Era la hora helada entre la noche y el alba. El jefe del poblado salió de su barraca. Mientras los colonos seguían durmiendo, hizo sus abluciones, se miró en el fragmento de espejo colgado de la bomba y aprobó la levita color avellana que no había podido decidirse a abandonar pese a las faenas agrestes que venía dirigiendo desde hacía unos meses en Palestina. «En definitiva, amigo mío —pensó—, se está infinitamente mejor en tierra de Israel que en esa ciudad del Santo Germánico o como quieras llamarla, se me ha olvidado».
Tras la lamentable marcha de Saint-Germain, Saltiel viajó al Rif marroquí con intención de colocar unas arpas, y luego a Roma donde —tras una serie de malentendidos demasiado largos de explicar y de los que no era responsable— lo habían tomado, en el momento en que se apeaba de una carroza alquilada con ánimo de deslumbrar a los Esforzados que lo esperaban ante el Vaticano, por un alto personaje sionista que debía ser recibido en audiencia privada por el papa.
Un elegante prelado ayudo a bajar del coche al tío Saltiel, evidentemente sorprendido pero que se dejó gustoso, siguió a su guía y apreció la extremada urbanidad de las autoridades vaticanas. «¡Sea lo que Dios quiera y ya se verá!».
Una serie de monseñores se lo fueron pasando de sala en sala hasta la puerta roja ante la cual uno de ellos le susurró al oído que no olvidase besar la mula de Su Santidad. El tío buscó con mirada agonizante al indócil cuadrúpedo.
Un cuarto de hora después, salía, embellecida la faz por las azucenas del triunfo.
Fue a reunirse con los Esforzados al hotel, cerró la puerta con llave e instó a sus amigos a que rezasen y lo abrazasen. Por fin, tras preguntarles si entendían «en términos generales lo que era un papa», tras obligarlos a levantarse y sentarse varias veces, les anunció que había hablado como un ángel a Su Santidad, que había estado agudo, hábil, sincero, conmovedor, conmovido, ingenioso, patriótico y que el Santo Padre le había entregado una declaración de simpatía hacia el movimiento sionista. «¡Que Dios guarde al Papa!», exclamaron los Esforzados entusiasmados y rogaron toda la noche por el augusto anciano.
Al despuntar el alba, Saltiel se dispuso a dirigir los destinos de Israel. Pero los sionistas le arrancaron la declaración y amonestaron al usurpador. El tío se consoló pronto pues estaba ya hastiado de la política. Había logrado un triunfo sonado y eso le bastaba. Tras ir a mantener una pequeña charla con Tito sobre el arco erigido en honor del vencedor de Jerusalén, partió rumbo a Cefalonia, decidido a dedicarse a algo útil en el ocaso de su vida. Hablando con el papa, había descubierto que tenía una patria.
Su entusiasmo convenció a su padre. Maïmon —que conservaba en su arca una considerable cantidad de doblones, libras, onzas, ducados, pesos, piastras y florines— maldijo largo y tendido a su hijo y le hizo entrega de dos mil monedas de oro.
Saltiel compró pues un extenso terreno, entre Jaffa y Gaza. Treinta mozos y diez mozas oriundos de Rusia aceptaron seguirle y fundar el nuevo pueblo, al que dieron, pese a las hipócritas protestas del tiíto, el nombre de Kfar-Saltiel. La afabilidad, el entusiasmo y las torpezas del fundador de la colonia merecieron el respetuoso afecto de sus administrados.
Cuando se enteraron del nacimiento de Kfar-Saltiel, los Esforzados anunciaron a quien quisiera oírles su decisión de reconstruir Palestina, aprendieron agricultura, esgrima y pastoreo y se prepararon para la marcha.
El primero en estar listo fue Mattathias, que acababa de perder toda su fortuna. Al exigir la administración inglesa la presentación de una cantidad de dinero, Mattathias, para poder franquear el cordón aduanero, mostró a los funcionarios de Jaffa un billete de cien libras que había consentido prestarle Maïmon. Tan pronto llegó a Kfar-Saltiel, mandó el billete de banco a Comeclavos que se plantaba allí diez días después, tocado con una chistera y envuelto en una capa aventurera color muralla con la que se creía obligado a embozarse, no mostrando más que los ojos. Comeclavos envió de inmediato el billete eterno a Michaël. Por el mismo sistema llegaron innumerables hijos de la raza millonaria y, entre otros, Salomon que había perdido a su mujer y a sus hijos y no dejaba de alabar a Dios por no haberlo hecho morir a su vez.
Mattathias y Michaël se entregaron formalmente al trabajo. Comeclavos y Salomon perdieron unas semanas discutiendo acerca de la indumentaria más adecuada para unos agrestes y leales palestinos. Salomon se decidió por fin optando por vestirse de vaquero suizo. Comeclavos prefirió el uniforme de boy-scout, pantalón corto y blusa caqui, aunque sin decidirse a abandonar la chistera. En poco tiempo, la mano de obra no calificada —nuevo nombre de los Esforzados— desecó una marisma bastante grande.
La luz despertó las azucenas de los campos y a orillas del mar, por un instante de color amaranto, se estiraron unas palmeras. (Puede que un día veas ese país, Myriam, hija querida). Saltiel pensó que aquel día iba a ser segada la primera hierba de su finca. Intimidado, fue a comprobar el filo de las guadañas, que Michaël había afilado la víspera.
Sonaron cantos y los jóvenes pioneros rodearon al jefe que, con voz ahogada, ordenó que cogieran las guadañas.
—¡Adelante, en marcha!
Muy seria, la manada, negra de sol y de viento, siguió a la levita solemne y desfiló ante la fragua en la que Michaël golpeaba ya y Comeclavos avivaba las brasas valiéndose de su tos y de su chistera a guisa de abanico. Mattathias, inclinado sobre una caja de madera, llevaba apasionadamente la contabilidad de la colonia y volvía las hojas del libraco con ayuda de su garfio de acero. Ante la mirada crítica de sus tres amigos, Saltiel alzó el fino rostro. Salomon, que había alcanzado a la cohorte, se enredó con la guadaña, se hizo un corte en la rolliza pantorilla, sonrió y dijo que no tenía la menor importancia.
En el prado, los agricultores se dieron a la tarea. Los pioneros segaban con ritmo regular y Saltiel con frenesí, imitando sus arrugas la labor de las manos. De repente, Salomon soltó un bramido. Su guadaña, inmensa y mal dirigida, acababa de cercenarle limpiamente la punta del zueco. Una vez de pie, sonrió, dijo que no tenía importancia y que se encontraba bien. Saltiel se sacó de los faldones una hoz infantil, la afiló y se la tendió silenciosamente al cretinito.
Los mozos y mozas, bañados en sudor, se detenían de cuando en cuando y miraban con inquietud al anciano tío de la colonia que, muy pálido, arqueaba sus pantorrillas de sesenta y siete años para apreciar mejor la tarea realizada. Su corazón enfermo obraba prodigios. Dos muchachas le rogaron que se detuviese. Se negó y siguió segando, cabizbajo, en completo estado de inconsciencia. Le desconsolaba cortar las cabezas a las florecillas y procuraba indultar a los ancianos.
Entretanto, Michaël y Comeclavos habían venido a incorporarse a los trabajadores de los campos. Los rusos se volvían a admirar al corpulento jenízaro que segaba maravillosamente.
Tres místicos polacos, a quienes conociera otrora Saltiel en un tren italiano, estaban hundidos hasta las rodillas en una pequeña marisma con los abrigos empapados. Entornados los ojos, levantaban el cieno con las layas y entonaban salmos.
Todos aquellos antiguos nómadas eran conscientes de su impericia. ¿Pero qué les importaba? Trabajaban al sol y sus hijos se encontrarían con fértiles campos. Sudorosos y apacibles, trabajaban sin descanso. Honor a los nuevos hijos de Sión.
El antiguo Embarullador de Procesos era el único informal. Se interrumpía con frecuencia a maldecir a un mosquito o a contemplar con evidente satisfacción las ampollas de sus tremendas manos todo huesos, venas y pelos. Acto seguido, se calaba la chistera, cogía la guadaña ahogando un bostezo y proclamaba que estaba fecundando la tierra de sus ancestros. A continuación, descansaba. A unos metros de allí, unos estudiantes de Kiev que rompían animosamente piedras en la carretera se reían del mediterráneo holgazán.
Durante la pausa de la comida, Salomon se durmió sin comer y no despertó hasta al cabo de tres horas. Como reclamaba trabajo, le ordenaron que sembrase habas en el terreno reservado para experiencias. En cuclillas, hacía agujerillos con el dedo índice e introducía en cada uno una semilla. De cuando en cuando iba a preguntar a Iarochevsky, que había sido jefe de clínica en Odesa, si aquella semilla no estaba enferma y si podía sembrarse sin inconveniente «en la patria». A veces, gritaba a Michaël que no le hacía caso:
—¡Pero tú sabes lo que se ensucia uno las manos aquí! ¡Se me mete tierra en las uñas y me da dentera!
Corría entonces a lavarse las manos al pueblo, se detenía entonces en el corral a tenderle a un burrito precioso o a una cabritilla, muerto de miedo de que se le llevaran la mano, una pizca de hierba metida en una hoja de papel. Luego volvía, pletórico de entusiasmo, saliéndosele continuamente los zuecos y diciendo: «¿Y ahora qué hay que hacer? ¡Que lo haré!». Pedía trabajos suplementarios, que olvidaba, atraído por una mariposa o zarandeado por los pioneros.
—¡Oh palestinos —gritaba Comeclavos enseñando las ampollas—, compadeceos! ¡Contemplad al pobre campesino! ¡Contemplad la calamidad que han sufrido mis manos de intelectual por culpa de esos sionistas del fondo de Rusia que me han traído a este Sahara y a esta Pollakstina!
Pero se calaba de nuevo el sombrero y reanudaba el trabajo con bastante buena gana.
El venerable Maïmon, que había llegado hacía una semana y acababa de despertarse en la hora quinta de la tarde y en el ciento cinco año de su existencia, exigió trabajo a su vez. Su hijo le encomendó respetuosamente la vigilancia de un puñado de cabras negras. Se divisaba, junto al bosque de eucaliptos, la larga forma temblequeante y la ondeante barbita del cabalista, tocado con una boina vasca y gritando a los cuatro animales del Maligno:
—¡Por el Nombre de Chispas, me gustaría saber por qué no paráis de moveros! ¿No es preferible que os quedéis tranquilos escuchándome en corro contaros unos apólogos?
Transcurrían las horas. Los trabajos prestaban escasa atención a Tartakower, un antiguo jefe sionista que se había pasado a la oposición, y venía de cuando en cuando a reconfortarlos con prosopopeyas patrióticas agitando el cuerpecillo, la crin pelirroja, el morro leonino, la corbata roja, y arqueándose sobre los tacones altos.
Comeclavos soñaba sobre un talud y contemplaba amorosamente sus manos. Había decidido no volver al trabajo hasta que se le curasen las ampollas. «¡País de miel y de leche!», decía burlonamente dando patadas a la lata que había contenido la leche, condensada con la que se sobrealimentaba.
El tío Saltiel dejó de segar para mirar con inquietud las barracas de madera y de chapa ondulada por encima de las cuales ondeaba una banderola azul y blanca. Temblaba por su colonia. Desde hacía unos días, circulaban inquietantes rumores. Las últimas fiestas religiosas parecían haber sobreexcitado a los campesinos árabes y Michaël había sorprendido coloquios entre estos últimos y los jefes de una tribu nómada.
Saltiel se tranquilizó pensando en las alambradas que rodeaban el pueblecillo y en la ametralladora que había mandado traer de Egipto. Pasó un asnerizo, gangueando un llamamiento amoroso a una beduina que se escabulló hundiendo una risa avergonzada en una manga. El árabe se acercó a los judíos y les gritó que al día siguiente sus cabezas colgarían de los árboles.
Al atardecer, los trabajadores abandonaron el prado. Las hileras eran irregulares, la hierba estaba algo estropeada. Se miraría de hacerlo mejor al año siguiente.
En la lejanía, Salomon absorto sembraba su ciento cinco semilla sin reparar en el crepúsculo y en el silencio. Un caracol le arrancó un grito haciéndole retroceder espantado. Se percató entonces de que el prado estaba desierto. Nuestro hombrecillo salió a todo correr con toda su alma ingenua y medrosa, presa de violento pánico, imaginando tras él a los beduinos excitados por su sangre.
Y en verdad, ocultos en el bosque de eucaliptos, unos espías árabes vigilaban los movimientos de la colonia.
A la luz del claro de luna, el amigo Salomon. Sentado contra un arado, descifraba el himno sionista que había mandado traer de Jerusalén. Pero se cansó pronto, advirtiendo que le resultaban incomprensibles aquellas cinco rayas con aquellos malditos circulillos tan pronto negros como blancos. Se levantó, se rascó, buscó otra diversión. Fue a darle un trozo de chocolate al camello recién nacido, le limpió los labios con el pañuelo y se complació adjudicándose el título de cornac.
En éstas, llegó el falso abogado tísico, acabando de sacar fuerzas de un racimo de plátanos que llevaba colgado de un tahalí. Lo seguían Michaël y Mattathias. En la otra punta del pueblo, los pioneros cantaban y bailaban en torno a una hoguera.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora y a qué jugamos, Comeclavos? —preguntó Salomon.
—Parece ser que vendrán esta noche —dijo cavernosamente Comeclavos—. ¡Pobre Salomon, morir tan joven! ¡El árabe es tremendo y hace volar las cabezas a distancia!
Salomon golpeó el suelo con el pie, afirmó que no tenía miedo y dijo para que lo oyera Saltiel que se paseaba, con cara preocupada:
—¡Has de saber que estoy aquí en mi pequeño país y que como aparezcan los árabes extermino a uno!
Arrugó tremendamente la nariz y estornudó. Comeclavos miró a su amiguito con cariño y le propuso instruirlo en el oficio de las armas, a fin de salvar a Palestina. El antiguo cabo en el ciento uno regimiento se otorgó el grado de «Capitán Soldado» y explicó una teoría sobre el saludo militar al lobezno Salomon que saludó una y otra vez con sinceridad apasionada.
Tamar, una real moza de rotundas protuberancias, que salía de la barraca donde estaban instaladas las duchas, miró a los militares, esgrimió una resplandeciente sonrisa, se sacudió las gotitas que perlaban sus cortos cabellos y fue a reunirse con los que bailaban.
Saltiel se preguntaba con inquietud si habría israelitas en las estrellas y escrutaba los misterios del cielo pegando las manos al ojo derecho a modo de telescopio. Pensaba que, al haber un número infinito de estrellas, habría en otros mundos numerosos Saltiel Solal, algunos de los cuales estarían contemplando el cielo, exactamente como él a la misma hora. Se dio cuenta de que era una forma de vida inmortal en la que jamás había pensado.
Se acercó a los que bailaban. Las muchachas tenían las piernas desnudas y el viento del baile descubría los pechos de los mozos. El viejo Saltiel batió palmas, arrojó al aire su gorro de castor y gritó:
—¡Hacedme un sitio!
Entró en el corro con el entusiasmo del adolescente e hizo cuestión de honor el saltar más alto que los demás. Pero de repente el baile se paró en seco. Llegaba corriendo Michaël, alzando la mano.
—¡Hay docenas de ellos detrás de los eucaliptos! ¡Muchos a caballo y los demás a pie!
Arrojaron agua sobre las ramas ardiendo y los mozos se colocaron formando un cuadrado. Las mozas trajeron fusiles y una caja de cartuchos. Michaël quitó la funda de la pequeña ametralladora que engrasaba una vez por semana, se estiró hacia abajo los recios bigotes y aguardó arrogantemente. El jefe de clínica encendió un pitillo y rogó al tío Saltiel que se pusiera a buen recaudo. El pobrecillo sexagenario, extenuado por la dura jornada de siega, tuvo un momento de desfallecimiento y obedeció temblando, seguido de sus amigos.
Los tres polacos se habían alzado el cuello de la hopalanda y entonaban, mirando al cielo, un descarnado salmo. Sonó un disparo a lo lejos y surgieron unos jinetes a todo galope, seguidos de andrajosos vélites. Tan pronto estuvieron a un centenar de metros, Michaël, apacible operador, accionó la ametralladora. Los jinetes árabes dispararon, pegado el fusil a la cadera. Tartakower cayó, balbuciendo las últimas palabras de su discurso en el primer congreso sionista. Sus manos rascaron, estrujaron la tierra arrancada y, ya tiesas, la conservaron. Varios caballos se habían desplomado y el enemigo había desaparecido ya. Michaël anunció que los primos no tardarían en volver a la carga y recomendó a las muchachas que sustituían a los heridos que apuntasen a los caballos.
Entretanto, Saltiel había salido del barracón que servía de cocina. Quería rehabilitarse. Salomon se estremeció al ver el cadáver sobre el que Tamar extendía una sábana. Michaël ordenó que ensillasen los seis caballos de labranza y que los tuviesen listos en el centro de la colonia. Algunos beduinos más obstinados reemprendieron el ataque.
Michaël, la guapa Tamar y cuatro mozos montaron en los caballos que saltaron pesadamente la alambrada. Mientras los seis jinetes se lanzaban en persecución de aquellos cargantes inalcanzables, los mozos que se habían quedado en el pueblo, al tiempo que bromeaban sobre la confusa táctica de sus enemigos, hacían fuego contra los primos que disparaban a su vez y trataban de cruzar la alambrada. Uno de los místicos cayó. Sus dos compañeros entonaron la plegaria de los muertos, inmóviles bajo las balas.
Salomon, entusiasmado por la bizarra partida de Michaël, asió una hoz y se la lanzó a un árabe que le apuntaba riendo. Quiso el Dios de los Ejércitos que el objeto alcanzase su objetivo y que el árabe cayese del caballo. Lanzando un grito de victoria y muerto de miedo, Salomon saltó la alambrada sin acabar de saber lo que hacía y montó en el caballo de la víctima. Se hacía amargos reproches y se disponía a apearse cuando su montura lo arrastró a todo galope hacia tres hijos de jeque que espolearon y huyeron. Salomon suplicaba a su caballo que regresase pero el maldito animal fingía no entender el francés. Estallaron carcajadas en el campo y todos aplaudieron al bizarro guerrerillo. Mattathias agarró con el garfio a un árabe que se había deslizado en una barraca para prenderle fuego, lo amarró, cogió la pistola del prisionero y la sopesó maquinalmente, a efectos de evaluación.
Entusiasmado por aquella serie de gestas, el tío Saltiel eligió a un hijo de Sem de cara particularmente inmoral, preparó un lazo, lo lanzó hábilmente y se cazó a sí mismo. Se hubiera ahogado de no ser por la pronta intervención de Comeclavos. Éste, que había resuelto en un principio limitarse a ser ambulanciero, se decidió a arrojar sobre un grupo de refuerzo unas botellas de ácido sulfúrico concentrado que sembraron el terror.
Tres estudiantes de filosofía, cinco médicos y dos guapas antimilitaristas salieron entonces del campo y se lanzaron en persecución de los numerosos vitriolados. Saltiel se hizo con una honda para gavilanes, la hizo girar con vigor y mató, de una profunda pedrada en el ojo, al único camello de la colonia que estaba detrás de él. Antes de hincar la rodilla, la noble y desdeñosa bestia dirigió una mirada de reproche a su asesino.
Desesperado y avergonzado, el tío cogió un sable, corrió hacia un inmenso árabe que cojeaba con esfuerzo y lo requirió lealmente. Como el gigante se volviese tristemente, Saltiel le instó a que reconociese con él la omnipotencia del Dios de Israel. Al ver que el árabe cargaba el fusil, Saltiel se juzgó en estado de legítima defensa y alzó el sable. Pero tuvo miedo de lastimar a su adversario y de ver correr la sangre, conque se limitó, cerrando los ojos, a asestar prontamente un gran golpe plano en la cabeza del hereje que cayó. Y tras haber tomado parte en el combate, Saltiel se fue.
Los jóvenes regresaron y se sentaron, sudorosos, y se miraron con jadeantes y efusivas sonrisas. Saltiel, en paz con su conciencia, se encaramó en una caja de madera. Metidos dos dedos en el chaleco y haciendo visera con la mano, inspeccionó Austerlitz o Valmy. No quedaban árabes.
A lo lejos, Michaël y sus jinetes regresaban hacia el campo. ¿Pero por qué venían a paso tan lento sus caballos? A Saltiel se le encogió el corazón al ver que Michaël llevaba en los brazos al minúsculo Salomon acribillado de balas.
El agonizante, que fue depositado en el heno, se despidió de los Esforzados, queridos compañeros de su vida.
—Ya sabía yo que moriría joven. No volveré a veros, amigos míos. Adiós, querido Comeclavos, querido querido Michaël. Tío Saltiel, por favor, deme la mano.
—¿Y a mí no me dices nada? —preguntó Mattathias con una especie de sollozo.
Salomon se disculpó, sonrió, cerró los ojos y balbució que se lo dieran todo a los pobres. Un estertor musical brotó de sus labios abiertos y la muerte pasó la mano en la carita perpleja.
Saltiel cerró los ojos del pobrecillo. Comeclavos y Michaël lloraban, vueltos de espaldas. Por fin, llevaron a su amigo al granero donde yacían los otros tres muertos. De pie y con la mirada baja, los Esforzados montaron la guardia fúnebre en torno a Salomon.
En sus barracas, los pioneros se habían tumbado sobre las tablas cubiertas de heno. Encima de cada litera estaba la mochila que contenía las camisas, el jabón, las breves cartas del padre y las largas misivas de la madre, los libros socialistas y la Biblia. A las cuatro, todo el campo dormía a excepción de los Esforzados. Los jóvenes rostros se veían cansados. La reina Esther, negros los dedos de pólvora, sonreía. En su pesadilla, Iarochevsky insultaba en alemán a su profesor de anatomía patológica.
A las cuatro y media, Maïmon, que se había acostado con el sol, se despertó, ignorando el combate que se había librado. Salió, olfateó la creación, vio que era buena y se alegró de vivir. Detrás de un montón de heno, avistó al prisionero árabe que había logrado soltarse las ligaduras e intentaba apoderarse de los fusiles. La aparición del anciano traslúcido que lo maldecía en lengua caldea espantó al ladrón que salió huyendo.
Algún tiempo después del primer golpe de mano, el día que llegó Gamaliel, se presentó un emisario anunciando a Saltiel que la gente de los alrededores no quería más judíos en su tierra, que el primer combate no había sido más que un juego y que como los judíos no se marchasen en el acto, lo pagarían con la muerte. Saltiel había elegido la muerte.
El segundo ataque, bien organizado por los árabes, resultó sangriento. Los judíos se defendieron lo mejor que pudieron y Saltiel, herido repetidas veces, hizo prodigios. Gamaliel, con una cuchillada en la frente, acogotó con una reja de arado a un árabe que intentaba arrancar al ciego los rollos de la Ley. En ésas, llegaron refuerzos de Ruhama, la colonia vecina, y volvió la calma. Pero quedaban pocos vivos entre los habitantes de Kfar-Saltiel.
Iarochevsky comunicó a los Esforzados que su jefe y amigo no iba a tardar en morir. La misma noche llegó de Cefalonia el profesor ayudante de Talmud con una gran noticia.
—¡Oh compadre Saltiel, oh hijo de la fortuna, tu título otomano ha ganado el premio gordo!
El tiíto se había pasado medio siglo describiendo minuciosamente las magnificencias y donaciones del día en que «ganase su otomano». Escuchó al profesor con sonrisa distraída, preguntó por el camellito e instó a sus amigos a que se ocupasen del huérfano. Aspiró luego el perfume de las florecillas que acababa de traerle Michaël. Flores de Israel.
—¿Estáis aquí los tres? Amigos míos, creo que me reuniré muy pronto con Salomon, Dios sabe dónde.
—Vamos, vamos —dijo Comeclavos con voz especialmente ronca—. ¿Quién habla de morir aquí?
—Aguarde a que hayamos construido unos cuantos acorazados —dijo Michaël con fingida alegría—. ¿Ahora que es nuestro el Reino quiere morirse usted?
—Siempre ha sido extravagante —dijo severamente Mattathias que tenía los ojos enrojecidos y con cercos.
Pidió el moribundo que le leyesen el cuaderno azul que contenía las obras de Salomon. Sonrió y celebró uno tras otro los poemas enamorados, lozanos y cantarines que compusiera el aguador bebiendo su mercancía.
—Un inútil bueno como el pan, un granito de sal de la tierra. Como nosotros. Ahora, dame la maleta, Comeclavos.
Soltó una risita al reconocer a la vieja amiga perseguida. Contempló durante largo rato las fotografías de su sobrino, cerró los ojos de cansancio y se durmió.
Una hora después, se despertó con la sonrisa de hora de la muerte de que hablara a su sobrino una noche, mientras paseaban a orillas del Sena. Sus amigos se inclinaron para entender lo que decía. Parecía que dictase un testamento.
—He viajado mucho. ¿Quién ha visto lo que yo? Quien quiera información sobre el mundo que consulte a Saltiel. Los franceses tienen la simpatía, los ingleses son más altivos que el babilonio, los italianos son jóvenes de corazón y los alemanes tienen las melodías que hacen llorar. ¿Y quién es honrado, libre, independiente como el suizo? Que el Eterno proteja a Ginebra donde mi bienamado ha hallado a la que ama. Oh amigos, si vais a Ginebra después de mi muerte, saludadla y llevadle una rosa de parte del tío Saltiel. Fui solo una vez a ver a mi amado, sin que él se diese cuenta. —Sonrió y exhaló un estertor—. Pero somos el hijo de Dios. Un anciano noble que ha cruzado las llamas sin traicionar y para salvar. Es menester decir a todos los hombres que son buenos para que lo recuerden. Los cristianos son muy buenos y sufren también. Saludadlos de parte del tío Saltiel que los ama. Mi Dios es mi fuerza y mi torre. Ojo con los niños cuando cruzan la carretera. Vas a caerte. Demasiado vivo, mi Sol. A ellos no les gusta quien vive demasiado. Hijo mío, sufres y tu tío te abandona. Cariño mío, es hoy el fin del mundo por la gelidez. ¿Pero qué señal, oh tía mía de infinita consideración? Oh Sol, hijo mío, ¿dónde estás y qué haces?
Sus labios, de los que brotaba sangre, invocaron al Dios único. La cabeza afectuosa y cándida, en la que tantos inventos burbujearan, se desplomó, apaciguada por un tiempo eterno. Los ojos del querido Saltiel reflejaban asombro por lo que veían y sonreían de incurable tristeza.
Tras un mes de luto, los tres amigos que se habían salvado de la muerte sacudieron las cenizas de sus abrigos y entraron en la vida. Y Comeclavos declaró que quería marcharse, que estaba harto de aquella Palestina «que devoraba a los mejores de sus hijos». Michaël le hizo observar que habían jurado al tío que se quedarían en Kfar-Saltiel. Comeclavos rió burlón.
—Pues si, prometimos ¿y encima quieres que cumplamos? Pero ¿quién te procreó, oh ignorante?
—Mi padre.
—Me lo pregunto no sin recelo. En cualquier caso, una cosa es jurar y otra mantener la palabra. ¿Por qué hacer ambas cosas? Con una basta.
—Pero —dijo Mattathias—, ¡mira con qué entusiasmo trabajan nuestros hermanos de Rusia!
—Ellos son los pepinos y nosotros la sal —contestó enigmáticamente Comeclavos.
—¿Pero qué entiendes por pepinos?
—Pepinos —explicó Comeclavos—. Yo me marcho. ¡Oh amigos míos, esta Palestina es un país que escupes al suelo y sale un saltamontes que se te zampa la cara! Estoy harto. Y por decirlo todo, hay demasiados árabes por aquí y no resulta higiénico para mi salud. He dicho.
Rabbi Maïmon se despertó.
—Eh, jóvenes, ¿qué hago yo en esta tierra? Explicádmelo. ¿Soy un cristiano para agostar mis años en Palestina? Yo necesito países en donde haya movimiento. ¿Soy un gentil para venir a ver un muro? ¿Y quién me garantiza que ese Muro de las Lamentaciones es auténtico?
—Habla bien el viejo —dijo Comeclavos—. ¿Y por qué hemos de quedarnos puesto que el propio rabino Gamaliel ha huido secretamente con una sulamita de dieciocho años?
—¡Es una calumnia! —gritó Michaël. Comeclavos se encogió de hombros—. Además —agregó con ferocidad—, si aquí hay judíos de Polonia es porque no van bien los negocios en su país. Con que han pensado: «¡Vámonos a Palestina y allí Dios proveerá!». Ésa es mi opinión.
Un judío de Varsovia se encogió de hombros y siguió afilando su guadaña. Él estaba seguro de su fe y de su amor. Amaba Jerusalén y sabía que millones eran como él.
—Niños, si me quedo aquí —concluyó Comeclavos lanzando una sombría mirada al segador—, noto que me volveré antisemita y que organizaré un pogrom, ¡palabra de honor! Hay demasiados hijos de Jacob por aquí. En una palabra, que siento nostalgia y languidezco por volver a ver a los cristianos.
—Lo que es cierto —confirmó Michaël lánguidamente— es que se aburre uno en esta santa tierra.
Y chupó una florecilla.
—No hay suficientes idas y venidas en esta comarca que según me aseguran es cananea —suspiró Maïmon incorporándose en su ataúd—. ¿Es justo que no vea los demás países antes de desfallecer en los brazos del ángel de la muerte? ¿Y soy yo población para quedarme en esta Palestina? La sal debe esparcirse y no concentrarse.
—Se me antoja que el viejo habla cuerdamente —dijo Comeclavos—. Somos la sal, ya lo he dicho. Y me urge ir a salar los países.
—Inútil desarrollarlo más —dijo Mattathias—. Hemos comprendido. No somos árabes.
—¡Pero lo seréis si os quedáis aquí! —exclamó Comeclavos levantándose—. En una palabra, que echo grasas malas en este país. ¿Soy acaso un judío de Rusia y de las tierras de bruma para deslomarme aquí? ¿Qué tienen en común estos rusos conmigo que soy un judío del sol? ¡Amigo mío, estos rusos tienen unas narices tales que puedes tomar el café encima de sus narices, palabra de honor! ¡Y luego echarte la siesta a la sombra de sus narices!
El segador se acercó y plantó la pesada mano en el hombro del insolente que soltó una bochornosa risita burlona y enmudeció.
Aquella misma noche, Comeclavos abandonó Kfar-Saltiel y se dirigió hacia la costa. Su sombra violenta se alargaba en la carretera y a la luz de la luna. Solo y libre, el grotesco soñaba o canturreaba nasalmente una melodía de libertad. Tras bastantes horas de marcha, oyó el grito de llamada de los Esforzados. Se volvió, divisó a Mattathias y a Michaël que le hacían señas.
Los esperó y creyó, con lágrimas en los ojos, reconocer más lejos las sombras de Saltiel y de Salomon vagabundeando venturosamente.