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Cultos brujeriles de Whitemarsh

Gregorian besó a la anciana y la arrojó desde el acantilado. Cayó de cabeza hacia el agua fría y gris, agitando las extremidades. Se produjo un leve chapoteo cuando entró en contacto con la superficie del Océano. No volvió a salir. A escasa distancia, algo oscuro y lustroso como una nutria se zambulló en el agua y desapareció.

—Es un truco —dijo la teniente Chu.

El rostro de Gregorian apareció en la pantalla, corpulento, maduro, confiado. Sus labios se movían sin emitir sonido alguno. El burócrata había eliminado el sonido después de la quinta repetición, pero se sabía las palabras de memoria. Deshazte de tu debilidad. Atrévete a vivir para siempre. El anuncio terminó, se rebobinó y volvió a empezar.

—¿Un truco? ¿Cómo?

—Un ave no puede transformarse en pez en un instante. Ese tipo de adaptación lleva tiempo.

La teniente Chu se subió la manga e introdujo la mano en la pecera. El pez gorrión se apartó, agitando las brillantes aletas. Granos de arena salieron despedidos hacia lo alto, y el recipiente se oscureció unos segundos.

—El pez gorrión practica madrigueras. Estaba dentro de la arena cuando el impostor metió el pájaro de lluvia en el agua. Con un movimiento veloz, así —la joven hizo una demostración—, estranguló al pájaro. Lo hundió en la arena y, al mismo tiempo, el pez empezó a nadar.

Dejó el diminuto cadáver sobre la mesa.

—Sencillo, si se sabe hacer.

Gregorian besó a la anciana y la arrojó desde el acantilado. Cayó de cabeza hacia el agua fría y gris, agitando las extremidades. Se produjo un leve chapoteo cuando entró en contacto con la superficie del Océano. No volvió a salir. A escasa distancia, algo oscuro y lustroso como una nutria se zambulló en el agua y desapareció.

El burócrata apagó el televisor.

El enlace del gobierno se apoyó en una ventana con la espalda recta, los pliegues de su uniforme impecables, y encendió un cigarrillo negro y delgado. Emilie Chu también era delgada, un auténtico lebrel de ojos cínicos y con una sonrisa burlona siempre a punto de aflorar a sus labios.

—Ni la menor noticia de Bergier. Parece que mi suplantador ha escapado.

Se acarició su bigote casi invisible con fría diversión.

—Aún no sabemos si ha huido —le recordó el burócrata. Las ventanas estaban bajadas, y el aire fresco dotaba al encuentro con el falso Chu de una dimensión irreal, la materia de que están hechos los relatos de los viajeros—. Vamos a ver al comandante.

El observatorio posterior estaba abarrotado de colegialas uniformadas de la academia Laserfield, que iban de excursión aquel día. Se dieron codazos y lanzaron risitas cuando el burócrata subió detrás de Chu por una escalerilla, atravesó una escotilla y entró en la bolsa de gas. La escotilla se cerró y el burócrata se quedó de pie en el interior de la estructura triangular de la quilla. La oscuridad dominaba entre las celdas de gas, y una estrecha hilera de luces en el techo proporcionaban más una sensación de dimensión que de iluminación. Una tripulante saltó al paso elevado y se interpuso en su camino.

—Los viajeros no pueden…

Vio el uniforme de Chu y se puso rígida.

—El comandante piloto Bergier, por favor —dijo el burócrata.

—¿Quiere ver al comandante?

La mujer le miró fijamente, como si el burócrata fuera una esfinge materializada de la nada para proponerle un acertijo indignante.

—Si no es mucho problema —dijo Chu, en un tono de velada amenaza.

La mujer giró sobre sus talones. Les guió por el esófago de la nave hasta la proa, donde una escalera tan empinada que era preciso aferrarse con manos y pies subía a la cabina del piloto. Un delicado dibujo grabado en la puerta de madera representaba una rosa y un falo. La tripulante llamó tres veces con los nudillos, aferró un puntal y se zambulló en las sombras, ágil como un mono.

—Entre —retumbó una voz.

Abrieron la puerta y entraron.

La cabina del piloto era pequeña. El ventanal estaba cerrado, y sólo la iluminaban tres pantallas de navegación, situadas en la proa. Olía a sudor y ropa sucia. El comandante Bergier estaba inclinado sobre las pantallas, con el aspecto de un águila envejecida, su rostro un pico pálido, súbitamente noble cuando levantó el mentón, un poeta de barba escuálida que meditaba sobre el brillante terreno de su universo. Se volvió y levantó unos ojos anclados en alguna lejana tragedia, más abrumadora que cualquier peligro actual. Dos círculos morados se curvaban bajo cada ojo.

—¿Sí? —dijo.

La teniente Chu saludó con gesto resuelto, y el burócrata, recordando a tiempo que todo comandante de aeronave ostentaba un grado similar en seguridad interna, le tendió sus credenciales. Bergier las examinó y devolvió.

—No todo el mundo ve con buenos ojos a los de su clase en nuestro planeta, señor —dijo el comandante—. Nos tienen reducidos a la pobreza, viven a costa de nuestra mano de obra, explotan nuestros recursos y sólo nos pagan con aires de superioridad.

El burócrata parpadeó, estupefacto. Antes de que pudiera pensar en una respuesta, el comandante prosiguió.

—No obstante, soy un oficial, y sé cuál es mi deber. —Introdujo una pastilla en su boca y la chupó ruidosamente. Un olor dulzón a podrido invadió la cabina—. Formule sus exigencias.

—No vengo a exigir nada —se defendió el burócrata—. Yo sólo…

—Así habla la voz del poder. Controlan con mano de hierro la tecnología que podría transformar Miranda en un paraíso terrenal. Controlan procesos de fabricación que les permiten hundir nuestra economía a voluntad. Nuestra existencia está a merced de sus caprichos, y adopta la forma que ustedes consideran más conveniente. Después, entra aquí armado con este látigo, para presentar exigencias que prefiere llamar peticiones, y encima dice que es por nuestro bien. No añadamos más hipocresía a esta farsa, señor.

—La tecnología no hizo exactamente un «paraíso terrenal» de la Tierra. ¿O es que no les han enseñado historia clásica?

—La perfecta exhibición de arrogancia. Nos niegan nuestra herencia material, y encima quieren que les demos las gracias. Bien, señor, no pienso hacerlo. Tengo mi orgullo. Y yo…

Hizo una pausa. En el súbito silencio, se pudo observar que cabeceaba levemente a intervalos regulares, como si estuviera combatiendo un repentino ataque de sueño. Su boca se abrió y cerró, una y otra vez. Sus ojos se desviaron poco a poco a un lado, en busca de la idea perdida.

—Y…, um, y…

—El ilusionista —insistió el burócrata—. La persona que ocupó el lugar de la teniente Chu. ¿Aún no le han encontrado?

Bergier se enderezó, recuperado su fuego y su granito.

—No, señor. No le hemos encontrado, porque no está aquí. Ha abandonado la nave.

—Eso es imposible. Han atracado una vez, y no desembarcó nadie. Yo estaba mirando en aquel momento.

—Volamos en dirección al mar. La nave está casi vacía. En una travesía hacia tierra, sí, tal vez un hombre ágil y decidido me hubiera burlado, pero conozco el paradero de cada pasajero y he ordenado a la tripulación que abriera todos los compartimentos de la bodega y todos los huecos en que están empotrados los aparatos del Leviatán. He llegado al extremo de enviar a un ingeniero, provisto de una mochila de aire, a las válvulas de gas. Su hombre no está aquí.

—Es lógico que hubiera preparado de antemano su huida. Quizá había escondido en la proa un deslizador plegable —sugirió Chu—. No habría sido difícil para un hombre atlético. Le habría bastado con abrir una ventana y largarse.

Lo más probable, pensó el burócrata, y la idea le golpeó con la fuerza de lo inevitable, lo más probable era que hubiera sobornado al capitán para que mintiera. Él lo habría hecho así.

—Lo que más me intriga —dijo, para disimular sus sospechas— es por qué Gregorian se tomó tantas molestias para averiguar lo que sabíamos de él. No creo que haya valido la pena.

Bergier contempló sus pantallas con el ceño fruncido, pero no dijo nada. Tocó un control y el timbre de un motor adquirió mayor profundidad. La nave empezó a girar, lentamente, lentamente.

—Le estaba poniendo un cebo —dijo Chu—. Así de sencillo.

—¿Usted cree? —preguntó el burócrata, dudoso.

—Los magos son capaces de todo. No es fácil seguir el hilo de sus pensamientos. ¿Y si era el propio Gregorian? Al fin y al cabo, llevaba guantes.

—Fotos de Gregorian y de nuestro impostor —dijo el burócrata—. De frente y perfil. —Las extrajo del maletín, agitándolas para eliminar la humedad, y las dejó junto a las pantallas—. No, fíjese. Es absurdo. ¿A qué viene lo de los guantes?

Chu comparó la alta y corpulenta silueta de Gregorian con la menuda figura del hombre que la había suplantado.

—No —admitió—. Mire estas caras.

Gregorian poseía un poder oscuro, animal, incluso en la fotografía; Parecía más un minotauro que un hombre, teniendo en cuenta las potentes mandíbulas y las espesas cejas. Era el tipo de cara que parecería fea en reposo, pero despertaría a la belleza a la menor insinuación de una sonrisa, o el lento parpadeo de un ojo. Jamás habría podido ocultarse en la rosada redondez del rostro del falso Chu.

—Nuestro intruso llevaba guantes porque era un mago. —La teniente Chu agitó los dedos—. Los magos se tatúan las manos, una marca por cada fragmento de saber que dominan, empezando por el dedo medio y subiendo hasta la muñeca. A un gran mago le llegarán hasta los codos. Serpientes, lunas y toda la parafernalia habitual. Si usted le hubiera visto las manos, no le habría confundido con un oficial del Piedmont.

Bergier carraspeó.

—Con la tecnología que ustedes nos niegan —dijo, cuando los otros dos se volvieron hacia él—, un solo hombre podría manejar esta nave. Podría controlar todas las funciones, desde la carga de equipajes a las relaciones públicas, sin más ayuda que la de un tripulante.

—La misma tecnología haría superfluo su puesto —observó el burócrata—. ¿De veras piensa que su gobierno pagaría un lujo costoso como esta nave, si pudiera tener una flota de lanzaderas rápidas, baratas y destructoras de atmósferas?

—La tiranía siempre se presenta como racional.

Antes de que el burócrata pudiera contestar, Chu se le adelantó.

—Hemos localizado a la madre de Gregorian.

—¿De veras?

—Sí. —Chu sonrió con tal engreimiento que el burócrata comprendió que había sido iniciativa de la mujer—. Vive en una ciudad ribereña, justo debajo de Lightfoot. Carece de estación heliostática, pero si no encontramos a nadie que nos alquile una embarcación, se puede ir a pie. Será el lugar más apropiado para iniciar la investigación. Después, nos dedicaremos a los anuncios de televisión, para averiguar quién los financia. Todos los programas se emiten desde el Piedmont, pero si quiere seguir la pista de los anuncios, hay un portal en la estación heliostática. No hay problema.

—Lo primero que haremos mañana por la mañana será visitar a su madre —dijo el burócrata—, pero ya me las he visto antes con bancos de planetas secundarios, y dudo que podamos seguir el rastro del dinero.

Bergier le miró con hosquedad.

—Siempre es posible seguir la pista del dinero. Deja detrás un rastro de cieno.

El burócrata sonrió, poco convencido.

—Eso es muy aforístico.

—¡No se atreva a reírse de mí! Tenía cinco esposas en Agua de la Marea cuando era joven. —Bergier engulló otra pastilla, que succionó con ruidos líquidos—. Las instalé a lo largo de mi ruta, lo bastante distanciadas para que ninguna sospechara la existencia de las demás. —El burócrata vio que el comandante no había reparado en que Chu había alzado los ojos al cielo—. Pero un día descubrí que mi Ysolt me era infiel. Casi me volví loco de celos. Fue poco después de que se prohibieran los cultos brujeriles. Volví a su casa tras una ausencia de varias semanas. Uf, iba muy caliente. Acababa de venirle la regla. Toda la casa olía a ella. —Sus fosas nasales se ensancharon—. No puede imaginarse cómo se ponía en esas épocas. Nada más traspasar el umbral, me tiró contra la pared y me rasgó el uniforme. Estaba desnuda. Era como ser violado por un huracán. Lo único que se me ocurrió pensar fue que no debíamos escandalizar a los vecinos.

»Imagino que hasta un pez se hubiera reído al verme debatirme debajo de aquella gatita, colorado, medio desnudo, estirando un brazo para cerrar la puerta.

»Muy bien. Yo era joven. ¡Y qué cosas me hizo! En alguna parte había adquirido habilidades que yo no le había enseñado, ideas que no eran mías. Cosas que jamás había experimentado. Llevábamos casados varios años. Ahora, de pronto, sus gustos habían cambiado. Dónde los había saboreado, ¿eh? ¿Dónde?

—Quizá leyó un libro —dijo Chu con sequedad.

—¡Bah! ¡Tenía un amante! Era evidente. Ysolt no era una mujer sutil. Era como un niño, exhibiendo un juguete nuevo. ¿Por qué no probamos qué ocurre si…?, dijo. Finjamos que tú eres la mujer y yo el hombre… Esta vez, no me moveré para nada, y tú podrás… Tardó horas en demostrarme todo lo que había aprendido, «pensado», dijo, y yo tuve mucho tiempo para pensar en lo que debía hacer.

»Ya había oscurecido cuando la dejé. Se había dormido, su largo cabello negro desparramado sobre sus dulces pechos. ¡Cuán angelical era su sonrisa! Fui a descubrir quién me había puesto los cuernos, y me llevé una pistola. Pensé que no sería difícil localizarle. Un hombre con las habilidades que Ysolt había demostrado sería conocido en los sitios adecuados.

»Bajé a la orilla del río, a investigar entre los borrachos y los pintores, y formulé algunas preguntas. Dijeron que sí, que un hombre con las habilidades que yo había descrito había pasado por allí en fechas recientes. —Un altavoz oculto murmuró respetuosamente, y Bergier tocó los controles—. Oriente manualmente el aeróstato de estribor, si es necesario. Sí. No. Ya sabe las órdenes.

Permaneció en silencio un largo y pensativo momento, y el burócrata pensó que había perdido el hilo de la narración, pero el comandante volvió a empezar.

—No pude encontrar al hombre. Todo el mundo había oído hablar de él, el rumor había corrido como el último chiste verde, y muchas mujeres insinuaron que se habían acostado con él, pero estaba ilocalizable. Pululaban muchos tipos raros en aquellos tiempos, tras la eliminación de Whitemarsh, y un artista del sexo era el menos importante de ellos. Averigüé que era de estatura mediana y humor irónico. Que hablaba poco, vivía de la generosidad de las mujeres, tenía ojos oscuros, y que parpadeaba muy poco. Sin embargo, las tierras ribereñas bullían de gente que tenía algo que ocultar. Un hombre cauteloso podría esconderse en ellas para siempre, y él era la persona más escurridiza del mundo. Se movía en el mundo nocturno, invisible e inadvertido, no hacía promesas, no tenía amigos, carecía de costumbres establecidas. Era como lanzar puñetazos al aire. No había forma de encontrarle.

»Al cabo de unos días, cambié de táctica. Decidí que Ysolt le encontraría por mí. Me volví impotente. ¿Saben cómo? Con mi puño. Mamá Manita y sus cinco hijas. Cuando Ysolt me agarraba, no había forma de que el viejo soldado se pusiera erecto. Eso la enloqueció. Por supuesto, fingí turbación, humillación y disgusto. Al cabo de un tiempo, me negué a intentarlo.

»Por lo tanto, Ysolt regresó con su amante, aquel hombre de extraordinarias habilidades y conocimientos. Volvía y me dispensaba ejercicios respiratorios y técnicas de relajación, que habrían debido funcionar, pero no fue así. Durante todo este tiempo, me mostré frío y distante hacia ella. Dio por sentado, naturalmente, que la culpaba de mi impotencia. Cuando me llamaron para reincorporarme a mi puesto, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por curarme.

»La siguiente vez que volví, ella había “descubierto” a un hombre que podía ayudarme. Sabía que yo no aprobaba los cultos brujeriles, pero me preparó una poción. Le salió muy cara, y no le gustó. Un hombre no debía cobrar por algo semejante, pero la felicidad de un marido es tan importante para una esposa… Por fin, me convenció.

»Aquella noche, llené de plata una cajita muy pesada y me dirigí, tal; como me habían indicado, a un pequeño garaje situado bajo los muelles. Una luz azul brillaba sobre una puerta lateral. Entré.

»En cuanto la puerta se cerró, alguien encendió todas las luces del garaje. Los ojos me dolieron. Luego, aquel resplandor se resolvió en automóviles, hileras de inyectores de grasa, tanques de soldar. Había seis personas esperándome, dos de ellas mujeres. Estaban sentadas en furgonetas y sobre capós de coches, y me miraban con ojos hostiles, sin parpadear, como mochuelos.

El altavoz murmuró de nuevo, y Bergier ladeó la cabeza.

—¿Por qué me molestas con eso? No quiero que me interrumpan por asuntos rutinarios. —Reanudó su relato—. Una de las mujeres quiso ver mi dinero. Abrí la caja, saqué una bolsa de piel de topo que contenía ochenta dólares fleur-de-vie, y se la tiré a los pies. Ella desanudó la bolsa, vio el destello de la plata y contuvo el aliento. Procedía de Whitemarsh, dijo.

»Yo callé.

»Los cultistas intercambiaron miradas. Deslicé una mano en mi abrigo y aferré el revólver. Necesitamos el dinero, dijo un hombre. Los perros del gobierno babean sobre nuestros hombros. Percibo su asqueroso hedor.

»La mujer alzó un puñado de plata, que centelleó como un espejo. Un fabricante de moneda desapareció justo antes del ultraje de Whitemarsh, dijo. Cogieron sus posesiones y las repartieron entre todos los que quisieron. Yo estaba presente, pero pensé que no lo necesitaba. La mujer se encogió de hombros. Con qué rapidez cambian las cosas.

»Sabía que pensaban que había robado a un hermano fugitivo. Supongo que no saben gran cosa sobre la destrucción de Whitemarsh, ¿verdad?

—No —contestó el burócrata.

—Sólo de oídas —dijo Chu—. No es el tipo de historia que enseñan en el colegio.

—Pues deberían hacerlo —replicó el comandante—. Los niños han de saber en qué se ocupa el gobierno. Sucedió cuando Agua de la Marea era joven, y las comunas y comunidades utópicas brotaban por todas partes como hongos. La mayoría eran inofensivas, desaparecían al cabo de un mes. Pero los cultos de Whitemarsh eran diferentes; se esparcieron como un reguero de pólvora. Hombres y mujeres paseaban desnudos a plena luz del día. No comían carne. Participaban en orgías rituales. Se negaban a servir en el ejército. Las fábricas cerraron por falta de obreros. Las cosechas se perdieron. Los niños no recibían la educación apropiada. Los ciudadanos particulares acuñaban su propia moneda. No tenían líderes. No pagaban impuestos. Ningún gobierno lo habría tolerado.

»Caímos sobre ellos a sangre y fuego. En un solo día destruimos los cultos, los supervivientes se escondieron, y les dimos una lección tan horrible que jamás osaron salir a la luz de nuevo. Como comprenderán, estaba corriendo un grave peligro, pero no demostré temor. Les pregunté si querían el dinero o no.

»Un hombre cogió la bolsa y la sopesó. Después, tal como yo esperaba, guardó unas cuantas monedas en cada uno de los bolsillos de sus pantalones. Nos lo dividiremos a partes iguales, dijo. Mientras el espíritu perdure, Whitemarsh no morirá. Me arrojó un puñado grasiento de hierbas y dijo, burlón, Esto es capaz de resucitar a un cadáver, y mucho más a tu sexo flácido.

»Guardé las hierbas en la caja y me marché. Ya en casa, golpeé a Ysolt hasta que sangró y la saqué a la calle. Esperé una semana, y entonces informé a seguridad interna de que cultistas fugitivos se ocultaban en mi zona. La peinaron y encontraron las monedas, y con las monedas a los cultistas. No sé cuál de ellos mancilló a mi Ysolt, pero todos tenían todavía la mayor parte de las monedas, de manera que fue castigado. Oh, sí, fue castigado ejemplarmente.

—Temo que no le entiendo —dijo al cabo de unos momentos el burócrata.

—Me introduje en Whitemarsh antes de su caída. Sustituí al fabricante de moneda y utilicé un artefacto que mis superiores me habían proporcionado para irradiar sus existencias. La mitad de los que escaparon a nuestra ira llevaban consigo monedas envenenadas. Nunca entendieron cómo les habíamos descubierto con tanta facilidad, pero se observó que muchos hombres cayeron víctimas del envenenamiento radiactivo poco después, y en la parte que el hombre menos desea. Un espectáculo desagradable. Todavía conservo las fotos. —Hundió las manos en los bolsillos de los pantalones y enarcó las cejas—. Di la poción que me habían entregado al perro de Ysolt, y murió. Los brujos eran muy poco sutiles.

—El irradiador es ilegal —dijo el burócrata—. Ni siquiera los gobiernos planetarios pueden utilizarlo. Hace mucho daño.

—¡Dedícate a tu tarea, oh, sabueso de la gente! Adelante. La pista se enfrió hace sólo sesenta años. —Bergier contempló con amargura sus pantallas—. Miro la tierra y veo mi vida desplegada como un mapa bajo mis pies. Estamos sobrevolando la Traición de Ysolt, a veces llamada Cornudo, y más adelante se encuentra el Lapso de Penelope, después Fiebre de Muerte, y Abandono. Al final del camino está Cabo Desilusión, y eso se puede aplicar a todas mis mujeres. He renunciado a la tierra, pero no puedo abandonarla por completo. Sigo esperando. Sigo esperando. ¿A qué? Tal vez una aurora.

Bergier abrió las contraventanas. El burócrata se encogió cuando un chorro de luz blanca penetró, bañándoles a todos de gloria, y el comandante se transformó en un ser pálido y viejo, de mejillas fofas. Hacia ellos se alzaban los tejados y las torres, las agujas y una cúpula dorada de Lightfoot, rebosante de antenas.

—Soy el gusano que mora en el interior de la calavera —dijo Bergier pausadamente—, que se retuerce en la oscuridad.

Lo absurdo del comentario, formulado tan de súbito, sobresaltó al burócrata, y comprendió con un escalofrío que aquellos ojos fijos no miraban horrorizados hacia el pasado, sino hacia el futuro. Había una premonición de senilidad en aquella habla lenta, como si el viejo comandante contemplara en una diapositiva dilatada una aflicción desdentada y una muerte no más diferente de la vida que la línea que separaba el océano del cielo.

—Teniente Chu —dijo el comandante, cuando se disponían a salir de la cabina—, espero que me mantenga informado. Seguiré sus progresos muy de cerca.

—Señor. —Chu cerró la puerta y bajaron la escalera. La teniente lanzó una alegre carcajada—. ¿Se ha fijado en las pastillas? —El burócrata gruñó—. Curalotodos de las brujas del pantano; se supone que son buenos para la impotencia. Están hechos a base de raíces y semen de toro, y toda clase de materias nauseabundas. No hay peor chiflado que un viejo chiflado. Nunca sale de esa cabina. Es famoso por ello. Incluso duerme ahí.

El burócrata no la escuchaba.

—Tiene que estar por aquí. —Escudriñó las tinieblas, contuvo el aliento, pero no oyó nada—. Escondido.

—¿Quién?

—Su suplantador. El joven osado. Reconstruye su huella genética y fabrícame un localizador —dijo a su maletín—. Seguirá su pista.

—Eso es tecnología prohibida —contestó el maletín—. No estoy autorizado a fabricarlo sobre la superficie de un planeta.

—¡Maldita sea!

El aire de la envoltura estaba inmóvil, pero cargado de tensión. Resonaba con las vibraciones de los motores, tan vivo como una serpiente enroscada. El burócrata intuyó al falso Chu mirándole desde las sombras. Rió.

Chu apoyó una mano sobre su brazo.

—No. —Sus ojos eran serios—. Si se enreda sentimentalmente con la oposición, le tienen cogido por las pelotas. Tranquilícese. Mantenga su indiferencia.

—Yo no…

—… necesita los consejos de personas como yo. Ya lo sé. —Sonrió con petulancia, la cínica fanfarrona de nuevo—. Las fuerzas planetarias somos corruptas e ineficaces. Tenemos fama de eso. Aun así, vale la pena que me escuche. Éste es mi territorio. Conozco a nuestros enemigos.

—¡Cuidado, colega!

El burócrata retrocedió cuando cuatro hombres alzaron un madero del barro y lo cargaron en el remolque de un camión. Una pelirroja rechoncha estaba de pie sobre la plataforma, manipulando la grúa. Los edificios de esta región eran tan destartalados como muchos que había visto, despintados, con las ventanas agrietadas y sin algunas tejas. Masas de percebes incrustadas cubrían la parte orientada hacia el norte.

Notó la tierra blanda bajo los pies. El burócrata miró de mal humor sus zapatos. Se había metido en el barro.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Un anciano tendero arrugado, casi perdido en los pliegues de sus ropas, como si se hubiera encogido o las prendas hubieran aumentado de tamaño, le miraba sentado en su porche. Una calavera plateada colgaba de su oreja izquierda, lo cual le identificaba como antiguo marine espacial, y un rubí que taladraba una fosa nasal pregonaba que era un veterano de la Tercera Unificación.

—Están arrancando las aceras —dijo en tono sombrío—. Auténtico roble marino, y ha envejecido en el suelo durante casi todo un siglo. Mi abuelo lo puso cuando Agua de la Marea era joven. Entonces, era barato como la mierda, pero dentro de un año podré venderlo al precio que me dé la gana.

—¿Cómo puedo alquilar una barca?

—Bien, se lo diré con toda claridad, no sé cómo. Ahora que han destrozado los muelles, tampoco hay muchas barcas, que digamos. —Sonrió con soma al ver la expresión del burócrata—. También eran de roble marino. Los arrancaron el mes pasado, cuando la vía férrea se fue al carajo.

El burócrata miró con inquietud hacia el Leviatán, que se iba perdiendo de vista por el este. Un enjambre de jejenes, tal vez mosquitos vampiro, o moscas percebe, flotaban en las cercanías, amenazando con atacar, pero se alejaron hasta hacerse invisibles. Las moscas, nave, vía férrea, muelles y paseos de Lightfoot parecían alejarse de él, como barridos por una inmensa marea baja. De pronto, se sintió mareado, sumergido en un espacio sin aire, donde su oído interno daba vueltas locamente, sin tierra bajo los pies.

El madero cayó en el remolque con gran estruendo. La mujer que manejaba la grúa bromeó y conversó con los hombres erguidos en el barro.

—De todos modos, has de ver mis atributos. Te morirás cuando los veas. Me llegan hasta aquí.

—Vas a enseñarnos las tetas, ¿eh, Bea? —dijo un hombre.

Ella meneó la cabeza, desdeñosa.

—Hasta los pezones. Vas a ver partes de mí que ni siquiera sospechabas que existieran.

—Oh, ya me olía algo, pero nunca sentí la tentación de hacer algo concreto con ellas.

—Bueno, ven a la fiesta que se celebra en Rose Hall mañana por la noche, y sufrirás lo indecible.

—Ah, ¿no quieres que te haga sufrir yo a ti? —El hombre sonrió con ironía, y luego saltó hacia atrás cuando el madero resbaló unos centímetros—. ¡Cuidado con ese lado! Un comentario sin importancia como ése no merece que mis pies salgan aplastados.

—Tranquilo. Estoy pensando en aplastar otra cosa.

—Perdonen —llamó el burócrata—. ¿Hay alguna posibilidad de que pueda alquilar su camión? ¿Es usted la propietaria?

La pelirroja le miró.

—Sí, yo soy la propietaria, pero no creo que quiera alquilar este trasto. Mire, funciona con una batería propia de un vehículo dos veces más grande, de manera que he de bajar el voltaje, ¿vale? Sólo trabaja el transformador. Lo puedo aprovechar durante una media hora, antes de que se recaliente y empiece a fundir el aislamiento. Lo mimo como a un niño. Ahora, Anatole ha conseguido otro transformador, pero se cree que puede pedir por él un brazo y una pierna. De momento, me reservo. Ahora que se acerca la fiesta, supongo que aceptará lo que le den.

—Aniobe, te lo he dicho un montón de veces —intervino el tendero. Se lo puedo comprar a ese mamón por la mitad de lo que…

La mujer agitó la cabeza.

—Oh, cierra el pico, Pouffe. No me estropees la diversión.

El burócrata carraspeó.

—No quiero ir tan lejos. Sólo bajar un poco hacia el río y volver.

Una mosca percebe le picó en el brazo, y la aplastó.

—Además, los cojinetes están empezando a fallar. El único lugar donde se puede comprar lubricante es la tienda de Gireaux, y el viejo Gireaux ha pillado unas buenas ladillas. Siempre buscando alguna que se la chupe, o algo por el estilo. Si quisiera que me vendiera una lata de aceite sin avisarle, probablemente tendría que ponerme de rodillas y hacerle una buena faena.

Los hombres sonrieron como lobos. Pouffe, sin embargo, meneó la cabeza y suspiro.

—Voy a echar de menos todo esto —dijo de todo corazón.

El burócrata observó por primera vez los enchufes hundidos en sus muñecas, grises por la corrosión; en sus buenos tiempos, también había servido en Calibán. El hombre tendría una historia interesante que contar.

—Todos mis amigos dicen que seguirán en contacto cuando se trasladen al Piedmont —siguió—, pero eso no ocurrirá. ¿A quién se creen que engañan?

—Oh, déjalo —bufó Aniobe—. Un hombre tan rico como tú siempre tendrá amigos, dondequiera que vaya. No hace falta que tengas personalidad, ni nada.

Cargado el último madero, Aniobe cerró el camión y subió la grúa. Los obreros esperaron a recibir la orden de marcharse. Uno de ellos, un joven de ademanes arrogantes, con una cresta de tieso cabello negro, se acercó al porche y se inclinó con indiferencia sobre una bandeja de plumas liadas; fetiches, quizá, o cebos de pesca. Chu le observó con atención.

Se estaba irguiendo, cuando Chu avanzó y le agarró por el brazo.

—¡Te he visto! —Chu le obligó a dar media vuelta y le tiró contra la jamba de la puerta. El joven la miro, aturdido por el susto—. ¿Qué escondes en la camisa?

—Yo… ¡Nada! ¿Q-qué está…?

Aniobe contemplaba la escena con los brazos en jarras. Los demás obreros, el burócrata, el tendero, todo el mundo estaba petrificado y silencioso.

—¡Sácalo! —ladró Chu—. ¡Ahora!

El joven obedeció, estupefacto y aterrado. Tiró de la camisa hacia fuera con una mano para demostrar que no ocultaba nada.

Chu no hizo caso. Examinó lentamente, de arriba abajo, el torso del joven. Era delgado y musculoso, con una larga cicatriz plateada que se curvaba sobre su abdomen, y una mata de vello rizado en el pecho. La mujer sonrió.

—No está mal —dijo.

Los obreros, su jefa y el tendero estallaron en carcajadas. La víctima de Chu enrojeció, bajó la cabeza iracundo, apretó los puños y no hizo nada.

—¿Se fijó en cómo se quedaba la pelirroja con aquellos hombres? —preguntó Chu mientras se alejaban—. La muy calientabraguetas.

A cierta distancia se alzaba un edificio de aspecto desvencijado, de tejado hundido y la mitad de las ventanas atrancadas con viejos letreros publicitarios cortados a medida. La madera estaba oscura de podredumbre; palabras e imágenes fragmentarias abrían pequeñas puertas a un mundo más alegre: ZAR, una cola de pez que era un pecho o una rodilla; KLE, y una nariz levantada, como si su propietario esperase llenar de lluvia las fosas nasales. Un letrero descolorido sobre la puerta principal rezaba HOTEL TERMINUS. Los restos destrozados de la barra de apoyo corrían por detrás.

—Mi marido es del mismo estilo.

—¿Por qué maltrató a aquel obrero? —preguntó el burócrata.

Chu fingió no entenderle.

—Oh, tengo planes para ese jovencito. Ahora, irá a tomar unas cervezas e intentará olvidar lo sucedido, pero sus amigos no se lo permitirán, por supuesto. Cuando me haya acomodado en mi habitación, deshecho el equipaje y refrescado, ya estará un poco borracho. Entonces, iré en su busca. Me verá y se sentirá un poco enfadado, un poco inseguro y un poco turbado. Me mirará, y no sabrá lo que siente.

»Entonces, le concederé la oportunidad de discernir sus sentimientos.

—Su método se me antoja un poco, um, inseguro, en lo tocante a la eficacia.

—Confíe en mí. Ya lo he hecho otras veces.

—Ajá —dijo vagamente el burócrata—. ¿Por qué no se adelanta y encarga habitaciones, mientras yo voy a ver a la madre de Gregorian?

—Pensaba que no iba a interrogarla hasta mañana.

—¿De veras?

El burócrata esquivó una pila podrida de neumáticos de camión. Había revelado a propósito aquella brizna de información delante de Bergier. No confiaba en aquel hombre. Consideraba muy posible que Bergier enviara un mensajero, en algún momento de la noche, para advertir a la mujer de que no hablara con él.

La cuestión de dónde había sacado su información el falso Chu formaba parte de un enigma más serio. No sólo sabía qué nombre dar, sino que había salido de la nave justo antes de que subiera la auténtica Chu. Y lo más significativo, sabía que el burócrata ignoraba que su enlace era una mujer.

Alguien en su cadena de mando, un miembro del gobierno planetario, o de Transferencias Tecnológicas, estaba conchabado con Gregorian. Y aunque no era preciso que se tratara de Bergier, el comandante era un sospechoso tan bueno como cualquier otro.

—He cambiado de idea —dijo.