XV

Versalles. Trianon-Palace. Baile de beneficencia de las Damas de la Cruz Sangrante. En los pechos de los generales de artillería pesada, prendidas las cruces de san Juan y san Pedro.

Jacques bailaba con su novia y era feliz. Acababa de ser ascendido a comandante por méritos y pasado a la reserva para ser nombrado en Asuntos exteriores. Muy pronto marcharían ambos a Roma, tras celebrarse la boda. Sabía ahora lo impaciente que se sentía Aude por llevar su apellido. Había tenido una excelente idea acudiendo a reunirse con él a París.

—La verdad es que se está bastante mejor en el Trianon que en Les Reservoirs. Por cierto, Aude, se me había olvidado decírtelo: hace un rato he visto a Solal en el Ministerio. Ha llegado esta mañana. Tu padre está bastante enfadado con él. Le había encomendado una pequeña misión en Atenas y no se ha presentado.

Aude pareció no oír y siguió girando despacito, la mirada perdida, ignorando su baile y el universo.

Adrienne los seguía con la mirada. Ya estaba bien de remordimientos inútiles. Qué acto tan vil había cometido, la verdad. Había falsificado una carta antigua de Solal para hacerle creer a aquella criatura que les había escrito el mismo día una carta de amor a ambas. Se lo había hecho pasar mal a Aude pero había defendido la causa de su hermano.

Pobres razones. En realidad, tenía que haber tenido la valentía de marcharse. ¿Qué había hecho en aquellos treinta y dos años de vida, en qué había sido útil y para qué había nacido? Sin embargo, ella también había sido joven y ardiente. Y ahora, se limitaba a vivir y no creía en nada. Todo podría haber sido distinto. Y además, ¿le deparaba aquel amor felicidad alguna? No, un afecto salvaje y triste de animal desvalido. Oh, tener un niño que fuese sólo suyo, sin todas aquellas bajezas de falsificar cartas. «¡Mira, mira, mamá, el guau guau!». ¿Por qué se había apresurado Maussane a consentir que su hija se reuniese con Jacques en Versalles? Claro, ella estaba allí, de carabina. ¡Aquellos escrúpulos morales le correspondían a ella! La amante de Maussane viviría seguramente con él y prefería alejar a su hija. Qué miserable era todo. Aquel viejo, que moriría dentro de cinco o seis años, necesitaba una mujer. ¿Pero por qué nos obsesionará a todos, pobres humanos, el abrazarnos a otro cuerpo? ¡Cómo la despreciaba Aude, desde lo de la carta! Dejaba que aquella niña la tratase como una criada cómoda. En otro tiempo había sido orgullosa y ahora, los seguía cobardemente, sin acabar de saber por qué. Por vigilar sin duda, por espiar. Pero qué bien había sabido reaccionar aquella niña.

Entró Solal, admirablemente pálido, caminando con la lentitud de un déspota y todo le pertenecía. Aude y Jacques bailaban de nuevo. Amistoso ademán a uno y saludo ceremonioso a la otra. Invitó a Adrienne que obedeció y se dejó arrastrar al baile. Un címbalo despertó a la orquesta y el infierno abrió sus puertas. Aude, de pronto, se despegó de Jacques.

Una orden salvaje la arrastraba adonde no quería ir; una sed de alegría inmediata y de victoria. Se volvió y pasaba Solal, sonriendo a Adrienne. Posó la mano en el hombro del arcángel que le ciñó el talle como en sueños y giraron, arrobados. Los ojos irónicos clavados en ella la despertaron. ¡Escribirles una carta de amor el mismo día a las dos! ¡Oh, morder los labios al perverso!

—Vil, es usted vil —le repetía por lo bajo apretándose a él.

No se soltó hasta que la orquesta dejó de tocar. Se volvió hacia Jacques y se burló afectuosa. Pues sí, había querido vengarse de él, había mirado demasiado a aquella mujer de allá y entonces se había buscado otra pareja. Jacques intentó sonreír. Lo cierto es que estaba harto del tal Solal. Si sonreía, ella comprendería que estaba celoso y, si no, también. Aude se lo llevó hacia el parque. Adrienne se había marchado.

Solal se divertía. «Llego y los tres se ponen a dar vueltecitas y se marchan». Pisó adrede a un vieja que babeaba patrióticamente y salió.

En el vestíbulo, se detuvo ante la lista de viajeros: señorita de Maussane, suite setenta y seis. Buen número. Lo lograremos. Adelante. Unos criados hablaban en voz baja, y, con aire correcto, intercambiaban abominables insultos.

Subió las escaleras, abrió la puerta de la setenta y seis. En el cuarto, caminó a lo largo y a lo ancho al ritmo del generador eléctrico que estaba al fondo del parque. Oyó las voces de Aude y de Jacques, se refugió en el cuartito que servía de ropero.

Beso. Tras marchar Jacques, Aude suspiró, se sentó, deshaciendo una trama que se volvía a formar sin cesar. Se desnudó maquinalmente y habló en voz alta.

—Me apetece algo. ¿Quizá un caramelo? No. ¿Quizá un cigarrillo? No. ¿Quizá Solal? Sí. Ah, Solal, Solal, nunca sabrás la dulce locura que despiertas en mí. ¿Qué has hecho, quién eres para adueñárteme así? Toda mi persona tendida hacia ti y tú no estás. Y nunca más y nunca más. ¿Y por qué, por qué escribiste a esa mujer el mismo día y casi con la mismas palabras? ¿Y por qué no me raptaste antes? No me quieres, no me quieres y yo te quiero.

Arrojó al aire sus últimas ropas y se puso a hacer gimnasia. Se detuvo, pensando que ya todo era inútil. ¿Para qué hacer gimnasia? Abrió un libro inglés y leyó en voz alta, exagerando la pronunciación. Se detuvo y sollozó. Vio en el empapelado una rosa estúpida en la que se concentraban todas las alegrías, y confió.

—Dios mío tengo frío y sed de Solal. Dios mío, me habéis reducido y roto, tened piedad, dádmelo y haced que venga. Señor Jesús, creeré en ti si me lo das enseguida.

El corazón de Solal latía violentamente.