El anciano Sarles fue a rondar ante el cuarto en el que se había refugiado Aude; pero no se decidía a entrar, se quitaba y se ponía las gafas. Por fin, abrió la puerta. Aude contemplaba el fuego apagado, con los ojos secos y muy abiertos. El pastor se acercó, se sentó apacible a su lado y le cogió la mano.
—Está aquí tu abuelito.
Ella rompió a llorar.
—Ahora tienes que descansar. Ya pensarás en todo eso mañana.
—Sí. Estoy cansada. Abuelo, acuéstame, llévame.
El pastor, apurado, apretó los labios y los bigotes se confundieron con la barba. Temía una derrota y le daba miedo no tener fuerzas para levantar a su nieta. Quiso ganar tiempo, se frotó las manos con falsa desenvoltura. En realidad, echaba pestes para sus adentros contra esa manía de querer que le lleven a uno.
—Llevaremos a la niña.
—¿Peso demasiado? —preguntó ella con indiferencia.
—En absoluto. Una pluma, una plumita.
Invocó al Dios de poderoso brazo y le rogó que le devolviese un instante, como a Sansón, su antiguo vigor. Alzó a Aude, la depositó en la cama temblando y, por orgullo, contuvo el jadeo. Luego, se preguntó de qué modo podría desviar los pensamientos de su nena hacia algún tema divertido.
—Imagínate que he encontrado en un manuscrito inédito de Bèze una anécdota curiosa de la infancia de Calvino. Parece ser que nuestro reformador, cuando tenía diez años, jugaba a las canicas. Hum. ¿No me escuchas, nena?
Aude divagaba, extraviados los ojos.
—Un extraño. Lo llamé y no me contestó.
El señor Sarles estaba apurado. Tales asuntos no eran de su competencia. Tampoco iba a contarle a Aude, para consolarla, sus propios contratiempos sentimentales y confesarle, por ejemplo, que una noche de enero, cuarenta años atrás, la señora Sarles había coqueteado con un pedazo de patán coadjutor de la Iglesia evangélica libre que, para colmo, no creía en la inspiración literal de las Escrituras. Se limitó, pues, a rezar silenciosamente por su nieta.
Al día siguiente, Aude se sentó a la mesa y comió con buen apetito. Carne asada y château-Lafite. El señor Sarles le preguntó sobre una exposición de pintura. Contestó con calma, mezclando con las apreciaciones definitivas breves miradas de cariño. En el salón, Maussane posó la taza de café y anunció que acababa de firmar la destitución del señor Solal.
—Me encontré un poco mal anoche —dijo Aude sonriendo a su abuelo—. No sabéis cuánto siento que lo hayáis pasado mal por mi culpa.
Por el tono con que fueron pronunciadas estas palabras ambos hombres comprendieron que quedaba prohibido en lo sucesivo hacer la menor alusión a lo ocurrido. El pastor, en su fuero interno, otorgó a su nieta nombres bíblicos de mujeres fuertes y Maussane se enorgulleció de verla liquidar tan fácilmente una situación delicada.
Aude se levantó bruscamente, cogió el teléfono, pidió el Trianon-Palace de Versalles y que la pusieron con el conde de Nons. Engalanó la voz con inflexiones que se estiraban, pasaban a cobrar tonos cariñosísimos.
—Hola, ¿cómo estás? Llevo dos días sin verte. ¿Mmmmmm? ¿Y cómo estás? Ven rápido. Sí, enseguida. Que sí, que estoy mejor. Adiós.
Sin transición, comunicó a su padre que no le gustaba París, que tenía muchas ganas de regresar a las Primaveras y que, además, prefería que la boda se celebrase en Ginebra, en el entrañable templo de Cologny. El señor Sarles sonrió complacido. La muchacha se dirigió hacia la puerta. Maussane se acariciaba la nariz no sin cierta ironía.
—¿Y cuándo se celebrará la boda? —preguntó.
Aude se volvió con un brusco vuelo lateral de la falda.
—Lo antes posible.