Eran las cinco de la tarde. En el vestíbulo del periódico, tres grandes electores socialistas del departamento del Norte, vestidos de inoportuno esmoquin, esperaban a su diputado, el director del nuevo diario. Se paseaban a lo largo y a lo ancho atenazados por la vergüenza de una espera demasiado larga. Sus mandíbulas se estremecían, se abrían, se cerraban y el entrechocar de los dientes hacía volverse a los redactores que pasaban.
Apenas oyó la bocina del coche directorial, el ordenanza manco se precipitó a abrir la puerta y coger la cartera del señor director que sonrió gravemente al perro condecorado, leyó las tarjetas de visita con cara de fastidio y anunció que recibiría mañana.
Al entrar en su despacho, el diputado arrojó el fastuoso abrigo con cuello de astracán, examinó sus demasiado lujosas sortijas y la cinta roja en el ojal, esgrimió una leve y extraña sonrisa y jugó con el sobre grande que había llegado hacía cuatro días. Hizo saltar los sellos y paseó la vista por la hoja de pergamino con mayúsculas doradas y caligrafiadas.
«De Cefalonia bañada por el mar a 21 de enero día de Extrema gelidez. Mi querido Solal París. Mi querido Solal el objeto de esta carta es comunicarte que soy Rico y Espero que lo mismo te pase a ti y como ves sólo escribo ya en pergamino ¡y las mayúsculas y puntuaciones con Tinta de Oro!
»Mi querido Sol tu Padre estaba enfermo pero se le pasó todo gracias a un Medicamento que Arrasa la Sangre oh querido niño el Rabino está Triste porque no sabe nada de tu vida desde hace tres años cuando viniste a Cefalonia y es orgulloso por consiguiente no escribe pero Tiembla de Dolor pues es viejo. También yo soy un poco viejo conque escribe si no creo que irá a París pues le inspiras inquietudes Misteriosas que me hacen Estremecerme.
»Yo mi querido Solal te diré que he estado de Viaje de Negocios por distintos Países y ésa es la razón de mi silencio, pues no sabía tus señas, pero he leído el periódico llamado la Justicia que es un hermoso título y he visto que eres claro está el jefe del periódico y hasta diputado de Francia, ¡mira por el bien de tan milagroso país! ¡Pero no te fíes de los Envidiosos! ¡Paloma con las palomas y boa con las serpientes!
»¡Te mando un Checo barrado de cinco mil francos! ¡Y con mi agradecimiento por el presente de antaño, que la ingratitud no es mi fuerte!, para ayudar a la propaganda del periódico cuya línea política ignoro pero que de seguro es buenísima y espero que hagas algo bueno por nuestros Hermanos perseguidos. ¡Creo que pagan demasiados Impuestos! Estoy seguro de que ayudarás a nuestros Hermanos, pues eres sumamente israelita es lo que le repito cada día al Exilarca pero Golpea con el Bastón en el Suelo y me Fulmina con la Mirada me quedo aterrado y me tiembla la mano esto es un borrón de tinta pero tanto da porque no puedo rascar el pergamino que es caro. ¡No tengo ya el Estilo ágil de otrora pues envejezco oh hijo y sobrino mío!
»¡Conque perdí el dinero que me diste hace tres años con un negocio de Monos del Congo adonde fui que quería vender con beneficios para experiencias médicas de la Doliente Humanidad! ¡Mas los monos son innobles criaturas y no merecen la menor consideración y los beneficios se mudaron en tormenta que me devastó el alma llevándose todo el dinero que me diste!
»¡El Checo que te mando no se te olvide cobrarlo y no vayas a metértelo en el bolsillo del pantalón sin prestarle atención!, ¡que soy Observador! ¡El mono es como te decía peor que el cosaco y maldito sea y ojalá no pueda ver jamás al Señor en Toda su Gloria!
»¡Bueno pues al regresar del Congo a nuestra isla natal, regresé siniestro triste arruinado sentado fuerte y confiado en la Omnipotencia lamentándome ante la fábrica y maldiciendo a los Monos que me Traicionaron! ¡Pero tranquilízate! ¡Me salvé y el milagro!, ¡sobrevino y me he hecho Rico y llegarán otros Checos!
»He aquí cómo acaeció la cosa, que te cuento y refiero. Sentado pues estaba fabricando para el benjamín de Salomon, fabricando sin alegría, ¡un hombre como yo va a disfrutar con fruslerías!, un juguetito bastante ingenioso escucha lo que sigue. Te lo describiré para que te hagas una idea del juguete. Querido y amado sobrino un mono trepa por un hilo y penetra en el Arca donde duermen los Rollos de la Ley bien ejecutado todo ello se tira de los cordeles alza las cortinas y sale por la puerta trasera. Ahí radica lo Bonito de la Historia así como Mi Secreto. ¡Al salir el mono se ha convertido en un Joven Resplandeciente de Belleza! ¡Efecto magnífico de la Ley Moral dada por Dios a Su Intimo Amigo Moisés y entretanto los infames adoraban al becerro de oro! Hay un truco, ya te explicaré.
»Pues al ir a visitar a tu padre enfermo, S. E. el Barón Moisés de Leví Pachá, hombre famoso en Egipto o Casa de Esclavitud, ¡ve el juguete del nuevo pequeño vástago de Salomón! ¡Ese hombre piadoso y sagaz se informa! ¡El arrapiezo es una bolita de grasa que se cae cada tres pasos le dice mi nombre! ¡Entusiasmado!, ¡por el valor comercial!, ¡y religioso de mi juguete!, ¡el banquero a quien había leído la víspera mi obra sobre la filosofía de la humanidad y las coyunturas del universo y que me había escuchado con lágrimas en los ojos! ¡De admiración, me compra, el banquero!, ¡el derecho a explotarlo!, ¡el juguete! ¡No sé ya dónde tengo la cabeza de digna y orgullosa emoción! ¡Querido y amadísimo sobrino, me paga una primera entrega de diez mil francos! ¡Y decían que Saltiel es un inútil!
»¡Algunos envidiosos sostienen que S. E. fingió encontrar interesante mi invento por compasión al enterarse de la traición simiesca del Congo! ¡Quedarán confundidos!
»Estoy escribiendo precisamente dos poemas en nuestra santa lengua todos cuyos versos comienzan y acaban con la primera letra del alfabeto, ¡estos versos son extremadamente maliciosos y van dirigidos contra mi antiguo amigo la serpiente recalentada Comeclavos!, ¡el falso abogado envidioso!
»¡Recibe una pequeña bendición de tu tío hasta el fin del mundo y hasta el instante en que los muertos de todos los países rueden bajo tierra para reunirse todos en Jerusalén!
»¡Saltiel de los Solal!
»¡Candidato rechazado a distintos empleos!
»¡Psss!, ¡postdata de uso entre personas instruidas! ¡He oído hablar de un israelita alemán que es suizo!, y llamado Einstein que al parecer es también inventor como yo me dicen que ha compuesto una pequeña teoría sobre el tiempo no puedo juzgar pero leeré su libro pues deseo mantenerme al corriente de los acontecimientos de la ciencia te dejo pues de tantos inventos me hormiguea el cerebro.
»¡El susodicho S S!
»¡Ppssst!, mi querido niño he aquí ahora el auténtico objeto de mi carta marcharé dentro de unos días para ir a verte y no te molestaré me preocupa tu padre te ve en sueños Trágicos y dice que son auténticos, prefiero decírtelo para que escribas tiene un carácter vivo y sufre ¿y quién ha de soportarlo y consolarlo?
»¡El susodicho!
»Parece como si conociese secretos Extraordinarios de tu vida actual, permanece horas en silencio».
Solal tiró la carta y se acercó a un mapa geográfico prendido en la pared. Contempló Francia, pequeña vigía de Asia, con sus ríos razonablemente dispuestos, digna de ser servida. Para mejor servir a su patria había creado, tres años atrás, con tanto esfuerzo aquel periódico cuyas rugientes rotativas le recordaban su rauda potencia. Desde hacía seis meses, era diputado; y el más joven de Francia, puesto que tenía veinticinco años. Y se le citaba como uno de los líderes del partido socialista.
El ordenanza vino a anunciar que un loco furioso había hecho irrupción en las oficinas.
Un cuarto de hora antes, el loco anunciado por el ordenanza se había detenido ante el edificio del periódico, había dejado en el suelo un cesto de víveres y una maleta sin cerradura, que se mantenía cerrada con unos cordeles y alambres.
Haciendo visera con la mano, admiró la escalera de mármol, se enorgulleció de la alfombra y por fin se decidió a entrar. Se miró en un espejo de bolsillo, se retocó el cordoncillo que le hacía de corbata, quitó con el pañuelo el polvo de los escarpines, se sonó, ajustó el gorro de castor, rectificó las solapas de la levita y penetró con falsa indolencia, palpitándole el corazón.
—¡Psst!
El ordenanza se volvió. El ancianillo se llevó el dedo índice a los labios para indicar que se imponía una conversación confidencial.
—He venido a verle —dijo en voz baja—, pero no lo molestes si está conversando con notabilidades o potencias. Espero que no te duela el brazo por donde te lo cortaron. Te confieso que estoy inquieto pues su padre, nuestro señor Gamaliel, ha venido conmigo e ignoro lo que sucederá. Anda ve, ve a decirle que ha llegado Saltiel.
El ordenanza miró la maleta de cartón y las etiquetas que la dramatizaban (WARSZAWA. MONTEVIDEO. HOTEL-PENSION DES NAVIGATEURS BRAZZAVILLE. CAIRO. OSLO. HACER LLEGAR AL LAZARETO. SAIGON), agarró al loco por el cuello, lo metió en la puerta giratoria y empujó.
Corriendo para poder salir de la jaula vertiginosa, nuestro tiíto no hizo sino acelerar el movimiento de rotación. Al cabo de cinco minutos, haciendo acopio de valor, calculó el impulso, saltó juvenilmente y fue a caer sobre la escalera de mármol. El hueso de la barbilla sonó. El anciano se incorporó con esfuerzo, se sacudió el polvo tambaleándose, lanzó una temblorosa mirada sobre su perseguidor, dio palmas. Acudieron unos redactores, cogió un tampón secante, se secó la frente chorreante y de pronto se desplomó.
Cuando recobró el conocimiento, vio los afectuosos ojos de Solal. Las sillas fueron aminorando su rotación, se precisaron y quedaron por fin inmóviles. Saltiel sonrió y balbució.
—Tu jenízaro tiene un brazo que no veo. Pero ese brazo existe. Luego está en tu caja fuerte. Menos mal que he venido. Perdona al viejo Saltiel, no sabe lo que dice. Hola cariño mío. —Se tocó la barbilla descalabrada—. Es bonita la escalera pero un poco dura. Este mundo es vasto y muy terrible.
Resucitando de repente, se levantó, estrechó la mano de su sobrino y comprobó los cordeles de la maleta.
—Son nudos de mi invención. Sólo yo puedo hacerlos y si me place deshacerlos. El jenízaro ha rehecho bien el nudo. ¿Y cómo puedes dejarle llevar una cadena de plata en el cuello? ¿La devuelve al menos, por la noche, al marchar? ¿Y cómo se llama ese ladrón?
—Jean.
—¡Vaya nombre! ¿Quién ha oído jamás semejante nombre?
—¿Contento de sus negocios?
—Sí, hijo mío —dijo el ancianillo, cabizbajo—. Desde luego —agregó tras un silencio.
—¿Mejor que le devuelva el cheque, no?
—Gracias, hijo. Soy un viejo necio que se entusiasma enseguida. Su Excelencia me dio la remuneración por piedad. El juguete era estúpido.
Solal abrió la puerta. Rugían las máquinas. Saltiel suspiró. No le había dado tiempo a preguntar, admirar y ya lo despachaba su sobrino. Le preguntó si podría verlo aquella misma noche. Solal le explicó que tenía una soirée en el ministerio de Asuntos Exteriores. Arrugas de codicia estriaron el rostro de Saltiel que olvidó la grave misión que le había encomendado Gamaliel.
—¿No hay modo de que pueda ver la recepción? —preguntó pegando el dedo índice a la nariz—. Sabes, hace treinta años que me gustaría ver una fiesta de poderosos. Satisfaz el último deseo del anciano, concédeme esta alegría antes de que me envuelvan en el sudario.
Tras vacilar un instante, Solal entregó a su tío una invitación y le recomendó que viniera de frac.
—¿Un frac? ¿Y por qué no, Sol? ¿Un frac? Bien, Sol, un frac llevaré. Tú deja a tu tío. ¿Un frac? Desde luego, Sol. Y te haré honor, ya verás.
Solal dijo que tenía que firmar unas cartas y que volvía enseguida. Saltiel se sentó, se dio humos con el ordenanza, aspiró rapé. Acto seguido, sonrió a dos jóvenes que le cayeron muy simpáticos, sin duda dos periodistas. Abanicándose con la invitación, se les acercó con ánimo de trabar conversación y de entablar relaciones mundanas en París. Pero oyó con horror que ponían atrozmente verde a Solal. Se disponía el tío a arrojar un reloj de pared a aquellos dos infames cuando regresó su sobrino. Ambos jóvenes saludaron con respeto al director.
—¿Qué hay, tío?
—Nada, cariño, nada de nada —dijo Saltiel en voz alta y de cara a los dos maldicientes—. Silbaban dos víboras pero cuando el rey de los animales, el león, pasó con toda su gloria, las dos criaturas de pecado dejaron oír suaves trinos de ave. ¡Oh hijo mío, esto es realmente un mundo tremendo! ¡Ciñete la cintura y desconfía!
Solal miró a los dos compadres con desdén. El tío se regocijó y tembló. ¿No se vengarían aquellos bandidos y, embutiéndose en un abrigo color pared, asesinarían a su sobrino? De modo que, para ganárselos, se esforzó en sonreír a los dos periodistas.
Un empleado, que se ganó el beneplácito de Saltiel tras harto escrutarle con los ojos, recibió la orden de llevar a las señas indicadas por el anciano el cesto y la maleta inútilmente acarreadas hasta las oficinas del periódico. Acto seguido, Solal tomó del brazo a su tío y caminaron.
Al cabo de un cuarto de hora, se detuvo.
—¿Es tu casa? —preguntó Saltiel (que murmuró interiormente: «¿Comprendes en términos generales lo que quiere decir palacete, oh Mattathias? ¿Y has vivido alguna vez en el cincuenta y uno de la calle Scheffer? Entonces, te callas»).
—Hasta la noche.
—Que aproveche —dijo Saltiel.
Se fue tristemente. ¿Por qué no lo había invitado a pasar Solal?
Al llegar al hotel, encontró a Gamaliel como lo dejara, sentado, con la barbilla apoyada en el bastón. El rabino vio a su cuñado, frunció el entrecejo, abrió la boca, aguardó el relato. Saltiel se sentía culpable por no haberse atrevido a decirle en el acto a Solal que su padre estaba en París. ¿Pero cómo decirle ahora la verdad a aquel tremendo? Por temor a una escena violenta que le impediría acudir al festín político, mintió sin vergüenza, explicó que Solal se había alegrado muchísimo de que hubiera llegado su padre pero que, en el preciso instante en que se disponía a ir a verle, se lo había impedido la llegada de un alto personaje.
—¿Y yo, soy hombre de poca importancia? —gruñó el rabino levantándose.
Saltiel aseguró, retrocediendo, que Sol acudiría sin falta a la mañana siguiente. Gamaliel se sentó, cerró los ojos y su barbilla se apoyó con más fuerza en el bastón de ébano. El tío se eclipsó.
Fue a una prendería, alquiló un sombrero de copa y un frac demasiado ancho que lo trocaba en pingüino. Pegados los puños a las caderas, aprobó su imagen reflejada. A continuación, se metió en una peluquería.
—¡Muchacho, aféitame y córtame el pelo!
Ebrio de gloria e importándole un comino Gamaliel, consintió en que le lavaran la cabeza, exigió una loción. Tosió con fuerza mientras metía diez céntimos en el cepillo de las propinas, comprobó el efecto que producía su generosidad en los empleados, se colocó el pañuelo sobre el pelo y se caló con precaución el sombrero. El pañuelo así perfumado, que se quitaría más tarde, produciría exquisito efecto en la recepción. Echó a andar hacia el quai d’Orsay, al tiempo que se comía diez céntimos de aceitunas. La chistera se bamboleaba al ritmo de los maxilares.
En el ministerio, le comunicaron que la recepción no empezaba hasta las nueve. ¿Y si luego le venían con que no quedaba sitio? Más valía entrar enseguida. El jefe de los ordenanzas creyó entender que el visitante era el nuevo ministro de Bolivia y abrió de par en par la puerta del gran salón desierto.
Los espejos reflejaron durante sesenta minutos dos docenas de tíos solitarios, radiantes, candidatos y desamparados que leían, al tiempo que se enjugaban la frente con un pañuelo a cuadros, un antiguo «Manual para Uso de los Cortesanos» adquirido hacía un rato en el quai Voltaire. Estaba ensayando Saltiel algunas reverencias galantes cuando entraron los primeros invitados.
Corrió a un rincón y no se movió durante bastante rato. Advirtiendo no obstante que comenzaban a observarlo, comprendió que era menester actuar y mezclarse con los poderosos. Pero las alfombras, los muebles dorados, el zumbido de las conversaciones, las sonrisas, la música, las flores y los bailes colmaban de espanto el alma de Saltiel que se sentía menos que un átomo.
Planeó una estratagema para ocultar su vergüenza de marginado. Durante una hora, transitó rápidamente entre los grupos con aire atareado, como si buscase a alguien, para dar a entender que si no hablaba con nadie era porque no tenía tiempo. Los criados no dejaban de comentar las marciales idas y venidas del desconocido. A fin de infundirse ánimos para quedarse, se atrevió a beber vino de Champaña. El súbito calor alentó al sobrio anciano que, con melindroso dedo, señaló un emparedado de jamón.
—Dame esa lengua de buey.
Proclamándose engañado por el hijo de Moab, terminó de embriagarse saboreando la carne prohibida. Una diva acabó de quiquiriquear un aria de ópera. La gente aplaudió. El palmoteo también, extrañado de que no lo detuviera la policía. Lo cierto era que todo le salía bien, y aquella alfombra mecánica, aquellas paredes que de repente se desplomaban eran ingeniosos hallazgos. Se tambaleó, tropezó con una japonesa.
—¡Perdón, encantadora musmé!
Preguntó a un agregado turco por el Sultán, se extrañó de no recibir respuesta y tachó a los otomanos de la lista de sus amistades. Enérgico y vago, afirmó a Sir George Normand que corría un tupido velo sobre Santa Helena. Brindó a la princesa Golonna su sonrisa y una silla bruscamente arrebatada al ministro de Suiza que se disponía a sentarse y a quien dijo:
—Dispense Excelencia pero la princesa está cansada. ¡Princesa, sin cumplidos! ¿Pero no seré inoportuno, deliciosa aristócrata?
Se inclinó, se convenció de que era el niño mimado del mundo elegante y oficial. Lo disuadieron de ello dos criados. Cogieron por debajo de los brazos al anciano cuya sonrisa continuaba flotando donosamente y lo empujaron hasta el patio donde dormían, con los ojos apagados, nobles automóviles. Saltiel se sintió más a sus anchas. La expulsión lo tranquilizaba y comprendía la unidad de su vida.
En tales meditaciones se hallaba cuando divisó a su sobrino que bajaba de un coche. Corrió hacia él, le aseguró que estaba encantado de la velada y que los invitados habían sido amabilísimos.
Caminaron por los muelles.
—¿Ha venido mi padre con usted? —preguntó por fin Solal.
—Sí.
Saltiel miró a Solal cuya sonrisa fue horrible. Al anciano le acometieron temblores y asió el brazo de su sobrino.
—¡No hagas eso, no debes! ¡No reniegues, Sol! —Se dejó caer en un banco y le temblaron las rodillas—. Deja tu mano en la mía, bonito mío, paliducho mío. Es una desgracia ser judío. No hay que renunciar a tal desgracia. Oh hijo mío, tu sangre es pura desde antes de que naciera el Egipcio. Quizá se presente el Mesías mañana. Cuando se presente, podrás hacer lo que quieras. —Se levantó y echó a andar—. Hemos temblado de amor ante nuestro Santo desde tiempos de Abraham, ¿y por qué habría de detenerse el temblor en tus manos, oh sobrino mío? Nuestro pueblo es un pueblo muy viejo, muy puro, muy santo y muy fiel. Te has casado con una hija de gentiles. Bueno. Asunto de destino, ¿qué le vamos a hacer? Sí, lo he adivinado, claro está. Y comprendo por qué te has pasado tres años sin escribir a tu padre. No temas. Tu padre la querrá, yo la querré y ella nos querrá y todo irá bien. Créeme, conozco el mundo y con los años mi capacidad de juicio es considerable. Sí, hijo mío, sonríeme. Mira, lo importante es lo siguiente: todo es sencillo para quien posee buen corazón, nobleza de modos y alegría en la resignación. Honra a tu padre y ve a verlo mañana y preséntale a tu esposa y Dios te lo agradecerá. El deber es un gran pasaporte. Sol, mira el cielo, cariño. ¿Qué puede ser más arrogante que una estrella? Y sin embargo, mira un buen rato las estrellas y verás cómo cumplen honestamente con su deber. Ninguna incomoda a la otra, todas se aman, cada una en su sitio junto a su padre un sol, y no se tiran todas al mismo sitio para aprovechar, para medrar. Al revés, apacibles, dóciles a la Ley, a la Ley Moral, a la Ley del Corazón, tienen alegría en la resignación. Y piensa además que eres mortal y serás polvo. Crecerá así tu alegría en la resignación. Si te haces bien a la idea de que morirás, todo cuanto es pequeñez desaparecerá y sólo quedará lo importante. Sabes, sólo se sufre por orgullo y sólo el hombre orgulloso cree que vivirá siempre. Lo que me digo yo es que he de pasar esta vida siendo un hombre bastante bueno y puro a fin de que pueda saborear la plácida sonrisa de la hora de la muerte. Y esa plácida sonrisa de la hora de la muerte tanto poder tiene, oh hijo mío, que se extiende sobre toda nuestra vida desde el principio hasta el fin y quien la conoce, antes mismo de morir, conoce el reino del Santo. Y cuando hayan comprendido los hombres esta verdad, serán todos buenos. Pero sólo el Mesías podrá inculcársela escribiendo el Libro de la Bondad. Y por eso has de honrar a tu padre, que quien hace sufrir a su padre entorpece los pies del Mesías.
Contemplaba el cielo y le enajenaba los ojos la verdad. Se le olvidaban su enfermedad de corazón y los sombríos pronósticos del médico de Nápoles. Pero regresó a este mundo.
—Ésta es la calle Scheffer. Preséntame a tu mujer. Le hablaré de ti cuando eras crío y bailabas cuando yo tocaba la flauta junto a la fortaleza. Y la veré y nos llevaremos bien y deja hacer a tu tío. —Se puso de puntillas y besó a su sobrino en el hombro—. ¿Ésta es tu casa? Es una hermosa casa, hijo mío.
Solal miró a su tío, lo quiso y le obedeció. Escalera. Puerta. Olor a casa rica.
Salón vacío. Saltiel, grave y poético, entró, se inclinó levemente, se sentó en la misma punta del sillón. Al quedarse solo, tan pletórico estaba su corazón de sentimientos sublimes, que se le pasó por alto calcular el precio detallado y global del mobiliario. Erguido el busto, torcidas las piernas, clavada la pensativa barbilla en la mano profética, se creyó obligado a abismarse en distinguida meditación. Quién sabe, a lo mejor lograba convertir a la mujer de Sol.
Pero cuando, al cabo de media hora, se abrió la puerta y Solal lo invitó a pasar, Saltiel comprendió la locura de su empresa. La hija del primer ministro se burlaría de él.
Tras pensar por un instante en huir, se decidió a cumplir con su deber, se abrochó el frac, buscó los guantes que había olvidado en Cefalonia, arqueó las pantorrillas y alzó la cabeza cual condenado a muerte. Patinando de puntillas al objeto de evidenciar su elegancia, su presencia de ánimo, su pericia en evitar los obstáculos y un hábito de frecuentar el gran mundo asociado a profundas y variadas concepciones sobre el universo, el tío Saltiel, esgrimiendo una sonrisa en sus labios cenicientos, se dirigió hacia el patíbulo.