En el umbral, el señor de Maussane estrechó cordialmente la mano de Solal que, desde hacía cinco minutos, era su futuro yerno. Aude besó a su padre. Ya solo, el Presidente movió de sitio el jarrón de Sèvres.
—Aude Solal. Condesa de Nons. Sí, claro, pero ¿qué se le puede hacer? Además, el muchacho de Nons no me ha gustado nunca. En definitiva, puede funcionar la cosa. Rosas. No dejaré que Solal se pudra en la subdirección de Europa. Hoy mismo le doy un destino en el gabinete. Pero ¿y la familia de ese hijo de Israel? Unos cuantos pasmarotes en alguna aldea lejana que no supondrán ningún estorbo. Le importan un rábano ellos y el pueblo elegido y lo más probable es que se convierta. Hojas de. Arrugas, pobre Maussane. Muy pronto se acabó. Fakires. Maumau es simpático, Maumau buen perro. Bien habrá otro mundo, espero. Píldoras de. Se examinará el asunto. Son jóvenes y yo viejo. Vigilar esa tensión. Psspss. Vamos, hombre. No puedo, mamá.
Teléfono.
—Nada, mi querido Jacques, nada especial. Ha estado aquí hace un rato. Un poco delicada. Lo mejor es que se quede sola unos días. Vivirá en mi casa. Ya le avisaré. No se inquiete. ¿Le parece bien dentro de tres días? Conforme. Adiós, adiós.
Muy bien. Ése le dejaría en paz algún tiempo; dentro de tres días, haría que lo llamara el jefe de despacho y le explicase la situación; él se las arreglaría para estar ocupado. Telefoneó a su criado y le rogó que echase con mucha amabilidad a la señora Denerny.
—Sí, amigo mío, mi hija vendrá a vivir a casa unos días. Vaporice con una pizca de alcanfor la habitación de la señora. Sí, para que se vaya el perfume, ¿verdad? Ah, acabo de recibir un telegrama del señor Sarles. Viene a París a pasar unos días y me anuncia su visita. Llega hoy. Prepárele también una habitación.
El señor de Maussane sintió la necesidad de marcharse. ¡Cuánto lío! ¡Su piso invadido! ¡Valiente gracia verse convertido en hotelero!
Abrió la puerta y vio a la grotesca cohorte penetrando en la antecámara roja y dorada. Dos redactores dejaron de hablar de ascensos, vacaciones, injusticias del jefe y masonería. Saltiel, metida la mano en el chaleco, abría la marcha, seguido de sus tropas. Los redactores fueron a llamar al ordenanza.
—Alto —dijo el tiíto.
La cuadrilla se detuvo y el ataúd fue depositado en el suelo. Maïmon apartó las cortinas, miró con curiosidad a otros funcionarios que habían acudido, bendijo, salmodió, dirigió sonrisas protectoras al señor de Maussane. La barbita, mecida por la corriente, le flotaba garbosa y sus manos acariciaban el espacio lampiño entre la nariz y el labio. Al divisar a un sacerdote católico, se quitó el turbante y se rascó el cráneo en el que latía lentamente una vena.
Comeclavos alzaba regularmente el sombrero forrado de armiño y asistía a ejecuciones capitales. Tosió y tintinearon las arañas. Sonrió al señor de Maussane, lo saludó, le guiñó el ojo: y, señalándose con el dedo índice los pulmones, le hizo saber que estaba aquejado de una enfermedad incurable.
El enterrador Mattathias auscultaba los sillones de terciopelo con su gancho reluciente; como cayeron en una sala contigua unos objetos de plata, sus móviles orejas apuntaron hacia el ruido inquietante.
Salomon columbraba el olor de la derrota. Aquel señor que los miraba tan atentamente le daba miedo. Se le ocurrió una idea, se llevó la mano al sombrero hongo y propuso a Saltiel «salir pitando porque tengo apego a mis huesos y quizá haya mazmorras en este castillo y no tengo ganas de que me enmazmorren ni de ser un fantasma más tarde».
Querido, lejos del mundo, repetía la gran escena, hacía vibrar y silbar el bastoncillo, ponía en él todas sus esperanzas.
El ordenanza cogió a Saltiel de la manga y lo empujó hacia la puerta. Michaël golpeó una contra otra las pistolas adamasquinadas que le adornaban la barriga y la túnica con pliegues. Plantó pesadamente el zapato de larga punta curva en el del criado.
—¡No toques al tío Saltiel!
—¡No lo toques, ladrón de cajas fuertes! —intimó Comeclavos—. Ve a anunciarnos. No te pido otra cosa ni te pregunto cuántas llaves falsas ha fabricado tu padre esta noche en el silencio propicio para el crimen. Ve hacia tu noble señor Solal que es nuestro pariente y amigo. ¿Se te hará un agujero en la barriga por comprobar la veracidad de nuestras alegaciones? Aquí donde nos ves somos conspicuos personajes de la isla y hogaño poderosos. ¡Sé hombre de prudencia, tiembla y ve!
Maussane, que había meditado activamente, ordenó al ordenanza que no echase a aquellos caballeros y se los anunciase al señor Solal. El tío Saltiel enrojeció de placer, se inclinó y juzgó preciso decir al personaje influyente:
—Encantado.
Esperaba que se entablaría una brillante conversación.
—Oh Saltiel, hijo mío —inquirió Maïmon—, ¿quién es este poderoso nefasto y por qué se aparta de ti y qué hace en este palacio?
Maussane lanzó una última mirada a los parientes del hombre a quien, una hora antes, había concedido la mano de su hija y se alejó. La llegada de aquellos grotescos era providencial. Sabía lo que le tocaba hacer. ¿Cómo se le había podido ocurrir el convertir a su Aude en esposa de un Solal? Comeclavos estaba contento. De seguro que aquel director lo había admirado al oírle hablar al ladrón de cajas fuertes. ¡Más adelante harían negocios juntos!
Solal los recibió con una sonrisa. El instante era delicioso para los hombres de la isla. Un despacho casi tan grande como la sinagoga, ¡y en ese despacho («que me quede sin ojos si falto a la verdad») un hijo de Israel de entre los hijos!
—Encantado, Excelencia —dijo Comeclavos alzando el sombrero.
El tío Saltiel era el que estaba más impresionado. Perfilándose en aquel gobelino, su sobrino le aterraba. No se atrevió a mostrar familiaridad y rogó a Dios que le inspirase.
—Hum. Excelentes tiempos para la política, para la política de las potencias. Me pregunto si hemos de permitir a Rumania.
Los hombres de la isla opinaron que el tiíto se defendía bien. Solal advirtió que para agradar a aquellos simples había de mostrarse imponente.
—No permitiremos a Rumania —replicó con voz grande y afable.
Un estremecimiento de orgullo recorrió a las tribus. «¡Comprendes muchacho, le dice a callar a Rumania y Rumania se desmorona!». Saltiel estaba ávido por conocer secretos y aprovechó la ocasión para instruirse definitivamente.
—¿Y Alemania? —inquirió.
—Alemania, Alteza —explicó Comeclavos alzando el sombrero.
Todos aquellos hijos del sol admiraban a sus dos grandes hombres y estaban harto satisfechos de su viaje. A Saltiel se le iban los ojos tras los expedientes de impresionantes títulos políticos y se mordía los labios para no gritar de entusiasmo.
—Más adelante hablaremos de Alemania —dijo Solal.
Comeclavos susurró a Mattathias que el hijo del rabino era un demonio y un condenado diplomático. Mattathias cerró los ojos con gesto de asentimiento. De pura emoción, Salomon se apoyó en la cortina de una ventana. «¡Ojalá no se enteren los rumanos de que yo, Salomon, soy cómplice de su pérdida y tienen los dientes largos esos devoradores del corazón israelita!». Saltiel se acercó a su sobrino.
—Bien —dijo con no poco apuro—. Los amigos han venido para lo que tú sabes.
Los seis, poniéndose tiesos de súbito, temblaron en lo más hondo. Querido creyó llegado el momento de atraerse la benevolencia del donador que había exigido la elegancia e hizo silbar su bastoncillo que lo rodeó de vaporosos velos; luego se lo pasó de uno a otro dedo como los gentilhombres. Solal abrió un cajón y sacó un fajo de billetes que no se inflamaron ante las seis miradas. Miró con cariño a aquellos seis perros mansos que no sabían qué hacer con sus patas.
—He elegido al ganador.
La cortina que sostenía a Salomon se rasgó, los labios de Comeclavos temblaron, las orejas de Mattathias se animaron con un movimiento giratorio. Querido presentó armas, inmóvil el bastoncillo y separados los dedos de los pies. Maïmon se despertó.
—¡Detente! —gritó—. Guarda el dinero de tus sudores y no enriquezcas a estos holgazanes y sobre todo nada des a mi hijo Saltiel pues es el más desconsiderado. ¿Y por qué me has olvidado en el reparto de las riquezas?
Tornó a dormirse de inmediato. Al oír hablar de dinero, Léa, relegada a una sala de espera, abrió la puerta y asomó una cara devorada por apasionada curiosidad.
—¡Atrás, perra! —rugió Mattathias.
Volvió a cerrarse la puerta. Solal, que había tenido buena mano en una serie de operaciones de bolsa, anunció que aumentaba la donación y que entregaría diez mil francos a cada uno de los concursantes. Alargó el primer fajo a Querido que soltó el bastoncillo, besó la mano del magnífico y se escabulló, pintado el espanto en el rostro. Los otros cinco cogieron su parte con profusión de bendiciones, votos de larga vida y zalemas.
Cada cual se sentó en el suelo, se desabrochó la chaqueta, sacó una bolsa de piel de carnero, colgada al cuello, y metió los billetes. Una vez concluyó, Salomon inclinó la cabeza, balbució el nombre de su hija y se desmayó. Lo dejaron que digiriera su riqueza. Los comparsas salieron en pos de Querido.
Comeclavos se despojó de sus pieles ya inútiles y que había que pensar en revender. Los huesos de sus dedos crujieron en el silencio. Aquel neurasténico comenzaba a aburrirse. ¿Qué hacían en Cefalonia sin él? Por supuesto, había ganado diez mil francos. ¿Pero qué son diez mil francos para Rothschild? «¿Y por qué yo, Comeclavos, no soy Rothschild? ¿Y además qué me importa el dinero? ¿Y por qué he de morirme algún día?».
Sonó el teléfono. Saltiel se precipitó hacia el aparato pero Solal lo detuvo.
—Perdona —dijo el tío ruborizándose—, era para evitarte la molestia, para echarte una manita.
Solal cogió el auricular. Aude le dijo que dentro de unos minutos estaría en casa de su padre y que allí lo esperaba. Dio las gracias, colgó, miró a aquella gente que le hacía corro.
—Por cierto —dijo Mattathias—, voy a decirle una cosa, mi querido señor Solal, a quien vi nacer y llevé en los brazos. Mi hija, la virtuosa, nos ha acompañado. Está ahí, al lado. Habrá podido admirar hace un rato su delicado rostro y estoy seguro de que se alegrará de verla.
Salió en busca de Léa que balanceaba sus cortas piernas aguardando la hora de su destino. Tenía puesto sobre las rodillas el sombrero en el que dormía un loro disecado y enumeraba en el pensamiento su ajuar. Su padre le soltó un pellizco y el grito que dio al levantarse hizo pegar un brinco a los ordenanzas. Entró, empujada por Mattathias, sonrió al joven y noble señor, se sonó y jugueteó con los corales de sus pulseras. Silencio.
—¿Qué le parece, querido y estimado Solal de los Solal? —preguntó Mattathias con risueña expresión.
—¿No le gustaría a usted casarse con ella, Gobierno? —inquirió Salomon no sin alejarse prudentemente de Michaël.
Solal miró a aquellos pobres con expresión distraída, dura y fría. Todos notaron lo lejos que estaba aquel hombre de ellos y trataron de combatir los desconocidos maleficios. No sabiendo o no atreviéndose a decirle palabras graves, conversaron, pendientes de él, sobre los peligros que aguardaban al judío casado con hija de gentiles. El desdichado vería al Dios único escarnecido, se vería obligado a comer cerdo, bogavante, conejo y hasta, quizá, caracoles («¡maldito sea su nombre!»). Mattathias enumeró, en cambio, los exquisitos platos que Léa sabía cocinar y alabó el esmero con que se enjuagaba la boca con agua de menta, después de las comidas.
—¡Oh, qué precioso collar de cequíes llevas! (Vamos, habla, lúcete —le dijo en voz baja fingiendo que le sonreía cariñosamente pero pellizcándola a hurtadillas).
—Tengo veinte collares como éste en casa —susurró Léa lanzando una mirada púrpura a Solal—. Y como soy cuidadosa y mujer casera los restriego con arena todas las mañanas.
—Vamos, que es lo que se llama una rosa de Arabia —dijo Mattathias—. Nació el decimoquinto de Tishri, día de los Tabernáculos y de buen augurio. ¿Y tu guitarra, tesoro, no la has traído? —En voz baja—: Vamos, ve a darle un beso, idiota.
Comeclavos organizó un barullo gritando:
—¡Hurra, hurra por los novios! ¡Aquí estamos de más! ¡Cómo se quieren los novios!
Solal se disponía a echar a la horda cuando se produjo un milagro.
El viejo Maïmon se levantó y caminó. Con gran estupefacción de todos, habló con lucidez, ironía y vigor. Tras dar por sentado que su nieto estaba enamorado de alguna «indígena» —lo había adivinado todo al oírle contestar al teléfono—, denunció la debilidad de quien pretendía sin duda buscar la felicidad en el matrimonio.
Maïmon estaba transformado. Se parecía a Solal. Su voz tartamudeaba con el mismo ritmo impaciente. Su boca tenía el mismo rictus y como él abría desmesuradamente los ojos en plan farsante. Caminaba a lo largo y a lo ancho, se detenía bruscamente, miraba de arriba a abajo al culpable, se encogía con precisión de hombros. Proclamó el deber de conservar la pureza del pueblo. Solal debía unirse con una mujer seleccionada por una educación secular.
—¿Es tonta esa Léa? La sangre que corre por sus venas es inteligente. ¿Y no eres tú inteligente por ambos? La cristiana dueña de tus pensamientos es menos inteligente, en verdad, que Nehunia ben Haccana o que Baruch Spinoza, maldito sea este último por cierto aunque sea Solal por ascendencia materna. O sea que es tonta —enunció con desdén—. Cállate. ¿Léa es fea? ¡Valiente lo que importa! ¿Te casas con una estatua o con un caballo?
Comeclavos escuchaba arrobado y, de orgullo, se mordía los labios. Pensaba para sí que el viejo rabí era un astuto «y si habitualmente se hace el necio es para mejor sonsacarte». Pero Maïmon se desmoronó. La sangre que había afluido a sus mejillas se esfumó. Tornaron a acomodarlo en la litera, cubrieron con un chal el cerúleo rostro e Israel se durmió en espera de un futuro.
Mattathias hizo la última tentativa pero Solal lo empujó afuera. En ésas, llegó un ujier anunciando que el señor presidente deseaba ver al señor Solal. El hijo de Gamaliel salió, previendo de súbito la desdicha.
El ruido de la puerta despertó a maese Maïmon quien exigió que colocasen la litera sobre el escritorio. Necesitaba contemplar el ministerio desde lo alto para acabar de hacerse una idea. El tío Saltiel se sentó en el sillón de Solal, cogió una pluma y firmó varias veces en un hoja con membrete. Acto seguido, se rodeó la frente con las manos y contempló el efecto producido en sus compañeros.
—¡Una auténtica lumbrera nuestro tío! —dijo Salomon—. Oh compadre Saltiel, oh colega de la isla, ¿cómo haría usted si fuese director de Francia? ¿Daría las órdenes en voz alta o por el contrario en voz baja?
—Todo es suerte en la vida y destino en el mundo —contestó melancólicamente Saltiel apoyando por descuido el codo en los pulsadores que llamaban a los colaboradores de Solal.
Contestando a las prolongadas llamadas de los timbres, aparecieron cinco funcionarios. Se aterraron al divisar el cadáver vivo colocado sobre el escritorio y el rostro de Saltiel arrugado de amabilidad que se inclinaba bajo la litera, desde lo alto de la cual el rabí Maïmon invocaba la protección del ángel Andalfón sobre los hombres de bien que acababan de entrar. Comeclavos los invitó donosamente a entrar y a no temer. Les hizo preguntas insidiosas, procedió a averiguaciones, escrutó los gestos fallidos y los errores involuntarios, quedó convencido de que los cinco acusados robaban al ministerio y les afeó su conducta. Los funcionarios se retiraron con desagradable sonrisa.
—Me aburro —chillaba el vetusto Maïmon desde su encumbrado lugar—. No se me presta suficiente atención por aquí y en este país. Respeta a tu padre, Saltiel. ¿Y quién ha abierto mi cofre? Sabed que no tengo dinero y que me veré obligado a mendigar por las calles en el tercer año de mi edad centenaria. ¡Ojalá no pille el cáncer o una meningitis a causa de los cuales bien pudiera ser que viese mis días segados por el Ángel de centelleante Sable!
Regresó Solal. Contempló con bondad a aquellos miserables de gueto. Por culpa de ellos, en definitiva, acababa de perder a su novia. Los Esforzados respetaban su silencio, se sentían intrusos y permanecían de pie tras los sillones Imperio para ocultar sus atavíos que se les antojaban de repente lamentables. Descendía la noche. Fueron marchándose poco a poco, unos tras otros, con las manos en la espalda, olvidando, en su desconcierto, a Maïmon, que había tornado a dormirse.
En la estancia oscura, Solal pensaba en lo que acababa de decirle Maussane. «Va a salir usted pitando de aquí con toda su cuadrilla. El asunto ese del noviazgo, por supuesto, una broma. No me cabe duda de que le conviene mucho más la joven de los collares de coral». ¿Por qué ese pronto de Maussane, por qué esa brusca maldad? ¿Un pueblo risueño, poético, famélico, excesivo y desesperado no merecía acaso tanto respeto como sus cohortes mecánicas y civilizadas?
Maïmon, que había salido de su sepulcro, erraba levemente, soltando risitas. Sacó una vela de la levita, la encendió, la posó sobre la mesa, se frotó las manos que lanzaron chispas y se acomodó a su gusto. Alas gigantescas y ganchudas se desplegaban por las paredes. Mascullando una melopea, el rabí Maïmon, muy enfrascado en lo suyo, dispuso unas bolsitas sobre la mesa y alineó monedas de oro. A continuación, encantado con su palacio provisional, esparció unas piedras preciosas. Al tiempo que las reunía con finos ademanes, entonó un cántico de sinagoga balanceando el busto de adelante hacia atrás.
Solal seguía el ritmo, se inclinaba y se erguía inmemorialmente. El viejo lo miró con dulce e inteligente sonrisa, sacó el chal de oración que llevaba oculto bajo la túnica y cubrió con él los hombros de su nieto. A continuación, retornó a sus posesiones móviles y reanudó el cántico. Solal, en los brazos de un pueblo, no pudo sustraerse al encanto y cantó a su vez.
Se abrió la puerta. Aude y su padre miraban a aquellos dos hombres que cantaban en jerigonza. Solal, fascinado por el balanceo, no podía detenerse. Sabía que aterrorizaba a aquella muchacha pero proseguía su canto y el ritmo apasionado. Maussane comprendió que aquel cómico espectáculo era preferible a cualquier explicación definitiva. Aude llamó.
—Solal.
Como presa de un hechizo, no contestó y apretó el chal a rayas azules contra sus hombros. Maïmon alzó el rostro finamente modelado, miró a los extranjeros a través de las columnitas de cequíes. Aude comprendió que el anciano preguntaba quién era aquella muchacha y vio a Solal encogerse de hombros en señal de ignorancia, bajar la vista, sonreír con reticencia y humildad. Odioso.
—Solal, contésteme.
Solal se estremeció, le dirigió una mirada de temor y dobló inexplicablemente la espalda. El anciano se levantó, caminó hacia la muchacha, dijo que tenía un pasaporte en regla y que estaba autorizado por el Podestá para residir allí durante cuarenta y ocho horas; regalaría un precioso brillantito a la señorita si rogaba a su padre que no expulsase o colgase a aquellos pobres inocentes; él amaba a todas las naciones, tan buenas todas. Mientras hablaba no despegaba los ojos del collar de perlas de la muchacha. Regresó por fin a su sitio, hizo chorrear el oro y bramó con renovados ímpetus la llegada del Mesías. Se cerró la puerta.
Solal se levantó, temblando de vergüenza, se puso el holgado abrigo y salió. Maïmon, olvidando sus tesoros, lo siguió. Cruzaban pasillos o siglos y temían a enemigos. Ante la última puerta, el viejo tomó la mano de su nieto y la acarició. Saltiel, atemorizado, los aguardaba afuera. Solal besó la mano de su abuelo y de su tío y se fue.
Se volvió varias veces para ver a los dos que miraban, sin atreverse a llamarlo, al hijo que se perdía en la gran ciudad. El viento le alborotaba los negros cabellos y Solal caminaba, viendo el miedo y el horror en los ojos de Aude perdida para siempre.
Lo rozó un coche y oyó insultos. El viejo Sarles no contaba las monedas de oro y no sentía atracción por los collares de perlas. En todas aquellas calles, todos aquellos hombres sabían adónde iban. Las pequeñas metas eran visibles.
Se reconoció en la estación, de codos en una ventanilla cerrada, y examinó en la placa de cobre la imagen de un proscrito, condenado a avergonzarse. Decidió irse y pidió un billete.
En medio de la sala, arrimado a una mesa de equipajes, un miserable de sesenta años de harapos reventaba de hambre, se calentaba, contemplaba su destino y confiaba en que al día siguiente lograría que le dejaran empujar un carretón de anuncios. «Y siempre será una moneda de tres francos». Un niño anciano perdido, sin familia, sin esposa y sin hijos; solo, sin astucia y con hermosos ojos azules. Solal se lo quedó mirando, atraído por el más grave espectáculo de la tierra. Aquella miseria era suya. Le resultaba entrañable, tormento terrible y familiar. De ella extraía fuerzas para más adelante. Pero ignoraba aún el futuro que le aguardaba. Tan sólo sabía que era responsable de aquel abandono.
El anciano tomó la cartera que le alargaba el joven. (¿Qué otra cosa alargar hoy?). Y el mendigo murmuró, como antaño su madre en el pueblo del Poitou: «¡Jesús, María y José!».
Oh Dios, Dios, estás ahí y sin embargo aceptas que exista este dolor. ¿Qué daño Te ha hecho este anciano abandonado para que lo castigues tan injustamente? ¿Qué Te hemos hecho para que seas tan duro con nosotros? ¿Con qué derecho nos golpeas así durante nuestros pobres años de vida? De rodillas ante Tu resplandor, grito contra Ti y pido justicia para mis hermanos de la tierra. Somos tan infelices. Yo llevo su infelicidad. Si transcurre mucho tiempo sin que escuches, me alzaré y Te discutiré. Porque si eres Dios, yo soy hombre.
El vagabundo acompañó de lejos a su bienhechor. Cuando se puso en marcha el tren, Solal saludó al viejo que alzaba la gorra y le decía adiós con la mano. Luego, entró en el compartimento y se sentó pesadamente en el banco y ya no entendía nada.
Los viajeros contemplaban a aquel joven alto sin equipaje ni sombrero, de oscuros cabellos desordenados y cejas de violación, temblando en el amplio abrigo. Puede que un artista. Les inquietaba y les echaba a perder el placer de ver mañana «los majestuosos montes, cielín mío». Le castañeteaban los dientes y murmuraba. Infeliz, era infeliz pero vivía, vivía, y vivía hoy y se dirigía hacia un milagro y él era un milagro. Una señora dejó de anotar los gastos del día y juzgó prudente cambiar de compartimiento. Aquel muchacho tenía una pinta extraña y nunca sabía una con quién viajaba.
Se puso ante la puerta. Tenía la campana de un pueblo. Hombres oriundos de una tierra regresaban a su casa y no tenían nada que ocultar y el día de mañana era seguro y tenían una misión que era hacer agujeros en los campos o en las barrigas de otros hombres. Un perro subía manso una pendiente. Pensativos animales pacían aún. En la carretera iluminada por el tren, Roboam Solal caminaba, empujando su fe y su bazar rodante. El anciano reconoció a Solal iluminado y lo bendijo con una mano abierta en dos rayos.