El ordenanza anunció a Saltiel que el señor Solal no formaba ya parte del personal, que no se sabían sus señas y despidió a aquel gusano.
El gusano, no obstante, volvió al ministerio los días siguientes, mañana y noche. Flojas las pantorrillas, regresaba al hotel donde los Esforzados aguardaban filosóficamente el momento de la marcha. Intentaban consolar a Saltiel y le explicaban que sin duda su sobrino se había ido a hacer un viajecillo de placer para olvidar sus pequeños quebraderos y que lo mejor era hacer lo propio. Una agradable vueltecilla por Suiza, «donde todas las ciudades están en las montañas y donde la leche tiene un sabor a almendra que te rejuvenece».
La mañana del cuarto día, el tiíto se levantó, puso definitivamente paz en su corazón, se encomendó al Eterno y cantó a voz en grito, con gran conmoción de los camareros de piso, que Él era su fuerza y su torre y su fuerza y su torre. Todo estaba bien en definitiva, y la desdicha engendra la felicidad del mañana. Ordenó reunión general.
Una hora después, se dirigían hacia la estación. Maïmon, rejuvenecido, caminaba bizarramente. El padre del recadero Einstein llevaba el equipaje.
Saltiel, mientras caminaba, pensaba en el libro que el dinero de Solal iba a permitirle escribir. Decidió titular sencillamente aquella obra filosófica, que llevaba meditando años en su palomar, «Las coyunturas del Mundo». Y se la dedicaría a su sobrino. ¿Así que qué más se podía pedir? Del libro se venderían trescientos o hasta seiscientos ejemplares y quizá se rodaría una película. «¡Y cuando sea rico el tío Saltiel, ajá señores de la injusticia, a vernos las caras! ¡Y se enderezarán los esfuerzos! ¡Y dejadme hacer a mí, ese día!».
Estaba exultante, se frotaba las manos y miraba a los transeúntes con aire conminatorio. Se detuvo ante una tienda de juguetes, entró y compró una imprenta de niño. Aquellos caracteres de goma le servirían para imprimir su magna obra. «¿A qué fin enriquecer a los impresores que te exprimen hasta el tuétano?». ¡Tiraría diez ejemplares y, si tenía éxito, pues haría una nueva edición! «¡Tú deja hacer al tío Saltiel que es un diplomático de tomo y lomo y un astuto que conoce el mundo!».
Entretanto, Comeclavos se cercioraba cada cinco minutos de que llevaba colgado el saco de piel al cuello y proponía a Salomon y a Michaël que comprasen unas esposas. ¡Qué diablos, entre los tres juntaban treinta mil francos que, al cambio, producían cantidades increíbles en distintas monedas! ¿No resultaría prudente precaverse de las astucias de los ladrones y atarse los unos a los otros con fuertes cadenas, como en las excursiones peligrosas?
Junto a la estación, en la tienda del padre de Bersohn, compraron vituallas y discutieron sobre la unidad divina con nuevos amigos. Pero salía el tren dentro de diez minutos. Corrieron.
Escaleras. Ventanillas. Pánicos. Llamadas y carreras en el vestíbulo. ¿Y por qué facturar el equipaje y engrosar las arcas de la compañía? Andén de salida. Suspiros. Miradas emocionadas, abrazos y buenos deseos de los nuevos amigos. Inspección de la locomotora.
Mattathias empujó a Léa la desdeñada a un compartimiento de tercera clase donde tiritó y se puso a partir cerillas en dos. Los nuevos ricos, billete de primera en mano, reclamaban suplementos de coche cama al receloso empleado.
—¡Pues ya que pagamos obedeces, oh caravanero de asfalto y de la boñiga de camello! —dijo Comeclavos—. Ten, aquí van cinco francos más y conduce bien la máquina. ¡Y sabrás que soy Pinhas de la rama menor de los Solal, apodado Comeclavos, apodado Mala Cara, apodado el Cadáver, apodado Astutísimo, apodado Buen Apetito, apodado Embarullador de Procesos y apodado asimismo Capitán de los Vientos y Huracán, debido a cierta suntuosidad de mi aparato digestivo, y también apodado Intermediario A Posteriori y Bey de los Mentirosos y Palabra de Honor y Padre de la Mugre cuyos antepasados vivían en este país en tiempos de Felipe el Hermoso! ¡Para que lo sepas y te calles!
Con infinita satisfacción, los Esforzados colocaron sus asentaderas sobre el terciopelo azul, apoyaron la cabeza en la red bordada y se sentaron a la oriental.
Arrancó el tren. Maïmon, envuelto en un turbante, lanzaba grititos de júbilo. Cuando pasaba un viajero por el pasillo, Comeclavos tosía para que se le viera. De cuando en cuando, se ponía delante de la puerta para mostrarse, indiferente la mirada, al proletariado de las vías férreas y demostrarle lo que es un aristócrata de primera clase. Cansado, regresó al compartimiento donde habían sido abiertas las cestas de provisiones y las garrafas se balanceaban.
Los Esforzados comieron huevos duros, aceitunas, pescado ahumado, albóndigas de habas, callos con tomate, berenjenas con ajo, hojaldres con queso, un pastel de carne, tortas de queso, galletas de avellanas, hojaldres de miel, bizcochos de sésamo, cidras confitadas, avellanas con miel y brioches con uvas. Bebieron unas gotas de vino y algunos vasos de agua y dieron gracias a Dios por haberlos creado y saciado.
Comeclavos eructaba liberalmente sobre el terciopelo estimando que quienes afirman que la felicidad no es de este mundo son indolentes, blasfemadores y pequeños pérfidos.
Adrienne se paseaba por el pasillo del mismo vagón. Los cables telegráficos lanzaban sus malvadas firmas a través del mundo transmitiendo juramentos, muertes y amores. ¿Lo encontraría en Annecy? Iba allá guiándose por tan leves indicios. Si daba con él, redimiría su absurda vida e impediría que Aude y Sol arruinasen la suya. Anunciaría a Solal la boda ya tan próxima. Dentro de cuatro días. Su hermano había conseguido un permiso. No había acabado de entender lo que le había contado Jacques. En cuanto a ella, ya vería lo que haría más adelante.
Saltiel reconoció a la señora de Valdonne. Se levantó, se inclinó levemente, se disculpó sin despegar los labios, elocuentes los ojos, del rapto florentino; hizo alusión, mediante ademanes esbozados, a sus deberes de tío y mostró con toda su persona que sabía cómo debe comportarse un gentleman que viaja en primera cuando se tropieza con una dama que ha tenido un pasado delicado. Adrienne no comprendía qué quería aquel ancianillo desconocido, ni por qué le hacía gestos de inteligencia. Los Esforzados preguntaron intrigados a su amigo quién era aquella princesa.
—Negocio galante y adúltero —contestó el tío ajustándose su cuerdecilla corbata—. Caballeros, no quieran saber más. Discreción de honor y aventuras íntimas privadas.
Salomon se puso encarnado. ¿Cómo podía pronunciar el tiíto tamañas palabrotas? Negocio adúltero y aventuras íntimas, ¿habránse oído jamás semejantes impudicias?
Comeclavos, sintiéndose personalmente aludido por un letrero que prohibía escupir a los viajeros, expectoraba con abundancia, poesía, dignidad, aplicación y melancolía. Cada vez que escupía, miraba provocadoramente el letrero. «¿Soy o no soy un viajero de primera? —preguntó al revisor que pasaba por ahí—. Si es así, déjeme en paz y respete mis bronquios que hace más de cuarenta años que están delicados y requieren frecuente liberación».
Melun. Soldados. Salomon no alcanzaba a comprender por qué aquellos insensatos de Europa se mataban entre ellos ni el porqué de tantas guerras.
—¿No es mejor amarse como hermanos? Y si te ofende alguien, soporta, perdona el insulto, encoge un poco los hombros.
—Y piensa que le tocará sufrir más adelante —agregó Saltiel.
—Pero, eso sí, suéltale un buen insulto —especificó Comeclavos.
—Un insulto quizá —transigió Salomon—, pero entonces muy dentro de mí, para que no se enfade y me dé golpes brutales que hacen daño. Ha llegado a mis oídos por otra parte, oh amigos míos del compartimiento de primera, que en los combates heroicos los hombres de Europa se hunden puñales así de grandes en el vientre. Me lo ha contado un amigo. Pero yo creo que es una calumnia. Los europeos en definitiva son hombres y creen también en nuestro Decálogo. ¿Cómo van a atreverse a matar a su prójimo?
—Se atreven —afirmó vehementemente Comeclavos—, pues no son hombres, y en especial los germanos.
—¿Qué me dices, amigo, y qué me cuentas?
Comeclavos hizo una mueca espantosa, se acercó a Salomon y le susurró un secreto: a saber que los hombres de Europa eran cocodrilos con la sangre alterada. Salomon retrocedió, con los ojos desorbitados y el copete al aire.
—¿Crocodilos?
—¡Crocodilos!
—¡Pero los hay que se niegan a matar en la guerra!
—¡A ésos los fusilan! —replicó Comeclavos, mano categórica.
Salomon se estremeció y se hizo un ovillo en un rincón. Luego, arrojó a los soldados unas flores que había comprado en París. Se decía para sus adentros que, al ver a aquellas pacíficas criaturillas, los militares jurarían de repente no volver a utilizar las armas o que, por lo menos, se limitarían a herir un poquito, «apenas un poco en el brazo para que no les regañe el oficial». Meditó activamente, al tiempo que balanceaba las piernas, y miró a los soldados imberbes. De repente, saltó, indignado.
—¡Pero qué me dices, Comeclavos, de los crocodilos! Mira ése, qué cara de bueno tiene. Fíjate, es cara de hijo de la madre y no de crocodilo.
—¡Crocodilos, crocodilos! —insistió con sombría terquedad el pesimista Comeclavos sacudiendo la cabeza—. ¡Crocodilos, la cosa es segura! ¡Crocodilos, eso te lo garantizo yo! ¡Apuéstate lo que quieras, crocodilos!
Saltiel, que estaba ordenando los pequeños caracteres con pinzas e iniciaba el primer capítulo de su obra, alzó la vista.
—Estaos quietos, no me dejáis concebir mi obra con vuestros crocodilos. Está bien, crocodilos. Pero ahora, basta.
—¡Crocodilos! —chilló Maïmon que despertó bruscamente—. ¡Crocodilos! —repitió sacudiendo a Michaël que roncaba.
Saltiel cambió de pajarera. En el compartimiento contiguo, con su prensa en las rodillas, demostró que los masones de la Edad Media eran fenicios, que construían castillos para los señores y que estos últimos los recompensaron concediendo franquicias a las corporaciones masónicas.
Las labores de impresión no tardaron en fatigar a Saltiel que continuó escribiendo a lápiz: «Las Catedrales fueron así construidas por los fenicios que dejaron huellas de sus Creencias Esculpiendo Demonios que se burlaban de los Santos y Pequeñas divinidades Sirias Denominadas gárgolas». Pero el historiador se cansó de desarrollar un texto inútil puesto que ya estaba pergeñado y se limitó a escribir los títulos de los capítulos del segundo volumen. Por fin, saltó al último volumen e imprimió la última frase.
Concluida por tanto su obra, fue a leérsela a su padre y a sus amigos que le escucharon, sentados en sus literas. Durante toda la noche, cincuenta inteligentes dedos discutieron atrevidamente sobre las coyunturas del mundo.