3
El baile de los herederos

Ocaso. Próspero era un galeón pirata que navegaba hacia la noche. Rozó el horizonte y se acható hasta formar un óvalo, mientras prendía fuego a continentes de nubes. Bajo los árboles, las sombras se convertían en aire azul. El burócrata bajó por la carretera del río, pasándose el maletín de una mano a otra, pues le dolían las palmas y los dedos a causa de su peso.

Al borde de la aldea, tres hombres harapientos habían encendido un fuego en la carretera y asaban batatas en las brasas. Un gigante moreno, sentado en el suelo, introducía hojas anchas en un cuenco de agua y las envolvía alrededor de los tubérculos. Un hombre flaco y canoso las ponía al fuego, mientras su anciano compañero removía las brasas. Había dos televisores encajados en la arena, uno con el sonido apagado, y el otro vuelto de lado, hacia la senda desierta.

—Apacibles noches —dijo el burócrata.

—Igualmente —contestó el flaco. Unas rodillas huesudas asomaban por los agujeros de sus pantalones—. Siéntese.

Señaló con el dedo a un lado, y el burócrata se acuclilló junto a él, con cuidado de no mancharse los pantalones blancos. En la pantalla, un joven de aspecto melancólico miraba por una ventana el mar rugiente. Una mujer estaba de pie detrás, con las manos apoyadas sobre sus hombros.

—El viejo no cree que está viendo una sirena —dijo el larguirucho.

—Bueno, los padres son así. —Humo azul se elevaba hacia el cielo oscurecido. Olía a madera de deriva y cedro—. ¿Han salido de caza?

—En cierta manera —contestó el flaco. El gigante resopló.

—Somos traperos —gruñó el viejo—. Si no le gusta, dígalo ahora y váyase a parir panteras.

Todos le miraron, impertérritos.

En el repentino silencio, el burócrata escuchó la película que había interrumpido. Byron, apártate de esa ventana. Ahí fuera no hay nada sólo frío y el Océano cambiante. Entra. Tu padre piensa

Mi padre sólo piensa en el dinero.

—En el maletín llevo una botella de coñac destilado en vacío. —Cogió la botella, tomó un trago y la ofreció a los demás—. Si pudiera convencerles…

—Bien, al menos es amable.

La botella dio la vuelta dos veces.

—Debe de dirigirse al pueblo —dijo después el flaco.

—Sí. Voy a ver a mamá Gregorian. Quizá sepan dónde vive.

Los tres hombres intercambiaron miradas.

—No le sacará nada —dijo el flaco—. Los del pueblo cuentan historias sobre ella. Es todo un personaje. —Movió la cabeza en dirección a la televisión—. Debería trabajar ahí.

—Hábleme de ella.

—No, creo que no. —Levantó un brazo similar a un junco y señaló—. La carretera muere en la primera calle que va a los muelles. Baje hasta el río, hasta la quinta…

—Sexta —corrigió el viejo.

—La sexta calle. Suba hasta la iglesia y llegue hasta el final del cementerio, justo al lado de los pantanos. No tiene pérdida. Es como un gran castillo.

—Gracias.

El burócrata se levantó.

Ya no le miraban. En la pantalla, una muchacha albina se erguía sola en mitad de una violenta discusión. Era una isla de calma serena, de ojos distraídos y autistas.

—Es Eden, la hermana del chico. No ha vuelto a hablar desde que ocurrió —comentó el flaco.

—¿Qué ocurrió?

—Vio un unicornio —explicó el gigante.

Desde el aire, la aldea había parecido un circuito impreso antiguo y muy sencillo, del tipo empleado por Galileo para construir su primer radiotelescopio, si no confundía dos épocas diferentes, un panal de líneas retorcidas que se adentraban en la tierra desde el agua, demasiado pequeño para que hubiera necesidad de cruces. Las casas eran pequeñas y destartaladas, pero una cálida luz brotaba de las ventanas, y voces murmuraban en su interior. De vez en cuando, un perro ladraba furiosamente para alejarle de alguna barca o patio. No vio a nadie junto al río, salvo a un posadero que cabeceó perezosamente desde la puerta del hotel de los barqueros. Se desvió por la carretera de los pantanos, dejando atrás el río frío y plateado. Pasó al lado de un terreno vallado donde colgaban esqueletos de los árboles. Los huesos estaban blanqueados, pintados y atados entre sí, de forma que chasqueaban levemente en cuanto soplaba la menor brisa.

Al otro lado del osario, el terreno se elevaba un poco. Dejó atrás las casas oscuras que aún no habían sido saqueadas, recién abandonadas por sus acaudalados propietarios. Lo más probable era que se hubieran trasladado al Piedmont, para sacar tajada del buen momento económico. La última de la carretera, justo antes de que la tierra se adentrara en el pantano, era su destino.

La casa estaba astillada y cubierta de percebes, y poca luz escapaba al mundo exterior desde las ventanas, protegidas por gruesas cortinas. Sin embargo, bajo la miríada de mariposas, las tablas de madera se veían labradas y acopladas con gracia. Se detuvo ante la inmensa entrada y tocó la puerta.

—Visitantes, señoras —retumbó una voz en el interior—. Espere, por favor le dijo la puerta.

Un momento después, la puerta se abrió. Un rostro pálido y enjuto se asomó. Al verle, expresó sobresalto y temor por un instante, antes de encerrarse en una férrea cautela. La mujer levantó la barbilla con aire desafiante, lo cual dio la impresión de que sus ojos le rehuían.

—Pensaba que era el tasador.

El burócrata sonrió.

—¿Mamá Gregorian?

—Ah, ella. —La mujer se volvió—. Será mejor que entre.

La siguió por la garganta de un pasillo invadido por un dibujo floral desteñido hasta adoptar un tono marrón oscuro, y desembocó en el abarrotado estómago de una sala de estar. La mujer le indicó que tomara asiento en una butaca con patas de león. Era un trasto macizo, peludo por arriba y a flecos por debajo, con los apoyabrazos almohadillados. Detestaría tener que moverla.

Una mujer entró corriendo en la sala.

—¿Es el tasador? Dile que examine el cristal, yo…

Se interrumpió.

Toc. Un metrónomo embutido entre dos polvorientos ejemplares de campana llegó al final de su arco y comenzó el largo y lento regreso desgranando con parsimonia los lentos segundos de la mortalidad. Trofeos de animales le escrutaron desde el techo de hojalata con ojos de cristal verde, gris y naranja. Ahora que caía en la cuenta, el salón estaba lleno de caras. De espesas pestañas, boquiabiertos y desaprobadores, estaban tallados en las patas, lados y bases de los escritorios, mesas, aparadores y vitrinas de porcelanas que competían entre sí por el espacio. Hasta los muebles de caoba estaban tallados de una manera extravagante. Se preguntó dónde estarían las virutas; seguro que no las habían tirado. Era una habitación valiosísima, y habría sido el doble de cómoda con la mitad de los muebles. Toc. El metrónomo se reafirmó, y las dos mujeres continuaron estudiándole, como si nunca más fueran a hablar de nuevo.

—Con franqueza, Ambrym, ¿debo esperar indefinidamente a que me presentes a tu amigo?

—No es mío, sino de mamá.

—Más motivos aún para mostrarnos corteses. —Extendió una mano, y el burócrata se acercó para estrecharla—. Soy Linogre Gregorian. ¡Esme! ¿Dónde estás?

Una tercera mujer, ataviada con un vestido pardo ratón, apareció, secándose las manos con un paño.

—Si es el tasador, infórmale de que Ambrym rompió el… —Se interrumpió—. Lo siento, no sabía que teníais visita.

No se marchó, sino que se quedó donde estaba, mirando.

—No seas estúpida, Esme. Este caballero ha venido a ver a mamá. Tráele un vaso de cerveza.

—No tienen por qué…

—Los Gregorian siempre se han comportado con educación —dijo con firmeza la mujer—. Siéntese, por favor. En estos momentos, el médico está con mamá, pero si es tan amable de esperar, estoy segura de que querrá recibirle, al menos un ratito. No obstante, procure no excitarla, porque está muy enferma.

—Se está muriendo —dijo Ambrym—. No permite que la traslademos al Piedmont, que es donde están los buenos hospitales. Se le ha metido en la cabeza la idea de quedarse en esta decadente casucha hasta el amargo final. En mi opinión, confía en que las olas se la lleven, pero las autoridades de evacuación no lo permitirán. —Una mirada soñadora asomó a sus ojos—. Ser expulsados como mendigos será la indignidad final.

—Si no te importa, Ambrym, estoy segura de que a nuestro visitante no le interesan nuestras desdichas personales. —El burócrata no dejó de observar la forma en que Ambrym se apartaba de su hermana, ni el aire de desafío con que lo hacía—. ¿Puedo preguntarle qué desea de nuestra madre?

—Sí, desde luego. —Esme colocó en su mano una delicada jarra de cerveza—. Gracias.

La mujer depositó un plato junto a su codo, de una porcelana casi transparente, aun a la luz nocturna. Era una vajilla de cuento de hadas, increíblemente delicada.

—Soy de la División de Transferencias Tecnológicas —habló el burócrata— englobada en el gobierno del Sistema. Nos gustaría hablar con su hermano, pero por desgracia no dio su dirección cuando dejó de trabajar para nosotros. Tal vez ustedes…

Sin terminar la frase, tomó un sorbo de cerveza. Era suave, casi insípida.

—Estoy segura de que nosotras no la sabríamos —empezó con frialdad Linogre.

—¿Es usted su agente? —la interrumpió Ambrym—. Se fue de casa cuando era un niño. ¡No tiene derecho! Hemos trabajado toda nuestra vida como esclavas…

—Ambrym —dijo de manera significativa su hermana.

—Me da igual. Cuando pienso en los años de trabajo, en el sufrimiento, toda la mierda que me ha hecho tragar… —Habló directamente al burócrata—. Cada mañana saco brillo a sus botas de montar, cada mañana de los últimos cinco años. He de arrodillarme en el suelo delante de ella, mientras me dice que piensa dejar lo mejor a Linogre. No parece que vaya a levantarse de esa cama nunca.

—¡Ambrym!

Las tres se quedaron en silencio y se miraron mutuamente. El metrónomo emitió seis fuertes tics, y el burócrata pensó, El infierno será así. Por fin, Linogre se impuso, y su hermana apartó la vista.

—¿Le apetece otro vaso de cerveza? —preguntó con timidez Esme, desde las sombras.

El burócrata levantó el vaso, casi lleno.

—No, gracias.

Esme le recordaba a una rata, menuda y nerviosa, que merodeaba en los confines de la luz con la esperanza de divisar alguna miga de pan. Sin embargo, los ratones eran dimórficos en Miranda, como todo lo demás. Al final del año grande, se zambullirían en el Océano y un número considerable se ahogaría, y los escasos supervivientes se transformarían en pequeños seres anfibios, como focas de bolsillo. Se preguntó si ella también cambiaría, cuando llegaran las olas.

—No creas que no me doy cuenta de tus manejos —dijo Ambrym, iracunda—. La señorita Docilidad e Indefensión. Vi como escondías la salsera de plata.

—¡La estaba limpiando!

—En tu habitación, claro.

Pequeños ojos atemorizados.

—En cualquier caso, ella dijo que era mía.

¿Cuándo? —gritaron las dos hermanas al unísono.

—Justo ayer. Puedes preguntárselo.

—¿Recuerdas…? —Linogre miró al burócrata y bajó la voz, dándole la espalda—. ¿Recuerdas que mamá dijo que nos repartiríamos la plata a partes iguales? Siempre ha dicho eso.

—¿Por eso cogiste las tenacillas para el azúcar? —preguntó con inocencia Ambrym.

—¡No es verdad!

—Sí.

El burócrata escuchó con atención y dejó el vaso a su lado. Lo posó con más fuerza de la que pretendía, y se oyó el débil crac de la porcelana al romperse.

Esme, que tenía muy buen oído, fue la única en advertirlo. Con un veloz cabeceo de advertencia barrió los fragmentos del plato, que sustituyó por otro antes de que nadie se diera cuenta de lo sucedido.

—En cuanto se haya establecido la cuantía de la fortuna de mamá —estaba diciendo Ambrym—, tengo la intención de abandonar esta casa y no volver jamás. En lo que a mí concierne, sin mamá no hay familia, y no tengo nada que ver con vosotras dos.

—¡Ambrym! —chilló Esme, horrorizada.

—Es una vergüenza que hables así, mientras mamá agoniza en el piso de arriba —gritó su hermana mayor.

—No morirá, sabiendo lo feliz que nos haría. El despecho la mantendrá con vida —replicó Ambrym. Sus hermanas la miraron con aire de desaprobación, pero no la contradijeron.

Entonces, la escena concluyó bruscamente, y un aura de satisfacción rodeó al grupo, como si hubieran escenificado un drama privado en honor del visitante y aguardaran los aplausos, con el fin de enlazar las manos y ejecutar reverencias. Ahora ya lo sabe todo sobre nosotras, parecía pregonar su actitud colectiva. Se trataba de una escena bien ensayada, y el burócrata quedó convencido de que nadie escapaba de aquella casa sin haber presenciado alguna variante de la obra.

En aquel momento, el médico bajó la escalera, y las tres hermanas le miraron con aire expectante. Meneó la cabeza con solemnidad y se marchó. Fue un gesto ambiguo, a lo sumo.

—Venga.

Linogre empezó a subir la escalera.

El burócrata la siguió, malhumorado.

Le condujo hasta una habitación tan pobremente iluminada que no pudo calcular sus dimensiones exactas. Una enorme cama ocupaba la habitación. Pesados cortinajes colgaban de ganchos de latón hundidos en el techo, un tapiz que reproducía una tierra bañada de luz, donde sátiros y astronautas, ninfas y machos cabríos retozaban. Estaban ribeteadas de bordados que representaban las constelaciones de la vieja tierra, varas y orquídeas, y otros símbolos de la magia generativa. El tiempo había desvaído los colores, y la tela pardusca se había roto a causa de su propio peso.

En la cama, apoyada contra un enorme trono de almohadas, yacía una mujer grotescamente gorda. Recordó al burócrata una termita reina de tan inmensa e inmóvil. Su rostro era de un blanco pastoso, su boca, una diminuta mueca de dolor. Una mano llena de anillos colgaba sobre un tablero que flotaba encima de su hinchado estómago. En el tablero se había dispuesto un círculo de cartas, para hacer un solitario: estrellas, copas, reinas y espadas, en solemne procesión. Una televisión silenciosa destellaba a sus pies.

El burócrata se presentó, y la mujer asintió sin apartar la vista de cartas.

—Estoy practicando un juego que se llama Futilidad —dijo—. ¿Lo conoce?

—¿Cómo se gana?

—No se gana. Sólo se puede aplazar el momento de perder. He conseguido alargar esta partida durante años. —Miró a su hija.

—No pienses que no sé a qué te refieres.

—Todo son pautas —dijo. Tenía que interrumpirse entre frase y frase tomar aliento—. Las relaciones entre las cosas cambian y mudan constantemente; la verdad objetiva no existe. Sólo la pauta, y la pauta mayor, dentro de la cual se desarrollan las pautas menores. Entiendo la pauta mayor, por eso he aprendido a hacer bailar a las cartas. Sin embargo, inevitablemente el juego ha de terminar algún día. Hay mucha vida en la forma de decir las cartas.

—Todo el mundo lo sabe. No has sido muy sutil. Hasta este caballero lo comprende.

—¿De veras?

La mujer le miró por primera vez. Tanto ella como su hija aguardaban la respuesta con interés.

El burócrata se tapó la boca con la mano y tosió.

—Debo hablar en privado con usted, si es posible, mamá Gregorian.

La mujer dirigió a Linogre una fría mirada.

—Vete.

Cuando la hija cerró la puerta, su madre dijo en voz alta:

—Quieren liquidarme. Conspiran contra mí, y piensan que no me doy cuenta, pero sí lo hago, me doy cuenta de todo.

Linogre emitió una exclamación exasperada en el pasillo. Sus pasos descendieron la escalera.

—Es la única forma de impedir que escuche detrás de la puerta —susurró la anciana. Después, alzó la voz, casi hasta gritar—. Pero me quedaré aquí, moriré aquí. En esta cama. —En voz más baja, como si conversara—. Es mi cama de bodas. Aquí me acosté con mi primer hombre. —En la televisión fantasmal, el burócrata vio de nuevo a Byron, que miraba por la ventana—. Es una buena cama. Todos mis maridos han pasado por ella. En ocasiones, más de uno a la vez. He parido en ella a tres hijos, cuatro, contando el aborto. Pienso morir aquí. Es muy poco pedir. —Suspiró y apartó el tablero a un lado—. ¿Qué quiere de mí?

—Algo muy sencillo, espero. Deseo hablar con su hijo, pero no tengo su dirección, y he pensado que tal vez usted sabría dónde vive ahora.

—No he sabido nada de él desde que huyó de mí. —Una mirada astuta asomó a sus ojos—. ¿Qué le ha hecho? Le ha robado su dinero, supongo. Intentó escapar con el mío, pero era demasiado lista para él. Es lo único valioso de la vida, lo que te proporciona todo tipo de control.

—Por lo que yo sé, no ha hecho nada. Sólo quiero hacerle unas preguntas.

—Unas preguntas —repitió la mujer, incrédula.

El burócrata no hizo nada para romper el silencio, sino que lo dejó crecer y florecer, resignado a esperar a que ella hablara de nuevo. Por fin, mamá Gregorian frunció el ceño, irritada.

—¿Qué clase de preguntas?

—Existe la posibilidad, nada más, de que cierta tecnología controlada haya desaparecido. Mi agencia quiere que le pregunte a su hijo si sabe algo acerca del asunto.

—¿Qué le hará cuando le cace?

—No voy a cazarle, ni nada por el estilo —insistió el burócrata—. Si tiene la tecnología, le pediré que la devuelva. Es lo único que puedo hacer. Carezco de autoridad para emprender acciones decisivas. —La mujer dibujó una sonrisa escéptica, como si acabara de sorprenderle una mentira—. ¿Por qué no me habla un poco de él? ¿Cómo era de niño?

La vieja se encogió de hombros.

—Un chico bastante normal. Lleno de energía. Recuerdo que adoraba los cuentos. Fantasmas, hechizos, caballeros y piratas espaciales. El cura contaba al pequeño Aldebarán historias de mártires. Recuerdo que le escuchaba muy quieto, los ojos abiertos de par en par, y temblaba cuando morían. Ahora, sale en la televisión, el otro día vi uno de sus anuncios.

Jugueteó con el mando a distancia y exploró las cadenas, sin encontrar el anuncio, y dejó el mando sobre la cama. Era un aparato caro montado en órbita, y garantizado por su propio departamento.

—Yo era virgen cuando nació.

—¿Perdón? —dijo el burócrata, estupefacto.

—Ah, sabía que eso atraería su atención. Huele a tecnología extraplanetaria, ¿verdad? Sí, pero es un delito muy antiguo, cuando yo era joven y muy, muy hermosa. Su padre era de otro planeta, como usted, muy rico, y yo una simple bruja de los bosques… Una farmacéutica, lo que usted llamaría una herborista.

Tenía los pálidos y manchados párpados casi bajados Dejó caer un poco más la cabeza y clavó la vista en el pasado.

—Descendió de los cielos en una máquina voladora esmaltada de rojo, una noche oscura, cuando Calibán y Ariel eran recién nacidos. Es una buena época para recoger las raíces, mandrágora, epipopsia y beso de payaso, sobre todo. Era un hombre importante, le rodeaba aquel resplandor, pero resulta que, después de tantos años, soy incapaz de recordar su cara… Sólo sus botas, llevaba unas botas maravillosas de excelente cuero rojo, que provenían de lejanas estrellas, me dijo, imposibles de comprar en Miranda aunque tuviera el dinero. —Suspiró—. Quería un hijo sin madre, sólo de sus genes. No tengo ni idea de por qué. Pese a los meses que pasamos juntos, nunca lo averigüé.

»Fijamos un precio. Me dio dinero suficiente para comprar todo esto —indicó sus dominios con un movimiento de la barbilla—, y más tarde, varios maridos más de mi gusto que él. Después, me llevó en su maquina de alas de vampiro a Ararat, en el corazón del bosque. Es la primera ciudad que fue construida en Miranda. Desde el aire parecía una montaña, construida en terrazas como un zigurat, y cubierta de plantas. Me quedé en ella durante todo mi embarazo. No crea a quienes dicen que allí habitan espectros. La tenía toda para mí, aquellos edificios de piedra más grandes que cualquier otra cosa a este lado del Piedmont. Nadie más, sólo yo y los animales. El padre se quedaba conmigo cuando podía, pero por lo general estaba sola con mis pensamientos, paseando entre aquellos muros cubiertos de hierba. Eran verdes a causa del musgo, los árboles salían de las ventanas, campos de flores silvestres en cada tejado. ¡Nadie con quien hablar! Me gané aquel dinero, se lo aseguro. A veces, lloraba.

Su mirada era plácida, distante.

—Me hablaba con mucha ternura, como si fuera un animalito, su gato peludo, pero nunca pensó en mí como una mujer, de veras. Pensándolo bien, sólo era para él un útero. Siempre tan reservado.

»Rompí mi himen con estos dos pulgares. Me habían educado para comadrona, por supuesto, y conocía la dieta y los ejercicios. Cuando me trajo comida y medicinas extraplanetarias, las tiré. Le pareció divertido cuando lo supo, porque entonces ya era evidente que yo gozaba de buena salud y su bastardo estaba a salvo. Yo había hecho mis planes. Se ausentó la semana del nacimiento (le había comunicado una fecha falsa), y le di el pego. Yo era joven en aquel tiempo, me tomé dos días de descanso, y luego memarché de Ararat. Él pensó que me había perdido, que jamás lograría encontrar el camino, pero yo nací en Agua de la Marea, y él en algún planeta metálico flotante. ¿Qué iba a saber? Había escondido provisiones y sabía qué plantas se podían comer, de modo que la comida no representó ningún problema. Seguí el curso de los ríos, rodeé los pantanos, y al final llegué al Océano, como era de esperar, pues yo había obrado con lógica. No tardé ni un mes en llegar aquí, y contraté obreros para que construyeran esta casa.

Lanzó una alegre carcajada, pero la risa se atoró en su garganta y empezó a toser. Su cara se contorsionó y enrojeció, hasta que el burócrata temió lo peor. Luego, se calmó un poco, y él le llenó un vaso con agua de una botella cercana. La mujer lo cogió sin darle las gracias.

—Engañé a aquel capullo, ya lo creo. Le superé en todo. Ingresé su dinero en varios bancos del Piedmont y me quedé con su bastardo. Nunca supo dónde buscar, y no podía ir por ahí haciendo preguntas. Es probable que ni siquiera se tomara la molestia. Debió de pensar que morí en Ararat. Está rodeada de pantanos.

—Es una historia increíble —dijo el burócrata.

—Usted cree que estaba enamorada de él. Cualquiera pensaría lo mismo, pero no es así. Llegó y me compró con su dinero extraplanetario. Se creía importante, y a mí me consideraba insignificante comparada con él, algo que podía tomar y desechar a su capricho. Y tenía razón, maldito sea, y eso me enfurecía. Por eso le robé a su hijo, para educarle de otra manera. —Lanzó una risa estrangulada—. ¡Ay, las bromas que yo gastaba!

—¿Tiene alguna foto de él?

La mujer levantó la mano y señaló una pared, donde roñosos retratos y antiguas fotos mecánicas clamaban por más espacio.

—Tráigame esa foto, la del marco de carey. —El hombre obedeció—. La mujer, esa diosa alta, era yo, lo crea o no. El niño es el joven Aldebarán.

El burócrata la examinó con atención. La mujer era robusta y desaliñada, pero demostraba un obvio orgullo por su solidez, su carne. Habría tenido sus admiradores. El niño era una cosa espectral, que le miraba con ojos que eran dos círculos oscuros.

—Es la foto de una niña.

—No, es Aldebarán. Le vestí de esa forma, con faldas y volantes, durante los primeros años, para esconderle de su padre, por si venía a buscarle. Hasta que tuvo siete años. Entonces, se volvió testarudo, una criatura desagradable, y no quiso llevar la ropa que le correspondía. Tuve que ceder, salió a la calle desnudo, pero no me rendí con facilidad. Deambuló tres días desnudo, hasta que el cura vino y dijo que aquello no podía ser.

—¿Cómo es que Aldebarán recibió una educación extraplanetaria?

La mujer hizo caso omiso de la pregunta.

—Yo quería una hija, por supuesto. Las chicas son mucho más tratables. Una chica no hubiera huido en busca de su padre, como él. Meta la mano debajo de la cama —ordenó de repente—. Tire de lo que encuentre.

Investigó en las sombras vaginales que había debajo de la cama y sacó un cofre bajo, tallado con figuras semihumanas. Mamá Gregorian se dio la vuelta, gruñó a causa del esfuerzo y miró.

—Bajo esa seda verde tendría que haber un paquete marrón. Sí, ése. Desenvuélvalo.

Era alarmantemente sencillo obedecer a aquel monstruo, tan seguro de su autoridad. Sostuvo en la mano un cuaderno de notas roto, con signos cabalísticos garrapateados sobre la cubierta.

—Pertenecía a Aldebarán. Lo perdió antes de escapar. —Su sonrisa insinuó historias no reveladas—. Lléveselo, quizá le sirva de algo.

Cerró los ojos y su rostro se relajó, hasta transformarse en una flácida máscara de dolor. Jadeaba, como un perro en verano, pero parecía más tranquila.

—Me ha sido de gran ayuda —dijo el burócrata con cautela. Presentía que la mujer iba a pedir un precio por la información.

—Pensó que era muy listo. Pensó que si se iba lo bastante lejos, podría escapar de mí. ¡Pensó que podía escapar de mí! —Sus ojos se abrieron, y en ellos alumbró un brillo venenoso—. Cuando le encuentre, dele un mensaje de mi parte. Dígale que por más lejos que alguien vaya, en kilómetros, conocimientos o tiempo, nunca puede escapar de su madre.

Al burócrata no se le ocurrió ninguna respuesta. Hizo una reverencia y se dispuso a salir.

—Ah, y no se preocupe por el plato roto. Tenemos más y, de todos modos, el juego no estaba completo.

El hombre sonrió.

—Buen truco. ¿Cómo lo ha sabido?

La mujer alzó una mano en el aire, un gesto que logró ser lánguido y trabajoso al mismo tiempo, como una mujer que se ahoga y trata de llegar a la superficie del agua, y manipuló un interruptor. Las luces se apagaron y la habitación se sumió en la oscuridad, salvo por un copo de luz en el techo. Era un rosetón de pequeños círculos, como las galletitas de una fiesta. El hombre bajó la vista y vio en el suelo un rosetón más pequeño, y también más brillante.

La voz de la mujer surgió de la oscuridad, satisfecha.

—El regulador del aire caliente. Cuando está abierto, oigo todo lo que se dice abajo. Oí el plato al romperse, y a Esme entrar y salir de la despensa. —La vieja rió—. Demasiado sencillo para usted, ¿eh? Ustedes, los de otros planetas, se creen muy sofisticados. Algo tan simple como nuestro sistema de ventilación les sobrepasa.

En la sala de abajo, se encontró con un hombre de aspecto serio y bigote oscuro, que sostenía un vaso de cerveza. Llevaba el cabello aceitado, al estilo del Piedmont.

—Usted debe de ser el tasador dijo el burócrata.

Se estrecharon las manos.

—Sí, me paso por aquí cada pocas semanas, para redactar otra lista de precios. Hace un año, estos muebles valían una fortuna; ahora, los gastos de embarque han subido y no valen nada. Tendrán que abandonarlo casi todo. —El tasador alzó un fajo de papeles y suspiró piadosamente—. Éstas son las cifras; todo el mundo puede verificarlas. Yo no saco el menor provecho. La única razón por la que accedo a volver con tanta frecuencia son los hermosos objetos que alberga esta casa. Sería una pena que las olas se los llevaran.

Linogre y Ambrym se encontraban cerca, pero no vio a Esme, aunque intuyó que les observaba desde algún escondrijo, con sus diminutos ojos negros, como cuentas de cristal, y los bigotes temblorosos.

—Esme —dijo Linogre—. Acompaña al visitante de mamá a la puerta, por favor. Hemos de ocuparnos de su ropero.

Las dos hermanas mayores siguieron al tasador. En cuanto desaparecieron, Esme salió de las sombras. El burócrata levantó la vista hacia el regulador de aire y, guiado por un impulso, cogió su mano. Experimentó la súbita y urgente necesidad de sacarla de aquella atmósfera envenenada, de salvarla del desastre.

—Escúchame: tu madre me ha dicho que te ha desheredado. No te deja nada. Sal de esta casa ahora mismo, pequeña. Yo te ayudaré a cargar tus cosas. Aquí no hay nada para ti.

Los ojos apagados de la muchacha adquirieron un brillo de malicia.

—¡Quiero verla morir! —estalló—. Puede guardarse su dinero, sólo quiero verla muerta, para siempre.

Ya era de noche cuando salió de la casa, pero Calibán estaba alta y llena en el cielo, y Ariel baja pero gibosa y brillante, de modo que la carretera del río estaba bien iluminada, y de los árboles brotaban fantasmales pares de sombras. Las estrellas de los árboles habían bajado de sus elevadas ramas y, apenas luminosas, buscaban mitos en el humus. El paseo fue agradable, y el burócrata lo aprovechó para pasar revista a sus impresiones. Tenía la sensación de que la casa que acababa de abandonar estaba suspendida en el tiempo. Cuando llegaran las olas, todo cambiaría. Sólo algunos han conseguido ser impermeables al cambio y, cuando el sol los bañe, se descubrirá que son piedras carentes de vida.

No sería perjudicial averiguar quién era el padre del ilusionista. Debió de ser un hombre rico y muy influyente. Pensó de nuevo en las hermanas, despojadas de edad y sexo por la codicia y la inercia.

Casi me podría llegar a gustar Gregorian, se dijo, por escapar de la mujer.

—Bien, ¿qué es? —preguntó por fin al maletín.

—A juzgar por los bocetos y diagramas dispersos, es un diario mágico, el típico libro que un aspirante a brujo escribe para dar cuenta de sus progresos espirituales. Está escrito en un código variable, utilizando símbolos alquímicos obsoletos, el invento habitual de un adolescente excepcionalmente brillante.

—Descífralo.

—Muy bien. —El maletín reflexionó un momento, y luego dijo—: La primera frase dice: Hoy he matado a un perro.