XXXIII

Solal se despertó, se acordó de que habían transcurrido semanas desde la fuga de su mujer. Corrió hacia el espejo. ¿Quizá leyese el fin de la desdicha en su rostro? No, seguía siendo él, seguía siendo el miserable.

Se tumbó en la cama, temblando de frío, sin pensar en taparse. Si dentro de dos días no había aparecido, sí, iría a las Primaveras. Pensó en la señora Quelut con terror pues le debía dinero. Unos días antes, había dado cuarenta francos a un Eterno que tocaba la guitarra en una esquina de la calle donde soplaba el cierzo y sólo había podido entregar un anticipo a la casera. Ésta había consentido esperar una semana más. Vigilaba a su inquilino y le preguntaba de cuando en cuando: «¿Qué, sin noticias de la señora?».

Se levantó, salió, vagó, fue a parar a un jardín, delante de la Universidad. Cuatro jubilados se calentaban en un banco. Se sentó con ellos. Uno de ellos comentaba que había asistido a un funeral hermosísimo, que daba gusto verlo.

—Estaban todas las personalidades. Es que el señor Sarles era alguien. Para que se hagan una idea de qué clase de hombre era, un día vuelvo yo a mi casa. Lo veo en la acera de enfrente. Pienso: No lo saludes, lo molestarás y lo más seguro es que no te reconozca. Bueno, pues ese hombre que fue presidente de la Cruz Roja, rector de la Universidad, una personalidad inminente, inminente qué duda cabe, pues me reconoció, alzó la mano para saludarme y me dijo: ¡Hola, señor Perrolaz! ¡No sé si me creerán pero se me saltaron las lágrimas! Ni más ni menos era ese hombre. Son una familia aristocrática. Muchas perras hay ahí.

Los tres acólitos silbaron de enternecido respeto. El señor Perrolaz se quitó la pipa, escupió, soñó. Acto seguido, se sonó porque creía que estaba emocionado. Pero en realidad lo hizo porque el sol pegaba fuerte, porque el señor Perrolaz tenía intención de ser feliz y de gozar de sus años de retiro y finalmente porque no hay nada mejor que sonarse largo y tendido para subrayar bien una anécdota.

Solal se estremeció y se levantó. Había muerto el abuelo. La paz sea contigo, viejo abuelo. Entró en una floristería, pidió un ramo de rosas y pagó.

—¿Es bonito? —preguntó a la vendedora con ingenua sonrisa.

—Desde luego.

—Ah, gracias. Ponga más rosas preciosas. Son para mi abuelo. Ponga de las amarillas, de las pequeñitas que tienen lágrimas por la mañana.

En el cementerio, se sentó ante la tumba del pastor. (Puesto que pronto yacerás también sepultado, tú, lector, mata el orgullo y desde ahora revístete de bondad).

Se levantó, no vio a Aude y a Jacques que se acercaban. Junto a él, un hombrecillo endomingado —sentado en una silla de tijera y untando con pasta para pulir el granito de una cruz mortuoria— se interrumpió para recoger una hoja amarillenta que rompía el orden de la primorosa sepultura. Parecía feliz. Era un grato quehacer que le recordaba los tiempos en que la querida difunta sacaba brillo a los cobres. Solal señaló el retrato esmaltado que estaba sellado a la cruz y preguntó al correcto lustrador quien, de un competente tijeretazo, hizo caer una rama seca y sopló en el pequeño sauce.

—Mi señora, sí. Murió el mismo día que me jubilé. Pensábamos: Haremos un viaje a Venecia. Pero un flemón me la arrebató.

En aquel momento, Solal reconoció con terror a su mujer y se alejó rápidamente. Pero una vez fuera del cementerio, se arrepintió. ¿Acaso no tenía derecho a ver a su mujer? La esperaría, la interrogaría. Convocaría a ambos culpables ante su tribunal.

Caminó de un lado para otro, majestuosamente, y algunos espasmos sacudían los músculos de su rostro demacrado. Se detuvo, se sacudió el polvo del pantalón, se alzó el cuello del gabán.

—Un juez debe ir pulcramente vestido —murmuró soltando una risita.

Pero cuando vio a los dos tan bien vestidos, sintió vergüenza, ocultó la cara entre las manos, al tiempo que vigilaba a los enemigos.

El rumor afelpado del largo automóvil lo sublevó. Corrió. Jacques contempló con piedad al pobre mendigo que había posado la mano en la muñeca de la joven. El coche arrancó velozmente. Solal corrió un instante. Vencido, se detuvo, cogió una piedra y la arrojó al perverso animal que desapareció. Se tumbó en un talud, abrió los brazos y gimió.

Un dolor helado entre los hombros lo despertó. El viento traía los sones del carillón de Saint-Pierre y sus danzas pastoriles. Serían las nueve de la noche.

—¡A las Primaveras!

Jadeaba cuando llegó ante la verja. Estaban cerrados los postigos. Tocó el timbre. No hubo respuesta. Fue a llamar a la puerta del chalé del jardinero. Abrió una chiquilla, balbució que no estaba su papá, olvidó las natillas que preparaba en un minúsculo hornillo.

—La señorita Aude ha salido de viaje esta noche con el señorito Jacques y el chiquitín.

—¿Adónde han ido? ¿A París?

—No lo sé.

—Claro, a París. No me tengas miedo. ¿Qué estás haciendo? —Aquel delicado cuerpecillo le inspiraba una gran ternura.

—Natillas de chocolate.

—¿Son buenas?

—No lo sé —dijo la cría sonriendo.

—¿Y los hombres, son buenos?

—No lo sé. Sí.

—Tienes razón. Dame un beso.

Se quitó el anillo que seguía llevando, cogió unas monedas de cinco francos que estaban encima del arcón y un pedazo de pan. Entregó a la cría la sortija a cambio. Salió dando zancadas y devorando el pan.

—¡A París! —gritaba al viento.