XVIII

Y nada más bajar del compartimento, el tío Saltiel creyóse obligado a saludar a la Ciudad Luz con un amplio ademán con el gorro. Acto seguido, fue a encabezar la fila cargada de bultos, cajas y chales. Una multitud que crecía por momentos seguía a la caravana impávida y consciente de su gloria. Comeclavos se detenía a ratos, interpelaba a los mirones que se mofaban y les preguntaba, con incomprendida ironía, si tenían amigos en la diplomacia o si quizá esperaban ganar en breve veinticinco mil francos.

Tras doce horas de marchas y contramarchas, Saltiel condujo a su cuadrilla a un hotel ubicado junto a la estación de donde venían.

Acomodó a su padre en su cuarto y Mattathias encerró a su hija con doble vuelta de llave. Comeclavos dispuso en el vestíbulo a los tres humildes comparsas aterrorizados, sus tres primos, con orden expresa de no moverse de allí «ni aun en caso de incendio, peste, fieras salvajes, naufragio, baratería, inundación, piratería berberisca, granizo, plaga de langosta, cuarentena, acreedores y toda suerte de calamidades o casos de fuerza mayor generalmente cualquier no previsto por el presente decreto». A continuación, los Esforzados salieron por París sin más objeto que saludar las estatuas de los benefactores de la humanidad.

A las siete de la tarde, aquellos cándidos se detenían ante el ministerio de Asuntos exteriores, se descubrían ante la bandera tricolor y se pavoneaban pensando en que al día siguiente serían de la casa. Salió una señora del ministerio. Saltiel se creyó en la obligación de inclinarse donosamente.

—¡Un auténtico personaje nuestro tío! —dijo Salomon—. ¡Conoce a todo el mundo!

—A decir verdad, sólo la conozco de vista y si la he saludado, ha sido para felicitarla por frecuentar aquella Mansión de la Perspicacia.

Al regresar de camino al hotel, se metieron en un bazar donde cada uno adquirió un despertador. Era menester tomar precauciones: el mozo encargado de despertarlos podía morir durante la noche o ser antisemita y dejarlos dormir todo el día, cuando habían concertado la cita para las cinco de la tarde. Acto seguido, entraron en una cuadra y pidieron un coche de dos caballos para el día siguiente. Después, regresaron al hotel.

En el vestíbulo, en el lugar asignado, los tres comparsas, muertos de inanición, eran las estatuas de la obediencia. Los Esforzados se fueron a la cama no sin encomendar la República francesa a los cuidados del Eterno.

Se despertaron antes de que sonasen los timbres de los despertadores y se reunieron, a las cuatro de la mañana, en el cuarto de Maïmon. Mientras las encías del anciano bregaban con unos almendrados de miel, los tres comparsas, que no habían dormido en toda la noche, pidieron a su primo que les enseñase la lengua de los francos, que habían olvidado, pues pertenecían a una rama decrépita de la rama menor de los Solal.

—Ignorantes —dijo Comeclavos—. Cerrad a medias la boca y dejad escapar el aire por la nariz, hablaréis el mejor habla de Francia. An. On. In. No se os olvide la nariz. Podéis aprender asimismo la expresión «demasiado caro» que resulta útil.

Los tres se afanaron con brío, berrearon, ganguearon y aseguraron a los cuatro puntos cardinales que era demasiado caro. Apareció un criado pidiendo que hiciesen menos ruido. Saltiel echó a los alumnos de Comeclavos.

—Quédate, Mattathias, puesto que de tu hija se trata. Quédate también, Comeclavos, tu opinión puede resultar útil. ¡Pero no estés hablando todo el rato! —agregó con brusca ira—. Comienza, querido y estimado Mattathias.

—Si todos estáis al tanto del asunto.

—Habla igualmente, hagamos las cosas correctamente, resume la cuestión.

—Como en el Parlamento inglés —explicó Comeclavos.

—Bueno, pues que Solal de los Solal tiene un buen trabajo y he traído a mi hija Léa a la que concederé una pequeña dote.

—Nada me gusta ese comienzo —rezongó el viejo Maïmon arrojando el almendrado imbatido.

—¿Quién se atreve a hablar aquí de pequeña dote? —dijo Saltiel—. ¡Con tus pesquerías has rapiñado un millón a los ensortijados rapaces de Grecia, oh, auténticamente avaro!

—Un millón cuatrocientos setenta y tres mil francos —precisó Comeclavos que sobornaba a los contables de la isla para enterarse, por puro gozo gratuito, de los distintos balances.

—Bien, Comeclavos. Así me gusta —aprobó Saltiel—. Pocas palabras pero buenas.

Mattathias suspiró y propuso una cantidad ridícula.

—¡Vuélvete a tu casa, estafador arruinado! —chilló Maïmon combándose en su ataúd.

Mattathias se retiró pero no tardó en volver, acompañado de su rolliza hija pelirroja de enormes caderas, vestida de seda de color ciruela y ataviada con corales.

—¡Ved a mi hija, ved a la paloma! —pregonó—. Ved esos dientes. (Abre). Sanos todos. Alimentada con aceite de oliva. ¡Y qué panza tan apta para el alumbramiento! ¿Quién ha visto semejante tesoro? ¡Afirmo que es la propia esposa del rey Salomón! ¡Una auténtica mantequilla de almendras!

Maïmon pidió sus gafas. Los expertos examinaron, hicieron volverse a la becerra, menearon la cabeza y se reservaron el juicio. Mattathias se llevó a su hija y regresó, con las llaves en la mano. El viejo cabalista rompió por fin el silencio.

—Los ijares son estrechos. Recógeme el almendrado, oh hijo mío Saltiel.

—Me gustaría proponeros una buena proposición —aventuró tímidamente Mattathias.

—No nos interesa la proposición —dijo con parsimonia Maïmon—. La muchacha es flaca. Mójame la galleta en un vaso de agua, oh joven Saltiel, a fin de que se ablande y pueda nutrirme con ella en el centésimo año de mi edad. Y, además, se me antoja patizamba y mal conformada en lo que atañe a la delantera.

Mattathias dijo que si realmente era menester daría más. Maïmon meneó la cabeza con cara de asco.

—Ya no hay tiempo.

—¡Pero si aún no sabéis lo que voy a dar!

—No es suficiente —dijo Maïmon con tajante ademán.

Mattathias se inclinó y gimió sobre el destino de la paloma traicionada. Saltiel se preguntó con terror si realmente aquel canalla no iba a hacer más ofertas.

—¡Qué propuestas de matrimonio recibirá mi nieto! —suspiró Maïmon, mirada al acecho.

—¡Vamos, habla, tú, Comeclavos, empuja la barca! —susurró Saltiel.

Se le entenebreció la mirada al intermediario y preguntó en voz baja si cobraría una comisión razonable. Saltiel asintió. Entonces, el falso abogado, hostigado además por tremendos pellizcos del anciano Maïmon que le martirizaba el trasero con toda clase de rictus, hizo maravillosamente el artículo del sobrino de Saltiel.

Se prolongaron las discusiones hasta las cuatro de la tarde. Por fin, tras una serie de dramas, odios mortales e indignados sollozos, los negociadores se entendieron y llegaron con apaciguadas sonrisas a la cifra que desde hacía tiempo sabían que sería aceptada por ambas partes. Mattathias fue a por Léa que palmoteo y se desmayó de alegría al saber que estaba por fin prometida. Se besaron, se bendijeron hasta la séptima generación y sudaron.

En éstas, Salomon anunció que había llegado el landó. A pasos prudentes para no despertar al centenario dormido en su ataúd, cada negociador marchó a ponerse el traje de lujo que le proporcionaría fortuna y una dorada vida de ocio.

Al poco, Comeclavos, Mattathias y dos comparsas aparecieron en el vestíbulo, se lanzaron miradas críticas y aguardaron. Apareció el jefe.

—¡Firmes, hijos de la vestidura! —dijo Comeclavos.

Saltiel, puño en la cadera, se detuvo, miró, venció, arqueó el busto y las pantorrillas embutidas en medias blancas, se ajustó la levita color avellana y el gorro de castor, se humedeció dos dedos, se puso con descuido, elegancia y esbeltez los guantes blancos que reventaron en el acto. Acto seguido, cabeza baja, manos en la espalda, frente taciturna y mirada diligente, se precipitó a inspeccionar sus tropas. Los cuatro competidores estaban formados por orden de estaturas.

Comeclavos, con su levita verde con botones de nácar y solapas forradas de armiño, era la imagen de la rectitud competente y los asuntos solemnes. En sus dedos, diez anillos de imitación; en su chaleco, cuatro sellos de cobre; en su corbata, dos alfileres; en su brazo, dos bastones. En la solapa de la levita, una condecoración de teatro. En bandolera, una escribanía de hierro forjado. En el hueco de la oreja, una pluma de ave. Con púdico y sardónico rictus, bajó los ojos y alzó el sombrero de copa forrado de armiño y lanzó una esperanzada mirada a la cartera de molesquín atestada de piedras, que debía conferirle una prestancia jurídica y universalmente intermediaria. Tosió y el monóculo, fijado a la órbita con ayuda de cola fuerte, aguantó. A su lado estaba Mattathias, vestido con severo traje de sepulturero.

Querido, el mozo de cuerda más pobre de la isla, descalzo, separados los dedos de los pies, se erguía en postura de presentar armas, sonreía y no hablaba. En su triste cerebro, rondaba sin cesar la esperanza de llevarse el dinero que le permitiría cuidar a su mujer enferma y mandar a sus hijos a «la mejor escuela de las Europas». El pobre diablo llevaba pantalones caqui y un jersey a rayas azules. La única prenda de lujo que había podido agenciarse era un bastoncillo; pero tenía intención de hacerlo vibrar y silbar luego con gran elegancia y Dios el misericordioso decidiría.

Junto a Querido estaba el compadre Agnel, tío de Salomon. Llevaba una chaqueta infantil de domador y pantalones bombachos de señora ciclista. Aquel minúsculo anciano, que vivía en total confusión mental, tan sólo sabía que había posibilidad de ganar dinero en el país de los francos para quienes se vistiesen a la franca. ¡Los caminos del Señor eran maravillosos e incomprensibles! Tras escurrirse entre los turistas en el momento del embarque, se había negado a largarse y había exigido que le dejasen tentar su primera oportunidad.

En lo alto de la escalera apareció el ataúd, precedido por Michaël y portado por Bambo y Besso. Se abrieron las cortinas. Rabbi Maïmon se había acicalado un poco. Coronaba su cabeza traslúcida una gran llama torcida de magníficas sedas de arco iris apagado y exhalaba perfumes árabes en su centésimo año.

Llamaron y maldijeron al vendedor de agua siempre rezagado. Nuestro Salomoncillo llegó por fin y no oyó que le deseaban que muriera sin ojos y sin hijos. Sólo pensaba en su insuperable elegancia y estaba apuradísimo por sus pobres amigos a quienes derrotaría de fijo en el concurso. Vestía frac, sombrero hongo y alpargatas. Una corbata blanca demasiado apretada lo asfixiaba y sus mejillas púrpuras estaban incandescentes de pudor y de triunfo. Mantenía modestamente baja la mirada. Una pastilla de jabón nueva, colocada a guisa de pañuelo perfumado, asomaba discretamente en el bolsillo del chaleco blanco. Le aplaudieron. Alzó el bombín para dar las gracias, fue a alinearse con los demás a pasitos de primera comunión, respiró a fondo para demostrar que estaba a sus anchas, se pasó la diminuta mano por el cráneo, sonrió agradablemente, se abanicó con la pastilla de jabón, resbaló y se contusionó. Fin de la historia de Salomon.

Saltiel halló a sus hombres de su agrado y se enorgulleció en su corazón. Alzó el gorro.

—Caballeros, estoy contento de ustedes. Y ahora salgamos. Nos aguarda nuestra victoria.

Abrió la portezuela del coche y asignó su sitio a cada uno de los Solal. Mattathias y Comeclavos al fondo del coche y Salomon en las rodillas de Comeclavos. Se izó la litera como se pudo. Saltiel, ojo avizor, permaneció de pie y posó la mano en el ataúd, una de cuyas angarillas descansaba en el asiento del cochero, en donde se había acomodado Léa entre ruborosas sonrisas. Los comparsas estaban de pie en los estribos. Saltiel, en un relámpago de sensatez, se preguntó si no serían juzgados demasiado excéntricos tan estrafalarios atavíos. Pero era demasiado tarde para cambiar y, al fin y al cabo, ¿qué mal había en ello?

—¡Adelante la falúa! —gritó Comeclavos, impaciente por cobrar sus veinticinco mil francos.

Michaël se montó en uno de los caballos y lanzó un grito de guerra. Los transeúntes aclamaron a la peregrina cuadrilla, y el cochero, tronchándose de la insólita aventura, fustigó los dos caballos que partieron, seguidos de una cada vez más nutrida multitud. El coche se detuvo ante el ministerio a las cuatro cuarenta y cinco.

—Hay que esperar —dijo Saltiel—. Reprimid vuestra impaciencia. La entrevista es a las cinco y la exactitud es la cortesía de los reyes, caballeros.

De pie en el coche, no despegaba la mirada de su reloj de bolsillo con vidrio de aumento. La multitud aguardaba el discurso del charlatán. A las cuatro cincuenta y siete, el tiíto pagó al cochero. A las cuatro cincuenta y ocho, mandó bajar a sus hombres, les pasó revista, se cercioró de que llevaba bien puesto el gorro, comprobó las flores de su ojal.

—¡Sea lo que Dios quiera! —exclamó poniéndose a la cabeza de la cohorte.