XXXIV

Iba y venía por la acera, ante el ministerio de Asuntos Exteriores. «Bien, llevo diez días en París. Bien, vivo en la calle Damrémont y mi casera es carnicera. ¿Por qué otra carnicera? ¡Ajá!». Esgrimió una sonrisa peligrosa y taimada y siguió al acecho. Sabía que su suegro tenía que aparecer. Había leído unos días atrás que Maussane había recibido el encargo de formar el nuevo gabinete. ¿Qué vicio tenía aquel hombre con lo de organizar ministerios? Por él sabría dónde vivía ella.

En aquel instante, divisó a Aude a quien un chófer con escarapela tricolor ayudaba a apearse del coche. Se decidió a entrar. Pero el ordenanza rechazó suavemente al mendigo que no protestó, agachó la cabeza y se limitó a rogar al criado que dijese a aquella señora, que acababa de entrar, que Solal vivía en la calle Damrémont, número cuatro.

Acto seguido, se fue, paseó por los muelles. Se detuvo ante una tienda de antigüedades en el quai des Grands-Augustins. Un precioso puñal corto atrajo su atención. Lo examinó durante largo rato, sonrió taimadamente y siguió caminando. Se acostó a medianoche.

A la mañana siguiente, llamaron a la puerta. Fue a abrir: tenía ante él a la carnicera, acabándose un pedazo de gruyère. Le preguntó si había alguna carta para él. La señora Glerre hizo caso omiso de tan absurda pregunta, soltó una risita amarga y habló en los siguientes términos:

—¡Señor, la gente está harta de usted! ¡Si es costumbre en sus países hablar así en voz alta, eso aquí no se estila! El inquilino de al lado, un hombre ponderado, serio y como debe ser, está harto. ¡Si no le gusta esto, me paga lo que me debe y adiós muy buenas! No se sabe de qué vive usted. ¡Ay Señor!

—Dígale a mi vecino que no volveré a pensar —contestó Solal olfateando un frasco de colonia—. Puede retirarse.

La señora Glerre se retiró, bastante impresionada. Pero el hecho de ver su vajilla nueva con hilillos dorados le devolvió el orgullo y dio un portazo gritando ante la habitación de Solal:

—Los que quieran chillar que se vayan a su sinagoga.

Solal se lavó, examinando sus manos con asombro. Qué curioso. Se movían solas, él era el espectador. Dentro de diez días, ¿qué suerte habrían corrido sus manos, sus pobres amigas?

—Bueno, quién sabe, quizá cuando este jabón esté gastado, sea feliz, esté con ella.

Se encontró en la calle. Puente. Plaza Clichy. Arrastrado por la corriente de los transeúntes, recorriendo las casas de los prósperos, transitaba por las calles, ríos nutricios de los solitarios. Deslizaba las suelas y se le arqueaban las cejas.

—Soy un cadáver que flota —declaró experimentando un pequeño placer fosforescente.

Pasó un regimiento. Aplaudió con la multitud, sin comprender, y bostezó: había que entretenerse y espolvorear con azúcar la desdicha. Pero quizá hubiera una carta de Aude en casa: «¡En casa!». Corrió.

La señora Glerre había acabado de conferenciar con sus consejeras íntimas. Estaba ya convencida de que su acróbata era un revolucionario. ¡Pues estaríamos apañados! ¡Tenérselas con la policía en los tiempos que corren! En presencia de las excitadas espectadoras, la diosa, sentada ante su balanza y enmarcada por los sacrificados bóvidos, procedió con vehemencia a la ejecución del sospechoso. Le notificó que ahora mismo se largaba pitando y que se buscase una habitación en casa de algún carnicero israelita. No más casa, resulta más lógico, pensó Solal casi con alegría.

Olvidando llevarse la maleta, deambuló hasta la noche. Regresó varias veces al quai des Grands-Augustins, para contemplar el bonito puñal. Comenzaba a llover. Al examinar a todos aquellos hombres, iguales que él en definitiva, le inundaba una oleada de adoración. Se sentía hijo de todos los hombres.

—El hijo del hombre.

Se estremeció, reaccionó y siguió deambulando en la bruma, ante la mirada y a la sombra de los guardias del orden público que perfilaban su inmensa severidad.

A las cuatro de la mañana, se fue a dormir a la estación de Lyon. A las seis, lo despertó el ruido. Con la boca abierta, se absorbió durante largo rato en la contemplación de las locomotoras, seguras de su cometido. Se palpó el pelo con los dedos. Anda, le había crecido la barba. Le habría cambiado la cara ahora. Ah sí, había que ir al ministerio. ¡Adelante!

Se apostó inútilmente durante horas. Ni rastro de Maussane. Fue a acodarse al pretil y contempló el Sena. Cinco extraños viejos se habían parado, lo miraban, aguardaban pacientemente a su lado. Qué querían de él aquellos tipejos insoportables, de mirada turbia, que se arrancaban pensativamente pelos de la barba y los examinaban.

Cuando vio salir al comandante de Nons del ministerio, ordenó a uno de los ancianos que siguiese a aquel hombre y regresase a decirle adónde había ido. El viejo contestó a su señor Solal escuchando y obedeciendo.

Regresó al cabo de dos horas y anunció que el hombre de la espada había entrado en varias tiendas donde había pedido alimentos y lujos y, a continuación, había tomado un coche sin caballo que lo había conducido a la estación del santo Lázaro donde había tomado un billete para la villa del santo Germano.

Saint-Germain, por supuesto. Le habría alquilado al municipio aquella Commanderie que contenía aún todos sus muebles. ¡Adelante pues hacia Saint-Germain!

Sus compañeros de levitas empolvadas por los siglos y por negocios involuntarios y tan milagrosamente largos y entrañables como sus barbas se pusieron en movimiento y caminaron arrastrando los pies. No quiso zafarse de aquellos ancianos hermanos a los que había reconocido. Miembros de la familia Solal a los que hospitalizara antaño en el subterráneo. Lo miraban con esperanza como si aguardasen de él un acto maravilloso. Meditaban y sus cavilosas manos retorcían las hebras de las barbas recelosas.

Cuando llegó el tren a Saint-Germain, Solal abrió los brazos y respiró. Por fin iba a verla. Caminó rápidamente. Los viejos tocados con gorros de pieles seguían como podían.

La Commanderie. Estaba seguro de que estaba allí, su novia a la que amaba con todas sus venas. Ella le vería, comprendería y le abriría los brazos y sería comenzar de nuevo.

Espió a través de los matorrales. Aude y Jacques estaban sentados en el jardín bañado por el sol. Qué guapa estaba. Anda, traje de equitación. Montaba a caballo mientras él, su marido, llevaba meses deambulando por las calles. Y seguro que disfrutaba cabalgando acompañada por aquel magnífico oficial tan bronceado. «Jacques se ha convertido en un hombre y Solal en un infeliz».

Un criado les sirvió el té. Fulgor de los cristales tallados y de los objetos de plata. Y la criatura desconocida, cuya carita no llegaba a ver, durmiendo sobre un fondo rosa. Su hijo.

Aude sirvió a Jacques con una bonita sonrisa que mostró sus magníficos dientes deslumbrantes al sol. Al poco, llegó el jardinero con dos caballos.

—Se impacienta su Sadi —dijo Aude a Jacques—. Váyase ya. Le alcanzaré en el Carpedal. Tengo que dar unas órdenes.

Abrió la puerta en el instante mismo en que él se disponía a llamar. Frunció el ceño y lo miró sin pestañear, con la acuidad solar de las rubias. Pertenecía a una estirpe que no había tenido miedo desde hacía siglos.

—¿Qué desea?

Él sonrió, alargó la mano. Ella retrocedió levemente.

—Hola —dijo él tímidamente dejando caer la mano desdeñada.

—¿Qué quiere usted?

—Aude, eres mi mujer —balbuceó tras un largo silencio de adoración.

Debilitado por varios días de continuo caminar y por el hambre, se apoyó en la mesa. La tetera cayó y se hizo trizas. Recogió los pedazos, los contempló.

—No es nada —dijo con miserable sonrisa.

—Váyase. Le ruego que se marche.

Él temblaba y sus dedos atormentaban el mantel de la mesa. Aborrecía aquella sonrisa humilde que no podía reprimir. Cogió una galleta y se la comió, abstraído. Ella lo miraba no sin asco. Luego, él volvió a su afirmación obstinada:

—Eres mi mujer, eres mí mujer, eres mi mujer.

Bebió ávidamente el té que quedaba en una taza y luego arrojó la taza.

—Ven, ven conmigo. Soy desdichado. Soy miserable. Mira en qué estado me hallo por tu culpa.

A ella le venían a la memoria los malditos tiempos de la calle Calvin.

—No se acerque.

Él se echó a reír, loco de dolor. ¡Qué diablos, la había desflorado a aquella mujer, había separado las rodillas de aquella mujer! Acercó la mano. Ella retrocedió. La cogió por los hombros y quiso besarla en los labios. Ella lo rechazó violentamente, alzó la fusta.

La estría era roja en el rostro que se había tornado lívido. Miró a su mujer. La mujer que, hacía un instante, estaba tan seguro de que se apiadaría de su dolor. Con los ojos anegados en lágrimas, tendió la mejilla ultrajada, en doloroso desafío. Como espoleada por un demonio, quizá para castigarse por su remordimiento, ella golpeó por segunda vez. Él se la quedó mirando, movió la cabeza, luego cruzó el jardín, encorvado, pegada la mano a la mejilla que sangraba ya.

Los ancianos aguardaban tras la verja. Lo siguieron en silencio. Uno de ellos besó la mano del ofendido. Caminaron por el bosque durante toda la noche. Al alba, los ancianos se lo llevaron hacia la estación.

Calles. París, sí, era París. Todos aquellos condenados a muerte en torno suyo caminando, aquellas mujeres que traicionaban. Las estrías de la acera zigzagueaban, las paredes de las casas temblaban, se oían zumbidos de moscas. Ordenó a los ancianos que se marcharan. Fingieron obedecer pero continuaron siguiéndolo de lejos.

Cámara de Diputados. Él había hablado allí dentro. Qué silencio cuando el joven ministro subía los peldaños de la tribuna.

Puente. Hombres. Hombres. Todos aquellos monos sabios caminando sobre dos patas.

Quai des Grands-Augustins. Se detuvo ante la tiendecilla. Entró, se informó con insolencia. La vendedora aterrada no se atrevió a echarlo y le dijo que era una misericordia[8] del siglo XIII. ¡Misericordia! Se echó a reír y salió. No sabía adónde ir, bostezaba de hambre y ni se le ocurría pensar en procurarse comida.

Había acudido, sí, a su mujer con toda su esperanza, con su ingenua espera, y ahora portaba una señal de amor, dos señales de amor en su mejilla de veinte siglos. Hambre, sí, hambre. Frío sobre todo. Hubiera debido comerse las natillas con chocolate de la niña. ¿Cuándo había visto a aquella niña? Buena niña. ¡Qué va, una enemiga también, ésa, más adelante!

Caminaba sin descanso. Calles y calles. El cansancio lo entumecía, y lo llevaban las olas en su cansancio. Solo. Totalmente abandonado. Insultado por todos. Toda aquella gente volviéndose y riéndose de sus santos chirlos. Estaba muerto. Era el más muerto de los hombres. Oh, reclinar la cabeza en el hombro de Adrienne y dormir durante años.

Un ciego, provisto de un organillo, trituraba melodías. Entre la miseria de aquel infeliz y la suya propia, le parecía descubrir un misterioso vínculo, un vínculo de causalidad que se perdía en el infinito de su vida. Reanudó la marcha. Ya era de noche.

Una plaza. Una feria. En la oscuridad, taladrada por tristes lámparas, otro organillo rumiaba las alegrías acetilenadas del pueblo. Caballitos de madera daban vueltas en el vacío. El minúsculo dueño de los abandonados columpios se columpiaba haciendo gracias para atraer a los clientes. Solal lo miró con ternura.

Delante de Notre-Dame, lo detuvo un aura de dulzura. Aquella catedral era una casa de bondad. Los hombres se despojaban de sus armas al entrar. Y reinaba la noche, la excelente noche, su hermana la noche. El agua del río fluía tiernamente. La plaza desierta aparecía rodeada de grandes faces melancólicas.

Se dio cuenta de que estaba bailando y su baile lo consolaba. Ante aquellos reyes de piedra, bailaba. Las estrellas lo miraban con compasión. Allá arriba, los ojos de sus antiguos muertos lo bendecían.

El frío de la mañana lo despertó en los peldaños de la catedral. Temblando, reemprendió su vagabundeo eterno. Quai des Grands-Augustins. Eran las siete de la mañana. Aquellos hombres aseados se dirigían a su trabajo. Iban a insertarse en sus cubículos, cada uno feliz ante su engranaje. Y él tenía hambre, y era una reivindicación.

La herida. Su mujer le había golpeado. Los ojos le echaron chispas. Claro, ¿a quién le va a dar miedo, quién va a temer golpear a una larva? ¡Qué sufrimientos le había acarreado aquella mujer! Vivir sin ella en lo venidero, no volver a ver su mirada, ni gozar de su nobleza, ni volver a ser amado. ¿Para qué vivir?

Todos aquéllos. Aquellos malditos se mofaban de él y le amenazaban. Y sabían lo que era. Estaban perfectamente al corriente. Aquellos imbéciles conocían su desdicha. ¡Ah, una epidemia que cortase aquel caminar rectilíneo que tenían, aquellos decentes, aquella gente tan segura del mañana! «Pobres. En realidad, incluso en este momento, los amo».

Helado de hambre, se metió en una galería. Aquellos jarros de leche resultaban tentadores. Pero le dio vergüenza y apagó su sed bebiendo en la fuente de una plaza.

Fue a sentarse a un banco. Tenía al lado a una mujer. Con tono de despego, para decir sin peligro la verdad, con tono indiferente como si se tratase de una reminiscencia, como si recitase un fragmento de poema, declaró:

—Soy el Señor.

La obrera miró al majareta andrajoso que temblaba con todo su cuerpo. Solal se levantó, caminó rápidamente. Calles, hombres. Cuántos hombres. Nunca había habido tantos hombres en la tierra. Cuántos condenados. Calle Damrémont.

Ojo, no aburrirse. El dolor aprovecha la primera fisura de aburrimiento y se insinúa con su séquito. Para entretenerse, para pasar el rato, se apretó un ojo. Una calle auténtica aparecía arriba, otra menos auténtica, abajo y a la derecha, cabalgaba sobre la primera. Se hace lo que se puede.

Canturreó, tarareó, como se había habituado a hacer desde hacía unas semanas. ¿Qué hacía en la calle Damrémont? Ah sí, en otro tiempo había vivido en aquella calle. Pasaron dos muchachas. Para no estar solo, acompasó su paso al suyo.

—Mira, Jesucristo ha vuelto por el barrio —dijo la rubia.

¡Siempre aquel nombre! Ah sí, lo llamaban así desde que llegó. La señora Glerre se lo había comentado sardónicamente. Sin duda lo llamaban así por la barba. Se tocó los pelos de la barba con majestuosidad. Ahora llevaba barba, no era ya el Solal de rostro desnudo de antaño sino un rey muy majestuoso sin duda alguna y perseguido. Su mano derecha hacía grandes gestos mecánicos y solemnes. Lo seguían unos chiquillos, riéndose de sus cejas que se alzaban, de sus soliloquios y de sus gestos oratorios.

—¡Mira, mira Jesús!

—¡Qué bien vestido va Jesucristo!

—¿Te duele la mejilla, Jesús?

—Despacio, chiquillos —dijo volviéndose con una sonrisa huraña, amando de pronto con toda su alma a aquellos pequeños.

Uno de los niños arrojó con violencia una naranja que manchó el pelo y la barba de Solal. Un mozo de carnicero escribió: «Soy el chiflado» en un papel y lo prendió en el abrigo del pordiosero que sonreía a los niños y alzaba las manos temblorosas para formularles votos de felicidad.

Bostezando de hambre, entró en un café de la calle Caulaincourt, pidió leche caliente y pan, mucho pan. Unos estudiantes que estaban confeccionando una invitación de baile en francés antiguo lo miraron maliciosos. El camarero aquel tenía una fusta. ¡Basta de torturas! Toda aquella gente tenía fustas. Dolor. Dolor en la mejilla.

—No tengo dinero para pagar —dijo con tono amenazador.

—¡Se lo pagamos nosotros! —gritó un estudiante.

Solal lanzó una mirada de amor al joven, se incorporó con esfuerzo y lo saludó sonriendo. En su barba las briznas de naranja temblaron. Sí, sí, tenía razón la chiquilla. Los hombres eran buenos. Gracias, Dios mío, gracias. Aude, te perdono.

—¡Invitamos al amigo, si nos echa una perorata!

—Eso es —dijo otro estudiante.

—¡Venga, Jesús, una parábola!

Rechazó el vaso de leche y se levantó, echando llamas por los ojos. ¡Otra vez se habían mofado de él! ¡Otra vez lo habían azotado! Quiso pronunciar palabras tremendas, no las encontró y salió. Dio unos pasos, se dirigió a una anciana pacífica, una propietaria que acababa de cobrar los alquileres, cuyas manos apretaban trágicamente el cierre del bolso.

—Soy judío, hijo de judío —le dijo el loco con voz suave y enajenada—. ¡Soy el rey de los judíos, soy el príncipe del exilio!

Los ancianos que no habían dejado de seguir al hombre de dolor estaban junto a él y lo escuchaban con atención. Le hubiera gustado llorar pero tenía la garganta endurecida. Se sentía espantosamente infeliz y acosado. Los ancianos conocían la vida de aquel hombre y confiaban en aquel hombre que había sido poderoso y que quizá fuese más adelante un salvador en Israel.

El pobre salvador se sentó en la acera. Un rayo de sol irisaba sus lágrimas. Algunas mujeres se compadecieron, unos hombres se alejaron apurados. Una vendedora de periódicos se inclinó, le acarició el hombro y le habló.

Pero el loco no oía ni veía. Bendecía a aquella gente y a toda la ciudad. Una endecha cantaba en su interior, vieja compañera. Era solidario con su pueblo, era el sufrimiento y la humillación de su pueblo. Era el expulsado, el leproso, el proscrito, el flagelado. Con todo, el orgullo y la emoción que lo habían invadido no le impidieron ver a un guardia municipal que se acercaba, revestido de gravedad. Brilló en sus ojos un relámpago de astucia y se levantó de inmediato.

En su marcha sin tregua, llegó a un hospital. Había gente sufriendo allí dentro. Mejor. Al menos, no era él el único que sufría. ¡Ah, no aceptaría ya más flagelaciones! Y no tardaría en restablecer la justicia. Había llegado la hora del castigo.

Entró en una pastelería. Tres brioches en una fuente. Los agarró y los engulló con cuatro movimientos bruscos y precisos. Todo le pertenecía. Tenía derecho mágico sobre todo.

—Más —dijo con voz ronca a la empleadilla.

¿A quién iba a engañar la cretina aquella que tenía muslos tijera y una barriga llena de basuras y un sucio corazoncillo-cerebro ubicado Dios sabía dónde? En definitiva, se divertía incluso cuando sufría mortalmente. Salió sin pagar. La empleada protestó. La rechazó violentamente y se fue dando zancadas, siguiendo a un enorme gato sarnoso que iba rozando las paredes.

Aquel gato era su vida. La amada de antaño. Ahora lo despreciaba. Era feliz toda aquella gente. En cambio él, era el gato sarnoso, el asqueroso judío. Aquel policía lo vigilaba. Todos aquellos hombres con sus ojos taciturnos, tan atrozmente indiferentes. Y aquellas peripuestas maquilladas ocultando sus hediondos órganos tras su vestidos perfumados. «A todos os escupo. Vencido por vosotros, por vuestra organización, vuestro sistema. Pero soy superior a vosotros. Esa sonríe con distinción y sentimiento porque acaba de descargar su alivio en algún rincón oscuro. Malos, todos malos. Canallas. Hablan de justicia, de amor, de colaboración de clases. Hipócritas. ¡Colaboración! El pobre tiene hambre. El rico le ayuda, come para el pobre. Evidentemente, se reparten el trabajo. Claro. El uno tiene el deseo, el otro lo realiza. Basta. Qué me importan a mí esos monos que se toman en serio caminando sobre sus dos patas».

Quai des Grands-Augustins. No había nadie en la tienda. Entró, cogió tranquilamente el puñal y salió silbando. Le dolían las dos heridas.

No le extrañó tropezarse con su primo Saül. ¿Qué quería aquel imbécil, que se lo quedaba mirando con piedad? Caminaron juntos. Los faroles iluminaban de cuando en cuando los tormentos de sus rostros.

—No tengo tiempo de hablar contigo. Ahora voy a tomar el tren para Saint-Germain. Tengo cosas, asuntos que solventar allá. Estás loco y yo también. ¡Y te escupo! ¿Qué crímenes meditas? Dame dinero, voy a comprarle unas flores a mi novia.

Salió de la tienda, muy serio con su ramo, ajeno a los comentarios que provocaba. Contempló su imagen en un escaparate. Llevaba el abrigo sucio y roto, pero la magnificencia de las flores armonizaba con el fasto de los cabellos oscuros y deslumbrantes. Tiró el papel blanco que envolvía las rosas. La fragancia de aquellas flores desnudas resultaba benéfica. Guiñó el ojo a Saül señalándole una tienda de pompas fúnebres, iluminada con gas. Un policía lanzó a ambos una mirada universal. Solal sonrió astutamente.

—Es preciso que hablemos contigo —dijo Saül—. Tenemos que pedirte algo importante.

—Venid mañana a Saint-Germain. La Commanderie. Una vez haya amanecido, os escucharé durante mil años.

Se fue bruscamente. Allá, Saül conversaba con los cinco ancianos. Solal caminó largo rato con sus rosas y, disimulado en la manga, el puñal. Otra vez ese gato inmundo delante de él. Un espasmo continuo y refrenado vivía en aquella sucia y fuerte jaula del pecho, un espasmo de sollozo le endurecía la garganta. Se volvió. Había desaparecido su primo. Una alucinación, quizá, como muchas veces, cuando se le antojaba ver u oír a los tres hermanos.

Estación Saint-Lazare. Ventanilla.

—Sí, Saint-Germain. No, billete de vuelta no. —Rió burlón.

Sufría en la soledad. Ah, ser un niño como antaño y correr al sol, con dos perlas en la mano. Se habían acabado aquellos días felices. Y eso que podía haber conocido la felicidad. Y toda aquella gente observándole con recelo. ¿Qué hacer?, repetían los ejes.

Se colocó junto a la ventanilla y aulló de dolor, de miedo y de rabia contra su vida. De pie ante él estaba el revisor. Solal le contestó con timidez. Y sin embargo, con aquel puñal que llevaba en el bolsillo, podría, ajá, impedir a aquel hombre feliz regresar a su casa y reunirse con su padre y su mujer y sus hijos.

Fue a sentarse. En el compartimiento oscuro, tenía miedo de lo que muy pronto iba a hacer.