XXXI

Arreglaba lo mejor que podía el pisito amueblado de la calle Calvin donde vivía con su marido desde hacía tres días. Fruncidos los labios en gesto de atención, clavaba tiras de arpillera, destinada a camuflar la pringosa tapicería.

Contempló su obra concluida. Le había tomado ya cariño a aquel hogar al que acababa de insuflar un alma. Había arrumbado los vulgares cuadros y prendido preciosas reproducciones en la tela oscura. Por la mañana, había pedido a Solal que no regresase hasta última hora. Disfrutaba de antemano con su sorpresa cuando viese el piso transformado.

Era tan bueno, desde que habían abandonado las Primaveras. Había ido a buscar trabajo. Estaba segura de que pronto se trasladarían a París y que sería un triunfo más sonado que el anterior. Se sentó, inclinó su deliciosa cabeza. «Y en París, tendremos hijos más adelante, muchos hijos. Reñirán y yo intervendré. Los reñiré afectuosamente, pero con firmeza».

Al oír cantar, tres días antes, al solitario, se le había desgarrado el corazón de piedad. Supo hablar a Solal, mostrarle la necesidad de marchar de inmediato. Dejó una carta a sus abuelos en la que les pedía que no intentasen volver a verla antes de que les volviese a escribir. Despertó al jardinero, que los acompañó en coche hasta el hotel. Al día siguiente, fue a vender sus joyas y su abrigo de pieles, se sorprendió de que aquellos objetos tuviesen tan poco valor: cinco mil francos. Ni le pasó por la mente que hubieran podido engañarla los comerciantes.

Se fue a la ventana a atisbar la llegada de su marido. En la angosta calle, reconoció el caballo, el coche y el sombrero cilíndrico, de bordes redondeados, del señor Sarles que bajaba con esfuerzo. Evidentemente le habría telegrafiado la abuela. Pero ¿cómo se había agenciado sus señas? Quizá a través del ayuntamiento.

Llamaron tímidamente. No se atrevió a abrir. Oyó el ruido del bastón, los pasos de su abuelo bajando las escaleras. Escuchó con el corazón palpitante, temiendo un paso en falso en las lóbregas escaleras. Miró por los postigos entreabiertos. El señor Sarles, desorientado, alzaba la vista y examinaba las ventanas del cuarto piso.

Al poco, llegó Solal. Besó a Aude con tímida sonrisa, le acarició el pelo y sacó del bolsillo un ramo de violetas que le alargó, cabizbajo. No se atrevió a confesarle que los correligionarios a quienes había solicitado trabajo lo habían recibido con recelo. Aude sirvió la cena, confeccionada con mil torpes esmeros.

—Amado, qué placer estar solos.

Solal se estremeció de miedo y repitió para sí la última palabra.

Pasaron las semanas. Su amor, que había rebasado el período en el que crece por propia virtud, hubiera debido consolidarse, sostenido por una alianza en el seno de la sociedad.

Aude trataba de poblar su vida en común, aparecía con libros, flores, frutas exóticas. Se sorprendía a sí misma deseando que él le organizase una bronca. Quizá eso lo hubiera entretenido. Pero ¿de quién podía tener celos? Aude no veía a nadie. Y sólo le quedaban ochocientos francos. Pese a avecinarse la miseria, había comprado una historia del arte en cinco volúmenes, que leían por la noche los dos pobres solitarios.

«Estoy echando a perder lo mejor de mi vida —pensaba Solal—. En vez de ser uno de los que aparecen en los libros o están escribiendo un gran libro y esgrimen una sonrisa de bondad, de hastío y desdén, leo libros. Nos cultivamos. Resulta cómico. A mi edad, Cristo. Y yo, emperador de una mujer. Es culpa mía si no encuentro trabajo. Cuando voy a pedir trabajo, ese estúpido orgullo. Les suelto una lista de nombres hebraicos, cuando hablo con cristianos. O proclamo muy ufano que estoy casado con una cristiana, cuando hablo con judíos. Anda, ha dejado de leer».

—Sí, sí, Aude. Los primitivos, Aude, los primitivos.

—Tenemos que salir, Sol.

—¿Tú crees? —preguntó él con tono mimoso—. Pero si se está tan bien en la calle Calvin.

—Dígame, Sol, ¿le gustaría tener un niño?

Tan dolorosa fue su sonrisa que ella optó, con el corazón encogido, por seguir conservando para sí el secreto.

Fueron al concierto. Con haberse acercado tan poco a la vida social, habían recobrado la alegría. Regresaron felices a su piso, se unieron como antaño.

Al día siguiente, Solal pensó: «Por ese camino hay que seguir. Pero ¿a quién puedo ver? Por su culpa, ya no tengo ganas de ver a los míos. Por mi culpa, ella ya no tiene ganas de ver a los suyos, o le da vergüenza verlos. Ella no es culpable, yo no soy culpable, nadie es culpable». Estuvieron juntos todo el día. Ella utilizaba sus reservas de amor para dejar resplandeciente el piso. Él seguía su actividad con indiferencia.

—Sol, te he hecho natillas con merengue.

Solal se estremeció. Comió, cabizbajo, la miró a hurtadillas. «Ahora me tutea. Caída del dracma palestino. ¡Viva, viva, casémonos![7]».

Después de cenar, Aude leyó en voz alta un capítulo sobre Botticelli. Del piso de al lado salían alegres cantos y los sonidos de un acordeón. El empleado del ayuntamiento celebraba una fiesta patriótica. Aquellos cantos montañeses eran vivos, libres y asociados. Y ellos eran dos malditos. «Oh, ser como esa gente. La amada tan buena. Hace cuanto puede. El anillo se le ha quedado ancho. Pobres dedos enflaquecidos. ¡Desdichados los solitarios! Ésos de enfrente se ríen. Son muchos, están contentos, sus miradas brillan, sus ojos se quieren. Y nosotros, dos lectores de Botticelli muertos de aburrimiento. Solal y Aude son dos vomitados por la sociedad. No importa que la desdicha haga sufrir. Pero es que nos vuelve mezquinos. No es justo».

—¡Qué odiosa esa gente de enfrente! —exclamó ella—. No puedo soportarlos.

—¡Ajá, conque lo confiesas! —bramó él.

Volvió a caer en su postración. «Caballeros, el amor sólo dura en función de la sociedad. Caballeros, únicamente la sociedad da lustre a lo biológico. Mi mujer ya no goza, caballeros, porque falta el contraste. Sólo nos sentimos deliciosamente solos y dos, por la noche, cuando hemos estado en contacto con los demás, durante el día».

Aude se sentó al piano. Solal contemplaba a aquella mujer caracoleando sola por su cuenta (había tomado algo de alcohol a escondidas). «Yo estoy de pie, asisto y ella hace de amazona. Pobre mujer. Todo para entretenerme. ¡Y ha alquilado un piano! Cómico. Estamos perdidos».

Aude dejó de tocar.

—¿Quieres que salgamos?

Solal hizo un misterioso ademán de asentimiento, la cabeza hundida entre los hombros, la mirada perdida. ¡Qué tristeza cuando la vio echarse una última mirada al espejo! ¿O sea que aún se esforzaba en agradarle? Poco tiempo duraría.

Pasaron ante el Grand-Théâtre. Aude fingió no reconocer a dos antiguas amigas, despreció a aquella gente que llevaba una vida exterior, superficial. Solal se había detenido, miraba ávidamente las luces del teatro y a la gente social que entraba a divertirse. Se rascó la frente. Ella lo miró, reprimió una especie de vergüenza y le dio el brazo. Fueron a pasear a orillas del Arve. Pero no se les ocurría ya nada que decirse. Sólo tenían en común su amor aún vivo.

Un capataz, adepto de la Cruz-Azul se compadeció del infeliz de los zapatos agujereados. Solal no dijo a su mujer dónde trabajaba y habló vagamente de operaciones financieras. Desempeñó con celo su humilde trabajo.

Pero un día oyó el viejo insulto dicho sin maldad, por gustosa vieja costumbre casi cordial. Se levantó, golpeó al ofensor y fue despedido. Anunció la noticia al mediodía.

—Buenas noches, Aude. Me han despedido. Trabajaba en una fábrica de resortes de reloj. ¿Tienes algún reloj que no funcione? Soy un experto.

¡Su amado había aceptado animosamente semejante trabajo y ella sin darse cuenta de nada! Y mira que tenía que haberlo notado. Aquellos madrugones. Y él era el ministro que recibía con desdén, delgado, ágil y hastiado. Un sollozo se le agolpaba en la garganta, un sollozo de piedad maternal y de agradecimiento. Besó la mano de su marido.

—Escucha, amado mío. —Él esbozó un rictus de protesta—. Triunfaste tanto en París. Padre está completamente curado, me ha escrito el abuelo, y está deseando ayudarte a empezar de nuevo. ¿No quieres?

—Ni derecho, ni ganas. Además, mi especialidad son los pequeños engranajes.

Aude sonrió maquinal mente, con fatiga. Solal se puso a caminar por la habitación, conteniendo el deseo de preguntarle si no le quería menos. «Ni hablar, no tiene que saber que me quiere menos. Hay que retrasar el momento en que se verá obligada a reconocerlo».

Aude alzó la cabeza casi con alegría.

—Cariño, salgamos. Hace tan buen tiempo.

—Es aburrido —contestó él. (Pensaba que se aburriría con él lo mismo fuera que en casa).

Ella se tumbó en la cama sin hacer.

—¿Qué haces?

—Me tumbo.

Cerró los ojos, intentó dormir, dejar de pensar. Pero entraba el sol en la habitación y aquel hombre caminaba desmañadamente, con irregularidad. Le dolía la cabeza. Se levantó.

—¿Quieres que nos separemos, querido?

Él la miró con angustia.

—No, querido, no, me quedaré.

¡Qué tono de superioridad adoptaba!, pensó Solal. Sólo había una manera de romper por un instante el maleficio. Procedió a hurgar apresuradamente en la ropa de Aude. Ella se dejó, desconcertada, avergonzada. Durante unos instantes el peso de la vida resultó más llevadero. La miserable fiesta no duró mucho.

Solal reemprendió sus idas y venidas, sin entender ya qué hacía en aquella habitación y en este mundo. Por fin, abrió la puerta y dijo:

—Balance del matrimonio mixto. Me odian los míos y los tuyos. Te odian los tuyos y los míos. Y nos odiamos entre nosotros porque nos odian. Adiós, te abandono definitivamente.

—Ponte el abrigo. Hace frío afuera.

¡Ajá, conque creía que la cosa no iba en serio! ¡Pues ya vería! El portazo no impresionó a Aude. Se acercó a la ventana. Aquel infeliz que desaparecía por la angosta calle era su vida, la pobre parte que le correspondía.

Por la tarde, recibió la visita que más temía. El señor de Maussane se sentó, contempló la colada tendida, se quitó los guantes, se atusó el bigote. Mientras hablaba, observaba a Aude y su espalda encorvada, sus pestañas pegadas, la expresión extraviada de su rostro estragado.

—Ahora mismo dejas este piso —concluyó—. Yo me encargo de que Solal acepte las formalidades del divorcio. Venga, vamos, hija mía.

Aude sonrió y dijo con un temblor de labios:

—Pero si yo no tengo la menor gana de irme.

—¿Contenta con tu suerte?

—Sí —contestó Aude con gravedad.

Maussane suspiró, se acarició la nariz, aspiró aire, cogió el sobre con el cheque preparado a todo evento. (Aude meditaba, con la mirada baja). Dejó suavemente el sobre encima de la chimenea, junto a un montón de papeles. Tosió.

—Hijita, no olvides que te esperan en las Primaveras.

Aude se mantenía erguida y digna, se aguantaba las ganas de llorar y de besar a su padre. El político sabía no insistir. Estaba seguro de que tarde o temprano regresaría con ellos. Se marchó.

Entretanto, el infeliz Solal erraba por una calle de Annemasse, pequeña ciudad saboyana a unos kilómetros de Ginebra. (Había mucho paro en Ginebra y había oído decir que en Saboya se encontraba más fácilmente trabajo). Divisó un cartel pegado a una tienda de ultramarinos. Pedían «joven recadero». Entró.

La tendera, que estaba charlando con un representante de pastas, dirigió una exquisita sonrisa al nuevo cliente. Pero cuando supo lo que traía al nuevo cliente, frunció el ceño, ojeó con suficiencia el pasaporte y desapareció en la trastienda. Se oyó una voz de hombre.

—Pero vamos, es que eres absurda. Absurda. Es que está clarísimo. Conocí uno en el regimiento de Marsella que se llamaba así y era de la cofradía. En mi casa no quiero judacas. Vamos vamos, que salga pitando de aquí. A Jerusalén. Dile al fulano que se pase por aquí por Navidad.

Solal salió, caminó unos pasos y se detuvo.

—En estos tiempos de paro hay que dar prioridad a los compatriotas —dijo la tendera.

—¡Desde luego, que vuelva a Polonia esa gentuza! —abonó el representante impaciente por colocar el pedido.

—¡Falsos como Judas y avaros como Rothschi! —proclamó en la trastienda la augusta voz de las naciones—. ¡Haced el bien y os pesará!

—Desde luego —contestó la tendera distraídamente pues una de sus clientes acababa de pasar sin detenerse, con un paquete que parecía proceder de la competencia—. ¡Hoy en día ingratitud, eso es lo que te encuentras! —concluyó con voz vibrante.

—¿Conque decíamos, señora Hermelin, que cien kilos de fideo semifino?

—Semifino —confirmó con soberana poesía aquella a quien el tributo era obligado puesto que hacía el pedido.

Solal se reunió con su mujer en la casa de comidas a la que solían acudir cada noche. Aude pensaba en una amiga a la que se había encontrado y que había mirado hacia otro lado. «Qué me importa a mí que no me haya mirado. Quedan aún ciento veinticinco francos más o menos. Son cincuenta comidas para cada uno. Prefiero venir a comer aquí. Si no luego toda la fregada. Sirven raciones pequeñas. Este bistec está lleno de nervios. Las yeguas amadas por los vientos de la Escitia más lejana. Me gustaban esos versos antes». Se inclinó sobre el plato.

Comían humildemente, masticando la pitanza con intimidad animal. No se miraban. Cada uno constituía para el otro la imagen de la asquerosa vida.

Junto a ellos, una pareja proletaria. La obrera consultaba la carta con enorme y disimulado placer. «Yo, Aude de Maussane, soy ya igual que esta gente». El amigo de la obrera llamó al camarero con dureza, para demostrar que era asiduo, y encargó el menú caro de cuatro francos. El profesor particular que comía con un café con leche se volvió. El proletariado se mantuvo soberbiamente serio.

Cuando llegaron los entremeses, de placer el obrero y su novia se mordieron vergonzosamente los labios para no sonreír. La mujer con gusto hubiera dicho que estaba de aúpa, pero logró contenerse, tiró el palillo y dijo fingiendo enfado que ya era hora. Emocionados por aquella visión de riqueza, el obrero y su novia se prodigaban inhabituales atenciones ofreciéndose recíprocamente entremeses. El hombre hizo el amago de afilar los cuchillos pero se detuvo y restregó el plato no sin soplarle antes.

A Aude se le escapó una triste risa y se levantó. Solal pagó y la alcanzó. Los dos presidiarios caminaron el uno al lado del otro.

Al llegar a casa, él le pidió que encendiera la chimenea. No prendía la madera húmeda y Aude sollozó exasperada. Cogió las hojas que estaban en el mármol de la chimenea y, con ellas, el sobre que había dejado Maussane sin que se enterase su hija. Arrugó los polvorientos papeles, los arrojó al hogar donde ardieron. Aquel hombre, aquel fuego, todo era insoportable.

Solal hablaba de los primeros días de su matrimonio con fingida ironía que ocultaba tanta desesperación y la esperanza de un milagro. Aude se levantó llena de rencor.

—¡Ni eso quieres dejarme! ¡Ni un bonito recuerdo!

—Oh novia mía, ¿recuerda usted lo cómicos que resultábamos el otro día, acatarrados ambos, en esta habitación, extrayendo, con todas nuestras fuerzas y sin mirarnos, un moco egoísta y conyugal? ¡Himen, oh himeneo!

—¡Basta, por favor se lo pido, basta!

Estaba harta y no comprendía que aquel cinismo camuflaba el dolor de ver lentamente ahogado el maravilloso amor por la soledad compartida y la miseria. Solal tomó la decisión de aislarse altivamente. El silencio, la frialdad, quizá eso le devolviese el amor de su mujer. Pero ella lo conocía, sabía que aquella actitud era superficial, y contenía un mecánico deseo de reír al verlo constreñirse miserablemente al silencio.

Al cabo de un cuarto de hora, olvidó su decisión. Para romper el angustioso silencio, agobió a su mujer con inútiles preguntas, esperando que contestaría cariñosamente, que brotarían de ella palabras milagrosas, que le diría, súbitamente iluminada: «¡Vamos a ver a los tuyos!». Por eso repitió, sin cansarse, durante largo rato:

—¿Qué, qué, qué hay?

Esperaba la respuesta milagrosa. Pero ella no decía nada. Pensaba en otras cosas, soñadoramente, peligrosamente en otras cosas. Riendo como un bobo, con inexplicable y desasosegada alegría, intentó, para impresionar a Aude, para emocionarla, doblar el anillo que seguía llevando. Hacía falta algo inédito y no quedaba ya nada inédito. (Sufrir siempre. El sufrimiento grande entontece, reduce el alma, envilece el cuerpo. Y vuestros estúpidos poetas, delicadas criaturillas cuyo corazón jamás ha batido sangre negra, vienen a cantarme la grandeza y ventajas del sufrimiento).

A las nueve, no teniendo otra cosa que hacer ninguno de los dos, se acostaron. En cuanto la tuvo cerca, él se apartó para no notar aquel cuerpo extraño. Cada uno de ellos amó su cuerpo y odió el del otro. El hombre profesa un amor indulgente a su cuerpo, ese viejo infeliz que lo acompaña en todos sus infortunios.

—Vete, me molestas.

Temblando de frío, Aude se sentó en un sillón, pidiendo a Dios que los salvase.

—Hunde bien los clavos, amada mía.

Se volvió contra la pared, consciente de que devoraba los últimos restos del capital de nobleza y virilidad amasado antes del matrimonio.

—Los clavos del ataúd. ¡Vete!

Al quedarse solo, comprendiendo su culpabilidad, lloró, pegada la cabeza a la almohada. Pero no había nada que hacer. La mano de Dios pesaba sobre aquellas dos pobres criaturas.

No podía dormirse y se ahogaba en la oscuridad. «Si no me mato es porque me da miedo fallar. Posible parálisis. En cualquier caso, ahí está la pistola. Mañana se verá». La necesitaba. Aporreó el tabique y aguardó esperanzadísimo. Ella lo entendería todo. Los males pasados quedarían maravillosamente abolidos y sería un maravilloso volver a empezar y todo iría bien.

Pero apenas entró, la miró con odio, cogió un vaso de agua, quiso arrojárselo a la cara. Ella dijo con desdén:

—¿Para qué? La verdad es que no es interesante. —Era demasiado educada para atreverse a decir que era una estupidez. Pero pensaba: «¡Qué bajo ha caído!».

—Di cómo te llamas.

—Aude Solal.

—En París, cuando ibas a encargar algo a una tienda, ¿cómo lo decías? Te comerías las sílabas. ¿Te arrepientes de tu matrimonio? ¡Di que te arrepientes! —Le ardían las mejillas de vergüenza—. Di tu nombre de antes.

—Aude de Maussane.

¡Oh, qué bien lo decía! Lentamente. ¡Saboreaba su querido y precioso apellido! ¿Qué se le había perdido a él en aquel país? ¡Ah, vivir con su padre, con su tío, reír con los Esforzados, cuando contaban anécdotas de pasaportes, o cuando, mientras birlaban olivas, confesaban ingenuamente el pánico que les daban los guardias! Estaba tan cansado que durmió un minuto.

Abrió los ojos, cayó de rodillas ante su mujer. La mano de Aude acariciaba maquinalmente la mano de Solal. Ni siquiera se sentía ya triste, sentía indiferencia. Para experimentar dolor, se requiere un mínimo vestigio de alegría. Él había destruido todas sus esperanzas. Ya no creía en él. No lo abandonaba por nobleza y fidelidad a la palabra empeñada. Él contemplaba, loco de adoración, aquella mano que había maltratado.

—Amada, novia mía. Nunca más. Me arrepiento. Pido perdón. Amada, sé que tendremos un hijo. ¿Por qué no me has dicho nada? No me he atrevido a hablarte de ello. ¿Lo odias por mí? ¿Por ellos?

Las palabras salían trabajosamente. Era tan desdichado que casi no sabía hablar. Ella ya no lo escuchaba, endurecidos los ojos. Apartó la mano, pensando en su niñez. Las grandes frases cristianas se le agolpaban en la garganta: «Venid a mí, todos los que estáis atormentados y agobiados, que yo os aliviaré». Su maestro de siempre, su Señor Cristo, le sonreía. Solal había apoyado el rostro iluminado por las lágrimas en las rodillas de su mujer. Aude se echó ligeramente hacia atrás.

—No me desprecies, no me abandones —balbució él desesperadamente—. Quiéreme, puesto que yo te quiero.

Quiso volver a tomarla autoritariamente. Pero era demasiado sincero para lograrlo. Quiso besarla en los labios y la atrajo tan torpemente que chocaron sus dientes. Ella lo rechazó.

—Por poco me rompe un diente —dijo ella para aumentar la sensación de ridículo. (Acto seguido, se lo quedó mirando con perverso regodeo).

Se produjo un milagro. Solal se incorporó, se recobró, se indignó de aquella degradación y soltó una carcajada tan violenta que Aude tuvo miedo. Por fin se calmó, encendió un cigarrillo que arrojó de inmediato sobre la alfombra.

—¡Imbécil! —articuló—. Oh estúpida, te he rendido el real homenaje de presentarme ante ti sincero y desarmado. ¡De rodillas me has visto, a mí! Siempre me ha inspirado desprecio la mujer, y qué razón llevaba. Ya antes de nacer, aborrecía a esas criaturas esclavas que adoran el puño, la entonación y el renombre. Qué asqueroso recuerdo he conservado de mi vida intrauterina. O sea que lo que necesitabas era el silencio viril y el hielo viril que las locuelas de satén se mueren de ganas de romper. «Toc toc toc, hermoso caballero enérgico y silencioso, ¿puedo entrar?». ¡Estúpida! Durante todos estos tiempos, no he querido hacer tiquismiquis. No he querido tratarte como mujer. Te he honrado. ¡Pero el pajarillo no ha querido saber nada y ha salido volando! No, si ya sé, tenía que haber sido lúcido —¡tan fácil!—, hablar poco, mirar, clavar una severa mirada. ¡Necesitabas los gestos graves que hacen derretirse a las estúpidas, que les hacen olvidar las ofensas y desear tan sólo que las abracen y soportar mis setenta kilos! ¡Y dos, tres mil años llevamos desgañitándonos por esas criaturillas! ¡Pobre Petrarca! ¡Y Laura acostándose con el capitán de dragones! Te diré un secreto. Resulta fácil ser viril, pero es más hermoso ser hombre. ¿Qué, qué me contestas?

Se presentó la portera anunciándoles que el dueño los echaba. Habían tenido paciencia con ellos, les habían reclamado varias veces el trimestre, pero tanto va el cántaro a la fuente. Le habían ordenado que les hiciera dejar las maletas. Por supuesto, les darían tiempo para que buscasen alojamiento. Pero dentro de tres días, los nuevos subarrendatarios, personas decentes, tomarían posesión de la casa. Por supuesto, les dejarían llevarse una maleta. No querían la muerte del pecador.

Se marchó la portera. Solal contaba su única riqueza y su último lujo: un montoncillo de pañuelos muy blancos y muy finos que había comprado pocos días antes y que disfrutó extendiendo. Aude canturreó: «¿Y la cosa cómo acabará, ah ah?». Ofreciéndose un pequeño goce, royó un terrón de azúcar y se tumbó en el sillón. Solal, al tiempo que se rociaba con colonia (anhelo del antiguo lujo y miedo a venir a menos), le habló con tono suave. Incluso acercó la mano a la frente de su mujer para acariciársela. Ella se estremeció y alzó el brazo para protegerse de los golpes.

Solal silbó, esbozó un paso de baile. La bestia necesitaba diversión. No era ya la despreocupación de la juventud sino el hábito a la desgracia y el envilecimiento por el hábito. Gesticuló como un loco y arrojó una jarra al suelo, aunque apuntando a la alfombra para no romperla. Aude soltó una carcajada y sacó la lengua a su marido (su niñez acudía en su socorro).

—Aborrezco a todo el mundo —proclamó.

Cantó imitando la pronunciación de su abuelo: «Muchachitoz iniciemoz nueztra marcha y nueztra cancionez», y observó que Solal llevaba unos magníficos calcetines nuevos. ¿De dónde sacaba toda esa ropa tan buena?

—Escúchame, amada. Dime un insulto. Ya sabes, esas dos palabras que se les dicen a las larvas, a los tipejos insoportables.

—¿Insistes? Bueno, pues si tanto te gusta. Judío asqueroso.

Solal se estremeció, experimentando un extraño placer.

—Aude, he soñado que te habías muerto. ¿Quieres a Jacques?

—Quizá.

—¿Lamentas no haberte casado con él? Escríbelo. Escribe también lo que opinas de mi padre.

—Bueno.

Escribió: «Ojalá no hubiera conocido nunca a ningún israelita. Creo que lamento no haberme casado con Jacques de Nons». Disfrutaba haciéndolo sufrir, pagándole con la misma moneda, una vez al menos.

—¿Tengo que firmar? —preguntó tranquilamente y escribió: «Aude de Maussane».

Fue a buscar a Einstein, el comisionista que buscaba alojamiento a los estudiantes. Varios años antes, le había regalado mil francos, un día de euforia. Einstein le dio cuarenta francos, toda su fortuna, y lo acompañó a la Escuela de Bellas Artes. Unas horas posando, concedidas por caridad, supusieron veinticuatro francos más. Unos sesenta francos daban para ir tirando. Al regresar, comprobó con sorpresa que su mujer no había huido.

Salieron. Einstein llevaba la maleta. Delante de él, Solal y detrás, la joven que caminaba abstraída, persiguiendo un misterioso designio interior. En el escaparate de una carnicería de la calle de Carouge, un rótulo anunciaba que se alquilaba una habitación. Entraron.

Alindado el antebrazo con una manga encañonada, la enjuta carnicera de peluca rubia discurría ante un parroquiano, agitando los anteojos. A la derecha de la señora Quelut, colgaban tres hermanos corderos; a su izquierda, un buey engalanado con verduras reventaba de salud. La señora Quelut, cuyos sibilantes labios acababan de censurar la última boda del barrio, se interrumpió para mirar de arriba a abajo a los mal vestidos, y los escuchó al tiempo que acababa de engullir unas migas, restos de un bocadillo.

—Serán treinta francos. Más la luz, como es lógico. Pero la habitación es muy cuca —agregó alzando cariñosamente la oreja de una cabeza de ternera—. Y como ya se supone, el pago por adelantado.

La señora Quelut precedió a la pareja, al tiempo que aspiraba las fibrillas de carne que el mondadientes no había logrado desalojar. Caminaba con dignidad pues estaba bastante asqueada por el parvo equipaje de aquellos dos.

Se sentaron en la cama de hierro. Aude contempló la jofaina de hojalata, el espejo-anuncio y su barriga hinchada. Solal tocó con delicadeza el brazo de su mujer, suplicándole con la mirada que lo perdonase. Aquel vientre habitado por un niño lo llenaba de respeto y ternura. La miraba con terror, aguardaba humildemente.

Aude se levantó de repente y salió, dejando la puerta abierta. Solal comprendió. Se levantó tambaleándose, logró llegar a duras penas a la barandilla de la escalera, llamó. No obtuvo respuesta. Su mente derivó y se inclinó como un navío dañado. Caminó por la habitación, canturreó que estaba perdido, perdido, se golpeó el pecho, se martirizó la cara. Con todo, estaba lúcido y vigilaba aquella representación que camuflaba, entretenía o adormecía su desasosiego.

—Ya no volverá. Merecido lo tienes —farfulló.

Y se desplomó. Permaneció largo rato tumbado en el suelo, con los brazos en cruz. Al cabo de una hora, se levantó y recobró las esperanzas. Aude regresaría. Había querido castigarle, pero regresaría. Una vez más, se mostraría paciente y bondadosa.

—Hay que arreglar el cuarto para cuando vuelva.

Con los ojos extraviados, sin saber lo que hacía, cerró los postigos, limpió el polvo de la mesa, ordenó las sillas. Se peinó, se lavó concienzudamente las largas manos.

Hacía una hora que se había puesto sol. Solal, sentado en la oscuridad, aguardaba el regreso de su mujer, hablaba en voz baja.

—Mi adorada tiene un pelo tan hermoso, tan hermoso. Un vestido tan bonito, un vestido de noche.

El liviano ropaje, del que no había querido desprenderse, estaba en la maleta. Extendió la tela plateada sobre la cama y la acarició.

—Tiene los ojos oscuros y dorados. Ojos maliciosos en otro tiempo. Tan hermosos, unos ojos tan hermosos. Tiene la voz grave pero a ratos muy fina. Una voz tan bella. Aude volverá. Sé perfectamente que volverá.

Era de noche. La habitación estaba fría y oscura.

Colgaba un grueso cordón junto a las cortinas. Lo arrancó e hizo un nudo corredizo. Vaciló.