XVI

Tras marcharse Solal, maese Comeclavos había salido solo en busca de algún entretenimiento lucrativo, al tiempo que degustaba unos higos chumbos.

Quiso su buena fortuna que se topase en su camino con los Hermanos Tosedores. Tal nombre recibían tres ancianos arruinados, bronquíticos y caídos en la infancia. Sentados en los escalones de su destartalada casa, comían pistachos mientras se daban el baño de pies mensual y se contaban, contemplando el sol medio zambullido en el mar, historias de rabinos milagrosos.

—¿Sabéis una cosa? —preguntó el Bey de los Mentirosos que ni sabía aún la historia que les iba a contar—. ¡Gran noticia del exterior!

Las palabras tantas veces oídas en el transcurso de su larga existencia alcanzaron los cerebros embotados de los tres ancianos.

—Cuenta, aureolado —dijo el más joven que tenía años.

—¡El rey de Inglaterra se ha convertido a la fe israelita! —anunció Comeclavos ensortijándose los pelos de la oreja—. ¡Acude a la sinagoga cada mañana, viste larga levita y ha hecho voto de comer pan ácimo todo el día!

Los tres despojos dejaron de comer, se congratularon, exclamaron con voz aguda que valía la pena vivir mucho tiempo para oír tan gallardas noticias, bendijeron al rey de Inglaterra, coincidieron en reconocer que el mundo era una sucesión de milagros y tosieron.

Comeclavos anunció a continuación una más portentosa noticia, a saber que acababa de ser nombrado guardia. Los Hermanos Tosedores lo felicitaron y desearon al guerrero que se moviese largo tiempo por el sendero de la justicia. Pero se les cayeron los pistachos de las manos cuando se enteraron de que las autoridades de Atenas y el Sultán habían encomendado a Comeclavos que percibiese todos los días, entre las siete y las ocho de la noche, una nueva contribución denominada «tasa sobre la tos, estornudo y accesos análogos».

—¡Habrase visto tal cosa! —dijo el benjamín cruzando los brazos.

—¿Pero qué inventa ese Sultán? ¿Un derecho de aduana sobre la tos? —dijo el mediano que siguió gimiendo sobre los infortunios de Israel.

—¡Alabado sea el Dios vivo! —dijo el mayor consultando, tras extraerlo lentamente del bolsillo, una suerte de torre que era un reloj de hierro. Son las siete menos cinco. ¡Aprovechemos los cinco minutos que nos quedan y tosamos, hermanos!

Tosieron los tres a cual mejor, implorando a Dios que les aliviase la garganta. Pero no bien anunció las siete el cañón de la ciudadela, el agente de la autoridad alzó la mano derecha. E intimó a los tres ancianos a que dejasen de toser.

—¡Stop!

Los hermanos mantuvieron cerrados los labios durante veinte minutos ante la severa mirada de Comeclavos. Pero cuando sus apergaminadas caras se avivaron hasta cobrar el más intenso tono escarlata, vencidos, estallaron y dejaron oír los fabordones, los ronquidos y los carillones de la más vivaz tuberculosis. Comeclavos alargó la mano, exigió el pago de los impuestos atrasados. Los desdichados vaciaron sus bolsas de punto.

—Haz a un judío guardia —dijo el más joven.

—¡Y se volverá peor que el babilonio! —dijo el de más edad.

Comeclavos vio a Saltiel en lontananza y temió la ira del justo. Para borrar el recuerdo de la expoliación de que acababan de ser víctimas, contó a los ancianos que un hijo de Israel reinaba desde hacía siete días en Palestina. Los hermanos se abrazaron, entonaron con voz escuchimizada un salmo insolente y Saltiel llegó en el instante en que el pérfido anunciaba a los Tres Tosedores que acababan de ser nombrados altos dignatarios de la corte israelita.

Mientras los dos benjamines iban a engalanarse con su ropa de fiesta y a preparar su marcha a Jerusalén, Saltiel se llevaba aparte a Comeclavos y, con grave ademán, le mostraba la carta de Solal y los cinco billetes de mil francos que había dado el Magnífico a su tío. El mayor de los Tosedores, que seguía sentado, repetía obstinadamente que no quería ser gran chambelán y maldecía al rey israelita por llegar tan tarde.

Saltiel estaba demasiado emocionado por la marcha de su sobrino como para leer él mismo la maravillosa carta a la población. Dio instrucciones a Comeclavos que respondió oyendo y obedeciendo y marchó, con la rapidez de la cierva, a despertar al ministro oficiante y pedirle prestado el cuerno de morueco que congrega al pueblo en las grandes fiestas. Se llevó a la boca el instrumento y tosió en el interior para dar la alarma. Golpearon los postigos de las casas, asomaron caras aterradas y se rompieron cristales. Los hombres siguieron al heraldo hasta la Plaza del Mercado. Las mujeres acechaban trágicamente en las ventanas sin atreverse a reunirse con sus esposos e hijos.

Comeclavos ordenó a la multitud que se sentase, mandó traer odres de vino con miel que pagó con los ahorros de los Tres Tosedores, se calentó los inmensos pies descalzos y mugrientos al amor del gran fuego en el que se asaban ya unos cabritos traídos en honor de la gran noticia, se abrochó la levita negra, depositó junto a él el sombrero de copa y comenzó la lectura.

A decir verdad, la carta no justificaba tal sobreexcitación, pero los hombres de la isla eran de temperamento ardiente. Solal se limitaba a invitar a su tío a que le visitase en París, comunicándole que pagaría con mucho gusto los gastos del viaje y que, para animar a los compañeros de Saltiel a que vistiesen decentemente, entregaría veinticinco mil francos al mejor vestido, a menos que su tío prefiriese entregar el dinero a una obra sionista.

Un silencio de casa mortuoria sucedió a la lectura. Comeclavos apagó su sed echando un largo tiento al odre que le aguantaban dos serviciales. A continuación, se despachó una pata y una cabeza de cabrito. La multitud lo contemplaba con respeto. Por fin, tras restregarse la boca con el dorso de la mano gigantesca, huesuda, venosa y velluda, el falso abogado inició su discurso en estos términos:

—¡Hombres aquí reunidos, compañeros de mis trabajos, testigos fidedignos de mis vicisitudes, la hora es grave para nuestro pueblo! ¡Nos hallamos ante un giro decisivo de nuestra historia! ¿Qué hacer y qué no hacer?

El sabio Salomoncillo interrumpió para decir que era muy fácil, que lo mejor era que Saltiel eligiese cuanto antes a sus acompañantes y que éstos se vistieran como mejor pudiesen. Pero tan rápida interpretación no convenía al Embarullador de Juicios.

—¡Oh, perro nacido de la perra! —exclamó arrojando la cabeza de cabrito a Salomon que la atrapó al vuelo y dio cuenta de ella a placer—, ¿sabes o no sabes que el venerado Saltiel me ha dado plenos poderes y que represento aquí al mismísimo Solal de los Solal, alabado sea hasta el fin de los siglos?

—Bien, bien —dijo filosóficamente Salomon sorbiendo el ojo del cabrito—, haz lo que quieras.

—Porque, señores del jurado, el texto es explícito —continuó diciendo Comeclavos al tiempo que aporreaba la carta—. «El mejor vestido se llevará los veinticinco mil francos».

—Muestra la carta, hijo de la riqueza —pidió un anciano iletrado calándose las gafas y fingiendo leer—. Exacto. El mejor vestido. Como dices tú.

—¿Y que ocurrirá, mis señores, si el hombre de munificencia juzga que no vamos lo bastante bien vestidos? ¡Que el caudal saldrá de nuestra santa tribu e irá a engordar a unos sionistas, a unos judíos del país de Gog y de Polonia, a unos hombres de tierras nevadas, que pronuncian de modo incorrecto las palabras de nuestra Santa Ley!

Brotó un unánime grito de horror en el seno de la multitud mediterránea. No había que permitir que la enorme suma escapase a los auténticos hijos de Israel. «¡Antes quitarles el pan a nuestros hijos y a nuestras mujeres!», exclamaron algunos. A continuación, se habló de números y corrieron los lápices por las paredes de las casas.

Comeclavos decidió por fin que al día siguiente, que era viernes, se celebraría un concurso de prendas elegantes bajo su presidencia. Voces en sordina clamaron ya contra la injusticia y murmuraron que ya se las apañaría el leopardo para elegir a sus amigos.

La multitud fue adormeciéndose poco a poco. Seguían discutiendo algunos valientes. Salomon, apoyada la cabeza en las piernas de Michaël, decía con voz pastosa que más le hubiera valido al hijo del rabino darle aquel dinero al más pobre, sin tantas extravagancias de vestidos correctos. Pero se hizo callar al rebelde informándosele de que «el rico manda». Al poco, trescientos cincuenta ronquidos pletóricos de esperanza adornaron la Plaza del Mercado.

Al despuntar el día, Comeclavos fue a firmar un contrato de asociación, válido por veinticuatro horas, con el único ropavejero de la isla que, por fortuna, ignoraba los acontecimientos de la víspera. A continuación, instó a la población a que comprase en el establecimiento del ropavejero prendas de suprema elegancia. Tan sólo se vio transitar aquel día a notarios, marqueses, astrólogos, boticarios, domadores, comodoros, abates.

Todos fueron eliminados la misma noche, antes del oficio religioso, por Comeclavos quien, tras pasear una feroz mirada por la multitud, se dispuso a leer la lista de los bienaventurados.

Pero en ésas llegó a todo correr él siempre rezagado Salomon. Acostumbraba tomar un baño caliente todos los viernes y, como siempre tras el rito semanal, estaba todo encarnado y tenía un miedo tremendo a pillar frío, pues no le apetecía morir joven. Se alzó, pues, la solapa de su atavío europeo de ceremonia, un trajecillo moderno y azul, tembló y tosiqueó para enternecer a la multitud que lo maldecía. (El carácter apacible, el humor placentero y la obsequiosidad del bondadoso hombrecillo le atraían el desdén general). Por fin, comenzó Comeclavos:

—Elegidos para participar en el concurso de los veinticinco mil francos de la elegancia: Saltiel Solal por derecho de parentesco y mando, vestirá como guste. Yo, porque lo que llevo es de buen gusto: levita azul con botones de nácar, ligeramente forrada de armiño, y sombrero cilíndrico revestido de ídem, como los jueces de férreo carácter. Maïmon Solal, por derecho de vejez y sabiduría. Mi primo Querido Solal, porque tiene un bastoncillo, y los hijos de mis primos lejanos Bambo Solal y Besso Solal, por ser hijos de mis primos y porque van vestidos como gente decente y no como presuntuosos. Mattathias Solal y su hija Léa Solal, fuera de concurso y por razones Privadas Confidenciales Urgentes. Michaël porque es amigo mío y Salomon por ídem. Además, todos los concursantes seleccionados por mí llevan trajes magníficos cuyos pormenores no corresponde que conozcáis y que se mantendrán secretos hasta su llegada a París. El mismo traje que me veis no está completo. Los aderezos más ennoblecedores y originales que me permiten esperar resultar vencedor del torneo, no han sido incorporados, ¡por temor a envidiosos y plagiarios! He dicho. ¿Nada que oponer? Aprobado. Se levanta la sesión.

La multitud bramó de ira y abucheó al hombre de mala fe que gritó: «¡Adoptado por unanimidad de mi voz!», y rió burlón tras su barba ahorquillada. Salomon, que daba piruetas de felicidad, fue vapuleado por los candidatos eliminados. El traje azul que estrenara a la edad de trece años, el día de su iniciación religiosa, y que fue concebido lo bastante holgado como para que durase mucho tiempo, quedó desgarrado por la lluvia de trompicones.

Los elegidos decidieron marchar de inmediato y darse una vueltecilla por Europa antes de ir a París. Telegrafiaron, pues, a Solal, comunicándole que se hallarían en el ministerio de Asuntos Exteriores, si tal era la voluntad del Protector de las Tribus, el treinta de noviembre a las cinco de la tarde.

Al día siguiente, la multitud, olvidando las injusticias, acompañó a los turistas entre cantos y gemidos.

Algunos de los Esforzados blandían sucedáneos de pasaportes. Comeclavos se había agenciado la tarjeta de visita de una actriz francesa; Salomon, el permiso de caza de un inglés fallecido; Mattathias, una cédula testamentaria. «¡Y sea lo que Dios quiera! ¡No queremos que se engorden los consulados a nuestra costa!».

La mujer de Salomon berreaba y sostenía que su marido, atraído por las sirenas francesas, no regresaría al hogar conyugal. El rechoncho hombrecillo (cubierto con un chal de mujer de gruesa lana roja, pues temía el frescor de la brisa marina) se pasó del brazo derecho al izquierdo el alpenstock, que le rebasaba medio metro, y acarició el hombro de su mujer.

—Oh, oveja mía —dijo con tono altivo, varonil y lánguido que hizo morir de risa a la concurrencia—, confía plenamente en mi constancia, no llores ni des rienda suelta a una desesperación amorosa que podría serte funesta, honor de mi casa y delectación de mi lecho. —Se puso encarnadísimo, se avergonzó de haber pronunciado estas últimas palabras, cerró los ojos, estornudó y recuperó el dominio de sí—. ¿Acaso quieres que me quede y pierda los cinco mil escudos, o quizá deseas que nuestra pobre hija se quede sin dote y se dedique más adelante a tocar el organillo?

Ilusionadísimos todos, embarcaron. A las seis zarpó el barco.

Saltiel, en la popa, contemplaba románticamente la isla que se alejaba. Salomon, a quien se le habían desabrochado los cordones y que no sabía aún hacer nudos, se acercó a rogarle que le sacara del apuro. Conversaron a continuación sobre los países del mundo.

—Ha llegado a mis oídos —dijo Salomon— que el alemán es severo pero que el francés es como una natilla.

—El alemán es fuerte —informó Mattathias con cara de enterado—. Y puede contarse con él.

—Prefiero al inglés —replicó Comeclavos—. Tiene colonias y es una pizca por el estilo que yo: intermediario a posteriori.

—Nuestro ejército francés es el primero —afirmó Salomon—. Nuestros cañones son pequeños, ¡pero te tumban a un hombre a cien pasos! Me lo ha dicho un amigo. ¡Cañones pequeños, queridísimos amigos, pero fuertes! ¡Y ándese con ojo el germano y los itálicos lo mismo!

—Todos los pueblos son hijos de Dios —suspiró Saltiel abriendo los ojos—. Pero no lo saben y nos zurran a nosotros.

—En cualquier caso —concluyó ilógicamente Salomon—, estoy convencido de que el premio gordo me lo llevaré yo. —Intentó dar una palmada con tono protector a Michaël pero falló el golpe—. ¡Ya veréis qué traje llevo! Pero no os lo enseño aún, no me lo vayáis a copiar. Cada uno en su casa y Dios en la mía. ¡Y cuando me toque el gordo, llevaré una vida, oh amigos míos! ¡Tendré un lacayo ante la puerta de mi cuarto y su espada refulgirá, oh amigos míos! Por cierto, tío Saltiel, ¿le gustaría ser papa?

—¿Por qué no? —dijo Mattathias—. Es un cargo interesante.

—Ya lo creo —aseguró Salomon—. Ha llegado a mis oídos que el banquero del señor papa es el señor Rothschild. Y dígame, tío Saltiel, cuando sea usted ministro de algún gobierno —Saltiel suspiró—, ¿le importará darme alguna provincia o pueblo para que pueda mandar muchísimo, a pie o a caballo? Pero si no puede, tanto da. Y, a fin de cuentas, ¿estoy capacitado para mandar? Temo la intriga y las maquinaciones de los ministros que podrían muy bien decapitarme. Y no me apetece nada que me decapiten. Pues me disgusta morir joven y por consiguiente rehúso la provincia. Quizá sea lástima porque mi porte es airoso, según creo. No se hable más. Lo importante es disfrutar de las pequeñas maravillas de Dios, cumplir con su deber y conversar con los amigos.

—Hablas demasiado, gusanillo —dijo Comeclavos—. ¿Quién te ha dado tanto valor?

—Creo que habrá sido el premio gordo o quizá la brisa marina —contestó Salomon—. Por cierto, se me ha afirmado que existe en cierto lugar un hijo de nuestra raza que está escribiendo nuestra historia y que se interesa especialmente por mí. Ha llegado a mis oídos que soy un personaje principal. —Hinchó los carrillos—. Ojalá no se le ocurra leer a mi mujer ese libro en el que quizá se cuente que estuve enamurado de la consulesa de antaño.

—Enamorado —rectificó Michaël.

—¡Otro que busca gresca! —exclamó Salomon, excitado por momentos—. Déjame decir las palabras como me plazca.

—Y que se ande con mucho cuidado ese hijo de nuestra raza —dijo Comeclavos—. ¡Porque como me calumnie, le presento una demanda vejatoria redhibitoria y harto ruinosa en lo tocante a los intereses!

Declinaba el sol. Las cimas de los montes de Acarnania se teñían de rosa. Los Esforzados se tornaron melancólicos.

—Que me expliquen la vida —dijo Salomon, que solía sufrir pequeñas angustias metafísicas—, ¿y qué hago yo en este barco y por qué ha llegado la hora de mi vida?

—Sí ¿y qué hemos hecho en nuestra vida? —preguntó Comeclavos.

—Nada —dijo Saltiel.

—Entonces, somos unos inútiles.

—¿Y eso quién lo sabe? —dijo Saltiel—. Yo creo que inútiles como nuestro Salomoncillo constituyen la sal de la tierra.

La sal de la tierra, que se había dormido, despertó al oler la deliciosa comida humeante que acababa de traer Michaël. Mecidos por la deliciosa brisa y a la luz de las estrellas, comieron de buena gana. A continuación, se pasearon por el puente cogidos del dedo meñique y sin envidiar a los pasajeros de primera. Michaël se burló del orondo trasero de Salomon quien se rebeló por enésima vez.

—Entérate de una vez por todas, querido amigo, que me disgusta adelgazar. Trasero si quieres, pero es mi trasero. Y le tengo apego. Hasta te diré más, me gusta. Alabado sea el Señor que me lo ha concedido rollizo. Rollizo lo conservaré. Y por favor, no me pellizques más.

—Basta —dijo Saltiel—. Contigo quiero hablar, Comeclavos. Vamos a París, capital de la urbanidad. Si me lo permites, te rogaré que dejes de cometer con la boca ciertas inconveniencias que podrían disgustar a mi sobrino y que en nada cuadran con el segundo de los Esforzados.

—Eructar es bueno para mi salud —replicó escuetamente Comeclavos humillado—. Conque seguiré haciéndolo. Me repelen todas esas minucias, etiquetas de Herodes, falsas elegancias y martingalas. ¿Acaso soy cortesano o quizá cortesana para liarme en galanuras? Así que te callas. Además, tengo sueño.

Los cinco amigos comenzaron a bostezar. Se envolvieron en sus mantas, se tumbaron en torno a un mástil, saludaron a Dios y se durmieron como te lo deseo.