—Levántate, déjame solo. No voy al ministerio esta mañana.
Aude, con la tez sonrosada de sueño, se puso un batín y, tras la media hora salubre del cuarto de baño, se fue al salón. Sus pensamientos eran tristes, pero su cuerpo estaba feliz. Se sentó ante el gran piano, hermoso presente de su marido. Los regalos que le traía casi todos los días. Pieles, libros, esmeraldas, el viejo roble minúsculo del Japón. «El episodio de anoche. No pensar en ello. Interpretar con un tono más enérgico aquella alemanda. ¿Por qué se llama interpretar[4] a la cosa más importante? Morir antes que prescindir de la música».
A la una, se abrió la puerta. La larga nariz aguileña escrutó el salón y las pestañas moras se cerraron con irritado pudor. Solal se acercó en silencio, descalzo. Se ciñó el cordón del batín tornasolado, escuchó, intentó silbar entre dientes pero se avergonzó al punto del apagado e inofensivo sonido que emitía. Aude se volvió, se extrañó, aguantó las ganas de sonreír. Qué hombre tan extraño, la verdad. ¡Qué ocurrencia aquel turbante de brocado! ¿De dónde habría sacado aquella tela? Él, impasible, miró a su mujer, se aburrió, deambuló por el salón.
Tropezándose en su éxodo con el busto de Calvino, regalo del señor Sarles, alzó muy serio la voluminosa tela dorada que le coronaba la cabeza y saludó al reformador que le caía bastante simpático. A continuación, siguió caminando acompañado de Roboam, unos siglos más tarde. Se detuvo en Amsterdam, invitó a Aude a que siguiese tocando y contempló interesado el salón, mirando embobado los cuadros y arrugando la piel de la frente.
Curioso. Un piso. Y ese piso le pertenecía. Cómico. Y ésa caracoleando ante su acordeón. ¿Quién resultaba más cómico, ésa, o él con su modesta tela dorada para preservarlo de las intemperies y que podría llevar bajo el brazo el día de la persecución? Sillones. Escobilla para la chimenea. Poseía objetos. El descargador de naranjas en Marsella tenía un piano de cola. ¿Y dónde estaba la cola de aquel animal? Y la estúpida doncella que disfrutaba, que caía en éxtasis cuando hablaba del despacho del señorito. Todos aquellos muebles acomodados. La caracoleadora también creía que todo aquello era de él. La gente es seria. Cómico. Menudas ganas de reír el otro día en la sesión del comité cuando aquella gente escuchaba gravemente a Solal, el «teórico del partido». Y los demás «desde luego, señor ministro». Aquella mujer estaba segura de su derecho de propiedad. Él era su marido. ¿Entonces ya no era Solal sino un marido? «¿Dónde estoy y quién me engaña?». La había raptado por placer y porque la boda con Jacques tenía que celebrarse un cuarto de hora después y porque el caballo galopaba bien. Y la seria esa lo había asesinado con su éxtasis por convertirse en su mujer a la luz de la luna. ¿Por qué les daba a todas aquel eczema del matrimonio? Se había casado con ella porque estaba tan segura de que se casaría con ella. En definitiva, había sido víctima de un abuso de confianza.
Matrimonio, muy matrimonio. Y ahora estaba encerrado en un cubículo con ella. Llegaba a la una y a las ocho a devorar la comida. En medio de la madriguera, bajo una lámpara de cristal, había huesos y masticaban ambos. Alegría alegría mastiquemos y cepillémonos los dientes conyugalmente. Y por supuesto, se veía obligado a alimentarla, a traer carnes y hierbas y a montarla. Puede que más adelante tuviese que construir un nido con su boca, sentarse encima para dar calor a las serpezuelas, gorjear para solazar a la hembra y alimentar con la boca a los tiburoncillos. A la apareada todo eso se le antojaría natural. Vivían pegados el uno al otro, salían juntos de su madriguera, adelantando las patas con idéntico movimiento.
La miró tocar. ¿Por qué hacía esos gargarismos ante las mandíbulas del animal? ¿Qué utilidad resultaría de todo aquel quehacer y de aquellos ruidos? ¿Era una manera de poner los huevos y por qué gemir así en tal caso y quién había inventado aquel tamboril de la corrupción? Se rascó las cejas con rabia. La música le daba miedo y le asustaba no entenderla. Se animó observando tímidamente que aquella pagana hacía ruido al fin y al cabo y que también a las arañas les gustaba la música. ¡Qué diantre, con dinamita fabricaría una coral o doral muchísimo más útil e impresionante!
Se presentó un criado, a quien el Señor saludó respetuosamente, anunciando que la Señora estaba servida. En la mesa, Solal, esgrimiendo una sonrisa asesina, se negó a tomar zanahorias con nata, escuchó a su mujer con evidente sordera y embobamiento y se untó una rebanada de pan con mostaza. Como Aude le reprochase que se alimentaba absurdamente, le contestó en hebreo. Aude distendió los músculos de la boca como una madre que no puede más. Solal contó con gracia una entrevista con su colega de Obras Públicas. Ella se rió. Él la miró, escrutó las razones de aquella risa de aprobación. Si se reía, era entre otras cosas, porque admiraba en él la fuerza física y moral.
—¿No vas al ministerio, esta tarde?
—¿Ministerio? No entiendo ya nada de nada. No. Ministerio no.
Claro, ahora lo entendía todo. Al asomarse anoche a la ventana, vio a los dos viejos expulsados caminando por la nieve, tropezando, apoyándose el uno en el otro, deambulando, los dos viejos desesperados.
«En otro tiempo, cuando mi padre se figuraba que yo dormía, entraba en mi cuarto y me besaba en la frente. Y el tiíto que llegaba cada viernes por la noche con un regalo nuevo para mí, tan bien vestido esa noche el tiíto y se frotaba las manos con un ramo de mirto y cantaba “Que pases buena semana”. Hoy es viernes y yo también pasaré una buena semana. Oh mi Sol, este pueblo es un pueblo antiquísimo, sin comparación alguna con los cruzados que son de anteayer, un pueblo muy puro, muy noble y muy fiel. Pobre Solal, habías vendido tu alma. ¡A los pies de Gamaliel y pídele perdón!».
Salió tarareando el canto de la buena semana. Oh las lámparas encendidas y las gratas sonrisas y las ropas limpias y todo el mundo se desea prosperidad y es un poco el Mesías llegando en este día de sabbat.
Cuando regresó por la noche, a Aude le sorprendió aquella expresión nueva, decidida, soñadora, sonriente, bondadosa, seria. Dio las gracias distraídamente. No, no tenía hambre. Se miró las manos y sonrió. Por fin, anunció que acababa de comprar un palacio.
—Del siglo dieciséis después de Jesucristo. ¿Cómo es que disponéis de tan pocos siglos? Se llama «La Commanderie». En el campo, junto a Saint-Germain. He firmado el acta. Tres millones. Me prestará usted el dinero, por favor. Se lo agradecería mucho. Podría pignorar sus acciones holandesas y americanas. Tiene a un montón de coolies deslomándose por usted en Sumatra. Le devolveré el dinero dentro de un mes. He dejado una cantidad a cuenta en el notario. Veinticuatro hectáreas pero no sé cuántos metros tiene una hectárea. La de hojas y árboles que debe de haber. Y hasta la tierra que está debajo nos pertenecerá.
Escéptica, extrañada, pero contenta de verlo feliz, trató de que le describiera la nueva vivienda y se lanzó con él en una serie de proyectos mientras se vestía. Él le preguntaba a cada minuto si estaba lista y le acariciaba distraídamente las maravillosas piernas, muslos, etcétera. Resulta agradable una mujer hermosa de cuerpo que se deja acariciar nupcialmente, sin los melindres, rechazos, ninferías y coqueterías habituales, todo para el mismo triste y viejo asunto.
En el coche, Aude le preguntó sobre la compra de aquella propiedad. Contestó que estaba cansado, que necesitaba el campo, la soledad. Acto seguido, se durmió.
Saint-Germain. El coche se internó por un camino, dio tumbos al pasar por unos baches y los faros iluminaron una verja.
Tropezando con ramas secas, caminaron por la avenida oscura. Solal abrió la puerta del palacio, pidió al lacayo que encendiese dos velas y se las entregase a la Señora. Penetraron. El viento húmedo apagó una de las velas en la sala de guardia donde velaban unas armaduras. Aude intentaba ahuyentar la tristeza que la invadía al contemplar aquellas salas destartaladas por las que volaban murciélagos enloquecidos. Quince inmensas habitaciones incómodas y malsanas.
En el coche que los llevaba a casa, ella pensaba en la piedra que se había despegado hacía un rato de la pared y la había rozado. Con lo bien que se estaba en la calle Scheffer, en la casa amueblada con amor. Qué locura cambiar, al año. Le hacía un regalo que no le apetecía en absoluto y, a fin de cuentas, correría ella con los gastos. Tres millones. Toda su fortuna.
Calle Scheffer. El coche se detuvo. Aude subió lentamente la escalera de mármol, cubierta con una mullida alfombra e iluminada por un ángel anticuado. Agradeció los gestos reconfortantes de la criada cuando la ayudó a quitarse las pieles.
Al día siguiente, Solal dijo a su mujer que haría bien marchándose a Ginebra, que no quería imponerle las fatigas de la mudanza. Aude obedeció y se marchó.
Treinta días más tarde, un telegrama le anunciaba que la casa estaba lista y le rogaba que acudiese a la Commanderie.
Tumbada en la cama, intentaba descansar y pensaba con amargura en lo absurdo de aquella mansión y de su nueva vida. Aquellos matorrales que invadían las avenidas. Aquellos caminos reventados. Todos aquellos gastos. Los criados irritados e irónicos. Y de quince habitaciones, únicamente había encontrado cuatro amuebladas.
En la mesa, Solal habló animadamente del proyecto de ley sobre seguridad social que iba a presentar, y de sus dificultades con su suegro que se volvía irritable, hablaba de dictadura, se comparaba con Richelieu, encargaba magníficos coches para su amante. Se interrumpió bruscamente, miró la hora, se levantó.
Una hora después, la mandó llamar, le rogó que se sentase, le anunció con dulce y grave sonrisa que no se encontraba bien, que los médicos le habían prescrito más estrictamente aún el silencio y la soledad. Como ella, inquieta, le pidiese precisiones, se limitó a decir que le agradecería que tuviese a bien retirarse a su cuarto y ordenar a los criados que se abstuviesen de circular por la casa cada vez que (vaciló y su mirada se tornó mortalmente fría) sonase el gong colgado en su cuarto. Sería las más de las veces por la noche, después de cenar. Cuando le aquejaban ciertos dolores de cabeza, las idas y venidas le resultaban intolerables. Le dio las gracias sin aguardar a que ella le contestase y se levantó para señalar que la audiencia había concluido. Cuando ella se disponía a hablar, esgrimió una sonrisa, le besó la mano con infinita cortesía y abrió la puerta.
Aude fue a dar a los criados la nueva orden y regresó a su cuarto. Caminó, pegadas las manos a los hombros ateridos, fríamente exasperada. Desde que estaban en aquella casa imposible, no lo veía casi de día, nunca de noche. ¿Qué hacía ella, perdida en aquella ruina de casa, con un hombre que, según decían, era su marido?
Ruido de gong. Quiso desobedecer, salir, presentarse en su cuarto, ver qué hacía, desvelar el misterio. Pero tuvo miedo, recordó la dureza de su mirada.
Cerró la puerta con llave, dejó de caminar, escrutó en el espejo los ojos ojerosos, los pómulos salientes y el labio que confería un toque tierno al rostro. Admiró su cuerpo. Merecía ser amada y su marido la abandonaba.
Se sentó en el suelo, gimió la impotencia, canturreó entre dientes. El tictac del reloj la hacía sentirse menos sola. Lo escuchó largo rato. A continuación, la ira se decantó en grandes suspiros desconsolados y una sonrisa de ironía hacia sí misma la apaciguó. La gente estaba convencida de que había hecho un matrimonio extraordinario. Aquel joven ministro tan brillante, un loco en realidad. ¿Qué hacer en medio de aquella soledad? Entretenerse como pudiera. Invocó los ensueños. Maldita sea. Soñar estaba bien cuando era una jovencita. Un placer un poco pobre ahora. Las desgracias habían empezado con aquel rabino. Desde aquella noche, Sol no era el mismo.
Dejó caer la ropa, se metió en la cama y se quedó quieta. Pensaría mañana. Ahora cierre y a dormir. Soñó que se oían cantos de Oriente en la Commanderie.
Transitaba por el parque, murmuraba, chocaba con las piedras y las apartaba con desconsuelo. Caía la noche sobre el prado empapado del que escapaban brumas. Quince días hacía ya, no, tres semanas, que estaban en Saint-Germain. Se acabó Solal el de los maravillosos desposorios.
Cómo había cambiado. Ahora, hasta la música le tenía prohibida. Su fatigosa e inútil insistencia en repetir que la música era acoplamiento y abominación. Aquel placer que experimentaba atisbando el pecado en ella, interpretando perversamente la menor mirada de admiración a un hombre, a un niño, a un árbol o a una joven campesina. Se nutría con las traiciones inconscientes de que la acusaba. Pesado y monótono, con su «justicia, justicia» siempre a flor de labio y su absurdo odio a la caridad. La de molestias que se tomaba en explicar cosas que ella entendía perfectamente.
¡Y ahora, para remate, se ponía a hablar de dinero! Y ese desprecio, ese rictus continuo sobre la creación. A sus ojos a veces de viejo perverso, todos eran bribones o estúpidos. Todo era vanidad, salvo la Ley de la que hablaba, el muy hipócrita, con la mirada extraviada y abriendo demasiado la boca. Se había casado para ser feliz y no para llevar aquella vida complicada y absurda. Quince habitaciones y ahora sin criados.
Porque resulta que sí, era otra innovación. Ahora sólo una asistenta. Todo estaba en desorden. ¿Por qué prescindir de criados? Que no quería espías, había contestado. En la mesa, no hablaba casi y cuando hablaba aún se le caía más el alma a los pies. Siempre la muerte o las ignominias psicológicas de todo ser humano. Como si en la vida no hubiese cosas hermosas y límpidas. Y luego, esa continua desvaloración, esa diabólica ronda de lo relativo. O mejor dicho no, decorados, y detrás, decorados, y nada auténtico a que aferrarse. Anteayer, había puesto a Spinoza por las nubes, pero para aplastar a Miguel Ángel. Y ayer, Spinoza había pasado a convertirse en un «pobre metasturbador».
¡Eso sí, qué ascendiente tenía sobre los diputados! Aquel silencio cuando subió a la tribuna y habló, con amor evidentemente sincero y apasionado, de la vida de los obreros. «Francia la de la dulce faz alargada, vuelve hacia abajo tus claros ojos y contempla a tus hijos que trabajan». Recordó a los diputados emocionados, orgullosos y bastante apurados.
Pensó luego en su padre, aquejado de una extraña enfermedad, sobre la que los médicos no la habían informado como ella hubiera deseado y a quien hubo que trasladar, días antes, a un sanatorio.
«Sentado, sensato, cortés. No hay quien le quite el monóculo de las manos. Cuando me ve, se empeña en levantarse, esa triste gorra de débil mental que intenta alzar y las piernas que le flaquean. El tazón de leche entre ambas manos pegado al pecho. Deben de tenerle miedo a Sol para mantenerlo en el nuevo ministerio. Padre, la elegancia que ha sabido conservar en su decadencia, el viejo chocho queriéndome ceder el paso. Y no me reconoce. —Verá usted, papá, cómo enseguida se pondrá bien. —Acepto el augurio, señora. Se contenta con poco. Sonríe, dobla y desdobla los periódicos. Cortesía, elegancia, amabilidad, exquisitos modales, cosas esenciales en nuestra manera de ser».
Se detuvo junto a la puerta de su deplorable mansión. ¿Cómo? Gritos o cantos parecían surgir de las profundidades de la tierra. Frases entrecortadas y notas rápidas que se elevaban penetrantes. ¿Era presa de una alucinación? No podía más con aquella vida. Pese a la prohibición de ir a molestarlo, entró en la habitación donde trabajaba.
Qué cara tan torva tenía. Aquella mirada implacable, universalmente desdeñosa. Solal no reparó en su presencia y siguió hablando por teléfono.
—Sí, opción hasta el cinco de marzo. Y en cuanto a los cauchos, pues se monta otro sindicato. Que pase un buen sábado, Reuben.
Alzó la vista, le preguntó con rudeza qué hacía allí y por qué lo había molestado. Ella miraba con estupor los fajos de billetes en el suelo.
—Pues sí, esos azulejos y esas amapolas son míos. Cuarenta millones ganados con el sudor de mis circunvoluciones especulativas. Soy socialista y especulo en la banca. Amo a la humanidad y mucho mucho el dinero. —Repitió la frase en cinco lenguas de Europa—. Y controlo ya siete diarios de provincias. ¡Y no queda ahí la cosa y pronto me odiarán, a Dios gracias!
De pie con su batín de terciopelo rojo, abiertos los brazos, el gran señor amontonó con el pie descalzo las poderosas imágenes, anunció que estaba segando el heno, se paseó con desafío bastante juvenil por el prado de crujientes billetes.
—Estoy pisando un yate que no está mal dos chimeneas motor Diesel redes de oro no está mal una pizca demasiado afeminado. Estoy pisando tres duquesas tumbadas desnudas rubia morena y rubia. ¿Te gusta el dinero, Solal de los Solal? Me gusta, Reuben de los Solal. Adiós, Aude. No nos veremos esta noche. Váyase a París a oír un tamtam pleyel.
—Sol, escúchame. Hay que acabar con esto. Dime lo que me ocultas.
—¿Qué mujer es ésta que me tutea? ¿Y con qué derecho me llama Sol? ¿Qué hay entre tú y yo, oh mujer? —preguntó con poderoso y tremendo júbilo.
—Está usted aquí haciendo cosas prohibidas que no quiere que yo sepa. Estoy tan sola aquí, no puedo más.
—Yo puedo. ¿Qué quiere de mí? Soy un buen marido. Lo más curioso es que la quiero. Le doy todas las satisfacciones de amor propio. En cuanto al resto se refiere, concédame la paz. Por supuesto que llevo una vida especial. Tal es mi deseo. Yo no le impido que acuda a iglesias y otros lugares. ¿Quiere dinero? Recoja. ¿Quiere placeres de orgullo? Acuda a los salones de París y, cuando el michael la anuncie, verá como callan todas y la miran con envidia.
—Amado, sé sencillo, sincero, no hables siempre como si hubiese un tercero escuchándote. Soy tu mujer. Hablas de tu vida propia. Dime cuál es esa vida, cógeme de la mano y deja que participe de tu vida.
La admiró por hablar con claridad, por saber plantear los elementos de un problema. Era continuamente inteligente aquella mujer. El sólo sabía expresarse genialmente, bajo el impulso de la pasión. Su mujer, a pesar de todo, evidentemente. La obsequió con una mirada bondadosa. Ella sonrió esperanzada. Pero él echó marcha atrás y quemó unos cuantos millones en la chimenea, por distracción.
—¡O sea que siempre va a seguir así esta vida! Tengo miedo de noche sola en mi habitación. Ni un perro para hacerme compañía.
—¡Un perro! ¿Por qué no cocodrilos en la bañera? Cuando mi abuela veía un gato en la casa de los paganos de enfrente, corría rápidamente a lavarse las manos. Y esta quiere traerme una jauría de perros y mañana, quién sabe, una jirafa justificada por la fe. Odio —mueca violenta y juvenil— los animales.
Aude dejó caer los brazos, de cansancio, de impotencia y de ira. Tenía ganas de arrojarle algo a la cara. ¡Ella defendiendo su vida y él hablándole de jirafas!
—Cuando se oye ese ruido, el gong, ¿qué hace usted, adónde va, con quién se ve? ¿Se queda en casa?
Para matar el aburrimiento, Solal se asomó al abismo de la confesión.
—No, no me quedo.
—¿Y adónde va?
—Al antro. Al reino de los muertos. A la tierra de la horrenda sonrisa.
Abrió la puerta, despidió a su mujer con regio y deferente ademán. Aude salió.
Abrió una maleta, arrojó en ella un vestido, pañuelos, un cepillo. A continuación, se dejó caer junto a la chimenea, atizó los leños apagados y se sintió sola, pequeña, desarmada. ¿A quién pedir consejo? A sus abuelos, no. Adrienne. Si viviese aún, sí. Pese a su debilidad y sus errores, había sido buena. Las ruedas del tren aplastando el hermoso cuerpo de Adrienne. La mirada de Adrienne, tan dulce, cuando cerró el libro. Y ahora, era un cráneo con pelos y huesos.
El retumbar del gong la hizo estremecerse. ¡Ingenuo, convencido de que ella iba a quedarse encerrada como una niña buena en su cuarto, porque se lo ordenase aquel instrumento!
Abrió la puerta sin hacer ruido, se asomó a la barandilla de la escalera, vio a Solal entrando en la sala de guardia. Bajó, decidida a desentrañar el misterio. Abrió la puerta de la sala y se quedó estupefacta. Nadie.
Sólo las armaduras inmóviles contra la pared. ¿Pero por dónde había desaparecido? La sala no tenía más salidas que aquella puerta. De haber salido, lo habría visto en el pasillo. ¿Por la ventana? Imposible; tenía rejas y los barrotes —los sacudió— eran fuertes. Levantó las alfombras, examinó piedra tras piedra, golpeó el suelo, movió de sitio las armaduras. Nada. ¿Por dónde se había esfumado, pues, aquel hombre diabólico?
Regresó a su cuarto, cerró con doble vuelta de llave, encendió todas las lámparas para infundirse ánimos.
Al amanecer, se despertó vestida. Divisó en el espejo la cara enflaquecida de Aude de Maussane, la amiga de siempre. Se alisó el vestido y, de un brusco toque de cepillo, se arregló el pelo. Se contempló con satisfacción, pulcra y noble. Se marcharía, ni que decir tiene; pero no sin descubrir el misterio de aquella desaparición. El resto lo adivinaba. ¡Huy, tiempo hacía que lo había adivinado! A lo mejor no estaba en su cuarto. Había que ir a ver, quizá encontrase indicios.
Escalera. Primer piso. Abrió la puerta.
Dormía con la misma severidad marmórea. Su mano sujetaba una cadena de la que colgaba una llave dorada. ¿Pero cómo no se le había ocurrido? ¡Claro! Todo el secreto radicaba allí. Si era la mar de sencillo. Deshizo suavemente el nudo que aguantaba la llave. Salió.
Al entrar en la sala de las armaduras, se dirigió hacia el gran arcón con escudo labrado, lo abrió utilizando la llave dorada. Pero no dio con la salida que estaba segura de hallar. Tanteó las paredes, recorrió con el dedo las hendiduras, movió los batientes, abrió el cajón inferior del armario, lo cerró. Nada.
Apoyó la frente contra el vidrio, meditó, regresó hacia el arcón, abrió ambos batientes y sacó el cajón. ¡Al fin había dado en el clavo! El fondo del cajón ocultaba la obertura de una escalera abierta en el suelo. Escuchó. Nadie. Se agachó para penetrar en el armario, posó el pie en el primer escalón.
Bajó unos cincuenta peldaños, enfiló un pasillo oscuro en cuyo fondo un cirio encendido suscitaba sombras movedizas. Entreabrió una puerta claveteada y divisó una sala de bóvedas en forma de estrella que aguantaban anchos pilares. Al fondo, los siete brazos de un candelabro brillaban ante una cortina de terciopelo, bordada con letras cuadradas y triángulos.
Por eso le había dicho que se marchase a Ginebra, al principio. Quería acondicionar aquellos sótanos a su gusto y en secreto. Al oír voces, cerró la puerta. Unos instantes después, se decidió a mirar por el resquicio.
De los hombres de pie únicamente veía los hombros bamboleantes y los turbantes. A la derecha, separadas de los hombres por una barandilla, unas mujeres sentadas de perfil. Una emperatriz bizantina se rascaba el eczema. Una linfática mostraba joyas a una corpulencia agitada. Una anciana de arrebolada peluca leía asintiendo y movía la barbilla. Unos ancianos extendían sus chales sobre los jóvenes y bendecían a su progenie. Un pueblo había desplegado sus tiendas.
Entró suavemente en la habitación de Solal a dejar la llave en su sitio. Pero él se despertó bruscamente.
—¿Los has visto?
Aude hizo un gesto afirmativo y aguardó. Solal abrió los brazos en adolescente despertar y habló.
—Fui a arrojarme a las rodillas de mi señor padre y ese hombre misericordioso me perdonó. Me ordenó que construyese una mansión secreta en mi mansión de Europa. Obedecí. Es sensato y comprende que he de llevar adelante mi vida occidental. Llamé a parientes Solal, de Cefalonia y de otros lugares. Una ciudad bíblica hormiguea bajo la mansión de Su Excelencia. Durante el día en el ministerio, en la Cámara, en las reuniones del partido. Y por la noche, voy a mi país. Y tanto de día como de noche, estoy triste, tan triste. Esto también es un secreto. Durante el día, duermen y aguardan mi llegada. Qué conmoción, cuando llego, después del gong. Vienen a mí y me aconsejan. Disfrutan de mis éxitos y aprenden a utilizar mis adversidades. Así es. Viven en los sótanos. Las gentes de la Edad Media lo dispusieron todo perfecto. Muchas habitaciones. Mientras estabas en Ginebra, no hubo más que traer muebles, víveres. Así es. Tumbado a la oriental, sobre cojines, el ministro de la República francesa permanece conversando hasta la mañana con sus hermanos. Amo a Francia. Es tan bonita.
—Sol, ¿por qué no me contaste nada, a mí, a tu mujer? ¿Por qué no lo organizaste para que viviesen conmigo, a plena luz? Hubieras sabido convencer a tu padre y a todos los tuyos.
Alzó hacia ella ojos nebulosos. No se atrevía a confesarle el auténtico secreto. Sabía que era menester una ciencia en la mirada y una inteligencia en el corazón para descubrir la grandeza de sus judíos, y temía para ellos el desprecio de la mujer que amaba. Ah, qué difícil resultaba explicar la belleza de Israel a quien únicamente veía a los judíos.
Aude vio la Biblia, la hojeó, se detuvo en el Libro de Ruth, señaló con el dedo un pasaje y leyó sin temor al ridículo: «Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios».
Solal sonrió, volvió la cabeza y dos lágrimas surcaron su rostro. Miró a su amada, la estrechó en sus brazos. Por fin había pronunciado las palabras que llevaba aguardando tanto tiempo.