Las ristras de flores de cera estaban encendidas, globos borrosos luz rojos, azules, amarillos y blancos que colgaban sobre sus cabezas, y la música era cálida y perentoria, un campo magnético en el que los participantes daban vueltas y remolineaban, atrapados en sus invisibles líneas de fuerza, arrastrados por el torbellino en un torrente de carcajadas. Entre los disfraces había atavíos menores, más representativos que interpretativos, ángeles de sonrisas carnales, payasos y demonios sentimentales, con barbas de chivo y horquillas. Un sátiro se tambaleaba borracho sobre unos cortos zancos, peludo y casi desnudo. Movía flautas de Pan para evitar caer.
El burócrata encontró a Chu detrás del estrado de la orquesta, metiendo mano a un joven de rostro colorado. Estaba apoyada contra él, con una mano sobre su trasero, y le quitó un vaso de papel de la mano.
—No, no necesitas más de eso —dijo con paciencia—. Encontraremos un uso mejor a…
El burócrata retrocedió sin que le vieran.
Dejó que las multitudes le adelantaran por la calle principal de una transformada Rose Hall, dejando atrás pistas de baile, vehículos y locales pornográficos Se abrió paso entre un grupo de replicantes, bastante contenidos al no estar físicamente presentes, y contempló el desfile de disfraces durante un tiempo, aplastado contra el escenario con un ruidoso grupo de soldados pertenecientes a las fuerzas de evacuación, que chillaban, silbaban y jaleaban a sus favoritos. El espectáculo era demasiado esotérico para sus gustos extraplanetarios y continuó paseando, entre olores a jabalí asado, sidra fermentada y una docena de comidas extravagantes.
Unos niños se materializaron a sus pies y desaparecieron, entre risas.
Alguien le llamó por su nombre. El burócrata se volvió y se encontró cara a cara con la Muerte. Una parpadeante luz azul surgía por las cuencas de su máscara, y el burócrata vio costillas de metal a través de la capa. La Muerte le ofreció una jarra de cerveza.
—¿Quién eres? —preguntó sonriente.
La Muerte le cogió por el codo y le alejó del bullicioso centro de la fiesta.
—Oh, permite que conserve mi misterio. Es el jubileo, a fin de cuentas. —La raída capa negra de la Muerte olía a moho; el sastre se había aprovechado de los gustos limitados de su cliente forastero—. En cualquier caso, soy un amigo.
Llegaron a un puente peatonal elevado sobre un riachuelo que señalaba el final de la ciudad. La luz era muy escasa en este punto, y los edificios arracimados estaban silenciosos y opresivamente oscuros.
—¿Ya has localizado a Gregorian? —preguntó el replicante.
—¿Quién eres? —preguntó el burócrata, esta vez sin sonreír.
—No, claro que no. —La Muerte desvió la vista a un lado—. Perdona, alguien acaba de… No, no tengo tiempo para… Muy bien, déjalo así. —Volvió a mirarle—. Lo lamento. Escucha, temo que no tengo tiempo. Dile a Gregorian, cuando le encuentres, que alguien a quien conoce, su patrocinador, dile que su antiguo patrocinador le aceptará de nuevo, si abandona esta locura. ¿Lo has entendido? Eso es lo que quieres tú también, ¿verdad?
—Tal vez no. ¿Por qué no me dices quién eres y lo que quieres, para que así podamos trabajar en colaboración?
—No, no. —La Muerte meneó la cabeza—. En cualquier caso, es un tiro al azar, probablemente no funcionará. De todos modos, si tienes problemas con él, es un argumento que puedes utilizar. Lo digo en serio, sabrá que mi palabra es buena.
Dio media vuelta.
—Espera —dijo el burócrata—. ¿Quién eres?
—Lo siento.
—¿Eres su padre?
La Muerte se volvió y le miró. Durante un largo momento, se mantuvo en silencio.
—Lo siento. He de irme.
El replicante osciló como si fuera a caer, pero los giróstatos de seguridad funcionaron y se quedó inmóvil como una estatua.
El burócrata tocó el cráneo metálico. Estaba inerte; ni siquiera captó el zumbido casi subliminal de una unidad activada. Se alejó con parsimonia, volviéndose de vez en cuando para mirar, pero el replicante estaba desconectado.
Se mezcló de nuevo con la multitud, vació su cerveza especiada y cogió un buñuelo dulce a un adolescente borracho que agitaba su dinero.
—¡Está pagado!
Una pancarta en el estrado rezaba COOPERATIVA DE PRODUCTOS Y DERIVADOS ANIMALES DE AGUA DE LA MAREA. Levantó el buñuelo a modo de brindis y se adentró en la avenida. Se sentía distante y un poco nostálgico. Cuánta gente feliz.
La muchedumbre remolineaba a su alrededor, tan cambiante e inalterable como olas al romper en la playa, siempre fascinantes aunque el ojo no consiga asimilar lo que ve. Rostros deformados por carcajadas demasiado estridentes, demasiado maníacas, la piel demasiado enrojecida, perlada de sudor. ¿Qué estoy haciendo aquí?, se preguntó el burócrata. Esta noche no voy a conseguir nada. La alegría forzada le deprimía.
La noche avanzaba. Los niños se habían evaporado, y los adultos que aun quedaban eran más ruidosos y estaban más ebrios. El burócrata se chupó los dedos, cubiertos de azúcar en polvo, y casi cayó en medio de una pelea. Dos borrachos estaban maltratando a un replicante; aplastaban sus costillas y le iban arrancando de uno en uno los brazos y las piernas. El artefacto se debatía en el suelo y protestaba a voz en grito, mientras le arrancaban la última extremidad. Entonces, quedó desconectado cuando el operador tiró la toalla. El burócrata esquivó a los risueños espectadores y siguió caminando por la carretera.
Una mujer con un disfraz verde y azul, tal vez Espíritu de las Aguas, o Cielo y Océano, de cuya toca brotaban plumas esmeralda, avanzó hacia él. Llevaba un vestido escotado, y tenía que sujetar con una mano la falda adornada con lentejuelas para evitar que tocara el suelo. La multitud le abrió camino, dividida por un aura casi tangible de belleza. Le miró directamente, con sus ojos de un verde llameante, como el alma del bosque. Muy cerca, una cantante cantó que el corazón era como un pajarito que busca nido. Provocó que las multitudes se pusieran a remolinear como bobinas metálicas pintadas de alegres colores. La mujer de verde fue arrastrada hacia él, como una sirena surgida del mar.
El burócrata retrocedió un paso automáticamente para dejar pasar a la visión, pero ésta le detuvo con el toque de un guante de piel verde.
—Tú —dijo, y dio la impresión de que aquellos ojos verdes y dientes blancos iban a desgarrarle—. Te deseo.
Le rodeó la cintura con un brazo y se lo llevó.
Junto al borde de la fiesta, la mujer se detuvo para arrancar una flor de cera de una ristra más baja que las demás. La acunó en ambas manos y se agachó al borde del río para depositarla en el agua. Más flores fluctuaban y giraban lentamente en el agua, una majestuosa sala de baile.
Cuando la mujer se acuclilló sobre la esfera de luz, el burócrata vio que la parte de los brazos que sobresalía de los guantes estaba cubierta de estrellas y triángulos, serpientes y ojos, tatuajes gnósticos de incierto significado.
Dijo que su nombre era Undine. Pasearon por la Carretera de la Fábrica de Queso, dejaron atrás las casas y se internaron en un bosque de rosas. Enredaderas llenas de espinos crecían por todas partes; trepaban a columnas formadas por árboles que habían sido estrangulados por su profusión, reptaban por la tierra, estallaban en arbustos moteados de sangre, grandes como colinas. Su perfume, casi empalagoso, saturaba el aire.
—Tendría que haber recortado algunas —dijo la mujer, mientras pasaban bajo un arco de las pequeñas flores rosadas—, pero tan cerca de las mareas del jubileo, ¿a quién le importa?
—¿Son nativas? —preguntó el burócrata, sorprendido por su abundancia. Adondequiera que mirara, veía flores.
—Oh, no, proceden de la Tierra. La primera industrielle las plantó junto a la carretera; le gustaba su aspecto. Sin enemigos naturales, se propagaron por doquier. Se extienden kilómetros a la redonda. Plantearían graves problemas en el Piedmont, pero aquí, las mareas las arrasarán.
Caminaron un rato en silencio.
—Eres una bruja —dijo de repente el burócrata.
—Ah, ¿te has dado cuenta?
El burócrata presintió su sonrisa divertida, que ardía en el aire nocturno junto a su cara. El extremo de su lengua le acarició el borde de la oreja, siguió las circunvoluciones que se hundían en su centro oscuro y se retiró.
—Cuando me enteré de que buscabas a Gregorian, decidí echarte un vistazo. Estudié con Gregorian cuando éramos niños. Pregúntame lo que quieras. —Desembocaron en un claro entre los arbustos, donde se alzaba una pequeña cabaña sin pintar—. Ya hemos llegado.
—¿Me dirás dónde está Gregorian?
—Eso no es lo que quieres. —De nuevo la sonrisa, aquellos fijos ojos verdes—. De momento.
—Debe de tener miles de ojales —dijo el burócrata, mientras desabrochaba con torpeza la espalda del disfraz. Apareció un fragmento de carne justo debajo de la suave nuca de Undine, se ensanchó y descendió. Las yemas de sus dedos rozaron pálida piel, y se estremeció un poco. Una única flor de cera ardía en una mesilla de noche, bajo un sentimental holo de una danza en honor de Krishna. La llama saltó y cayó, distribuyendo cálidas sombras por toda la habitación—. Éste es el último.
La bruja se volvió, alzó las manos hacia los hombros y se bajó el vestido. Grandes pechos, apenas demasiado maduros, flotaron ante su vista, coronados por pezones de color albaricoque. Dejó que la tela resbalara poco a poco sobre un suave y firme estómago, el profundo ombligo sumergido en las sombras. Apareció una mata de vello, lanzó una carcajada y sostuvo el vestido para que sólo asomara la parte superior de la vagina.
—Oh, el corazón es como un pajarito —cantó en voz baja, mientras se mecía al ritmo de la música— que come en tu mano.
Esta mujer era una trampa. El burócrata lo intuía. Gregorian había colocado sus anzuelos justo debajo de la piel. Si la besaba, las puntas se hundirían en su piel hasta desgarrarla, y el ilusionista jugaría con él como si fuera un pez, agotándole, hasta que perdiera la voluntad de luchar, se hundiera hasta el fondo de su vida y muriera.
—Si no lo coges…
La mujer esperaba.
Tenía que irse ahora mismo. Tenía que dar media vuelta y huir.
En cambio, extendió el brazo y acarició su rostro, intrigado. Los labios de la mujer buscaron los suyos, y se besaron apasionadamente. El vestido crujió cuando cayó al suelo. Las manos de Undine se introdujeron en su chaqueta para desabrochar la camisa.
—No seas tan delicado —dijo.
Se derrumbaron sobre la cama, y él se deslizó en su interior. Su vagina estaba húmeda y abierta, resbaladiza, cálida y dispuesta. Su amplio y suave estómago le tocó, y después los pechos. Había dejado su época de esplendor, suspendida en el instante que precede a la larga caída hacia la vejez, y por ello le excitaba tanto. Nunca volverá a ser tan hermosa, pensó, tan madura y llena de jugos. La mujer enlazó las piernas alrededor de su cintura y le meció como un barco en el agua, con suavidad al principio, después con mayor rapidez, como si una tormenta se estuviera formando.
Undine, pensó el burócrata, sin ningún motivo. Ysolt, Esme, Theodora… Los nombres de las mujeres de aquí son como flores secas u hojas de otoño.
Una ráfaga de viento provocó que la luz de la flor huyera hacia los rincones, para regresar al instante. Undine le besó con furia en la cara, en el cuello, en los ojos. La cama crujía bajo su peso, en tanto rodaban uno sobre el otro sin cesar, ahora debajo, ahora encima, y vuelta a empezar, hasta que el burócrata ya no supo quién estaba encima y quién debajo, o dónde terminaba su cuerpo y empezaba el de ella, o qué cuerpo pertenecía a quién. Por fin, ella se transformó en el Océano, y el hombre perdió todo sentido de sí mismo, y se ahogó.
—Otra vez dijo ella.
—Temo que me hayas confundido con otra persona —contestó de buen humor el burócrata—. Alguien mucho más joven. Si no te importa esperar unos veinte minutos, estaré encantado de probar de nuevo.
La mujer se incorporó, y sus magníficos pechos oscilaron levemente. Tenues dagas de luz de Calibán se filtraron por la ventana y les acariciaron. Hacía mucho rato que la vela se había apagado.
—¿Quieres decir que no conoces el método gracias al cual los hombres pueden tener un orgasmo tras otro, sin llegar a eyacular?
El burócrata rió.
—No.
—Las chicas te rechazarán si has de parar media hora cada vez que te corres —se burló ella—. Yo te enseñaré —añadió, esta vez en serio. Cogió su polla con la mano y la meneó de un lado a otro, divertida por su flacidez—. Después de tus veinte minutos solicitados. Entretanto, te enseñaré algo interesante.
Se tiró la manta sobre los hombros, como si fuera un chal, un extraño atavío a la escasa luz, con mangas que tocaban el suelo y una parte posterior que no le llegaba a las piernas, de manera que dos pálidos gajos de luna le miraban fijamente. Desnudo, la siguió hasta el claro situado detrás de la cabaña.
—Mira dijo la mujer.
Brotaba luz del suelo, en pálidas capas rosadas, azules y blancas. Una luz color pastel iluminaba los arbustos, como si ya se hubieran hundido en las profundidades del Océano. Habían excavado y removido la tierra en fecha reciente, y ahora estaba bañada de pálido fuego.
—¿Qué es? —preguntó él.
—Iridobacterias. Son biofosforescentes por naturaleza. Se encuentran por todas partes en el suelo de Agua de la Marea, pero sólo en pequeñas cantidades. Son útiles para las artes espirituales. Presta atención ahora, porque voy a explicarte un misterio muy insignificante.
—Te escucho —dijo el burócrata, sin comprender.
—La única manera de producir una flor es enterrar un animal en el suelo. Cuando se descompone, las iridobacterias se alimentan de los productos resultantes. Me pasé la semana pasada envenenando perros y enterrándolos aquí.
—¿Mataste perros? —preguntó el burócrata, horrorizado.
—Fue rápido. ¿Cuál crees que será su destino, cuando lleguen las mareas? Son como las rosas, no pueden adaptarse. Por eso, la gente de la sociedad humanitaria organizó la Semana del Control de los Perros y me pago a tanto el cadáver. Nadie va a llevarse al Piedmont un puñado de perros callejeros. —Hizo un ademán—. Hay una pala apoyada contra mi cabaña.
El burócrata fue a buscar la pala. Dentro de un mes, esta tierra estaría sumergida bajo el agua. Imaginó peces nadando entre los edificios, mientras perros ahogados flotaban con la boca abierta, atrapados entre los rosales. Se pudrirían antes de que los hambrientos reyes de las mareas aceptaran sus cadáveres. Siguiendo las instrucciones de la bruja transportó los terrones de tierra más brillantes a un oxidado bidón de acero, casi lleno de agua de lluvia. La tierra se hundió, y brillantes remolinos fosforescentes se alzaron hasta la superficie del agua. Undine removió la superficie con un raspador de madera, y vertió la espuma en una sartén grande.
—Cuando el agua se evapora, el polvo que queda es rico en iridobacterias —explicó—. Para procesarlo son necesarios varios pasos más, pero ahora se encuentra concentrado, y así esperará hasta que llegue al Piedmont. Ahora, es tan vulgar como el pecado, pero ahí no crecerá.
—Háblame de Gregorian —dijo el burócrata.
—Gregorian es el único hombre perfectamente malvado que he conocido jamás —contestó Undine. Su expresión había adquirido una súbita frialdad, tan áspera y severa como las llanuras rocosas de Calibán—. Es más listo que tú, más fuerte que tú, más guapo que tú, y mucho más decidido. Ha recibido una educación extraplanetaria al menos igual a la tuya, y domina las artes ocultas en las que tú no crees. Estás loco al desafiarle. Eres hombre muerto, y no lo sabes.
—A él le gustaría que me creyera todo eso, desde luego.
—Todos los hombres están locos —dijo Undine, en un tono más ligero y con expresión desdeñosa—. ¿Te has fijado en eso? Yo, en tu lugar, me las arreglaría para contraer alguna enfermedad o desarrollar un escrúpulo moral sobre la naturaleza de mi misión. Sería una marca negra en mi historial, pero sobreviviría a la vergüenza.
—¿Cuándo conociste a Gregorian?
El burócrata echó más tierra en el bidón, y enloquecidos remolinos de fosforescencia aparecieron.
—El año que pasé como fantasma. Yo era una expósita. Madame Campaspe me compró el año de mi primera regla; había visto en mí una promesa. Para empezar, yo era una cría tímida e inquieta, y como parte de mi aprendizaje me impuso la disciplina de la invisibilidad. Me mantenía en las sombras, y nunca hablaba. Dormía en momentos extraños y en lugares extraños. Cuando tenía hambre, me introducía en casas de desconocidos y robaba comida de sus alacenas y bandejas. Si me veían, madame me pegaba… Pasado el primer mes, ya nadie me vio.
—Todo eso me parece horriblemente cruel.
—No puedes juzgar. Estaba mirando desde el corazón de un matorral decorativo de parasoles la mañana en que madame Campaspe tropezó con Gregorian. Tropezó literalmente, porque estaba dormido en su portal. Averigüe más tarde que había caminado dos días seguidos sin comer, que estaba ansioso por convertirse en su aprendiz, y que se había desmayado al llegar. ¡Qué griterío! Le echó a patadas a la carretera, y creo que le rompió una costilla. Trepé al tejado del cobertizo que utilizaba para fabricar cerámica y vi cómo le acosaba, hasta que se perdió de vista. Veloz como el pensamiento, bajé al suelo, robé un nabo del huerto para desayunar y desaparecí. Pensaba que era el último joven harapiento.
»Pero al día siguiente volvió.
»Ella le había echado, pero regresó. Cada mañana igual. Mendigaba comida durante el día. No sé si robaba, trabajaba o vendía su cuerpo, porque no me interesaba mucho seguirle, aunque a aquellas alturas ya podía bajar al centro de Rose Hall a plena luz del día sin que nadie me viera. Cada mañana lo encontrábamos en la escalinata.
»Al cabo de una semana, madame Campaspe cambió de táctica. Cuando le encontraba en el portal, le tiraba calderilla, las pequeñas monedas de cerámica que servían de dinero en aquella época, las fichas naranja, verdes y azules. Ahora son de plata. Le trataba como a un mendigo, porque era muy orgulloso, y se veía un sucio rastro grisáceo de encaje en los puños de sus harapos; la bruja comprendió que era un alto burgués. Pensó que, de tanto avergonzarle, acabaría marchándose, pero él cogía las monedas en el aire, se las introducía en la boca y las tragaba ostentosamente. Madame fingía no darse cuenta. Desde la ventana del salón de belleza que había al otro lado de la calle, yo contemplaba el duelo entre la espalda erguida de la mujer y la fea sonrisa del joven.
»Pocos días después, noté un horrible hedor en la escalinata, y descubrí que se había cagado detrás de los arbustos decorativos. Había un repugnante montón de excrementos, sembrado de las monedas de cerámica que ella le echaba. Por fin, madame no tuvo otro remedio que aceptarle.
—¿Por qué?
—Porque poseía espíritu de mago, esa inquebrantable e indomable voluntad que exigen las artes espirituales, y el repentino instinto de lo inesperado. Madame ya no podía despreciarle, de la misma forma que un pintor no puede despreciar a un niño dotado de una visualización perfecta. Ese talento sólo surge una vez en toda una generación.
»Le puso a prueba. ¿Conoces el aparato que se emplea para proporcionar la sensación de comer a los replicantes?
—El neurotransmisor. Sí, lo conozco muy bien.
—Madame tenía uno montado en una caja. Un amante extraplanetario se lo había empalmado. Estaba al aire, para introducir corriente pura en el nervio inductor. ¿Sabes lo que pasaría si metieras la mano en su campo?
—Me dolería horrores.
—Horrores, en efecto. —Sonrió con tristeza, y el burócrata divisó el fantasma de la colegiala detrás de su sonrisa—. Recuerdo muy bien aquella caja. Un trasto plano, con un agujero a un lado y un reóstato encima, calibrado de uno a siete. Si cierro los ojos, puedo verlo, y los largos dedos de la bruja sobre él, y aquella condenada rata de agua subida a su hombro. Me advirtió que si sacaba la mano de la caja antes de que ella me lo dijera, me mataría. Fue el momento más terrorífico de mi vida. Incluso Gregorian, pese a su gran ingenio, jamás pudo superarlo.
Undine quitó más espuma del agua. Su voz era dulce, preñada de recuerdos.
—Cuando movió el dial desde cero, fue como si un animal me hubiera mordido y atravesado la piel. Después, poco a poco, agónicamente poco a poco, lo subió a uno, un orden de magnitud aún peor. ¡Qué dolores padecí! Grité como una posesa al llegar a tres, y el dolor me cegó en el cuatro. En el cinco, saqué la mano, decidida a morir.
»Entonces, me dio un abrazo y dijo que nunca había visto a nadie hacerlo mejor, que algún día sería más famosa que ella.
La bruja permaneció en silencio un largo momento.
—Me deslicé por una ventana abierta y entré en la habitación de al lado cuando madame dejó entrar a Gregorian. Más silenciosa que un fantasma, me desplacé de sombra en sombra, sin despertar ni el eco de un paso. Dejé la puerta apenas abierta, para poder mirar desde la oscuridad. Después, me metí en un armario de la segunda habitación. Por la rendija de la puerta vi sus lejanos reflejos en el espejo de la repisa de la chimenea. Gregorian estaba en los huesos, sucio y descalzo. Recuerdo haber pensado lo insignificante que parecía, comparado con la aristocrática figura de madame Campaspe.
»Madame le invitó a sentarse junto al fuego. Murmullo de voces mientras le explicaba las normas. Apartó la tela adornada con flecos que cubría la caja. Altivo como un gallo, Gregorian introdujo la mano en el interior.
»Vi que su cara se agitaba, un involuntario movimiento de los músculos, cuando tocó el dial. Vi que palidecía, que temblaba a medida que ella aumentaba el dolor. No apartaba sus ojos de madame.
»No paró hasta siete. El cuerpo del joven estaba rígido, sus dedos temblaban, pero mantuvo la cabeza alta y orgullosa, y no pestañeó. Sentado con sus ropas raídas, los ojos brillantes como farolas.
»Yo estaba tan quieta que mi corazón no latía. Mi inmovilidad era perfecta, pero Gregorian lo adivinó. Levantó la cabeza y miró al espejo. Me vio y sonrió. Una sonrisa horrible, una sonrisa de calavera, pero una sonrisa, al fin y al cabo. Y entonces supe que, por más que ella lo intentara, no le doblegaría.
—Ya estoy.
La mujer colocó un trozo de tela sobre la bandeja, y el burócrata la siguió al interior de la cabaña. Delicadas medias lunas le guiñaron el ojo, una tras otra, desde debajo de la manta.
—¿Para qué sirve? —preguntó, cuando ambos estuvieron sentados otra vez en la cama, frente a frente con las piernas cruzadas, la vagina de la mujer una tierna sombra oscura en el interior del círculo protector de las piernas—. El polvo que haces con los perros.
—Lo mezclamos con tinta y lo inyectamos bajo la piel. —Hizo girar una mano frente a su rostro; en la sombra, carecía de color y de marcas—. Cada dibujo representa un ritual que la mujer del polvo tiene derecho a ejecutar, y cada ritual representa conocimiento, y todo conocimiento debidamente aplicado significa control. —De repente, una marca de su mano se transformó en luz. Era un pececillo, visible a través de la piel—. Encender y apagar las marcas a voluntad es un recordatorio de ese control. —Uno a uno, los tatuajes se encendieron: una pirámide, un buitre, una guirnalda de pollas. Las estrellas estallaron en novas subcutáneas y escupieron serpientes, lunas, elementos alquímicos—. La microflora de Miranda es prácticamente incompatible con la biología terráquea. Inyectada bajo la piel, recibe el suficiente alimento para seguir con vida, pero no para decrecer. Ahí la tienes, muerta de hambre y comatosa, hasta que yo la despierto.
Ahora, todos los tatuajes estaban encendidos. Treparon por sus brazos hasta llegar casi a los hombros.
—¿Cómo lo haces?
—Oh, es una de las primeras cosas que se aprenden, cómo elevar la temperatura corporal. Mira. —Levantó una mano—. No cuesta nada. Concéntrate en las yemas de los dedos, ordena que se calienten. Piensa en cosas calientes. Intenta calentarlas. —Esperó un instante—. ¿Y bien?
Las yemas de sus dedos hormiguearon.
—No estoy seguro.
—Crees que es simple poder de sugestión. —Un diminuto resplandor apareció en la yema de su dedo y flotó ante los ojos del burócrata—. Ésta es la primera marca que recibí. Calienta tu dedo, dijo la diosa, y transfórmalo en luz. Me quedé asombrada. Sentí que mi vida había dado un gran giro, que nada volvería a ser igual.
Estaba tocando su pierna con suavidad, los dedos se deslizaban lentamente hacia arriba, rápidamente hacia abajo, caricia caricia caricia.
—¿Qué dijo la diosa?
—Cuando alguien te enseña cosas cuyo valor es espiritual, no es un humano quien te enseña esas cosas. La persona comparte la divinidad, se hace uno con la deidad. Así, cuando madame Campaspe nos enseñó a Gregorian y a mí, para nosotros era la diosa. —La mano subió, acarició su pene, que estaba erecto de nuevo, casi sin que el burócrata se hubiera dado cuenta—. ¡Bien! Ha llegado el momento de que yo sea tu diosa.
Se echó hacia atrás, con las piernas abiertas, y le atrajo sobre ella.
—Quiero hablar con Gregorian —dijo el burócrata, vacilante.
Ella le retenía con las dos manos, y le estaba deslizando hacia sus cálidas profundidades.
—No existen motivos que nos impidan hacer ambas cosas. —Le aferró con fuerza y se colocó encima—. El ritual que la diosa te va a enseñar, la forma de controlar la eyaculación, se conoce como el gusano ouroboros por la gran serpiente de la Tierra que devora eternamente su propia cola y crece sin cesar: un sistema cerrado perfecto, como no existe en el reino mundano, ni siquiera en tus ciudades de metal flotantes.
Se movió encima de él, arriba y abajo, majestuosa como un cisne bañado por la luna, y él extendió las manos para acariciar sus pechos.
—Posee excelencias físicas que sobrepasan lo evidente, y es una excelente introducción a los misterios tántricos. ¿Qué quieres saber sobre Gregorian, en concreto?
Las manos del hombre descendieron por su cuerpo, tocaron con suavidad el extremo de sus cúspides rosadas, se movieron para asirla, mientras ella se tendía sobre él: pezones, pechos, estómago, barbilla.
—Quiero saber dónde puedo encontrarle.
—Río abajo, en algún lugar, supongo. La gente dice que tiene un hogar permanente en Ararat, pero ¿quién sabe? No necesita una dirección permanente, porque nunca permite que nadie le encuentre.
—¿Qué sabes de la gente que paga para transformarse en seres marinos?
—Ellos no le encuentran… Él les encuentra. Busca un tipo especial de persona, ¿sabes? Ansiosa de quedarse en Agua de la Marea, dispuesta a adoptar una forma no humana para conseguirlo, preparada para ser convencida por los anuncios de Gregorian, y lo bastante rica para pagar lo que pide. Estoy segura de que tenía la lista confeccionada desde hace mucho tiempo.
—¿Cuándo le viste por última vez?
—Oh, hace años y años. —Sus dientes juguetearon con el lóbulo del burócrata, que notó su cálido aliento sobre la mejilla—. Cuando por fin abandonó a madame, se dirigió hacia el Océano, pero no pasó de la estación heliostática diecisiete. Se encontró con alguien, y lo siguiente que se supo fue que había salido del planeta. ¿Te gusta esto?
Recorrió sus costados con las uñas.
—Sí.
—Estupendo.
Puso las manos en la base de su columna, y de repente aró su espalda. El hombre se arqueó involuntariamente y jadeó. Notó ardientes senderos en su piel.
—Esto también te gusta, y te sorprende, ¿verdad? Lo aprendí con Gregorian; se convirtió en un dios y me enseñó la escasísima distancia que separa el placer del dolor. —Se rió de él—. Una lección por noche… Apártate y tiéndete de espaldas. Quiero enseñarte algo.
Le ayudó a tenderse, levantó con suavidad una de sus rodillas y hundí la cabeza entre las piernas. Besó el extremo de su pene, deslizó la lengua por toda su longitud, mordisqueó sus pelotas.
—Aquí, en este tierno punto a medio camino entre el escroto y el ano. —Lo cosquilleó con la lengua—. ¿Lo notas?
—Sí.
—Bien. Pasa la mano por aquí… No, por detrás, así. Ahora, palpa el punto que te acabo de enseñar con las yemas del índice y el dedo medio. Un poco más fuerte. Así. —Se irguió sobre las rodillas—. Ahora, quiero que respires profundamente, como yo, pero no desde los pulmones, sino desde el abdomen.
Le hizo una demostración, y el burócrata sonrió al contemplar la solemne belleza de sus pechos a la pálida luz de la luna. Ella le apartó las manos, lentamente, pero con firmeza.
—Ahora te toca a ti. Incorpórate. Respira profunda y lentamente.
Él obedeció.
—Desde el estómago.
Lo volvió a intentar.
—Así se hace. —Se apoyó sobre las manos, rodeó su cintura con las piernas y le atrajo hacia ella—. Esta vez, quiero que prestes atención a tu cuerpo. Cuando sientas que estás a punto de eyacular, no cuando ya haya empezado, sino antes, contente como te he enseñado. Al mismo tiempo, respira profunda y lentamente. Serán unos cuatro segundos. —Movió la mano cuatro veces, contando los latidos—. Así. Puedes retardarlo mientras haces eso, pero no lo interrumpas por completo, ¿de acuerdo?
—Si tú lo dices —contestó el burócrata, escéptico.
El extremo de su polla la estaba tocando. Undine la enderezó y se puso encima.
—Aj —exclamó—. Piensas que es demasiado fácil, que si algo tan sencillo fuera tan eficaz como yo digo tu madre te lo habría contado, ¿eh? Bien, da igual que me creas o no. Mientras hagas lo que digo, podrás aplazar la eyaculación indefinidamente.
Él la aferró con fuerza y se tendió bajo ella.
—Creo…
—No.
Siguió el ejercicio con fidelidad, prestando atención a su cuerpo y deteniendo la eyaculación siempre que se acercaba. La luna danzaba locamente al otro lado de la ventana. Después, ocurrió algo asombroso. Poco después de una semieyaculación, tuvo un orgasmo. La sensación le pilló desprevenido y gritó. Abrazó a Undine con todas sus fuerzas y percibió el sabor del bálsamo de Dios. Luego, el orgasmo concluyó, y aún no se había corrido. Seguía erecto, con la cabeza extrañamente despejada, consciente y alerta de una manera preternatural.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó, estupefacto.
—Ahora lo has comprendido —dijo Undine—. El orgasmo es algo más que un chorro de fluido salado.
Se movía sobre él como un barco en el oleaje que precede a la tormenta, los ojos entornados, la boca entreabierta. Le lamió los labios casi como si se burlara. Tenía el cabello y los pechos cubiertos de sudor.
—Hace rato que no hablas de Gregorian. ¿Se te han acabado las preguntas?
—Temo que todo lo contrario. —Jugueteó con un pecho, trazó círculos alrededor de la aréola, pellizcó suavemente el pezón con el índice y el pulgar—. Mis preguntas se multiplican a cada respuesta. No comprendo por qué tu maestra maltrató de aquella manera a Gregorian por qué intentó doblegarle mediante el dolor. Debió de ser contraproducente.
—Con Gregorian lo fue —admitió Undine—, pero de haber salido bien… No hay forma de hacértelo comprender sin que pases por una experiencia similar. Tendrás que aceptar mi palabra, pero cuando la diosa reclama tu vida, lo primero que debes hacer es destruir tu antiguo mundo, con el fin de introducirte en un universo mayor. La mente es perezosa. Se encuentra cómoda donde está, y sólo el miedo o el dolor pueden empujarla hacia la realidad.
»Pero esto nunca se hace con maldad, sino con amor. Al final de la prueba, madame me abrazó. Yo pensaba que me despreciaría, creí que iba a morir, y entonces me abrazó. Mejor que todo lo que hemos hecho esta noche. Mejor que todo lo que había sentido antes. Lloré. Me sentí envuelta en amor, y supe que haría cualquier cosa para merecerlo. En aquel instante, habría muerto por aquella mujer.
—Pero no ocurrió lo mismo con Gregorian.
—No. —Se meció con suavidad de un lado a otro, arrastrándole con ella—. Nunca doblegó a Gregorian. Lo intentó muchas veces, y a cada fracaso él se volvía más fuerte y salvaje. Por eso te matará. —De pronto, le colocó sobre ella. Por un segundo, el burócrata tuvo miedo de hacerle daño con su peso—. Bien, en el ínterin, te utilizaré a mi gusto.
Tuvo cuatro orgasmos más antes de correrse por fin, y ese instante final fue de una magnitud mucho más intensa que cualquier otra cosa experimentada antes.
Más que dormirse, se desmayó.
Cuando despertó, Undine había desaparecido. Paseó la vista por la habitación, atontado. Los muebles y algunos elementos desechados continuaban en su sitio. El disfraz yacía en el suelo, triste y algo andrajoso, y ya se habían roto varias de las largas plumas de ave de lluvia. Un aire de vaciedad, una sensación de abandono reinaba en la habitación; todos los toques personales se habían desvanecido. Se vistió y salió.
Era bien entrada la mañana. Próspero ya estaba alto en el cielo, y la ciudad se veía desierta. Las puertas estaban abiertas. Objetos de dormitorio habían quedado esparcidos entre la hierba. Los pellejos de los disfraces llenaban las calles, como caparazones de cigarras abandonados. El burócrata se encaminó al centro de Rose Hall. Su cabeza se iba despejando lentamente, y tenía ganas de cantar. El cuerpo le dolía, pero de una manera agradable. Notaba la polla en carne viva. Sólo necesitaba un buen desayuno para reconciliarse con el mundo.
Chu estaba de pie junto a un camión que llevaba pintado en el guardabarros EL REY RECIÉN NACIDO, y TEATRO DE MARIONETAS E ILLUSARIUM DEL CIELO Y LA TIERRA, LOS DIEZ MILLONES DE CIUDADES Y LOS ONCE PLANETAS; DE ARSHAG MINTOUCHIAN, en siete colores chillones, sobre el costado del vehículo. El burócrata recordó que lo había visto anoche, con las ventanas abiertas, mientras se representaba una obra. Chu estaba hablando con un hombre gordo y sudoroso, que ostentaba un bigotito muy cursi. Arshag Mintouchian en persona, evidentemente.
—¿Ha pasado una buena noche? —preguntó la mujer, y estalló en carcajadas de repente.
El burócrata la miró pasmado. Después, Mintouchian también se puso a reír.
—¿Qué demonios es tan divertido? —preguntó el burócrata, ofendido.
—Su mano —dijo Chu—. ¡Oh, ya veo que ha sido una noche inolvidable!
Los dos se alejaron entre carcajadas gráciles como cometas.
El burócrata examinó su mano. Había un nuevo tatuaje, una serpiente que rodeaba tres veces el dedo medio de su mano izquierda, y después se introducía la cola en la boca.