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Sibilas en piedra

No había forma de encontrar a la famosa bruja madame Campaspe, que afirmaba haber trascendido la humanidad y, por tanto, no tenía necesidad de morir, y que siempre llevaba con ella una rata de agua domesticada. Algunos decían que se había retirado al Piedmont, donde poseía una propiedad amurallada en el distrito del Lago de Hierro bajo nombre falso; otros, que un amante horrorizado la había ahogado, que sus ropas habían sido descubiertas junto al río y transportadas a la iglesia local para ser quemadas. Nadie esperaba que regresara.

Los martillos cantaban. Brigadas de obreros demolían las paredes de las casas y sembraban de flores de cera las calles de Rose Hall. La pequeña comunidad ribereña estaba medio desmantelada; las casas, en su interior, se habían reducido a techos y suelos, para transformarlas en salas de baile. Parecían esqueletos, flanqueadas por tristes montañas de escombros.

El burócrata y Chu se detuvieron ante lo que había sido la casa de Madame Campaspe. Lo único que permanecía intacto era el tejado alto, que, por una ironía, parecía una versión cuadrada del gorro picudo de una bruja, y los pilares de las esquinas. El interior se había llenado de restos de madera y otras materias inflamables.

—Qué desastre —exclamó el burócrata, disgustado al ver los roperos y divanes rotos y amontonados, las mantas manchadas, las masas grumosas de papel, las repugnantes alfombras marrones, los jirones de una vida apresuradamente abandonada. Un tiburón ángel disecado, con el lomo roto, asomaba desde el fondo. La casa hedía a queroseno blanco.

—En cualquier caso, será una bonita hoguera —dijo Chu. Retrocedió cuando una mujer protegida por guantes de lona tiró más tablones al interior—. ¡Oiga, señora! Sí, usted. ¿Es de aquí?

La mujer se echó hacia atrás su corto cabello negro con la muñeca, sin quitarse el guante de trabajo.

—Nací aquí. —Sus ojos eran verdes, fríos, escépticos—. ¿Qué quiere saber?

—¿Conocía a la mujer que vivía aquí, la bruja?

—Claro que la conozco. Madame Campaspe era la mujer más rica de Rose Hall. Un buen pájaro. Corrían muchos rumores, pero yo vivo al otro lado de la ciudad. Nunca la conocí en persona.

Chu sonrió son sequedad.

—Claro que no. ¿Cómo iban a encontrarse en un lugar tan grande como éste?

—En realidad —intervino el burócrata—, nos interesa más uno de sus estudiantes, un hombre llamado Gregorian. ¿Le conocía?

—Lo siento, yo…

—Es el hombre que hizo todos los anuncios —dijo Chu, pero la mujer siguió confusa—. Los de la televisión —explicó—. ¡Televisión! ¿Ha oído hablar de la televisión?

—Perdone —se apresuró a decir el burócrata—. No he podido por menos que fijarme en ese hermoso medallón que lleva. ¿Es obra de espectros?

Interrumpida su explosión de cólera, la mujer bajó la vista hacia la piedra que colgaba entre sus pechos. Estaba muy pulida y medía la longitud de un pulgar humano, de borde recto en un lado, curvo en el otro, redondeada por arriba y terminada en un punto romo. Era demasiado grande para ser un lastre de red, y demasiado asimétrica y carente de filo para servir como punta de lanza.

—Es un cuchillo de concha contestó la mujer. Después, cogió con brusquedad su carretilla y se alejó.

El burócrata la siguió con la mirada.

—¿Se ha fijado en lo evasivos que se vuelven los nativos cuando empezamos a hacer preguntas?

—Sí, da la impresión de que tienen algo que ocultar, ¿no? —dijo Chu con aire pensativo—. Hay una red de contrabando de artefactos de espectros. Puntas de proyectil de piedra, objetos de cerámica, cosas así, que pertenecen al gobierno. Siempre van husmeando por lugares extraños, merodeando en los osarios, metiendo la nariz en los barrancos. Cavan agujeros.

—¿Dan mucho dinero los artefactos de espectros?

—Bueno, la verdad es que ya no se hacen.

Chu sonrió al burócrata, y él se dio cuenta de que su rostro debía albergar la misma expresión, irónicas sonrisas ambiguas, como si fueran depredadores que hubieran olfateado sangre…

—Me pregunto qué estarán ocultando.

Regresaron al hotel. Unos niños habían capturado un nautilo entre las cañas que bordeaban la ciudad. Dos o tres, lanzando gritos de alegría, se dedicaron a voltear el caparazón, mientras el animal se impulsaba hacia adelante poco a poco con sus largos brazos. El burócrata compadeció en silencio a la desdichada bestia. Costaba imaginar cómo sería antes de que terminara el año, un ser de velocidad preternatural, de misteriosa elegancia, que se mecería al compás de las aguas del Océano.

Al llegar al centro de la ciudad, atravesaron un círculo de camiones pertenecientes a cómicos de la legua y concesionarios, invitados por los comerciantes locales como gesto de despedida. Un hombre de orgulloso estómago estaba desplegando el dosel de un teatro de marionetas. Otros se encargaban de levantar hacia el cielo una noria. El efecto general era chillón, barato, indeciblemente triste.

El burócrata atravesó el vestíbulo y entró en el bar del hotel, seguido de Chu. Era un lugar fresco y oscuro, abarrotado de letreros de neón anunciaban discontinuas marcas de alcohol y colmillos de behemoth, que habían adquirido el color de la tiza con el paso del tiempo, y que olían a cerveza barata. Ristras de flores de papel, de un tono gris como el polvo, colgaban sobre hologramas adhesivos de luchadores, atrapados en grasientas manchas de todos los colores, mientras descargaban una y otra vez sus famosos golpes.

Un cantinero gordo y desaliñado estaba apoyado contra una estrecha barra y miraba la televisión. Sus reflejos surgieron de las profundidades de un espejo corroído, alzándose tras una hilera irregular de botellas, pálidas y panzudas, objetos exóticos procedentes de las fosas oceánicas. El burócrata dejó el maletín sobre la barra, y Chu se encaminó a los lavabos.

El burócrata tosió. El cantinero se enderezó de un brinco, volvió la cabeza y rió.

—¡Uau! ¿Sabe una cosa? No le había visto. —Tenía la cabeza calva como una bola de billar y sembrada de manchas marrones, del tamaño de un pulgar. Apoyó las manos sobre la barra y se inclinó hacia delante sonriente—. Bien, ¿en qué cojones puedo…? —Se interrumpió—. ¿Eso está en venta?

El burócrata bajó la vista hacia el maletín, y luego volvió a mirar al tabernero. Era el hombre de físico más repulsivo que había visto en su vida. De sus párpados brotaban quistes de grasa, como pequeños tentáculos; se movían cuando hablaba. Su sonrisa exagerada era una caricatura de la astucia.

—¿Por qué lo pregunta?

—Bueno… —Tenía los dientes manchados y agrietados, las encías púrpura y el aliento corrupto—. Conozco a un hombre que tal vez estaría interesado en comprarlo. —Guiñó un ojo—. Callaremos los nombres.

—Me metería en un gran lío si regresara sin esto.

—Si cayera en el río, no. —El viejo troll tocó el brazo del burócrata como para arrastrarle a un mutuo universo fantástico de conspiraciones, traiciones y beneficios fáciles—. Qué coño. Ocurren accidentes. Un hijo de puta listo podría solucionar que ocurriera delante de testigos.

De pronto, el rostro del hombre palideció, y silbó entre dientes. El reflejo de la teniente Chu había aparecido en el espejo. El tabernero se alejó a toda prisa.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Chu. Miró con curiosidad al gordo, que tenía la vista clavada en la televisión.

—Aún no hemos terminado aquí. —El burócrata golpeó la barra con los nudillos—. Perdone, ¿hay algún portal aquí?

—En la parte posterior —murmuró el viejo, sin levantar la vista.

Más cadáveres han sido descubiertos hoy en Plymouth Hundreds Provincia del Estuario, dijo una presentadora. Estas imágenes muestran algunas de las docenas de cadáveres encontradas esta mañana en una fosa común. Las autoridades dicen que les han cortado las manos, los pies y la cabeza para dificultar la identificación.

—Detestaría trabajar en homicidios —comentó Chu—. Estos días, se están saldando cantidad de antiguas deudas.

En la parte de atrás, el burócrata relató a Chu su conversación con el cantinero. La mujer silbó por lo bajo.

—Es usted un tipo con suerte. Bien, ahora ya sé por dónde empezar. Voy a echar una ojeada por ahí, a ver si descubro algo.

—¿Necesita ayuda?

—Usted sólo sería un estorbo. Dedíquese a sus asuntos. Ya le avisaré cuando descubra algo.

La mujer se marchó.

El aparato de replicación era una antigualla, torpe como un calamar blindado, y demasiado baqueteado para gastarse dinero en tirarlo. El burócrata se tendió sobre un agrietado sofá de vinilo. Sensores tentaculares se extendieron con delicadeza para tocar su frente. Tras los párpados cerrados empezaron a girar colores, que se resolvieron en cuadrados, triángulos y rectángulos. Tocó uno con el pensamiento.

Un satélite recogió la señal y la transmitió al Piedmont. Un cuerpo replicante cobró vida y salió a las calles de Port Richmond.

La Casa de Retención era un promontorio de granito neolítico, de la cordillera de edificios gubernamentales conocidos en la región como las Montañas de la Locura. Sus pasadizos de piedra estaban infestados de pequeños lagartos color turquesa, que se dispersaron cuando se acercó el replicante y se reagruparon a su espalda. Las paredes estaban mojadas. El burócrata nunca había estado en un sitio, dejando aparte el Palacio Mutable, desde luego, en que hubiera tan poco verde. Se encaminó a su húmedo interior, donde las sibilas manipulaban sintetizadores de datos, con permiso especial del Departamento de Transferencias Tecnológicas.

Fue un paseo largo y tétrico, y el burócrata sintió el peso del edificio sobre él a cada paso que dio. El pasadizo adquirió dimensiones alegóricas, como si estuviera atrapado en el interior de un laberinto, en el que hubiera entrado inocentemente en busca de Gregorian, y en el que se hubiera adentrado demasiado para retroceder, pero no lo suficiente para estar seguro de encontrar la verdad que pudiera residir en su centro.

Cuando llegó al pasillo de las sibilas, eligió una puerta al azar y entró. Una mujer delgada y de facciones afiladas estaba sentada en el centro de un escritorio de trabajo. Docenas de cables negros, gruesos como su meñique, surgían de la oscuridad y se insertaban en su cráneo. Se agitaron cuando levantó la vista para ver quién había entrado en la habitación. Era un cubículo incómodo, típico de los sistemas primitivos que su departamento alentó cuando el empleo de alta tecnología en el planeta fue inevitable.

—Hola —saludó el burócrata—. Soy…

—Sé quién es. ¿Qué quiere?

En algún lugar, goteaba agua lentamente.

—Busco a una mujer llamada Theodora Campaspe.

—¿La de la rata? —La sibila le miró impertérrita—. Tenemos muchos datos sobre la famosa madame Campaspe, pero desconocemos si está viva o muerta, y dónde.

—Corre el rumor de que se ahogó.

La sibila se humedeció los labios y entornó los ojos, como si reflexionara.

—Tal vez. Hace un mes que no se la ve. Está demostrado que sus ropas fueron quemadas en el altar de San Jones, en las afueras de Rose Hall, pero no es más que una prueba circunstancial. Tal vez quiera pasar desapercibida, y la mitad de nuestros datos son erróneos. Puede que quiera dedicarse a sus asuntos sin tratar de engañar a nadie.

—Pero usted no cree eso.

—No.

—En todo caso, ¿cuáles son sus asuntos? ¿Qué hace una bruja, exactamente?

—Ella jamás utilizaría esa palabra —dijo la sibila—. Posee desdichadas implicaciones políticas. Siempre se refería a sí misma como una espiritualista. —Sus ojos adquirieron un aire soñador, mientras rememoraba retales dispersos de información—. La mayoría de la gente no hacía esta distinción, por supuesto. Acudían de noche a su puerta trasera con dinero y peticiones. Querían afrodisíacos, anticonceptivos, crismas corporales, polvos de fetos muertos para esparcir ante sus enemigos, pociones para aumentar el tamaño de los pechos y cambiar los genitales masculinos a femeninos, velas para conjurar la riqueza, encantos para recobrar amores perdidos y suavizar el dolor de las hemorroides. Contamos con testimonios jurados de que podía despojarse de la piel como un fantasma y transformarse en pájaro o pez, chupar la sangre de sus enemigos, asustar a los niños con máscaras, conducir a maridos infieles al otro lado de las colinas, de donde tardaban días en regresar, repicar campanas desde las copas de los árboles, enviar sueños que cautivaban la mente o seducían el alma, salir de nadar en el río sin dejar huellas en la tierra, matar animales echándoles el aliento a la cara, revelar el emplazamiento de Ararat y descubrir la existencia de una glándula oculta en el cerebro, cuyas secreciones eran adictivas si se probaban una sola vez, caminar a mediodía sin proyectar sombra, predecir la muerte, profetizar la guerra, escupir espinas, burlar las persecuciones. Si quiere detalles específicos, puedo pasarme lo que queda de día refiriéndolos.

—¿Qué sabe del ilusionista Aldebarán Gregorian?

La mujer inclinó la cabeza para concentrarse en la búsqueda.

—Los textos de sus anuncios, los datos que su departamento presentó a la Casa de Piedra, un informe reciente de seguridad interna firmado por la teniente de enlace Chu y las anécdotas habituales: se asocia con demonios, blasfema, organiza orgías, escala montañas, copula con cabras, come piedras, juega al ajedrez, seduce a vírgenes de ambos sexos, camina sobre el agua, teme la lluvia, tortura a inocentes, desafía a las autoridades extraplanetarias, se lava con leche, consulta a los místicos de Cordelia, consume drogas y ofrece a los demás, viaja disfrazado, bebe orina, escribe libros en idiomas ignotos, y todo eso. Nada fiable.

—Y usted no sabe dónde puedo encontrarle, por supuesto.

—No.

El burócrata suspiró.

—Bien, una cosa más. Quiero saber la procedencia de un artilugio que he visto hace poco.

—¿Tiene una foto?

—No, pero puedo formarme una imagen mental muy clara.

—Tendré que conectarle al sistema. Abra una línea de empalme, por favor.

El burócrata evocó las imágenes apropiadas y un rostro apareció ante él, a doble tamaño del normal, una máscara dorada que flotó en aire, entre él y la sibila.

Era el rostro de un dios.

—Bienvenido —dijo el sistema tutelar, afectuosamente bondadoso, inhumanamente sereno—. Me llamo Trinculo. Le ruego que me permita ayudarle.

Su expresión era tan grave y calma como el reflejo de la luna sobre las aguas.

El burócrata sintió en la nuca la zumbante presencia encefálica de las veinte sibilas empalmadas al sistema, pero la presencia de Trinculo era penetrante, abrumadora, un aura carismática que casi podía tocar. Aun sabiendo que era un artefacto de la tecnología primitiva, que su atención estaba concentrada artificialmente con tanta rigidez en Trinculo que el metencéfalo lo registraba como temor reverente, el burócrata se sintió empequeñecido ante este resplandeciente ser.

—¿Qué me puede decir de este objeto?

Formó la imagen del cuchillo de concha. Una sibila recogió la imagen y la suspendió en el aire, sobre el escritorio. Otra abrió una ventana a un catálogo museístico. Pasó revista a brillantes galerías, que parecían talladas en hielo, y alzó el gemelo del cuchillo de una estantería de cristal. El burócrata se preguntó cuál sería el aspecto real del museo. Había visto colecciones con catálogos perfectos y edificios saqueados, vacíos.

—Es un artilugio de espectro —dijo una sibila.

—Un cuchillo de concha, utilizado para abrir el músculo de almejas prehistóricas —añadió otra.

En el aire, junto al cuchillo, se abrió una ventana que reveló una escena primitiva, que representaba a un espectro con cabeza de pez acuclillado a la orilla del río, demostrando el empleo de la herramienta. Después, se volvió a cerrar.

—Ahora no sirve de nada. Los humanos no encuentran almejas prehistóricas digeribles.

—Este cuchillo en particular tiene unos trescientos cincuenta años de antigüedad. Era utilizado por un clan ribereño de la alianza del Molusco. Es un ejemplar especialmente bello de su clase, y al contrario que la mayoría no fue fabricado por los primeros colonizadores de Miranda, sino que es un producto de las excavaciones de Cobbs Creek.

—La documentación se halla disponible en las excavaciones de Cobbs Creek.

—Se exhibe actualmente en el Museo Dryhaven de Antropología Prehumana.

—¿Es suficiente, o desea saber algo más?

Trinculo dibujó una sonrisa bondadosa. No había dicho ni una palabra desde su saludo.

—He visto ese cuchillo no hace ni media hora en Agua de la Marea —dijo el burócrata.

—¡Imposible!

—Ha de ser una reproducción.

—El museo cuenta con un sistema de seguridad extraplanetario.

—Dígame algo, Trinculo —habló el burócrata.

—Estoy aquí para ayudarle —dijo la máscara dorada, con voz cordial y competente.

—Tiene almacenados los textos de los anuncios de Gregorian.

—¡Pues claro que los tenemos! —barbotó una sibila.

—¿Por qué no le han detenido?

—¡Detenido!

—No existen motivos.

—¿Por qué?

—Gregorian afirma que puede transformar a la gente para que viva en el mar. Eso es falsa representación. Cobra dinero por hacerlo. Eso es fraude. Y es casi seguro que ahoga a sus víctimas en el curso de ese fraude. Eso es asesinato.

Se produjo un breve silencio. Después, la sibila que compartía la habitación con su replicante, con la cabeza todavía gacha mientras examinaba sus datos, dijo:

—Primero hay que demostrar que no puede realizar lo que afirma.

—No sea ridícula. Los seres humanos no pueden vivir en el Océano.

—Quizá podrían adaptarse.

—No.

—¿Por qué no?

—Para empezar por lo más sencillo, hay una cosa llamada hipotermia. Si ha nadado alguna vez, sabrá con qué rapidez se enfría el cuerpo, que sólo puede permitirse la pérdida de calor durante un tiempo relativamente breve. Al cabo de pocas horas, se agotan los recursos y se pierde isotermia. La persona sufre un shock. Y muere.

—Los espectros lograron vivir en el agua sin la menor dificultad.

—Los seres humanos no son espectros. Somos mamíferos. Necesitamos mantener elevada la temperatura de la sangre.

—También hay mamíferos que viven en el agua, como las nutrias y las focas.

—Porque han evolucionado en esa dirección. Una capa de grasa les protege. Nosotros carecemos de ese aislamiento.

—Quizá una capa aislante de grasa forma parte del cambio que Gregorian realiza.

—Me resisto a creer que se pueda producir una discusión tan pueril en el interior de un sistema informático. —El burócrata habló al tutelar—. Trinculo, diga a los suyos si es posible una remodelación tan radical de la estructura física humana.

Trinculo se volvió a un lado y a otro, confuso, y tartamudeó.

—Yo… No, lo siento, yo… no puedo responder a la pregunta.

—¡Es una simple correlación de datos científicos disponibles!

—Yo no… tengo el…

Los ojos de Trinculo expresaban dolor. Su mirada vagaba de un lado a otro frenéticamente.

De repente, tanto el tutelar como la zumbante presencia de sus ayudantes desaparecieron. El despacho quedó desierto, a excepción de la sibila. Había interrumpido la conexión.

El burócrata frunció el ceño.

—Su tutelar parece penosamente inadecuado a sus necesidades.

La sibila le dirigió una mirada penetrante. Los cables crujieron.

—¿Y de quién es la culpa? Fue su departamento el que envió violadores y psicópatas cuando decidió que la Revolución Pacífica había ido demasiado lejos. Teníamos un sistema completamente integrado, antes de que sus monstruos lo estropearan.

—Eso ocurrió hace mucho tiempo.

El burócrata conocía el incidente, por supuesto, el quijotesco intento de reconducir todo un planeta a un nivel tecnológico tan bajo que pudiera eliminar por completo todo comercio con los demás planetas, pero le sorprendió el apasionamiento con que se había expresado la sibila.

—Cuando Agua de la Marea aún estaba sumergido, justo antes de la Segunda Colonización. Mucho antes de que cualquiera de los dos naciéramos. No me parece necesario sacar a colación viejos agravios.

—A usted le resulta muy fácil decirlo. No ha de vivir con las consecuencias. No ha de manejar un sistema informático senil. Su gente condenó a Trinculo por traidor y fundió todas sus funciones superiores, pero aquí todavía le recordamos como un patriota. Los niños encienden velas en las iglesias en su honor.

—¿Era su líder?

Al burócrata no le sorprendió que hubieran eliminado sus funciones superiores. Después de lo ocurrido en la Tierra, no había ser más temido que una entidad artificial independiente.

La sibila agitó sus cables, furiosa. Gotas de condensación salieron volando.

—¡Sí, era nuestro líder! Sí, dirigió la rebelión, si quiere llamarla así. No queríamos otra cosa que liberamos de sus interferencias, su economía, su tecnología. Cuando Trinculo nos enseñó a deshacemos de su control, no nos detuvimos a preguntarle si procedía de una fábrica o de un útero. Habríamos pactado con el diablo con tal de libramos de ustedes, pero Trinculo no era nada por el estilo. Era un aliado, un amigo.

—No pueden aislarse del universo exterior, por más que… —empezó el burócrata, pero la piel de la mujer había palidecido, tenía los labios apretados y una dura mirada asomaba a sus ojos. Su rostro se había petrificado. Era inútil tratar de razonar con ella—. Bien, gracias por su ayuda.

La sibila le traspasó con la mirada.

El burócrata salió, se volvió y comprendió que se había perdido.

Mientras vacilaba, una puerta se abrió al pasillo. Salió un hombre que brillaba como un ángel. Daba la impresión de que se hubiera tragado el sol y la luz saliera a borbotones de su piel. El burócrata disminuyó la amplificación externa y vio en el interior de la silueta las costillas de acero y la telepantalla facial de un hermano replicante. Conocía aquella cara.

—¿Philippe? —dijo.

—De hecho, sólo soy un agente. —Philippe se había recobrado de su asombro inicial, y sonrió con complicidad—. Temo que sufro tales presiones en mi trabajo que no he podido venir en persona. Cogió al burócrata por el brazo y le arrastró pasillo abajo. Si ha sido tu primer encuentro con las viudas de Trinculo, necesitas una copa. Supongo que tendrás tiempo.

—Pasas mucho tiempo en Miranda, ¿no?

—Más que algunos, menos que otros.

Los dientes de Philippe eran perfectos, y su cara, aunque era lo bastante mayor para ser el padre del burócrata, carecía de arrugas y tenía un estupendo tono sonrosado. Era la viva encarnación del eterno colegial.

—¿Es importante?

—Supongo que no. ¿Cómo va mi escritorio?

—Oh, estoy seguro de que Philippe lo maneja a la perfección. Es un especialista en ese tipo de cosas.

—Todo el mundo me dice lo mismo —replicó en tono lúgubre el burócrata.

Desembocaron de súbito en un balcón que daba a la calle. Philippe llamó a un puente móvil y se trasladaron sobre el caliente río de metal móvil a la siguiente ala del edificio.

—¿Dónde está Philippe ahora?

—Trabajando con ahínco en el Palacio Mutable, imagino. Por aquí. Llegaron a un nicho de refresco vacío y se enchufaron. Philippe convocó un menú y apoyó un codo de metal sobre la barra.

—El zumo de manzana tiene buen aspecto.

El burócrata se había referido a la ubicación física de Philippe. Realizar las tareas de agente en el espacio real era mucho más caro que si se empleaba un replicante (los ministerios responsables de la conservación de la realidad virtual se encargaban de ello), y por regla general sólo se utilizaban agentes cuando el primario estaba tan alejado que el lapso temporal impedía la sustitución. De todos modos, estaba claro que el agente no iba a contestar a esta pregunta concreta.

De vuelta en el hotel, alguien dio un codazo en el hombro del burócrata.

—Termino enseguida —dijo, sin abrir los ojos. Una bebida se materializó en su mano, tan fría y resbaladiza por la humedad como un vaso auténtico.

—Dime, ¿Korda tiene algo contra ti? —preguntó el agente, al cabo de un momento.

—¡Korda! ¿Por qué ha de tener Korda algo contra mí?

—Bueno, eso es exactamente lo que me estaba preguntando. En los buenos tiempos, ha dicho cosas bastante raras, como lo de eliminar tu puesto y traspasar tus responsabilidades a Philippe.

—Eso es ridículo. El trabajo que recae sobre mis espaldas no podría…

Philippe levantó las manos.

—No es culpa mía; yo no quiero tu trabajo. Mis propias responsabilidades ya me abruman bastante.

—Muy bien —respondió el burócrata, escéptico—. Muy bien. Repite exactamente qué te dijo Korda.

—No lo sé. ¡No me mires así! No lo sé, de veras. Philippe sólo me hizo un resumen vago. Ya sabes que es muy precavido. De ser posible, se ocultaría lo que sabe a sí mismo. Escucha, me refundiré con él dentro de un par de horas. ¿Quieres que le dé un mensaje? Podría teleportarse para hablar contigo.

—No será necesario. —El burócrata reprimió su ira, la ocultó al agente—. Liquidaré este caso dentro de uno o dos días. Hablaré con él entonces.

—¿Tan cerca estás?

—Oh, sí. La madre de Gregorian me proporcionó mucha información, incluyendo un antiguo cuaderno de notas de Gregorian. Está lleno de nombres y direcciones.

En realidad, el libro estaba sembrado de diagramas ocultistas e instrucciones para ceremonias (plagadas de serpientes, copas y dagas) que el burócrata consideraba oscuras y tediosas. Aparte de los datos que aportaba sobre el carácter y la temprana megalomanía del joven Gregorian, la única pista sólida eran las referencias a madame Campaspe. Sin embargo, el burócrata quería dar a Philippe algo en qué pensar.

—Bien, bien —dijo el agente. Contempló su mano y agitó el líquido que sólo podía ver en su vaso imaginario—. ¿Por qué será que este zumo de frutas siempre sabe mejor en persona?

—Porque cuando te transmiten el sabor, no se produce el efecto de los azúcares y todo eso. —La expresión de Philippe no se alteró—. Es como tomar una cerveza neurotransmitida: todo sabor y nada de alcohol. El componente físico de la manzana no es tan pronunciado, y aunque tu cuerpo nota la diferencia, no eres consciente de lo que falta.

—Sabes un poco de todo —dijo Philippe, cordial.

Cuando el burócrata abrió los ojos, Chu le estaba esperando.

—Lo he encontrado —dijo. Aquella leve y feroz sonrisa de nuevo, destello de dientes conspiratorio—. Salgamos.

En la parte a oscuras del hotel había un largo cobertizo que hacía las veces de almacén, con una única y estrecha puerta. Chu rompió la cerradura.

—Necesito una luz —dijo el burócrata. Sacó una del maletín y entró.

Descubrió una docena de cajas nuevas entre las herramientas, tablones y pedazos de madera.

—Iban a cerrar el negocio —dijo Chu.

Apartó un caballete de aserrar, introdujo la mano en la caja que ya había abierto y tendió al burócrata un cuchillo de concha como el que había visto antes.

—Hacen contrabando de artilugios, tal como pensábamos, ¿eh?

Chu sacó un segundo cuchillo de la caja, un tercero, un cuarto.

Todos eran idénticos.

—Hay más cosas. Cerámica, palos para excavar, lastres de red. Todo en grandes cantidades. —Rebuscó entre las sombras—. Mire qué más he encontrado.

Era un maletín, el gemelo perfecto del que llevaba el burócrata. Al ver las marcas, comprendió que había sido producido por su departamento.

—Comprende el esquema, ¿verdad? Se apoderaron de algunos artilugios de espectros auténticos, los introdujeron en el maletín y le pidieron copias. Después, devolvieron los originales a su lugar, o tal vez copias. Supongo que es lo mismo.

—Excepto para el arqueólogo. Tal vez, ni siquiera eso.

—¿Ha averiguado de dónde procedía el cuchillo?

—El original era de Cobbs Creek. Se exhibe en el Dryhaven.

—Cobbs Creek está río abajo, no lejos de Clay Bank.

—Me interesa menos la procedencia de los objetos que averiguar cómo los contrabandistas se apoderaron de uno de nuestros maletines. ¿Lo ha investigado ya?

—No malgaste su aliento. —Chu lo mantuvo abierto a la luz para que el hombre pudiera ver el interior, ennegrecido y lleno de ampollas—. Está inutilizado.

—Idiotas. —El burócrata sacó unos cables del suyo y empalmó ambos. Lo habrán sobrecargado. Es un aparato muy delicado; si le ordena que haga copias de algo y no se preocupa de proporcionarle los elementos que necesita, se autodesmontará al intentar seguir las instrucciones. Necesito una lectura completa de su memoria.

Su maletín permaneció en silencio un instante.

—Sólo queda el número de identificación —dijo a continuación—. Logró desmontar todo su aislamiento antes de morir, y la memoria protegida se echó a perder.

—Mierda.

—Écheme una mano con esta caja —dijo Chu.

Arrastraron la caja al exterior, con gran esfuerzo, y la dejaron caer a tierra con estrépito. El burócrata volvió a buscar su maletín, extrajo un pañuelo y se secó la frente.

—¿Tanto ruido no alertará a los contrabandistas?

—Cuento con ello.

—¿Cómo?

Chu sacó un puro y lo encendió.

—¿Cree que las autoridades van a detener a alguien por esto, con las mareas del jubileo tan próximas? ¿Una pequeña banda de contrabandistas que ni siquiera perjudicará a los mirandanos? Sea realista, estas cosas se venden a turistas extraplanetarios. Por estos pagos, eso equivale a un delito incruento. El maletín podría haber armado un cierto revuelo, pero está muerto. En cualquier caso, corren insistentes rumores de que la Casa de Piedra anunciará una amnistía general para todos los delitos cometidos en Agua de la Marea, pocos días antes de las mareas, para facilitar la tarea a las autoridades de evacuación. Por lo tanto, la policía nacional no se va a poner nerviosa por esto. Creo que sólo podemos hacer dos cosas. La primera es tirar esta mierda al río, para que no puedan aprovecharse más de ella.

—¿Y la segunda?

—Hacer tanto ruido al arrastrarla que todos los implicados se enteren de que vamos tras ellos. No saben lo de la amnistía. Supongo que el cantinero se encontrará ya a un kilómetro de distancia, y corriendo como un desesperado. Espere aquí, iré a expropiar una carretilla.

Cuando volvieron del río, el bar estaba vacío y el cantinero había desaparecido. Se había ido sin tan siquiera apagar el televisor. Chu pasó por detrás de la barra, encontró una botella de Remscela y sirvió un trago a cada uno.

—Por el crimen —dijo.

—No me hace ninguna gracia que se hayan largado.

—La defensa de la ley y el orden es un asunto sucio, hijito —dijo Chu, malhumorada—. Y hay más mierda aquí de la que tienen en su país de las maravillas. Animo, y disfrute de su bebida como un hombre hecho y derecho.

En la televisión, un hombre estaba discutiendo con el viejo Ahab sobre su hermano gemelo, desaparecido mucho tiempo atrás en el mar. ¡Asesino!, gritó Ahab. ¡Era tu hermano gemelo, tu responsabilidad!

¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?

Sin que ninguno de los dos la viera, una sirena les miró por una ventana, con una expresión de asombro y dolor en la cara.