Aude acechaba desde la ventana de su cuarto de las Primaveras. Divisó al cartero, bajó y corrió a su encuentro. Regresó lentamente, cabizbaja. No tenía carta. Ni noticias de Solal. ¿Dónde estaba?
Desde los dos meses que llevaba viviendo en las Primaveras, se arrepentía día tras día. Se había atrevido a forzar la puerta del cuarto en donde la había encerrado Solal. Tren a París primero, luego a Ginebra. Unos días después, regresó a Saint-Germain. Se encontró la Commanderie sin Solal y sin sus huéspedes. En París, el presidente del Consejo únicamente pudo enseñarle una carta de cuatro líneas en la que Solal le pedía que aceptase su dimisión. De regreso a Ginebra, confió su zozobra a su abuelo. A los demás les dijo que su marido estaba enfermo y que había ido a hacer una cura de reposo a un balneario de los Pirineos.
Cuando entró en el salón, el señor Sarles dejó de silbar entre dientes una melodía de «la Dame Blanche» y alzó las cejas en señal de interrogación. Aude hizo un imperceptible no. El pastor lanzó una temerosa mirada hacia su mujer y se acercó oblicuamente a su nieta. Hablaron en voz baja. Sí, había pensado ir él en persona a buscar al desdichado muchacho a Cefalonia, donde sin duda se había refugiado.
—¿Qué, se han acabado ya esos secretitos? —preguntó la señora Sarles con intención harto malévola—. Va a enfriarse el té.
El pastor se enjugó la frente con su estandarte de bolsillo y se abanicó con el gorro. Cefalonia era una isla. Emprender un viaje y enfrentarse a un mar embravecido a los setenta y ocho años era absolutamente inmoral. La señora Sarles mojó una galleta vitaminada en el té y habló del querido Jacques cuya fotografía acababa de recibir y que tenía que venir muy pronto a pasar unas largas vacaciones en las Primaveras.
—¡Comandante! —exclamó moviendo con ardor su querida galleta—. ¡Ah, qué guapo estará en su fogosa montura, dando el paseo matinal a la cabeza de su regimiento!
—Batallón —rectificó el señor Sarles.
—Eso decía. ¡A la cabeza de su batallón!
La sentimental anciana sonrió ante la evocación guerrera y se percató del desastre: su galleta flotaba como una medusa en la superficie de las aguas.
—¿Pero que estaba diciendo?
—Que a la cabeza de su batallón —dijo maquinalmente el señor Sarles que pensaba en Cefalonia y revolvía lúgubremente el Mediterráneo con la cuchara.
La señora Sarles suspiró discretamente y miró a su nieta. Habló de Jacques, aludió al dolor que lo había decidido a rechazar el espléndido destino de Roma y a pedir un puesto en África. Encareció sus brillantes acciones en Marruecos y su magnífica prestancia. ¡Cuánto lo admirarían sus superiores por haberse hecho merecedor de tres menciones del ejército francés!
—De la brigada —dijo el señor Sarles.
—Eso decía —replicó la anciana.
—Sí, ha caído bien bajo —concluyó Aude.
Después de cenar, cuando entró en su cuarto, se encontró a Solal tumbado en el sofá, atormentando un rosario católico. Aterrada de júbilo, se arrojó en sus brazos.
—Por cierto —anunció Solal cuando cesaron los sollozos de su mujer—, soy católico. Tuve una revelación en Viena y pedí el bautismo en Berlín.
En las Primaveras, fue grande la alegría al día siguiente. La señora Sarles seguía lanzando algún que otro suspiro. «No se debe pedir demasiado a la vez —le decía el pastor—. Católico ya es mucho».
Solal se vio rodeado en los días posteriores de un ambiente de afecto. El pastor permanecía largas horas ante el armonio. La señora Sarles tarareaba por los pasillos. Ruth veía con menos frecuencia a su amiga y, en la mesa, prodigaba a Solal una espiritualidad fulgurante. Aude era la única que no participaba en la euforia. Hubiera preferido marchar rápidamente a París.
Una noche, a la semana de regresar, le dijo Solal:
—Los eché el día que te fuiste, ¿sabes? A mi padre se le saltaban las lágrimas de los ojos. Es ciego el tipejo imposible. Déjame solo. Buenas noches.
Quiso apagar, no dio con el interruptor, arrojó la Biblia sobre la bombilla que estalló. El rótulo fosforescente que el señor Sarles había colgado subrepticiamente la víspera, empezó a relucir: «Cree y te salvarás». Solal caminó en la oscuridad.
Al rayar el alba, cogió la guitarra y, al tiempo que la tañía, pensó en sus semanas de vagabundeo tras dejar París y en sus aventuras. La archiduquesa de prietos muslos. La vendedora de naranjas de Venecia. Las dos suecas. Cuántos intentos de ahogarse sin éxito. La increíble aventura de Dresde. Y el bautismo, recibido con júbilo. ¿Pero a qué engañarse? ¿Acaso un Solal, arzobispo de Granada, no había vuelto a la fe de sus ancestros?
Bajó la escalera. En el jardín de invierno, Aude y Ruth se disponían a escuchar a la señora Sarles que iniciaba la lectura del periódico. Las tres mujeres se quedaron íntimamente sorprendidas de su indumentaria rusa. Solal saludó ceremoniosamente y se alejó con indolencia. Aude fue a verlo a su cuarto.
—Amado, tenemos que marcharnos a París.
Solal siguió rascando atentamente la guitarra. Admiró ella su noble pose. Solal alzó la vista, hizo un gesto negativo.
—Pero ¿entonces qué quieres hacer?
Él alzó la vista.
—Nada.
Repitió varias veces la palabra con júbilo, con arrebato como si anunciase una hazaña. Al quedarse solo, se preguntó:
—¿Sabes que las elecciones generales se celebraron en Francia hace quince días? ¿Que no te presentaste y que ya no eres diputado, ni nada? —No lo ignoro, gran señor. —¿Qué haces Solal? —Nada. —Muy bien, Solal. Sigue así, Solal.
Aquel hombre joven, que había tenido tan espectaculares inicios, parecía haber olvidado su vida parisina y decidido quedarse mucho tiempo en Ginebra. Cuando se sentaba a la mesa con su atavío ruso, no abría la boca y bajaba la vista. Su silencio pesaba en el aire. Y aquel continuo canturreo en su habitación.
Al poco, dejó de acudir a la mesa. A las horas de las comidas, un criado depositaba una bandeja ante la puerta. Aude intentaba convencer a los suyos de que su marido estaba enfermo.
Cuando se lo permitía, se ocupaba de él como de un niño. Se quedaba al pie de su cama y le contaba extrañas historias. El sólo toleraba incursiones en los siglos pasados o en los países de ensueño.
Una noche, cansada de aquellos espejismos que se veía obligada a renovar incesantemente, le dijo con naturalidad:
—¿Sabes? Jacques está en Ginebra, de vacaciones. ¿No te gustaría verlo? Está abajo.
—¿El hombre a quien te robé? ¿Cómo es que se atreve a venir?
—Todo eso es tan viejo —dijo ella con sonrisa forzada—. Se le ha olvidado ya todo.
—¿Se dedica a algo, trabaja?
—Sí.
—Entonces, no quiero verlo.
Previendo próximos desastres, repetía para sí el nombre de Jacques y examinaba a su mujer con terror. Ella se puso de rodillas, lo descalzó, le dijo que se acostase. Lo contemplaba con tristeza. Estaba arruinando su vida y quizá tenía ella la culpa. Sin duda había un modo de sacarlo de aquel marasmo, pero ella no podía mentir y pronunciar las palabras que esperaba de ella. Pensó qué anécdota de su infancia podía contarle.
—Cuando venía a pasar las vacaciones aquí, Adrienne…
—¿Quién es?
—Vamos, hombre, ya lo sabes.
—No lo sé. Me haces daño cuando discutes.
—Adrienne de Valdonne.
—Sí —contestó Solal examinándose atentamente los dedos—, lo he entendido perfectamente. ¿Y cuándo viene?
—De sobra sabes que murió.
—Murió. Yo también. Vete, ve a ver al hombre que se dedica a algo.
Al día siguiente, la señora Sarles, aprovechando que su marido había ido a herborizar, dijo a su nieta que suponía que Solal quería pagar una pensión y que ella se hacía perfecto cargo de tan digna preocupación. Agregó que tenía no pocos problemas y que algunos de sus títulos (pronunció la palabra con pudor) hacía tres semestres que no le daban un céntimo. Solal, que acechaba tras la puerta, lo oyó y se puso a dar palmadas. Aude corrió junto a él.
—No me queda un rublo. Mis cuarenta millones —todos en billetes— los quemé después de mi conversión. Y la Commanderie se la cedí a Saint-Germain, a la ciudad, municipio, yo qué sé. Se me olvidó que te había pedido prestado todo tu dinero.
—Pero y qué más da eso —contestó ella con tan delicada sonrisa que exasperó a Solal de vergüenza y de amor.
—Sé que eres muy noble. El otro día dijiste: «Es muy bien educado», hablando de algún idiota o de un perro. Una hora después dijiste: «Es tradición en nuestra familia».
Lo miró ella a los ojos.
—¿Y qué?
—Nada —contestó retrocediendo—. ¿Te acuerdas de Reuben? ¿Es primo tuyo, no?
Aude salió. Solal se puso a dar vueltas por el cuarto. ¿Para qué había traído a aquella gente al subterráneo? ¡Imbécil, si no tenía más que seguir siendo ministro! Que no estaba nada mal. Y ahora ella los despreciaba y a él en ellos. Aude no podía quitarse de la cabeza a aquellos «tipejos insoportables». Y él también había pasado a ser para ella un tipejo insoportable.
La vergüenza se había adueñado de todas las regiones y reinaba, inmóvil y devoradora, sometiendo todo a su ley, deformando todas las cosas. Le hubiera gustado oír a su mujer decirle que admiraba a los judíos. Y que fuese cierto. Que fuese por impulso espontáneo y no por bondad o piedad. De sobra sabía que esperaba lo imposible. Aude se limitaba a ofrecerle una bondad sin mácula y sin importancia.
Se sentía ahogado de soledad y le hubiera gustado mezclarse en la vida de las Primaveras. Pero ya no se atrevía. Notaba que la señora Sarles y la señorita Granier lo consideraban como un pecador a quien había que amar a pesar de sus errores. El señor Sarles, para su desgracia, ya no estaba allí. Unos días antes, había ido a despedirse de Solal: iba a sustituir durante un mes a uno de sus antiguos alumnos, pastor en Brassus, que acababa de caer enfermo. El defecto de pronunciación del querido abuelo se había acentuado en el transcurso de la conversación y de repente el viejo ginebrino le dio un beso. Aquella bondad espontánea había sido benéfica para Solal. Durante unas horas, le había parecido revivir.
Pero el instinto social que se apoderaba de la señora Sarles convertía a aquella mujer, que tenía pequeños defectos y sólidas virtudes, en una especie de amable verdugo. A su manera, castigaba al solitario. Al igual que la sepia lanza la tinta, ella arrojaba sin cesar a la cara de Solal nubecillas de orden y decoro. En su presencia, hacía continuas alusiones a su vida de hombre desplazado y marginado de la sociedad. No podía adivinar el dolor y desconcierto de aquel hombre que tenía el corazón demasiado ardiente para poder elegir entre su mujer, a la que amaba, y su raza, a la que también amaba, que se sentía culpable con ambas, que no se veía ya con ánimos para reintegrarse en la vida, cruel con los apasionados por lo absoluto.
Un día, estuvo en un tris de romper una taza, ante la teatral emoción de la señora Sarles, adoradora de objetos, que se complació en recordar la noble carrera familiar de aquella porcelana, herencia del tío bisabuelo de una señorita de bien, tía del comandante de Nons.
—El querido Jacques. Un hombre que ha hallado su camino y persevera en él. Hum, sí —concluyó la señora Sarles con una sonrisa llena de amor y de triunfante certeza.
Cada vez que veía a Solal, volvía a sus inocentes caracoleos y adelantaba sus peoncillos en el tablero. Poseía la señora Sarles la suave fuerza de la lluvia. Sin mala intención, desgastaba a Solal. Se extrañaba de que el leproso no quisiese aceptar su inmaterial beso ni contestase a sus sonrisas con una sonrisa. Aude contemplaba con asombro a su marido que escuchaba casi humildemente los imperturbables y sonrientes veredictos que brotaban de los minúsculos labios fruncidos de la anciana, representante de la sociedad.
A veces, olvidaban mandarle la bandeja. Para calmar el hambre, salía, se paseaba bajo la lluvia. A continuación, volvía, daba vueltas por la habitación. Toda la razón tenían en estar hartas. De sobra sabía él que era insoportable. ¿Con qué derecho permanecía en aquella casa?
Una noche, al salir de su habitación, oyó el martilleo importante, airoso, resuelto, propietario y fisgón de los botines de la señora Sarles. Quiso de inmediato dar media vuelta. Pero era demasiado tarde, lo habían localizado. La amable ametralladora crepitó.
—¿No estará usted enfermo al menos, querido? Nos ha extrañado mucho no verle en la mesa.
¿Qué hacer? ¿Contestar? ¿Hablar de sus remordimientos, de la vergüenza y el orgullo que le inspiraban los suyos, del desgarrado amor que profesaba a Aude, de su espera del milagro que volvería a poner armonía en su vida? Con razón o sin ella, aquel hombre sufría. No contestó, se encogió de hombros. La señora Sarles aguantó animosamente el insulto, se propuso rogar por Solal y le sonrió con espiritualidad realmente aterradora.
Liberado, se precipitó a su cuarto y se tapó los oídos para no oír los secos pasos de la señora Sarles que hacía una pequeña ronda por el segundo piso para comprobar si la cocinera y la doncella habían apagado las velas. Ya más apaciguado, pensó: «Evidentemente, le tengo miedo. Si hubiera un león en este cuarto, me las entendería con él. En cualquier caso, el león no sonreiría. Le tengo miedo porque me ama para placer moral suyo y hundimiento mío». Tenía sed, quiso ir a por agua. Pero no se atrevió a salir, por miedo a tropezarse con la anciana.
A la mañana siguiente, la señora Sarles arponeó al ahogado y le mostró, en un arrebato de exaltación, la fotografía de un evangelista negro vestido de hombre insistiendo significativamente en que era un hombre trabajador, cortés, ordenado, cariñoso con su mujer, religioso y con un espíritu la mar de moderno.
El domingo de Pascua coincidía aquel año con el primer día de la Pascua israelita. Solal se acordaba de la jubilosa fiesta que se celebraba en Cefalonia. Los parientes y amigos se reunían en torno a la mesa y su padre explicaba el sentido de la antigua ceremonia. Hierbas amargas y pan sin levadura. Oh recuerdos abolidos. En Cefalonia, sus hermanos estarían disfrutando de la fiesta. Sacó del bolsillo una galleta de pan sin levadura que se había agenciado la víspera, la masticó lentamente. En la soledad, el renegado conmemoraba la salida de Egipto.
Deambuló en torno a la sinagoga, pero no se atrevió a entrar. A su regreso a las Primaveras, vio los huevos pintados sobre la mesa. «No soy uno de ellos. Y eso que quien resucita hoy es Uno de los míos. Y lo amo tanto como ellos. Quizá más, porque está tremendamente cerca de mi corazón. Pienso sin cesar en El que es mi hermano bienamado y venerado».
Apoyado en el vidrio, vigilaba el jardín. «Catorce invitados. Jacques. Sí, ha cambiado. Viril, sosegado. Vivió un momento de juventud, de ingenua afectación. Hasta que fue aprisionado por lo social. ¡Qué sable! ¡Destripa y lo admiran! Aude disfruta hablando con él. Ambos sonríen con franqueza. ¿Y cómo no va a sonreír con franqueza esa pareja de felices herederos? Otra que ha resucitado. Está tocando las condecoraciones la infame. ¿Le lamerá las espuelas? ¡Venga, venga, a la cama los dos! ¡Os estáis muriendo de ganas! Se van al salón a tomar su delicioso té y a sorber sus huevos de Pascua, me imagino. Tengo hambre».
Se tapó los oídos para no oír las amables risas que demostraban el interés patentizado por el interlocutor o, al menos, por su conversación. Tenía hambre. Advirtió una vez más lo trágico de su situación. Había dejado de ser de su raza y tampoco era cristiano. Solo. ¡Y a su mujer ni se le ocurría venir a llamarlo! Aquellas risas que estallaban en el salón le estaban quizá dedicadas.
«También me echan en cara que soy pobre. Si tuviera dinero, sería un tipo pintoresco. Me lo echan en cara y yo los amo a todos, a todos, en el fondo de mí mismo. ¡Si supiera la Sarles cómo podría llegar a quererla! Bastaría que no me reprochase mi vida ni mi raza, en su alma que adivino, para que fuese a arrojarme en sus brazos y le dijera: Oh abuela, consuélame, consuela a tu nieto que sufre tanto. Espero el milagro. Cuando uno espera el milagro, no puede ganar dinero. Cuántas cualidades morales verían en mí, de buena fe, si fuese rico, si poseyese un trozo del rabo del becerro de oro. Y además estoy solo. Eso no gusta a la gente que forma parte de las mayorías. Cuando admiran, dicen: es un tipo, y cuando desprecian: ese individuo. Por otra parte, los envidio. Revienta, solitario, que los molestas. Se divierten cuando tú no estás y razón que tienen. Mira, están cantando un salmo. Un salmo que inventó David. También David es mi hermano por la sangre. Si resucitase, bostezaría en su salón. Vendría hacia mí y nos entenderíamos, él y yo».
Aude se daba cuenta de que participaba en aquellos festejos que la aburrían antaño. ¿Estaba mal relajarse un poco? De repente, Jacques dejó de hablar de un curioso documento que demostraba que su familia se remontaba al siglo XIII.
Surgida de lo más recóndito de las edades humanas, se había dejado oír una voz cálida y maravillosamente melancólica. En el salón paralizado, los presentes escuchaban apurados el trágico grito de una lengua de nostalgia. Arriba, en su cuarto, y lejos de sus hermanos, pero acodado sobre los cojines prescritos por el rito, el renegado solitario celebraba como podía el día de la Pascua y la salida de Egipto. Cantaba el himno que Moisés y los hijos de Israel cantaran a la gloria del Eterno, el cántico pascual que los Solal entonaran acompasadamente en Canaán bajo las tiendas y bajo las palmas:
¡Los carros de Faraón y su ejército
Los ha arrojado al mar!
Entró en el salón. Los invitados enmudecieron al ver a aquel hombre de andar vacilante y rostro enflaquecido. Sus ojos enrojecidos y brillantes se hundían en una brecha agrandada. Le hablaron amablemente y le ofrecieron una taza de té. El hombre acosado esgrimió una temblorosa sonrisa, no pudo hablar, miró desafiante a todos los presentes. Le avergonzaba necesitar compañía humana y no haber podido soportar la soledad.
—Desde luego que aceptaré una taza de té. Desde luego que beberé. ¿Y por qué no había de aceptar? ¿O acaso no soy hombre como ustedes? ¿Verdad, Aude, me siento a su lado?
No contestó a las preguntas corteses que le hacían, se tomó con falso aplomo otra taza de té y se dirigió a Jacques con inoportuna ironía. El comandante habló con sencillez de su última campaña en Marruecos y sus condecoraciones se entrechocaron. Solal lo escuchaba esforzándose en sonreír con desdén, pero le temblaban los labios. Aquel militar, vigorosamente aposentado, estaba en su sitio, era feliz. La vida era sencilla para aquel hombre que vivía con sus iguales. Y él, Solal, extranjero entre los extranjeros.
Aude vio una lágrima en el rostro avejentado de su marido. Se levantó, lo tomó del brazo, con una hermosa resolución impresa en el rostro.