XXXV

Arrimó una escalera a la pared y subió poco a poco. A través de la rendija del postigo, vio el beso que intercambiaban Jacques y Aude.

No mirar más. Primero dormir. ¿Pero dónde? La cuadra. Abrió la puerta, se dejó caer en la paja. Los dos caballos volvieron la cabeza como para inquirir tristemente, y se sumieron en su reflexión.

Lo despertó el ruido de la verja. Se levantó, corrió, reconoció la silueta de Jacques que se marchaba. Subió de nuevo por la escalera y contempló a la maldita. ¿Por qué tomaba adormidera? Tendría insomnio. Durante los primeros meses de matrimonio, no lograba conciliar el sueño y tomaba a veces aquella infusión de adormidera. Qué bien cortaba la adormidera. Aquella gente lo hacía todo con esmero. Se movía con la misma elegancia que cuando no estaba sola. ¡Lucía su garbo para sí misma la pagana!

Aguardó largo rato antes de penetrar en la casa. La puerta de entrada estaba cerrada con llave. Dio la vuelta a la casa, bajó unos peldaños, se apoyó en la puerta del sótano e hizo fuerza. La cerradura cedió. Caminó a tientas, subió otras escaleras, abrió con precaución, entró en el salón, encendió.

Qué bien había sabido darle otro aire a la antigua casa. ¿Y el dinero? Ah claro, había muerto el viejo Sarles. Retratos de familia, preciosos sillones, paredes tapizadas de seda.

Se sentó, llevándose las manos al rostro flagelado por la infiel que entregaba los labios a otro. Sacó el puñal, comprobó el filo en el terciopelo de un sillón. Esgrimió un rictus de decisión y salió de la calle.

Crujían las escaleras bajo sus pasos. Segundo piso. Entró en su habitación de antaño. A la luz de la luna, reconoció su baúl. Lo abrió. Despacio. No hacer ruido. No despertarla.

¿Y qué había en aquel cofrecillo? Hizo saltar la cerradura con el puñal. El collar de Adrienne. Lo había olvidado. Pobre Adrienne, tan buena. Aquellas perlas servirían. Perdonaría a Aude muerta y adornaría su inmovilidad. También él tenía que estar guapo aquella última noche.

Se despojó de su ropa hecha jirones. Abrió el agua de la bañera. Demasiado ruido. No, la habitación de Aude quedaba alejada y las paredes eran macizas. No lo oiría. Lavó con esmero su hermoso cuerpo. Descubrió en un armario los siete trajes rusos. Cogió uno.

—Me lo pondré. ¿Y si me da la gana de estar loco? ¡Os escupo, imbéciles!

Sí. Y ahora despejar esa cara. Buscó en los cajones, encontró la navaja. Se dio varias pasadas con la hoja por las mejillas. Apareció el antiguo rostro, radiante de juventud, más hermoso que nunca.

Mientras se ponía el ancho pantalón de terciopelo negro, las botas de cuero blando, la blusa de lino ceñida por una trenza de oro, pensaba en el acto tremendo que iba a cometer. La luna, mezclada con los primeros albores, derramaba su leche azulada. Divisó el chal hebraico de oración, lo desplegó y se lo puso en los hombros. Ahora, era un príncipe cubierto de seda y de franjas.

—Se burlan de ti. ¡Que se burlen, pobres! ¿Cómo van a comprender?

Con las perlas en una mano, la daga centelleante en la otra, bajó, exultante de alegría y de desafío arcangélico. Era Solal, ¿y quién podía en aquel instante impedirle que fuera Solal?

Abrió suavemente la puerta. Aude dormía el sueño profundo de una criatura feliz. Miró aquellos ojos cerrados, aquellos labios que, de pronto, pronunciaron muy quedo el nombre de Jacques. Cogió el puñal de admirable filo y contempló a la culpable, la causante de sus desdichas, la cruel amazona cuyo desprecio llevaba él impreso en el rostro. Mas alzó la vista y se divisó en el espejo, iluminadas las manos con perlas y deslumbrante el rostro. La bondad era una luz de Dios en el rostro de aquel hombre. Cayó de rodillas y alabó a Dios.

—Dios de bondad, Dios de bondad, Dios de bondad. Terrible Dios de bondad. Señor sobre la tierra y en mi corazón.

No supo dónde dejar el collar de perlas y se lo colocó en torno al cuello. Aude se quejó, respiró más quedo, se volvió hacia la pared y se destapó. Aquella mujer sana dormía desnuda. Un primer rayo de sol tocó el cuerpo prieto y largo. Sí que le había hecho efecto la adormidera.

Contempló aquella vida. Le vinieron a los ojos lágrimas de arrepentimiento. ¡Qué hermoso e infinitamente adorable podía llegar a ser un ser vivo! Una rama florida se balanceaba ante la ventana abierta bajo el peso de un petirrojo. Cortó una flor con el puñal, depositó la ofrenda al pie de la cama y salió.

Sabía que no volvería a ver aquella casa y que su mujer no tardaría en convertirse en la mujer de otro. Pero aquella mujer dormida le inspiraba un sentimiento profundo y misterioso de agradecimiento. Sí, me ha golpeado. Bendita sea. Sí, he sufrido por ella. Bendita sea en verdad. Ha destrozado mi vida. Bendita sea y todos los hombres con ella.

—Dios, Dios —balbucía mirándose las manos.

Pero ver a su hijo, antes de morir. Abrió otra puerta. Ésta es la cuna, éste es el hijo de Solal. No sabía ni que nombre le había puesto.

—Dios de mis antepasados, recibe a este niño en Tu alianza con el nombre de David, hijo de Solal.

El niño se despertó, sonrió. Solal lo alzó con precaución, se lo apretó contra el pecho y salió.

En el jardín, el viento hizo palpitar la seda de oración. El niño despierto jugaba con el puño de la daga. Estaba abierta la puerta de la cuadra y el caballo blanco relinchaba viendo aparecer el sol. Solal pegó la mejilla a la cruz del animal.

—¿Quieres salir? ¿Y por qué no, hermano? —Soltó el ronzal—. Si así lo deseas, sal y goza del nuevo día. Somos amigos, tú y yo. Hijos de Dios, tú y yo.

Silenciosos, satisfechos, dóciles, el animal y el hombre enfilaron el fresco camino. Solal llevaba a su hijo en el brazo derecho y su mano izquierda asía la crin del caballo. Caminaba, distraído y feliz. Se cruzaron con un vagabundo. Solal rompió el collar, conservó dos perlas, como en el día lejano de Adrienne, y entregó el resto al mendigo.

—Tómalas y vive en la alegría. Pero, antes, antes, padre, bendíceme.

Se alejó, estrechando más fuerte a su hijo que no lloraba, sonreía, lo miraba con milagrosa confianza. Su hijo, su hijito que no sabía nada del mundo, que no sabía aún lo que es un padre ni lo que es la muerte ni lo que es el dolor que hace desear la muerte.

Se decidió, levantó el brazo y se dibujó una horrenda sonrisa en sus labios hermosos como una flor. Su mirada era rebelde. El sol que brillaba en el puñal alzado en alto cayó, penetró de golpe en el pecho.

Retiró el arma en la que se perlaban unas gotas de sangre. Le temblaban las piernas y notaba el cuerpo liviano. Ahora, era menester acelerar la llegada de la muerte caminando. A su alrededor, la vida. Las abejas templadas por el sol zumbaban activas. Todo vivía. La sangre de los árboles circulaba. Un pajarillo feliz del frescor matinal sacaba el pecho, hinchaba las plumas brillantes de rocío, se alisaba, satisfecho de sus patitas y del universo.

Se acercaban dos muchachas. Estrechó a la criatura contra su pecho para ocultar la sangre que manaba. La maravillosa rubia se ajustó el cinturón y se rió para llamar la atención del extraño príncipe, para proclamarle la lozanía de su cuerpo, para mostrarle que no se fijaba en él, para ocultarle su emoción de virgen. Solal notaba un dolor lacerante en la espalda. ¿Cómo podía seguir caminando? Sonrió a las muchachas que se alejaron, se internaron en el bosque y cantaron. Sus voces se mezclaban en un grito de vida. Puede que lo esperasen en el bosque. Demasiado tarde. Cuántas bellezas perdidas.

El caballo blanco le seguía fielmente. Solal arranco la rama de un árbol, mordió una flor. La leve brisa traía tibias fragancias. Demasiado tarde. Rió la sarcástica alegría, vengado de sí mismo. Error tras error. Existía la vida, existía Solal, ¿y por qué había destruido la vida en Solal? Como caminaba con esfuerzo, se sentó, dejó en la hierba al niño que se durmió de inmediato.

Aude se despertó sobresaltada, vio la flor en su cama, corrió al cuarto del niño. La cuna vacía. Comprendió en un vuelo. ¡El loco había venido a robar al niño! Jadeante, sin parar mientes en su desnudez, salió. Allá, estaban allá, en la linde del bosquecillo. Corrió.

Solal, alzada la mano, inmóvil y tan blanca. Su rostro, dulce y suave, mostraba indiferencia. La muerte había impreso en él su simplicidad.