El jenízaro la ayudó a bajar y a orientarse por el subterráneo. Pensaba que, dentro de unos segundos, vería el mundo maravilloso que le había descrito su amado. Caminaba con respeto hacia el reino puro y guerrero del Antiguo Testamento. Caminaba hacia los profetas. Muy pronto se convertiría, y entonces sería realmente digna de llevar el hermoso apellido de Solal. El criado alzó una cortina y desapareció.
Al quedarse sola en la sala en la que unas bóvedas abrían sombras en el suelo de tierra batida cubierto con valiosas alfombras, miró apenas, por discreción, los objetos que la rodeaban. Lámparas de pie estrelladas se balanceaban. Arañas y espejos, arrimados a las paredes blanqueadas. Un candelabro de oro brillaba sobre una caja de caudales con pústulas de acero teñido de verde por los años. Sobre una mesa, la fotografía de Solal niño cuyos labios entreabiertos interrogaban con inquietud o fatiga y parecían defenderse de un pecado no cometido.
Entró Gamaliel Solal, acompañado por Michaël. Reparó asombrada en que el anciano estaba ciego. (Cuando lo echó su hijo, el rabino quiso castigarse por haber engendrado a un renegado. En el cuarto del hotel, calentó al rojo vivo una hoja de hierro en la estufa y se la llevó a los ojos. No confesó a nadie el castigo. Una venda en los ojos ocultó la llaga y ni el propio Saltiel se percató de la verdad. Todos creían que una misteriosa enfermedad había aquejado al rabino). El anciano se sentó, cerró sus ojos muertos, separó los abultados labios.
—¿Cuándo se convierte usted?
Tras una vacilación, Aude contestó que, antes de tomar una decisión tan grave, deseaba iniciarse en la doctrina israelita pero que, por otra parte, en cuanto. Se detestó por perder el aplomo. El anciano la interrumpió con sonrisa cansada.
—Bien. Vaya a compartir la cena de los nuestros. Mírelos. Luego, me da a conocer su decisión, como dice usted. Y si esa decisión es negativa, pediré a Dios que bendiga su viaje de regreso con los suyos —agregó levantándose para despedirla.
El jenízaro hizo una seña a la joven que lo siguió, humillada. Abrió la puerta del comedor donde el tío Saltiel caminaba a lo largo y a lo ancho, encantado de la inesperada visita.
Tijeras en mano, el dinámico anciano se dedicaba a recortar festones en un cucurucho de papel que envolvía un ramillete, destinado a su sobrina. Se hallaba en el colmo de la felicidad y se prometía mostrar a la deliciosa prosélita a un tío Saltiel sin miedo, mundano, sinuoso, esbelto, lleno de mundología, locuaz y armado de interesantes puntos de vista. Y aquella reclusión iba a concluir. ¡Por Dios vivo, que el tío Saltiel era hombre hecho para el sol!
Apenas vio a Aude, se acercó con donaire y lentitud. «Este ramo está muy bien, decoroso, ni muy grande ni muy pequeño; en una palabra, un ramo distinguido». Pero no pudo ajustarse mucho tiempo a un caminar digno y se abalanzó, maestro de ceremonias de oscilantes faldones. Le alargó su castillo de papel.
—Con los respetos de un tío seducido. (Tres sonrisas en punta, una tras otra. Tres zalemas).
Aude le dio las gracias. El tío hizo dos zalemas más y, alzando con las manos los faldones de la levita, examinó ufano su ramo. Acto seguido, se creyó en la obligación de conversar con desenvoltura, afirmó poseer una mente liberal y ser partidario incondicional de la fusión de las razas. Aude quiso dejar el pobre ramo en la mesa ya servida. El tío temió por su regalo.
—No, no, que se estropeará. Démelo, yo se lo guardo encima de las rodillas y después de la cena se lo devuelvo, pierda cuidado.
Esgrimió una sonrisa perfumada, intentó meter el ramo en el bolsillo de los faldones, no lo logró y sonrió con distinguido aplomo. Continuó con el ramo en la mano, confesó afectadamente que se moría de hambre, reconoció que era glotón, engulló uno de los pescados ahumados que estaban servidos en la mesa y coqueteó sin reparar en la sonrisa que reprimía Aude.
Gamaliel entró apresuradamente, seguido de tres notables envueltos en turbantes y de cinco gentlemen. El tío Saltiel con gesto galante, optimista y resuelto, ofreció a su sobrina la silla que le estaba destinada. Llegaron unas sirvientas convulsas con los platos. El rabino entonó una melopea. Los comensales se pusieron el sombrero, pues el Eterno, el Celoso de Israel, abomina de la desnudez. Saltiel, que había olvidado traer su gorro, creyó que podría limitarse a cubrirse con la servilleta. Los comensales miraron con reprobación. Se levantó, irritado, y salió.
Regresó con un tricornio en la mano que había pertenecido a su abuelo, se lo puso a la chula y sonrió a Aude. Simpatizamos, pensó, y se frotó las manos. Aude comía apenas. Saltiel, que se complacía en pensar que ella estaba encinta de un sobrino nieto ya delicioso a su corazón, la incitó a sobrealimentarse y le preguntó si no prefería cabeza de cordero o quizá, fino y deleitoso manjar, ojos de cordero.
Solal había venido a ocupar su sitio en la mesa. No prestaba atención a su mujer y hablaba a su padre con extraño respeto. Gamaliel, con alelado gesto de adoración y de vejez, había posado la mano en la rodilla de su hijo. El tiíto creyó ver un asomo de tristeza en los rasgos de Aude y se dio a la tarea de reconfortarla mediante un verbo chispeante. Parecía dirigir una orquesta con el cuchillo que agitaba hablando a un tiempo.
—Sabrá usted dispensar mi escasa elocuencia de esta noche. Habitualmente soy un conversador instintivo. Pero esta noche me rondan por la cabeza varios inventos. Una estilográfica que puede contener seis tintas diferentes al mismo tiempo. Un espejo doble para que no se vea uno al revés. Una canalización de aire salobre para tuberculosos a domicilio, por la noche corto el aire pirenaico y doy paso a la leche suiza para el desayuno de la mañana. ¿Y si se corta la leche en el camino, me dirá usted? ¡Pues tarifa doble! Millones.
Picoteó, por puro afecto y para sentirse unido por tiernas relaciones familiares, las migas de pan que habían quedado en el plato de su querida sobrina, se le antojó que era objeto de gran admiración y habló de un aún más estupendo negocio, ¡a saber, la navegación a vela por ventilador! Hasta que llegó al entrañable capítulo de los pasaportes.
—Pero los aduaneros, esos hijos de madre casquivana y diablo de barriga tricolor, no comprenden los matices e ignoran que Arthur es la traducción de Saltiel —concluyó trasegando un vaso de agua. (Sonrió y consideró el efecto producido. Como su nieta no lo miraba, silbó entre dientes, tamborileó en el plato, respiró intensamente).
Los comensales enmudecieron y dirigieron miradas apuradas a los tres jóvenes que entraban. Cómo se parecían a Sol.
Saltiel, a instancias de Aude, explicó que aquellos tres eran los sobrinos del rabino, que Nadab había sido profesor en la Universidad de Berlín con el nombre, que se había hecho célebre, de Mann, y que había «descubierto en psicología cosas que dan escalofríos». Habló a continuación del segundo hermano, Saül el iluminado, que había suscitado el entusiasmo de los místicos de Polonia. Del tercero, Reuben, resultaba evidente que el tío no quería hablar. Se limitó a decir que el Reuben aquel era banquero y que los tres hermanos estaban «en general un poco enfermos de la mente». Desvió la conversación.
—Los cinco ingleses que están junto al rabino no son todos ingleses. Cada uno de ellos vive en una gran capital. Los cinco, Solal de la rama primogénita. Lo compran y lo venden todo. Pero nunca me han comanditado nada porque no tienen confianza en mí. Cinco mandíbulas. Son hombres de la tierra. ¡Asunto de destino! —concluyó suspirando y mordisqueó poéticamente una miga.
Reuben, que se había sentado a la mesa, elegía las carnes más grasas, los menudos, las partes cartilaginosas o quemadas, deleitándose siriacamente con ellas. Su párpado izquierdo se cerraba regularmente en mueca convulsiva, tic o sonrisa de connivencia. En su avidez por devorar, sudaba y caían gotas sobre los chales de lana que le rodeaban el cuello. Rezumantes los ojos, aceitosos los labios, se desprendían de cuando en cuando las escamas eczematosas de la frente. ¡Y tenía los hermosos ojos de Sol!
Divisó a la joven y sonrió apocado. Se interrumpió para olfatear el olor de una candela que se carbonizaba y atacó el capítulo pasteles, al tiempo que se contemplaba en un espejo para saborear mejor. Cuando hubo dado cuenta de la jarra de fruta confitada, engulló distintas pastillas medicinales, pues temía todas las enfermedades, hizo sonar monedas en su bolsillo y recitó números.
Una bonita criada con vestido de florecillas ofreció un aguamanil a Solal que se lo presentó a su padre. El rabino sumergió los dedos y su hijo devolvió el cuenco de plata a la criada, que se lo alargó hincando la rodilla.
Al poco, Solal se acercó a Aude. ¿Era realmente él o uno de los tres?
—Le ruego que se quede esta noche hasta el final —dijo con dulzura. (Ella accedió con un ademán. Qué lejos estaban el uno del otro)—. Vea lo que vea. Y ahora vaya a la sala contigua. Mi tío la acompañará.
Las criadas abrieron la puerta contra la que vociferó inmensamente una sala enloquecida por la que se desparramaba un pueblo ávido de vivir. Manos discutían, ojos vivían. El clamor llameó más intensamente para extinguirse al entrar la extranjera, y la concurrencia clavó, muda, una sola y ávida mirada en la europea. Pero no duró mucho el silencio. Los extraños pasaron del temor a la familiaridad y rodearon a Aude, la interrogaron en varias lenguas, gritando para que los comprendiese. Aude contestaba como mejor podía, con un nudo en la garganta.
Nuestro señor Comeclavos dejó de masticar buñuelos de miel, apartó a la multitud y se presentó. Al tiempo que se ensortijaba los pelos que le salían de la oreja, pidió a la detenida precisiones sobre el funcionamiento de los tribunales en Francia. Saltiel, calándose el tricornio hasta los ojos, le instó a que se callase. Comeclavos rezongó irónicamente, soltó un eructo acanalado y engulló un séptimo buñuelo. Salomon sacó la libreta azul en el que copiaba frases elegantes y artículos políticos que endilgaba mal que bien en sus cartas de pésame. Se puso encarnado, tomó impulso.
—¿Y qué opina de Napoleón la noble dama? —preguntó tímidamente, al tiempo que se disponía a anotar la respuesta.
Pero Mattathias lo apartó e interrogó a Aude, con ojos recelosos.
—Ha llegado a mis oídos que el Banco de Francia ha bajado el tipo de descuento. ¿Es cierto? —Aude no contestó—. Tanto da. Tengo un zafiro de primera calidad. A usted le haré el precio israelita.
—¡Maldito negociante! —gritó Comeclavos para rehabilitar la nación.
—Muerte súbita te fulmine —dijo pausadamente Mattathias—. Me ves argumentando y me interrumpes. ¿Y por qué me interrumpes, oh hombre malvado? Explica la razón por la que me interrumpes cuando estoy haciendo un negocio.
Se interpuso el tío Saltiel, con la frente purpúrea.
—Callaos, por el santo nombre de D…
—¡Domingo! Domingo —rectificó un piadoso profesor de Talmud—. ¡Domingo, domingo! ¡No ha sido pronunciado el Nombre! ¡El Impronunciable no ha sido pronunciado!
Saltiel advirtió el peligro. La recepción que él deseaba hermosa y grave iba a degenerar dejándolo a él en ridículo. ¿Por qué se había empeñado Sol en que acudieran al subterráneo, junto a los Solal de buena cuna, todos los Solal de baja casta? ¡Y ahora él, Saltiel, se quedaba solo para domar a aquellas panteras! En cualquier caso, su sobrina no tenía que llevarse una mala impresión. Era menester hacer callar a aquellos camorristas. Una hermosa leyenda, narrada con gravedad, los apaciguaría y daría lugar a sendas discusiones, aderezadas con lentos ademanes. Rogando a Dios que no ennegreciera la faz de aquel pueblo del que se sentía responsable, se colocó en medio de la sala y dio palmadas para detener las conversaciones.
—¡Oh gentes de mala educación —comenzó a decir—, oh raza de auténticos ignorantes!
Un coro nutrido protestó.
—¡Ah, pues si somos ignorantes nos instruyes tú! —chilló un aguador.
—Portaos bien y os contaré una historia de mirra, oro y esencias.
El pueblo dio a conocer su asentimiento.
—¡Ea, comience, hombre de consideración! —gritaron unas mujeres mirando a la francesa para ver si se unía a ellas—. ¡Comience y deléitenos con sus amenas historias! —agregó una gorda.
Acto seguido, callaron, espantadas de su audacia, y ocultaron con la mano su sonrisa avergonzada. Saltiel, al borde de la desesperación regresó junto a Aude, la saludó, se sentó, cruzó las piernas y habló.
—Pues bien, en tiempos pretéritos, tiempos en que el Eterno tenía en más estima a su pueblo.
Salomon había sacado un cucurucho y comía habas hervidas cuyas pieles escupía lejos de él con ruido de cerbatana, sin despegar los ojos de la francesa a la que admiraba profundamente. (Voluptuosamente tumbado sin hacer nada en aquel delicioso subterráneo en el que su señor ministro mantenía a tantos hijos de los Solal y les suministraba alimentos y placenteros lechos, Salomon había leído aquella mañana un libro de Fénelon. En su cerebro vibraban aún las deplorables metáforas que reavivaba su buena voluntad. No conocía nada tan hermoso como los «prados esmaltados de flores» o «los piélagos». Su corazón ingenuo se sentía inundado de belleza y admiraba a la compatriota del gran Fénelon). Mattathias ofrecía en voz baja ventas a plazos a una criada que escuchaba por la puerta entreabierta y le enseñaba anillos cuyo oro, según afirmaba, quedaba protegido de las intemperies gracias a una capa de cobre.
—Así pues —prosiguió Saltiel sin prestar atención a la puerta que se abría ante la litera—, la sobrina de Mardoqueo…
—¡Esther! —gritó el pueblo sosegado.
—Esther como bien habéis dicho, loables hombres, tenía catorce años.
—¡La quiero! —gritó una voz aflautada.
Saltiel gimió para sí. Todo estaba perdido. Nada peor podía suceder. Acababa de entrar su padre. Despertado por el ruido, el venerable Maïmon Solal había ordenado a las criadas que lo condujesen al salón. Desde que vivía en el subterráneo, pedía que le leyeran libros mundanos, hablaba de vivir su vida y de salir por esos mundos a buscar novia. Aquella noche, vestía sus mejores galas y parecía un loro del paraíso. Salomon susurró que el rabí parecía un sorbete de varios gustos. Saltiel intentó proseguir su relato.
—Asuero, en realidad, no quería casarse con Esther.
—¡Pues yo me caso con ella! ¿Es ésa? —gritó el impetuoso moribundo señalando a Aude.
La interrupción provocó un escándalo. Aude se sentía perdida en aquella feria medieval.
—Ah, ¿es la esposa del que es mi nieto en tierra de los francos y semejante a José en lo tocante a poder y lustre? Conforme. ¿Estás ahí, Saltiel, oh pequeña progenie de mis riñones? ¿Y de qué país vienes? ¡Cállate! Es mucho más interesante lo que tengo que contar —dijo el viejo enajenado a quien excitaban las luces de las arañas—. Escucha bien, oh mujer del lecho de mi nieto, en el año mil ochocientos veinte él tenía un título de los de lotería[5]. —Se ignoraba a qué antiguo difunto aludía el moribundo—. Un solo título tenía, y quería venderlo. Me lo encontré un miércoles, ¡que si miento mis años se empañen y se esfumen como el rocío!
Interrumpió su relato para preguntar con voz casi tonante.
—Eh, mujeres, ¿soy un embustero?
—¡Guárdele Dios!
—No pregunto si me ha de guardar Dios, pregunto si soy un embustero.
—Desde luego que no —contestó el pacífico Salomon.
—La paz sea contigo entonces. ¿Pero qué estaba diciendo? Cállate, Saltiel. Y quería vender ese título. Cuando el premio gordo era de veinticinco mil dinars.
Se produjo un ajetreo de lápices en el silencio. (Merece la pena observar que la mayoría de los calculadores eran ingenuos, inadaptados y soñadores incapaces de ganarse la vida, poetas a quienes complacía imaginarse manejando millones). Salomon se disponía a tomar nota, Comeclavos contenía el aliento, Mattathias se había puesto lívido. Mujeres abotargadas que daban de mamar a sus hijos apartaron el pecho. Las criaturas frustradas se quejaron.
—Pero no sé si vendió su título —concluyó Maïmon con majestuosa simplicidad.
—Combinación del mundo y circunstancia de la vida —se creyó obligado a decir Salomon que se consolaba fácilmente de no haber entendido nada y se puso filosóficamente a comer habas.
—¡Y ello demuestra —concluyó Maïmon— que estamos todos a la diestra del Señor y que hasta los números de los títulos de lotería bailan ante Su Trono, bendito sea!
—Amén, amén, amén —dijo brutalmente Comeclavos que también estaba harto.
—Pero creo que voy a morirme —gimió Maïmon—. ¿Y a cuánto está esta mañana el rublo del zar que fusilaron en tiempos de una revolución? ¿Y quiénes son los leopardillos que me afirman que el rublo del zar ya no vale nada? ¿Cómo podría ser así, cuando yo poseo setenta mil de tales rublos? El rublo está a la par, jóvenes. Creedme. Los periódicos no saben nada.
—¡Por el Nombre de Verdad, que me placería saber el número del título ganador! —dijo el anciano profesor de Talmud.
A una señal de Saltiel, el jenízaro, que había escuchado con desdén toda aquella cháchara, se llevó a Maïmon en brazos. El centenario, que deseaba gozar de la vida y permanecer a la luz de las lámparas, se debatió, tendió el puño a Saltiel, maldijo y desheredó a «esa mosquita de la mosca». La mosquita desengañada se acercó a Aude, le aconsejó que se marchase. Ella se negó con sonrisa perversa, extraviada. Saltiel se fue, desesperado, presintiendo un horrible escándalo.
—¡Por el Nombre de Verdad, desearía saber el número de ese título! —repetía el solitario profesor.
Comeclavos le machacó el pie y le dijo con suavidad:
—El treinta y tres mil trescientos treinta y tres. ¿Estás contento ya y cerrarás tu pestilencia?
Con gran asombro de la concurrencia, Salomon exclamó sarcásticamente:
—¡Le ha faltado un pelo para que gane! En mi billete de lotería española sólo hay nueves. ¡Pero quien dice nueve dice tres!
Un hermoso adolescente cejijunto entró como una tromba. Era Emmanuel Solal, apodado el Estupefacto. Su asombro no había cesado desde la noche en que asistiera a las alborozadas hazañas de cinco robustos soldados rusos que hallaron a su hermana de su agrado. Unos parientes lo habían mandado a Grecia y Reuben Solal subvenía a su mantenimiento.
—¡Sabed que me he enterado de una gran noticia! —gritó—. ¡Va a venir la nuera del rabino!
Michaël lo encerró entre tres sillas y le dijo que estaba en la cárcel. El loco gritó, pidió que llamaran en su socorro a la flota inglesa porque la nuera del rabino iba a matarlo en sus bodegas. ¡Era menester telegrafiar a todos los gobiernos y mandar venir flotas de guerra! Su terror era contagioso y sus gritos no dejaban de emocionar a las mujeres de imaginación rauda. El profesor de Talmud hipaba con generosidad y preguntaba el número del título. Aude se estremeció. Una mano le palpaba el vestido. Se volvió. Reuben Solal le sonreía. Aquel mundo giraba infinitamente, vertiginosamente inmóvil. Volaban murciélagos enloquecidos. Animales ciegos salían del suelo.
«¿Platino?», preguntaba Mattathias sopesando el collar de Aude. Un grupo de resfriados se sonaba tenebrosamente. Un polaco se lamentaba golpeándose la frente contra la pared. Comeclavos explicaba que el polaco estaba algo nervioso y «si puede usted prestarme una cantidad, la aceptaré». Daba las gracias con dignidad, alababa la generosidad de Aude, le deseaba que hiciera buenos negocios, se auscultaba el pecho crepitante y diagnosticaba una tuberculosis galopante. Solal, que había aparecido de repente, iba de uno a otro grupo. Se mostraba risueño y apasionado, igual que ellos, subyugado. ¿Pero era él o uno de los Tres? El profesor de Talmud preguntaba al rabino de Bagdad: «Si se cuela un pelo por un intersticio de la ropa, ¿constituye ello desnudez que veda la lectura de la Unidad?». Ante un tablero de ajedrez, dos embobados movían piezas dejando traslucir cálculos en sus radios visuales ágiles y metálicos.
Unas vocingleras conversaban con voz desconsolada, bullanguera, amedrentada y temían desdichas. En sus ojos la nobleza de los antiguos dolores. Unos adolescentes exhibían una belleza rosada, de polvo irisado, falso, sin solidez, y se convertían de súbito en extraños tetrarcas de nariz gruesa, manos velludas de azul. Falsos mesías, hipócritas e iluminados, deambulaban. Melancólicos locos sonreían y tenían miedo. Lúcidas criaturas lo sabían todo y no hacían nada.
Un coro de mujeres bostezaba con aire encantado, escuchando la conversación de los sabios, con vibrantes escampadas cuando un negociante renombrado tomaba la palabra. Una madre acunaba a un retoño recién circunciso y se enorgullecía de la sangre que corría por los muslos de la bizarra criatura. Muchachas de la tribu felicitaban a la madre.
Los grandes espejos de las paredes formaban una multitud de Roboams Solal caminando. Todos aquellos centenarios confiaban.
Un anciano, que había terminado de grabar un hueso de oliva, se acercaba a ofrendar su obra a Aude. «Para usted, doña Solal. He grabado en el hueso palabras de pureza y en torno se ven leoncillos. Trabajo para usted desde que me llegó la noticia de su conversión. Quédeselo, es regalo gratuito y ofrecido por el corazón del israelita». Tras regresar a su sitio, se echó la barba encima del hombro para no mancillar el Nombre inefable que iba a brotar de la pluma de oca y plasmarse en el pergamino. Sonreía e imaginaba que el hueso grabado daba nacimiento en aquel instante a otro hueso, hermano celeste del zafiro que el Eterno engastaba en su corona al tiempo que creaba un cielo nuevo.
Salomon se estremecía y temía la muerte. «Estoy convencido de que los muertos viven, querido Michaël, pero no viven mucho y además son lánguidos».
Mattathias permanecía de pie para no estropearse el pantalón pero se inquietaba por el posible desgaste de sus suelas. Mujeronas tímidas y amaneradas deambulaban. Sus crinolinas crujían y sus collares entrechocaban. En avanzado estado de gestación, llevaban su carga con orgullo, agitaban abanicos de plumas y respiraban con placer falso y ceremonioso de flores artificiales.
Unos viejos se preocupaban por su salud, tenían puesto mucho rato un termómetro en la boca y lanzaban ávidas miradas a las rayas graduadas. Uno de ellos pesaba sus alimentos. Otro chupaba un diamante. Algunos, barbirrojos y con orejeras, se frotaban las crujientes manos y brotaban chispas. Unos neurasténicos se ensortijaban sin cesar el pelo que restallaba. Tenían miedo, mucho miedo.
Otros comentaban comentarios y hacían girar los dedos con rapidez. El profesor de Talmud afirmaba que no se puede mirar ni el dedo meñique de una mujer. Un huesudo, que llevaba en la frente una cajita cuadrada, chascaba sus dedos multiplicados y pedía la palabra. «Me pongo las filacterias. Y esas filacterias están hechas con el cuero de un buey. Suposición: Ese buey se topó un día por descuido o voluntariamente con un cerdo. Discusión: ¿Peco tocando un cuero que ha tocado una carne prohibida? Pregunto también: ¿Puede matarse una pulga el santo día del sabbat?».
Una raza exudante expectoraba, escupía, tosía, sufría estertores, sudaba, se rascaba, efectuaba intercambios, asimilaba, rechazaba, vivía. Unos niños intercambiaban bienes. Ancianos intercambiaban ciencias. Todo circulaba. Una raza activa reía burlonamente, sollozaba, desbordaba de expresión, tenía miedo.
El retoño de Mattathias, no más de brazo y medio de alto, maltrataba a su padre quien, encantado de tan exquisita vivacidad, veneraba a su benjamín y se protegía de las patadas. «¿A eso llamas tú muchos cacahuetes, oh Mattathias, padre mío? Dame más, que tengo hambre y quiero vivir y prosperar». Acto seguido, al ver las puestas de Salomon y Michaël que jugaban en cuclillas a las tablas reales, el niño exclamaba (con voz suave trágica tierna, atenazado por el mal caduco que convulsionaba tras él a otros niños) que aquello era dinero, ¡auténtico dinero! Las madres se estremecían.
Una alta y dinámica muchacha de sangre real y ojos de loca inteligencia se acercó. Dijo que era Tsillah, sobrina de Gamaliel y hermana de los Tres. A continuación, sin más, habló de sus hermanos.
—De día, Nadab piensa, y es el frío geométrico, las estalactitas se pasean por la oscuridad de la verdad, los engranajes funcionan en vacío. De noche, Nadab entra en la vida. Su furor descubre, yuxtapone, compara, corta de nuevo, desplaza, reagrupa, especula y destruye ilusorios orgullos. De día, Reuben, hembra adiposa sangre densa fecundo sucio productor, telefonea a los bancos, a los periodistas y a los reyes, aplasta, se encarama, con urgencia de vivir, se obstina impasiblemente y se hincha. De noche, es perseguido, llora, tiene miedo, teme que lo observen, para vengarse escupe, le gustaría ser orgulloso, no sonreír más ni asentir, el miedo lo descompone, pero es un barro granulado con gérmenes preciosos, es piadoso y cobarde. De día, Saül adiestra a los Perros de Dios que rebullen y guían a las ovejas naciones hacia mañana y se hará justicia, se rebela y detesta el mal, su rostro es duro pero sus ojos vacilan de ternura. Por la noche, sonríe cansado, ama, desprecia y sabe que el Reino se proclama hoy mismo, las mujeres lo entienden, un simple, va con los niños, alegre, su rostro es dulce, a veces una chispa de malicia surca el ojo izquierdo, es el Cordero.
Aude ya no escuchaba a aquella loca. Los tres hermanos se peleaban ferozmente, parecían a punto de pegarse, cuando uno susurraba de pronto algo al oído del otro y los tres se apaciguaban.
El profesor de Talmud se acercó a explicar a la neófita que al Eterno le complacía tanto conversar con sus judíos que no atendía a sus oraciones. Si consintiese en concederles sus demandas, dejarían de dirigirse a Él. Reuben preguntaba cómo podían tenerle miedo al pobre de Reuben y pedía justicia con risa estúpida y sin fin.
Se dejó oír una voz grave y exquisita. Saül se paseaba sonriendo, pegadas las manos al pecho, y cantaba el día de bondad. Nadie parecía tan cariñoso ni inofensivo como aquel hermoso príncipe que arrancó de súbito una araña y se la arrojó a Reuben que se encaramó en una mesa y comenzó a berrear. Las gentes del subterráneo parecían habituadas a los caprichos de los tres hermanos que fueron amarrados de inmediato y sacados de allí.
Los lamentos de Emmanuel contagiaban a la concurrencia. Planeaba sobre la sala un brocado de zumbidos, hilvanado de risas, peleas, brazos agitados. Un pueblo enfermo y melancólico y mortalmente cansado y herido vivía bajo aquellas bóvedas y temblaba de miedo. Aquellos infelices Solal esgrimían rictus que calmaban su angustiada espera. Gamaliel rezongaba quizá palabras ateas. El ministro Solal, que yacía y se agitaba, con espuma en la comisura de los labios, se levantó de súbito, sonrió gravemente y salió con lentitud.
Pero al fondo de la sala, surgidos de repente, platicaban graves y ancianos profetas, auténticos hijos del pueblo. Sentados en los terciopelos, ofrecían una estampa más magnífica que el adolescente. Sus ademanes eran suaves, sus labios poderosos y la Llegada prendía una primavera en sus ojos. Sus manos iluminaban. Refulgía en sus ojos una espera de la desdicha, una anticipada protesta de inocencia.
Unos jóvenes escuchaban la alarma de Arriba, meditaban, ignoraban el mundo y sus dioses galvanizados de oro. Pulían cristales de gafas, doblegaban el universo a las leyes de la verdad y despreciaban el oro. Y eran ésos los auténticos hijos de mi raza.
Allá, al fondo de la sala, bajo las bóvedas, en los desiertos y las sombras y en los lugares del tiempo, hogueras miradas centelleantes llegaban hasta el mañana eterno. Había esperanzas alteradas, esperas, galopes lejanos y altas llamas en la curva de los siglos sobre los auténticos hijos de la nación primogénita. No los doblegaba la desdicha. Iban, iluminados en su elección, y su conjura era el amor de los hombres.
—Eterno, que el día de metamorfosis ilumine la faz de mis hermanos y aparezcan todos maravillosos y muy santos como ya lo son.
—Por mi Nombre, que mostraré su belleza al universo —dice el Eterno—. Los bañaré con agua helada y bajo el lodo de los siglos surgirán los príncipes de jacinto ataviados —dice el Eterno—. En verdad, exaltaré a mi hijo Israel —dice el Eterno riendo sonoramente.