XXII

Los postes subían, bajaban, se inclinaban y se espaciaban. Annecy. Se detuvo el tren. Llovía.

¿Qué había que hacer? Ah sí, telefonear a los hoteles. A través del cristal de la cabina telefónica, vio a una mujer besando a su hijo y se sintió una ridícula e infeliz amante aterrada en aquella jaula, con su sombrero de través. Los conserjes no entendían el nombre.

Lo encontró por fin en el Imperial Palace. ¿Por qué otra vez aquel traje ruso y aquellas botas? Olvidó el objeto de su viaje, amó la voz dinámica del amado, el ligerísimo estrabismo intermitente de su hermosa mirada, la cortés impasibilidad de su rostro, sus bruscas interrupciones, sus asombros fingidos, su distraída solicitud.

—¿Cómo me has encontrado?

—Ha sido toda una novela, cariño. Se presentó un viejo en Versalles que quería saber dónde podía escribirte y darte las gracias. En la cartera que le diste encontró las señas del Trianon. Estaba yo allí precisamente y entonces me dijo que le parecía haberte oído decir Annecy en la ventanilla.

—Bueno bueno, está bien, basta ya de hablar de ese viejo estúpido. ¿Y la muchacha? ¿Muerta, viva, suicidada? ¿La muchacha Aude de Maussane?

—De ella quería hablarte, Sol.

—Otro día, gracias. Más importante es que pongas orden aquí. El mozo de habitación es un bandido de Calabria donde habrá violado probablemente a unas escuálidas niñas, y quizá también a un elefante. Las niñas se recuperan, se espera salvar al elefante. ¿Tienes hambre? ¿Ves?, he comprado este traje. Me sienta muy bien. Ah sí, ha venido a ofrecérmelo un ruso. Le he comprado también estas preciosas sortijas. Zafiros, diamantes, rubíes. Me gustan. Me gustan porque son demasiado preciosas. Me gusta lo que es demasiado. Me gusta. Estoy tan enamorado de todo.

Entró el criado. Solal había olvidado por qué lo había llamado.

—Vete. Retírate una vez enriquecido, porque me hurgas en las maletas. Mira qué desorden en este cuarto.

—¿Dónde, señor?

—Esa cerilla en el suelo.

El criado miró a la señora de Valdonne para que fuese testigo de su martirio. Se fue, noblemente ultrajado, sujetando la cerilla como un cirio.

—¿No quiere usted cenar, querida amiga?

—No gracias, mi Sol.

—¿Qué quiere hacer entonces? ¿Cuándo se marcha? Me encanta la soledad.

—Puedo volver dentro de una hora, o dentro de dos. ¿Cuándo quiere que vuelva?

—Pues nunca —contestó él con una sonrisa cortés.

—Me marcharé muy pronto, de eso puedes estar seguro. ¿No me dejas que me quede un poco contigo, un día o dos?

Solal no contestó, cogió un gorro de astracán, se lo caló hasta los ojos, y hasta la oreja izquierda, arqueó las cejas. Adrienne cogió la maleta y se dispuso a salir.

—Quédate seis o siete años quizá —dijo él bastante avergonzado—. Pero entretenme.

—¿Qué hay que hacer?

—Y además no hay que estar triste. Y además no hay que parecer un caballo de funeral, con esos meneos de cabeza.

—Te aseguro que no estoy triste. ¿Qué voy a hacer para divertir a mi niño?

—Y además no soy un niño. Soy un anciano lleno de sensatez, un caimán con nata. Y además tienes que divertirte tú también, tienes que estar loca de felicidad como yo. Prohibido morirse. Prohibido estar triste. No, no te acerques, déjame. Ve a decirles que quieres una habitación que esté cerca de la mía. Ponte esplendorosa, lávate y vuelve dentro de una hora y te pediré entonces que tengas a bien dejarme que te posea.

Una vez solo, cogió unas tijeras, se las apoyó con fuerza contra el pecho, se hizo un corte para castigarse por pensar en Aude, arrojó las tijeras dentro de un cajón donde descubrió unos lápices de maquillar. Entró el sommelier, empujando la mesa de la cena.

—Querido y gran amigo —le dijo Solal con gran nostalgia—, ten la bondad de traer vino disfrazado con especies y pensativas palmeras. Apresúrate y perdóname todo el daño del mundo.

El criado regresó casi enseguida y sirvió con celo ya que el cliente tenía cara de gran propina.

—Que Dios, si por error existe, te bendiga. Ve a decirle a la condesa de Valdonne que la aguarda el príncipe Solal. Es mujer de gran nobleza de alma, amigo mío. Pero esas cosas se te escapan pues eres un escorpión. Hay dinero en mi abrigo, coge y reza por mí.

Al poco entró Adrienne. Había decidido acabar galanamente. Un esfuerzo de voluntad reavivaba el brillo violeta de los ojos. Su vestido de noche era espléndido.

—Come mucho, está buenísimo. Bebe, vida mía. Eres rubia y guapa. ¿Vas desnuda bajo esos magníficos arreos?

La desnudó con precisión. Más tarde, le enseñó los lápices de maquillar y cerró un ojo. Ella estaba decidida a obedecer para comprar aquella noche. Estaba próxima la muerte y el vino la achispaba.

Pasaron las horas. Afuera, llovía una endecha de adioses. Se maquilló, utilizó telas, se disfrazó. Durante toda la noche, un diabólico ingenio pobló la habitación de mujeres llegadas de todas las comarcas, insinuantes, expertas o ingenuas, atormentadas, bebedoras de zarandeos. Hacia el amanecer, desaparecieron las mujeres y dos hombres se convulsionaban ante el gran espejo mientras llameaban los leños de la chimenea.

Pasado el agotamiento, se levantó, tocó distraídamente los pechos de Adrienne.

—¿Te gustan? —preguntó ella con extraña maternidad—. Ves, empiezan ya a caerse. Estoy hecha una vieja. —Al pensar en la joven rival, los aplastó, acentuó su declive—. Mejor aún así. —Se echó a reír—. Soy vieja. Cada vez voy más al dentista. ¡Y todo lo demás! Las articulaciones que te crujen, el pelo que se te seca, la tez tan esplendorosa a las cuatro de la mañana, el aliento. Siento apenarte. Pobre cariño mío que está de morros.

Se echó a reír. Pero Solal no escuchaba y pensaba en Aude. ¿Por qué, cuando entró ella con su padre, acentuó el maldito balanceo y fingió no reconocerla? Ni siquiera estaba loco, estaba lúcido en aquel momento. ¿Qué demonio más fuerte que él lo había poseído en aquel instante? No volvería a verla. Oh su mirada, la noche de los grandes esponsales, el torpe ademán y la tímida sonrisa con que había exhibido su cuerpo. ¿Qué demonio lo había movido a encogerse de hombros, a esgrimir aquella sonrisa atemorizada? Y ahora, ella conservaba la repulsiva imagen de aquellos dos contorsionistas de Oriente reventando de miedo ante la muchacha de Europa.

Borró todo pensamiento de su mente, no quiso saber lo que iba a hacer y abrió el cajón. Pero ella fue más rauda que él, se abalanzó, le asió la mano y el revólver que sujetaba. La bala rozó la frente que sangró. Se desplomó.

La mujer desnuda sentó en sus rodillas al hombre desnudo. Besó las dos llagas, lo calmó, lo acunó mientras pensaba que había llegado la noche, ya hacía tiempo prevista por ella, noche semejante a las noches de los inviernos pasados y a las de los inviernos que vendrían cuando ella ya no estuviese.

Contemplaba el hermoso cuerpo herido y le parecía tener en las rodillas a un hijo mayor desvanecido, irresponsable, golpeado por los hombres, condenado, demasiado vivo, irremediablemente vivo. Pensaba en su propia vida fracasada. No había sabido hacerse querer. Nunca había sabido nada. ¿Quizá había tenido la culpa su padre y el espanto que le había inspirado desde niña? Aquella parálisis, aquella pasividad. Las obras, las que sabían hacerse querer, eran superficiales. También ella hubiera podido, pero había preferido la esclavitud. Esclava, desde la noche en que entrara el adolescente en su habitación hasta aquella última noche. Y ahora imposible empezar de nuevo. Se lo llevaría la otra, Aude. Mientras la otra no le impidiese vencer, todo iría bien. Se convertiría en Solal y en un gran hombre. Pero nadie iría a anunciarle a su tumba las victorias del amado. Porque a pesar de todo, ella lo había sabido antes que nadie. Antes que nadie, había adivinado la espera y la esperanza de aquel hombre tan sencillo, tan bueno en realidad, tan puro y que ocultaba su candidez con risas y rarezas. Y si ella se equivocaba, si no había de ser más que un hombre como los demás hombres, al menos conservaría su ilusión hasta el final y tampoco vendría nadie a desengañarla.

Alzó al amado hijo y lo tumbó en la cama, permaneció largo rato inmóvil para no despertarlo. Por fin, abrió los ojos y miró la hora. Las cinco ya. Fue a su cuarto, olvidó el traje de viaje arrojado en un rincón, se puso el vestido de noche y volvió. Quería quedarse el mayor rato posible a su lado. Sobre todo, no despertarlo. Resultaba duro no besarlo una vez más. Perverso quizá. No, triste. Aquella extraña sonrisa de tonto o de epiléptico. Hasta el último instante no lo habría conocido. En definitiva, quizá no amaba a aquel extraño que dormía apaciblemente. Se sentía tranquila, un poco cansada. Sí, sobre todo cansada. ¿Qué estaba contando? Los agonizantes no saben lo que dicen. Había que irse. Rápido. Se le antojaba que una compañera invisible la tomaba de la mano y le decía, tras lanzar una mirada de desdén a este pérfido mundo: Ven, querida, vámonos.

De rodillas ante el fuego casi apagado, escribió en una hoja. Releyó con calma, añadió unas palabras. El vivo dormía. Se levantó, caminó con precaución, metió la hoja en un sobre que cerró con esmero. Los muertos no aman ya a nadie. ¿Qué le importaba aquel hombre que dormía? Se dio cuenta de que había olvidado o perdido la cartera. Aquel billete de cien francos bastaría para el viaje. Se quitó el collar y lo dejó sobre la mesa, junto a la cama donde él dormía. El calzador yacía en el suelo. ¡Cuántas veces lo había calzado! Apagó la lámpara. Los cristales estaban grises. Su cara en el espejo. Una pobre loca con vestido de baile y el pelo recogido apresuradamente. Se encogió de hombros. Ah, había olvidado el abrigo. Tener frío, calor, ¿qué más daba? Iba lo bastante vestida como para que no la parasen en la calle. Sol, amado mío, me voy y voy a morir y tú no lo sabes.

Abrió suavemente la puerta y su última sonrisa poseía una dulzura que le hacía merecer eternamente la misericordia de Dios. En un espejo del pasillo, atisbo los vestigios de maquillaje que animaban los ojos y los labios de aquella vieja loca. Se limpió maquinalmente, examinó las huellas azules y rojas en su pañuelo: su vida. Se sonó. Aun cuando te espere la muerte dentro de unos minutos, hay que sonarse.

Se despertó y su frente buscó el hombro de la mujer a la que había ignorado, que hasta aquel día no había cobrado casi existencia real para él, y a la que comenzaba a amar.

—¿Dónde estás, cariño? Madrienne.

Se levantó de un brinco, vio la carta.

—¡Vieja asquerosa, se ha largado!

Se vistió apresuradamente. Su abrigo camufló el desorden. Se alzó el cuello y corrió. Delante de la estación, dormía una criatura en su cochecito.

Solal divisó a Adrienne. Delante de la ventanilla, arqueada la espalda, cogía con blando ademán el cambio que le alargaban. No se atrevió a acercarse. Adrienne, con los ojos ausentes, seguía restregando el cobre rayado. Detrás de ella, un viajero se impacientó y dijo que no le crecería el dinero por frotarlo. «¡Venga, sácale brillo al cobre, que es el momento!», dijo otro. Adrienne caminó lentamente hacia el tren. Qué fresca y limpia era la mañana.

Acodada en la puerta, vio de pronto a su amante y se llevó la mano al cabello para componer el desorden. Él le suplicó que bajase. El empleado cerró la puerta del vagón y bostezó. Ella le dirigió una sonrisa penetrante y sonrió.

Arrancó el tren. Adrienne hizo varias veces un suave gesto de denegación, alargó la mano con gravedad. Él asió la mano, la besó, siguió al tren que iba más aprisa. Algunos viajeros sonreían no sin apuro. Se detuvo. En fin, qué se le iba a hacer. Volvería a verla muy pronto. Dentro de uno, dos meses.

Ella se echó hacia atrás, no quiso seguir viéndolo, entró en un compartimiento, buscó su equipaje. Ah claro, si no llevaba. Cuando pasó el revisor, le preguntó cuánto quedaba hasta la próxima estación. Una hora.

Deambuló por el pasillo, mirando de reojo a una pareja de jóvenes que se besaban. Las vías de enfrente huían en sentido inverso, estriadas de rayas que brillaban a ratos. Eternamente, los cables telegráficos subían, se alejaban, se espaciaban de súbito, cantaban alegrías y victorias. Adrienne se hipnotizaba clavando la mirada en los cantos agudos entre las vías.

Paró el tren. Se apeó. El revisor le advirtió que sólo pasarían cinco minutos. Le dio las gracias con el tono altivo de antaño y caminó lentamente hasta la otra punta de la estación. Un halo de nobleza envolvía a la infeliz.

Se cercioró de que nadie la miraba y avivó el paso. Vías y más vías. Vidas. Un chiquillo con su cereza. Cayó, se incorporó, corrió. Basta. Se tumbó sobre los cantos agudos entre las vías. Aguardó, feliz de haber concluido su carrera. Señor, ten piedad de nosotros.