Surgidos de las más secretas moradas de la Commanderie, donde habían seguido viviendo a la espera de un milagro, los cinco ancianos, los tres hermanos, otros ancianos, unos pordioseros, unos iluminados y un grupo de mujeres contemplaban a Solal tumbado en el suelo. Y he aquí que se estremeció y se levantó, y una mujer cubrió un velo a Aude que contemplaba el misterio del hombre muerto y resucitado. Solal posó la mano en la herida, se llevó a los labios los dedos mojados de vino carnal y bendijo la vida. No sabía ya por qué había querido morir. El corazón le latía. ¿Qué podía una pizca de acero contra aquel corazón de Solal? Lo habían creído muerto y no estaba muerto. Y he aquí que la sangre había dejado de manar de su pecho desnudo dorado por el sol. Oh raza de vivos.
Se prosternó hasta tocar el suelo ante aquella mujer del pasado que estrechaba contra su pecho a su hijo, besó la tierra, se levantó y olvidó su vida pasada. Solal era otras vidas. Era nuevas y más regias tristezas. Llamadas más desgarradoras y más nobles se dejaban oír por la zona del sol. Se sentía impaciente por marchar y vivir.
Los indigentes ayudaron al vivo a subir al caballo blanco. Le presentaron a su hijo que él presentó al sol. Besó a su hijo en los labios y lo devolvió a la que lo engendrara. Rió y el caballo obedeció y echó a andar y los indigentes siguieron. Solal era otras vidas y era otras mujeres. El jinete de la mañana alzó a una maravillosa muchacha que caminaba a su derecha y posó un sol en sus labios. La vida poseía la fragancia de todas las flores. En una rama un fruto que arrancó y sus dientes refulgieron y se eclipsaron todas las penalidades del pasado.
Puro y súbitamente grave, preguntó a los servidores adónde lo llevaban. Y le contestaron: Tú lo sabes, señor. En el cruce, los aguardaba un indigente, sentado en su baúl claveteado. Al borde de la carretera, otro abría las manos formando radios y aguardaba.
Unos campesinos apoyados en sus layas se burlaban de la absurda comitiva y de los errantes con su mirada de esperanza. Una piedra arrojada por alguien hirió en la cara al jinete de torso desnudo. El sol iluminaba las lágrimas del señor ensangrentado de rebelde sonrisa que se dirigía, loco de amor por la tierra y coronado de belleza, hacia el mañana y su maravillosa derrota. En lo alto un ave real desplegaba el vuelo. Solal cabalgaba y miraba de frente al sol.