la noche vieja y el vacío.