El burócrata cayó del cielo.
Miranda pendió un instante bajo sus pies, blanca y azul, los casquetes polares repletos y a punto de fundirse, y al momento siguiente aterrizó. Cruzó las llanuras pedregosas del Piedmont en un vehículo ligero, llegó a la terminal heliostática de Port Richmond y cogió el primer vuelo que salía. La nave Leviatán le condujo sobre el contorno de la meseta, y los bosques y colinas coralinas de Agua de la Marea. Esta zona estaba sometida a técnicas ecológicas especializadas, en preparación para la mágica transformación que llevarían a cabo las olas del jubileo. En las aldeas desvencijadas y las plantaciones ocultas, la gente tomaba diversas medidas para la evacuación.
El salón del Leviatán estaba desierto. El burócrata, las manos enlazadas a la espalda, miraba por las ventanas de popa con semblante hosco. El Piedmont se veía borroso, un manchón azul, y un frente tormentoso apuntaba en el horizonte. Imaginó las cataratas, donde los quebrantahuesos planeaban sobre las fuentes termales que brotaban y el río Mediodía se precipitaba al abismo y perdía su nombre. Abajo, Agua de la Marea bullía de vida, como moho verdeazulado que una cápsula Petri aumentara de tamaño. Pensar en todo el barro y la pobreza que encontraría allí le deprimió. Anhelaba el frío y estéril entorno de las profundidades del espacio.
Motas brillantes de color flotaban en el agua parduzca, viviendas flotantes que eran remolcadas río arriba, a medida que los altos burgueses se dirigían prudentemente a la cuesta de Port Richmond, aprovechando que las aguas aún subían con lentitud. Tocó un control de la ventana y la selva saltó hacia él; los árboles brumosos se transformaron en ramas individuales. La sombra del helióstato ondulaba a lo largo de la orilla norte del río y resbalaba sobre barrizales, oscilantes fragmitos y retorcidos robles de agua. Un grupo de octopos que imitaban la forma de las bellotas, sobresaltados, saltaron desde una rama baja, y círculos pardos se formaron en el agua cuando se zambulleron en el aluvión.
—Huela ese aire —dijo el replicante de Korda.
El burócrata siguió la indicación. Percibió el tenue olor a tierra de las cestas de parras colgantes, y una vaharada dulzona procedente de los excrementos que alfombraban las pajareras de mimbre.
—Podrían limpiarlas, imagino.
—Su alma carece de todo romanticismo.
El replicante se apoyó contra el antepecho de la ventana, los brazos rectos, con el aspecto de un esqueleto sentimental. La imagen oscilante del rostro de Korda se reflejó en el cristal.
—Daría cualquier cosa por estar en su lugar.
—¿Por qué no lo hace? —replicó con soma el burócrata—. Su categoría es superior a la mía.
—No sea frívolo. No se trata de un caso más de contrabando. El estricto concepto de control tecnológico se halla en juego. Si permitimos que una sola tecnología autorreplicante sea introducida… Bien, ya sabe lo frágil que es un planeta. Si la existencia de la División tiene alguna justificación, es para llevar a cabo acciones de este tipo. Por lo tanto, le agradecería que, al menos por esta vez, dejara de lado su negativismo.
—Debo decir lo que pienso. Para eso me pagan, al fin y al cabo.
—Un error muy común.
Korda se apartó de la ventana, se agachó para recoger un plato de confitura vacío y examinó el lado de abajo. Sus movimientos poseían un nerviosismo que resultaba extraño a las personas que le habían conocido. En persona, Korda era pesado y letárgico. La reproducción parecía haber sacado a flote una persona sumergida, un hombrecillo exageradamente delicado, por lo general hundido en la carne.
—¿Ha observado que la cerámica nativa siempre tiene una parte sin vidriar en el fondo?
—Es la que se apoya en el horno. —Korda le miró con semblante inexpresivo—. Esto es un planeta, la gravedad es constante. Aquí no se pueden calentar cosas en gravedad cero.
Korda meneó la cabeza y dejó el plato.
—¿Deseaba abarcar algo más? —preguntó.
—Presenté una solicitud de…
—… autoridad. Sí, sí, está sobre mi escritorio. Me temo que está fuera de cuestión. Transferencias Tecnológicas se halla en una posición muy delicada respecto a las autoridades planetarias. No me mire así. La trasladé por mediación del ministerio de Asuntos Extraplanetarios a la Casa de Piedra, y dijeron que no. Aquí son muy susceptibles a las intrusiones en su autoridad. Devolvieron la petición al instante. Con restricciones: se le advierte específicamente que no lleve armas, realice detenciones o se arrogue autoridad para obligar a colaborar a los sospechosos.
Alargó la mano e inclinó una cesta de parras, con el fin de examinar su contenido. Cuando la soltó, siguió meciéndose de una forma irritante.
—¿Cómo voy a hacer mi trabajo? ¿Debo abordar sin más a Gregorian y decirle «Disculpe, no tengo autoridad ni para hablar con usted, pero me sobran motivos para sospechar que ha cogido algo que no le pertenece, y me pregunto si le importaría mucho devolverlo»?
Había varios pupitres empotrados bajo las ventanas. Korda extrajo uno y procedió a un minucioso inventario de su contenido: papel, carboncillos, papel secante.
—No sé por qué plantea tantas dificultades —dijo por fin—. No me llore, yo sé que puede hacerlo. Es muy competente cuando se entrega a fondo. Ah, casi me había olvidado, la Casa de Piedra se mostró conforme en asignarle un contacto. Un tal Chu, de seguridad interna.
—¿Tendrá autoridad para detener a Gregorian?
—En teoría, estoy seguro de que sí, pero ya conoce al gobierno planetario. En la práctica, sospecho que le interesará más vigilarle a usted.
—Fantástico.
Delante, una avanzadilla de nubes se desplazaba hacia ellos, empujadas sobre el océano por vientos que habían nacido a medio planeta de distancia. El Leviatán levantó el morro un punto y se lanzó hacia adelante. La luz viró a gris y la lluvia bañó el helióstato.
—Ni siquiera sabemos dónde encontrar a ese hombre.
Korda empotró de nuevo el pupitre en la pared.
—Estoy seguro de que no le costará nada localizar a alguien que sí lo sepa.
El burócrata echó un vistazo a la tormenta. Las gotas de lluvia repiqueteaban sobre la tela de la bolsa de gas, azotaban las ventanas y desaparecían. El viento agitaba la cortina de lluvia, y los remolinos de agua se alternaban con momentos de calma relativa. La tierra desapareció y la nave quedó suspendida en el caos. El estruendo de la lluvia y los motores a toda potencia dificultaban la conversación. Parecía el fin del mundo.
—¿Se da cuenta de que dentro de unos pocos meses todo esto quedará sumergido bajo el agua? Si no hemos solucionado para entonces el caso Gregorian, nunca lo conseguiremos.
—Lo habrá logrado mucho antes. Estoy seguro de que regresará al Palacio Mutable con tiempo de sobra para impedir que su sustituto le haya arrebatado el puesto.
El rostro de Korda sonrió, para indicar que estaba bromeando.
—No me dijo que había pasado mi trabajo a otra persona. ¿Quién me está sustituyendo?
—Philippe tuvo la amabilidad de ocupar su puesto durante el tiempo que dure la misión.
—¡Philippe! —El burócrata notó un escalofrío en la nuca, como si un grupo de tiburones nadara en círculos alrededor de su cabeza—. ¿Ha cedido mi puesto a Philippe?
—Pensaba que Philippe le caía bien.
—Y me cae bien, pero ¿es adecuado para el trabajo?
—No se lo tome como algo personal. Hay trabajo que hacer, y Philippe es un especialista en este tipo de cosas. ¿Ha de paralizarse la División porque usted se halle ausente? La verdad, es un tipo de actitud que no me gusta alentar.
El replicante volvió a extraer el pupitre, sacó un televisor y lo conectó. El sonido les ensordeció, y lo bajó hasta que resultó casi inaudible. Pasó de un canal a otro, sin decidirse por ninguno.
El Leviatán se liberó de las nubes. La luz del sol bañó el salón, y el burócrata parpadeó, cegado. Un difuso arco iris envolvía la sombra que la nave proyectaba sobre la brillante tierra. La nave se elevó alegremente.
—¿Busca algo en ese trasto, o sólo juguetea con él porque sabe que es aburrido?
Korda compuso una expresión ofendida. Se enderezó y dio la espalda al aparato.
—Pensaba que tal vez encontraría uno de los anuncios de Gregorian. Le daría una idea de a qué se enfrenta. Da igual. La verdad es que he de volver al trabajo. Sea buen chico y procure manejar este asunto de una manera ejemplar, ¿eh? Confío en usted.
Se estrecharon las manos y la cara de Korda desapareció del replicante. El artilugio regresó al almacén.
—¡Philippe! —exclamó el burócrata—. ¡Malditos bastardos!
Era penosamente consciente de que estaba perdiendo terreno a marchas forzadas. Tenía que atar el caso bien atado y regresar cuanto antes al Palacio Mutable. Philippe era el típico trepa. Se inclinó hacia adelante y desconectó el televisor.
Cuando la pantalla se apagó, todo había cambiado sutilmente, como si una nube hubiera pasado sobre el sol, o se hubiera abierto la ventana de una habitación mal ventilada.
Estuvo un rato pensando. El salón estaba saturado de aire y luz. Entre las ventanas se habían dispuesto ramos de orquídeas en forma de candelabros, y pájaros de lluvia cantaban en las jaulas de mimbre que colgaban entre las macetas de enredaderas. Todo estaba pensado de cara al turismo, pero, irónicamente, las autoridades planetarias habían cerrado los centros turísticos de Agua de la Marea para desalentar a esos mismos turistas, pues la experiencia había demostrado que los habitantes de otros planetas oponían más resistencia a las autoridades de evacuación que los nativos. Pese a su lujo evidente, los muebles se habían diseñado de manera que pesaran lo mínimo posible, y se habían fabricado con los materiales más ligeros posibles, sin reparar en gastos. Nunca habían recuperado las pérdidas mediante el ahorro de combustible; la intención había sido fastidiar a los fabricantes de maquinaria extraplanetarios.
El burócrata era sensible a este tipo de fricciones. Se producían siempre que el control tecnológico hería el orgullo local.
—Perdón, señor.
Entró un joven, cargado con una mesita. Llevaba un traje extraordinario, todo lunas y estrellas relucientes, ibis y ogros, tejido en una tela que pasaba del azul profundo al rojo rabioso, y viceversa, cuando se movía. Dejó la mesa en el suelo, retiró un mantel que cubría una pecera carente de pez y extendió una mano enguantada.
—Soy el teniente Chu, su oficial de enlace.
Se estrecharon la mano.
—Pensaba que me asignarían a alguien de seguridad interna —dijo el burócrata.
—Preferimos obrar con discreción cuando operamos en Agua de la Marea, como ya comprenderá. —Chu se abrió la túnica. Debajo llevaba el uniforme azul de la fuerza aérea—. Paso por ser un oficial de diversiones.
Extendió los brazos y ladeó la cabeza con coquetería, como si esperase un cumplido. El burócrata decidió que Chu no le gustaba.
—Esto es absurdo. No hace falta tanto misterio. Sólo quiero hablar con ese tipo, nada más.
Una sonrisa de incredulidad. Las mejillas de Chu eran redondas como pelotas, y tenía una pequeña marca en forma de estrella junto al ojo izquierdo, que desaparecía cuando su boca se doblaba hacia arriba.
—¿Qué hará cuando le tenga delante, señor?
—Le interrogaré para determinar si se halla en posesión de tecnología de contrabando. Después, en caso de que sea así, mi deber es informarle de sus responsabilidades y convencerle de que la devuelva. Es lo único a que estoy autorizado.
—Si se niega, ¿qué hará?
—Bien, no pienso darle una paliza y meterle en la cárcel, desde luego, si se refiere a eso. —El burócrata se dio una palmada en el estómago—. Eche un vistazo a esta tripa.
—Quizá posea ciertos poderes científicos extraplanetarios —respondió juiciosamente Chu—, como los que se ven en televisión. Implantes musculares y todo eso.
—La tecnología prohibida es tecnología prohibida. Si la utilizáramos, no seríamos mejores que los delincuentes. —El burócrata tosió—. ¿Por dónde empezamos? —preguntó, con repentina energía.
El oficial de enlace se irguió de un brinco, como una marioneta movida por hilos, con su actitud más profesional.
—Si no le importa, señor, me gustaría que me dijera cuánto sabe sobre Gregorian, qué pistas tiene y todo eso. Es para redactar mi informe.
—Para empezar, es un hombre encantador —contestó el burócrata—. Todas las personas con quienes he hablado están de acuerdo en eso. Nativo de Miranda, nacido en algún lugar de Agua de la Marea. Sus antecedentes son un poco oscuros. Trabajó unos años en los laboratorios de biociencia, en el Círculo Exterior. Un buen trabajo, según tengo entendido, pero nada excepcional. Después, hace un mes, se despidió y regresó a Miranda. Se ha establecido como hechicero, más o menos una especie de médico brujo. Usted debe de tener más información que yo. Poco después de abandonar los laboratorios, se descubrió que tal vez había robado un importante objeto de tecnología prohibida. Así fue como Transferencias Tecnológicas se vio mezclado.
—Se supone que eso es imposible. —Chu dibujó una sonrisa burlona—. Se supone que el embargo de Transferencias Tecnológicas es absoluto.
—A veces pasa.
—¿Qué fue robado?
—Lo siento.
—Así que es muy importante, ¿eh? —Chu chasqueó la lengua con aire pensativo—. Bien, ¿qué sabemos sobre ese hombre?
—Muy poco, sorprendentemente. Su apariencia, por supuesto, molde genético, una serie de datos generales. Entrevistas con algunos conocidos. Da la impresión de que no tiene verdaderos amigos, y nunca habla de su pasado. Resulta evidente que se ha preocupado de mantener una hoja de servicios impecable. Debió de planear el robo durante años.
—¿Tiene su historial?
—Una copia del historial de Gregorian —dijo el burócrata. Abrió el maletín, extrajo el informe y lo agitó un momento.
Chu torció el cuello con aire de curiosidad.
—¿Qué más lleva ahí?
—Nada —respondió el burócrata.
Giró el maletín para demostrar que estaba vacío y entregó a Chu el informe. Había sido impreso en el formato lotus blanco de moda en los planetas más adelantados, y doblado hasta formar un cuadrado del tamaño de un pañuelo.
—Gracias.
Chu elevó el informe sobre su cabeza y torció la mano. El cuadrado de papel desapareció. Movió la mano de un lado a otro para demostrar que estaba vacía. El burócrata sonrió.
—Repítalo.
—La primera regla de la magia es no repetir dos veces seguidas el mismo truco. El público sabe lo que debe esperar. —Sus ojos brillaron con insolencia—. ¿Quiere que le enseñe algo más?
—¿Es importante?
Chu se encogió de hombros.
—Es instructivo.
—Adelante, mientras no tarde demasiado.
Chu abrió una jaula y sacó un pájaro de lluvia.
—Gracias. —Oscureció las ventanas con un ademán, hasta sumir el salón en la penumbra—. Comienzo mi número con este truco. Así.
Hizo una reverencia y extendió una mano. Sus movimientos eran bruscos, marcados, artificiales.
—Bienvenidos, queridos amigos, nativos y forasteros. Es para mí un placer y un deber divertirles e instruirles con una mezcla de juego de manos y ciencia. —Enarcó una ceja—. A continuación, me lanzo a un pequeño discurso sobre la mutabilidad de la vida en este planeta, y sus múltiples formas de adaptación a las mareas periódicas. Mientras que la flora y la fauna terrestres, incluyéndonos de forma particular, no pueden soportar el regreso del Océano, las mareas no son más que un acontecimiento periódico y pasajero para la biota nativa. Evolución, innumerables eones de inundaciones periódicas, bla bla bla. A veces, me gusta comparar la naturaleza con un mago, yo, por inferencia, que realiza cambios mediante un puñado de trucos. Todo esto conduce a la observación de que la mayor parte de la vida animal de este planeta es dimórfica, lo cual significa que posee dos formas diferentes, dependiendo de la estación del año grande.
»Luego, demuestro. —Alzó el pájaro subido a su índice y le acarició la cabeza con suavidad. Las largas plumas de la cola colgaban como lágrimas—. El pájaro de lluvia es el típico animal que cambia de forma. Cuando el cambio de vida tiene lugar en Agua de la Marea, cuando el Océano se alza para anegar la mitad del Continente, este pájaro se adapta y transforma en una configuración más apropiada.
De pronto, hundió ambas manos en la pecera. El pájaro se debatió con violencia y desapareció en un torbellino de burbujas y arena.
El ilusionista sacó las manos del agua. El burócrata observó que ni siquiera se había mojado las mangas.
Cuando el agua se aclaró, un pez de múltiples colores nadaba en ella, muy agitado, ayudándose con sus largas aletas.
—¡Helo aquí! —gritó Chu—. El pez gorrión, aviforme en el verano grande, pisciforme en el invierno grande. Una de las maravillosas jugarretas de nuestra Naturaleza.
El burócrata aplaudió.
—Muy bien —dijo con levísima ironía.
—También hago trucos con un tarro de helio líquido. Rosas que se despedazan y cosas por el estilo.
—Dudo que sea necesario. ¿Dijo que su demostración tenía un sentido?
—Desde luego. —Los ojos del ilusionista centellearon—. Es éste: será muy difícil coger a un hombre como Gregorian. Es un mago, y nativo de Agua de la Marea. Puede cambiar su forma, o la de su enemigo, a voluntad. Puede matar con el pensamiento. Lo más importante es que comprende la tierra, y usted no. Puede absorber su poder y utilizarlo contra usted.
—¿No creerá en serio que Gregorian es un mago? Que posee poderes sobrenaturales, quiero decir.
—Implícitamente.
Ante aquella certeza fanática, el burócrata no supo qué decir.
—Ejem, sí, gracias por su preocupación. Ahora, ¿qué le parece si vamos al grano?
—Oh, sí, señor, de inmediato, señor.
El joven se tocó un bolsillo, y después el otro. Adoptó una expresión apenada.
—Ah… —dijo en tono turbado—. Temo que me he dejado las cosas en el almacén de proa. ¿Le importa esperar un momento?
—En absoluto.
El burócrata hizo un esfuerzo por no complacerse en la evidente desazón del joven.
Cuando Chu se hubo ido, el burócrata volvió a contemplar el bosque que se extendía a sus pies. La nave se elevó, describió una curva, hundió el morro y descendió. El burócrata recordó la primera vez que la había visto, en Port Richmond, cuando se aprestaba a aterrizar en el muelle. La gran aeronave, un complejo entramado de aletas, timones de profundidad y alas elevadoras, trascendía de alguna manera la torpeza de su diseño anticuado. Descendió lenta y majestuosamente, con un gran estruendo de hélices. Su parte inferior estaba cubierta de percebes, y las cuerdas de amarre colgaban de sus fauces como algas.
Pocos minutos después, el Leviatán aterrizó en una torre heliostática, situada en el borde de un polvoriento pueblo ribereño. Una solitaria silueta ataviada de blanco trepó por la escalerilla, y el helióstato volvió a despegar. Nadie desembarcó.
La puerta del salón se abrió, y entró una mujer esbelta, con el uniforme de seguridad interna. Avanzó a grandes zancadas con la mano extendida, para presentar sus credenciales.
—Teniente de enlace Emilie Chu —dijo—. ¿Se encuentra bien, señor? —añadió a continuación.