XIV

Era medianoche, pero Comeclavos, Salomon y Michaël no pudieron decidirse a regresar a casa. Fueron a sentarse al jardín del Gran Hotel de Cefalonia donde, desde hacía seis días, Solal los invitaba a tan magníficas cenas que el Rey de los Mentirosos, aquejado desde hacía treinta años de una tisis de la que se enorgullecía, temió echar carnes, curarse y perder por consiguiente las considerables rentas que obtenía del fondo comunal de enfermos.

Los Esforzados de Francia decidieron pasar la noche en el jardín. El personaje era importante y debían velar su sueño hombres de buena voluntad. Comeclavos llegó a sostener que cabía perfectamente que el cónsul de Alemania ordenase a algunos esbirros que asesinasen a Solal. Salomon, tras confirmar que los germanos eran gente de gran maldad, encendió la pipa de agua del jenízaro y obsequió con doce buñuelos al tísico que los engulló en doce tiempos y se puso a roer una algarroba. Los tres amigos, iluminados por el fragante hogar, pasaron a conversar sobre el eterno tema.

—¡Ya comprendéis, amados míos —dijo Comeclavos tras soltar un eructo—, que la caravela griega, a la que haga Dios naufragar lo bastante pues los griegos me han subido los impuestos que no pago nunca, haya mandado disparar tres cañonazos por nuestro diplomático francés, a quien Dios conserve y a mí y a Francia también, amén!

—¡Que una fragata de guerra dispare tres truenos por un hijo de Israel! —exclamó Salomon—. ¿Habrase visto jamás semejante prodigio? Para mí que el Eterno prepara algo bueno para su humilde pueblo.

—No era una fragata —dijo Michaël— sino una galeaza de línea; o quizá una galeota. ¡Y qué regalos le ha traído al rabino! ¡Tres cajas! ¡Y pesadas!

—¡Telas de seda y terciopelo, trescientas obras hebraicas y mil bienes de la tierra! Esa falúa griega rango tenía de galeón de alta mar, créeme.

—¡Alabado sea el donante!

—Que tampoco nos ha olvidado a nosotros. ¡Alabado sea!

—En verdad lo sea —concluyó Salomon—. Pero lástima que no esté aquí nuestro tiíto. ¡Su sobrino grandioso personaje y una caja llena de abundancias para él! Mi mujer me despierta cada noche para preguntarme lo que contiene la caja destinada al tío Saltiel. ¿Y qué sé yo, Rebeca, y qué te voy a decir?

La última carta que habían recibido del jefe de los Esforzados aparecía fechada en Bagdad. Llevaban cinco días telegrafiando a la comunidad israelita de aquella ciudad y Comeclavos había apostado en distintos lugares de la isla mensajeros con la misión de señalar la llegada de los barcos. A uno de sus espías, de guardia día y noche en el telégrafo inglés, se le había suministrado un cohete que debía prender en caso de llegar un cable de Saltiel.

Pero los días no traían sino suspiros y decepciones. Salomon se lamentaba y tenía el ánimo demasiado decaído como para subvenir, a través de su noble negocio (en invierno, vendía a la vez agua y buñuelos) a la manutención de su familia. Los clientes despreciaban su agua porque estaba tibia y sus buñuelos porque estaban fríos.

—Escucha, Comeclavos, oh Capitán de los Vientos, tú que tienes imaginación, mira de conseguir que venga el tío —suplicó—. Es pecado privarlo de esta alegría.

Comeclavos se levantó, exigió el silencio necesario para la meditación, soltó un viento, se volvió para olfatearlo sombríamente, arrugó el entrecejo y anunció que había dado con la clave: había sido un error telegrafiar tan sólo a Bagdad.

—¿Entonces qué? —inquirieron los otros dos.

—¡Pues que hay que telegrafiar a todas partes! —contestó el dictador.

Abandonaron el lugar. Salomon, entusiasmado, anotaba en su libreta azul los nombres de las ciudades en que podía hallarse Saltiel, nombres que proferían triunfalmente sus dos acólitos y que rebotaban en las calles desiertas.

Tales enumeraciones despertaron a algunos hombres que se informaron y bajaron, ataviados con madrás multicolores, para dar consejos, sugerir otras localidades y encender antorchas. Comeclavos, seguro de que no le obedecerían, fingía expulsar a la multitud a la que cada instante se sumaban nuevos grupos provistos de candelas.

El ejército luminoso se detuvo ante la oficina de telégrafos inglesa. Comeclavos llamó varias veces. La puerta seguía cerrada. Salomon, en el límite de la excitación, quiso entrar a la fuerza, se transformó en ariete y proyectó seis veces, aullando de dolor, su esforzado cuerpecillo contra la puerta claveteada. Por fin, el inglés dormido abrió, retrocediendo ante tal gentío.

—Vengo a telegrafiar a los Países del Mundo —anunció sencillamente el jefe de las tropas.

—Tendrá que pagar —dijo el telegrafista.

Comeclavos, que había olvidado tal formalidad, optó por reducir el número de telegramas y se dirigió a Mattathias —con quien estaba tirante desde que el manco realizara grandes negocios.

—¡Oh Mattathias, Capitán de los Ricos, préstame quinientos dracmas por el amor del tío!

Mattathias rehusó cerrando los ojos. Pero la multitud unió sus súplicas a las de Comeclavos:

—¡Presta, Mattathias!

—¡Oh tú que has hecho fortuna, presta!

—¡Tú que eres dueño de la gran empresa pesquera, presta!

—¡Por toda Grecia la empresa, presta!

—¡Tú que tienes diez mil hijos trabajando de pescadores!

—¡Por una perra al día trabajando!

—¡Oh Mattathias concede el préstamo!

Mattathias meneó la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha sin dejar de mascar resina. Michaël se acercó, pellizcó con sus enormes dedos al avaro en la oreja.

—Te quiero mucho —dijo con aterradora suavidad—. De manera que, por darme gusto, prestarás.

—Presto —dijo Mattathias. Sacó a regañadientes su vieja cartera repleta atada con un cordel—. Aquí van los quinientos dracmas. ¡Pero todos vosotros sois testigos!

El coro testimonió como una sola voz. Comeclavos mandó a las sinagogas de Túnez, Alejandría, Jerusalén, Constantinopla, Roma, Venecia y Malta el siguiente telegrama:

«haciendo uso de la violencia o de la bondad manden a saltiel solal a cefalonia magníficos regalos para él stop bendiciones en nombre de la comunidad emocionada stop firmado comeclavos abogado litigoso arregla toda clase de procesos a precios razonables se recomienda no sin dignidad».

Mattathias observó agriamente que, en un plazo de diez días, aparecían ciento un falsos Saltiel para tomar posesión de los magníficos regalos. Pero poco a poco fueron apagándose los comentarios y la multitud se dispersó. Tras cumplir con su deber, los Esforzados se pasearon cogidos del dedo meñique y balanceando los brazos.

A eso de las cinco de la mañana, divisaron en la punta de la calle de Oro, entre el mercado de pescado y la Aduana, a un turco que se dirigía a su encuentro. Vieron primero el fulgor de una cimitarra, a continuación una gandura blanca, luego unas botas rojas y por fin una frente cruzada de una cuchillada. Cuando el forastero se halló a cincuenta metros, bloqueó con los brazos la calle y rugió.

—¡Por la gracia del Ojo!

—¡Por el Nombre bordado en el Velo! —exclamó Michaël.

—¡Por el Omnipotente de Israel! —dijo el otomano.

—¿Es usted, tío Saltiel? —preguntó Salomon.

—¡No, amigo mío, no soy yo —contestó Saltiel Solal—, es un proscrito y han puesto precio a mi cabeza! Pero referiré estos asuntos más adelante. De momento abracémonos.

Michaël recomendó en voz baja al sollozante Salomon que tuviera consideración con el tío y no le anunciase aún la gran noticia. Salomon hizo ademán de haber entendido y pegó un índice secreto a una nariz discreta mientras Saltiel preguntaba a Comeclavos por su salud.

—Ya sabes que padezco del pecho —dijo Comeclavos con orgulloso pudor…—. Tuberculosis, como siempre. Tengo los días contados desde hace cuarenta años. —Tosió y temblaron los vidrios.

—Vamos, que estás bien. Bueno. ¿Y cuál es tu oficio actual?

—Intermediario a posteriori. Inicio mis actividades en cuanto despunta el día y me interpongo, por las buenas o por las malas, en toda transacción, generalmente cualquiera, rogando al vendedor que atempere sus exigencias y suplicando al comprador que haga un pequeño esfuerzo. Y cobro un corretaje de ambas partes. Tal es mi profesión actual, ya que deseas saberlo. Ni un céntimo y me reconcomo a diario agobiado por los golpes de una extrema adversidad —concluyó dignamente Comeclavos.

—No me parece tu oficio muy honesto. Pero dejemos que sea Dios quien juzgue a su criatura. Y tú, Salomon, has crecido, se me antoja. Salud y fraternidad, Michaël. Dime, ¿no hay noticias de mi sobrino?

—¡No!

—¡Sí! —gritó en una explosión de júbilo Salomon que no tuvo empacho en faltar a la palabra dada y miró a Michaël con atrevimiento y desafío.

Llegó Mattathias, escupió su resina para abrazar al amigo Saltiel quien, al tiempo que estrechaba el arpón del recién llegado, pidió precisiones a los otros tres.

—No puedo contarlo —dijo Comeclavos—. La historia es demasiado hermosa y de complicación demasiado suprema. ¡Palabra de honor!

—Habría que comenzar por el comienzo —sugirió el temerario Salomon a quien Comeclavos lanzó una mirada de desdén y Michaël sancionó con un pellizco.

—No podremos —repitió Comeclavos—. Cuando quiero comenzar a explicártelo, me falla el suelo y mi lengua desfallece. Pues para que lo sepas todo, he de contártelo todo. Y no puedo contártelo todo de repente. Es como la leche, si mantienes la botella vertical e invertida, no cae.

—Tu sobrino tiene un empleo que no está nada mal —enunció Mattathias.

Saltiel se ajustó la gandura y carraspeó.

—Puesto político —dijo Michaël.

Saltiel adelantó una bota, apoyó la mano derecha en la cadera y alzó la barbilla.

—¡Es secretario de las embajadas de Francia y las fragatas han disparado cañonazos en su honor! —pregonó Salomon en el límite extremo de la emoción y el orgullo.

—Las bombardas de alto bordo —rectificó Comeclavos royendo un trozo de mojama.

—Enormes tartanas —dijo Michaël.

—Más bien un brulote —sugirió Salomon.

Saltiel se llevó la mano a la guarnición de la cimitarra y, pegados los tacones, irguió el busto. Acto seguido, se creyó obligado a fulminar con la mirada a Mattathias que no valoraba en lo que se merecía el cargo de su sobrino. Sabía ya lo suficiente para tomar las riendas de los debates y volver a convertirse en el más competente de los Esforzados.

—Oh cráneo de la estupidez —dijo con suavidad a Mattathias—, ¿acaso sabes lo que quiere decir secretario de embajada?

—Lo sé —contestó Mattathias—. Quiere decir cónsul de gran ciudad. ¿Por quién me tomas?

Saltiel estrió el aire con una carcajada desdeñosa, sardónica, ofendida, noble y dolorida. Asomó por una ventana una cara dormida.

—¡Cónsul! ¿Pero serás hijo de zopenco para no saber nada en el mundo? ¡Cónsul! ¡Pero si un secretario de embajada vomita cuando ve a un cónsul, se muere y se tapa las narices! Un secretario de embajada mira los zapatos de charol y dice: «¡Malditas sean tus zapatillas zarrapastrosas!». ¡Hasta el propio criado de un secretario de embajada mira, con los brazos en jarras, a un cónsul y se ríe de asco! Pero eso tú no puedes comprenderlo y tu ignorancia no puede concebir tales grandezas que te rebasan —concluyó el tío Saltiel con auténtico desespero.

—Lo he entendido perfectamente. Y sé que exageras.

El campeón de la diplomacia maldijo al Dios de Israel por elegir a una raza tan ignorante.

—Supón, oh negociante, supón, oh rana, que quieras un pasaporte o uno de sus visados, uno de sus malditos redondeles impresos que tanto me han perjudicado en mi existencia y que arruinan a todo Israel, uno de sus sellos, uno de esos chismes del demonio que apoyan con fuerza, orgullo y salud tras impregnarlo de tinta grasienta. Te vas entonces a ver a un cónsul, ¡qué nombre de miseria!, y te lo niega y te llama lagarto. Supón que acudas a ver a mi sobrino y se digne recibirte por amor a mí y colocarte bajo el ala de su protección. Entonces coge, se presenta donde el cónsul silbando, contoneándose con un junquillo y le dice haciendo silbar también el junquillo: «¡Psst! Ven acá, chacal de asfalto, oh sobrino de una tía carente de reputación, firma el pasaporte y concédeselo a fulanito hijo de fulanito que es amigo de mi tío». El cónsul balbucea, se achica, palidece y tiembla como un pajarillo herido y contesta: «Como mande usted, excelentísimo señor. Sus deseos son órdenes». Incluso no sé si no le llamará: «Excelencia». ¡Ahí tienes, oh pescadero, ahí tienes lo que es un secretario de embajada!

—¡Ahí tienes! —repitió desafiante Salomon.

—¿Sabes, Mattathias, cuánto vale un cañonazo? —agregó el psicólogo Comeclavos—. Cien napoleones. Y la galera capitana de Cefalonia ha disparado tres por el hijo del rabino. Eso es todo. No tengo nada más que añadir.

Y pegó la mano derecha abierta a la mano izquierda.

—Yo diría que era una balancela o más bien un junco —dijo Salomon.

—¿Galera de Cefalonia? ¿Y dónde está él? —gritó Saltiel.

—Gran Hotel. ¡Gran suite y riquezas fabulosas de Saba! —chilló Salomon, inflamados los ojos por un extraordinario orgullo—. ¡No se lo hemos dicho enseguida por evitarle el espanto de una súbita alegría!

Saltiel maldijo a sus amigos por haberle hecho perder un tiempo precioso y corrió al asalto. La cimitarra del viejecillo golpeaba las piedras redondas arrancándoles chispas.

El conserje le dijo que el señor Solal había ordenado que no se le despertase antes de las ocho. El tío no insistió y se fue hacia la fábrica en ruinas, cuyo palomar oblicuo constituía en el mundo su alcázar y su territorio. Procedió a realizar abluciones de primera clase, se embutió la levita color avellana, se puso los calzones cortos y medias tornasoladas y se floreció el ojal con una rama de jazmín.

A las seis y media, se hallaba de nuevo ante el hotel dormido. Tras errar un rato por el jardín, sonrió, se dirigió hacia un bosquecillo y arrancó un tallo de saúco en el que abrió cinco agujeros. Concluido el caramillo, se situó ante el gran balcón y tocó, como en otro tiempo, durante los paseos con Sol en torno a la ciudadela.

La bata de terciopelo rojo apareció en el balcón. Tío y sobrino se sonrieron. Aquel silencio de cariño era roto por los cantos del mar jugando a las esmeraldas. Solal hizo un gesto de bienvenida. El anciano, serio como una imagen y tieso como un tejo, se atusaba el copete de cabellos blancos y se acariciaba las mejillas rasuradas y surcadas de arrugas. Solal rompió el hechizo invitando a su tío a que se reuniese con él.

Saltiel se apresuró, se topó en el primer piso con un criado que llevaba al señor Solal una carta llegada a través del consulado francés. Se la arrancó de las manos y sospechó que la había abierto y luego había vuelto a cerrar cuidadosamente el sobre, ¡el muy infame! Llevaba el sello del Trianon-Palace de Versalles. «Para entregar al consulado de Francia». Siempre el consulado de marras. Quizá una mujer. El tiíto olfateó el sobre.

Solal, entretanto, pensaba que el entrañable instante de momentos antes fluía hacia la desembocadura de la muerte donde, reunido con los demás instantes, aguardaría la llegada de su amo. Y el mar los sepultaría a todos y nadie volvería a saber nada de él. Pensó en el hombre de abultados labios, con el que se tropezara un día en Ginebra, y que lo había mirado con especial atención.

Entró Saltiel, baja la cabeza y temblorosas las piernas. Para evitar las probables efusiones, Solal acribilló a su tío a preguntas y encargó un desayuno muy completo. En respuesta a una discreta pregunta sobre su situación material, el ancianillo, que como única fortuna poseía nueve piastras, movió alegremente las monedillas que tenía en los bolsillos.

Hizo honor al desayuno, dejando de beber café y de paladear confituras para asombrarse de los frascos biselados, de los cepillos de concha o del cabello negro de su amadísimo sobrino. Con todo, se sentía bastante triste porque se reprochaba no haber sabido captar el momento propicio para besarle. Al tiempo que pelaba un melocotón, alzado el dedo meñique como debía de hacerse en los ambientes diplomáticos, contó sus desventuras por el Nayd y olvidó entregar la carta de Versalles.

—Que te diga y te cuente, querido niño. A los cincuenta y cuatro años, tras acompañarte a Aix, fui a dar una vuelta por Arabia. Y fíjate tú que fui nombrado visir del faraón de aquel país, que se llama emir Ibn Rashid. Firmaba los decretos y ordenaba a todos mis soldados beduinos que aprendiesen poesías francesas. Mignonne, allons voir si la rose, ya sabes. Logré equilibrar el presupuesto de mi Estado. Cada uno de mis administrados tenía la obligación de mandar una carta por semana y yo por supuesto vendía los sellos. En Marsella, había comprado una vieja remesa de sellos de Panamá. Y me tenían mucha ley. Emir, me llamaban. ¿Has leído la historia llamada Quijote? Pero eso es otro asunto y tendremos noches y noches para charlar y bendito sea el Reunidor de las familias y de los afectos. Ordené condenar a muerte por contumacia a todos mis acreedores y te mandé nombrar jeque. Pero ¿dónde encontrarte para decírtelo? Y héteme aquí que el emir ordenó que me espiaran y se enteró de mi amistad —sonríes, hijo mío, pero es pura verdad— con el cónsul francés de Yidda. Quería hacerle un regalito a Francia y darle el protectorado de Nayd para que hiciera brillar las luces de la civilización. (De un tembloroso papirotazo, quiso eliminar de su chaleco a flores una mota se polvo inexistente y volcó la taza). Luego vino lo del madrigal, un poemita que mandé a la mujer del emir. En resumidas cuentas, hijo mío, que se empeñó en cortarme la cabeza, y como yo no quería, me pasé tres días corriendo por el desierto para escapar a mis cobardes agresores. Y ya está. ¡Así son esos árabes de la nalga negra del Profeta!

Se avergonzó de haberse expresado groseramente. En compensación, cogió un terrón de azúcar con las pinzas y lo trituró entre dos incisivos. Acto seguido, se golpeó la frente y alargó la carta olvidada. Temblorosa sonrisa de Solal que leyó rápidamente y hundió la hoja en el bolsillo del batín. Aletas nasales dilatadas. Palidez.

—Disculpa, cariño, no es curiosidad pero ¿son malas noticias? ¿Sigues conservando tu puesto? —Solal lo tranquilizó con un gesto—. Entonces estoy contento. He tenido miedo. No me gusta esa letra. Y dime, mi Sol, —no le apetecía decir otra cosa; aquella breve frase era la música de su corazón y una caricia que se atrevía a posar en la frente de su sobrino; pronunciándola se sentía en conversación íntima con el hijo de su alma, pero había que seguir—, ¿es estable la plaza? Son amabilísimos los franceses. Sabe Dios si los quiero, y además que yo soy ciudadano francés y no por naturalización sino desde hace cinco siglos, hijo mío, pero cambian rápido de opinión. ¿Tienes contrato firmado por el Presidente de la República? Ah bueno, mejor. ¡Ojalá que ahora no derriben la República los realistas! Y dime, mi Sol —nueva pausa enternecida—, ¿no habrá serpientes en ese ministerio que te tengan envidia y deseen darte una puñalada por detrás? ¿Tienes un buen protector? Ah sí, que me lo has dicho, el presidente del Consejo. ¿Y qué quería decirte también, mi Sol? Me hierve la cabeza. Sí, has hecho bien en hacer buenas migas con el presidente. Los viejos que están en la cúspide de los honores —Saltiel suspiró— han perdido la hiel. El ministro te dice amablemente: ¡Quieres un pasaporte, toma y vete al diablo! Mientras que el joven comisario te quema y te fríe de esperanza y temor. Tengo la experiencia. Y precisamente me gustaría decirte una cosa. Créeme, los consejos de un anciano son buenos. Sé respetuoso con el señor de Maussane. No te enfades con él, aguanta si te dice una palabrita de más. ¡Qué quieres, nosotros tenemos que aguantar! Ante todo vivir. Bueno, estoy contento. Tienes un puesto importante. Estás inmunizado en tu calidad de diplomático y hasta el yatagán del gendarme se quiebra ante ti. ¿No habría una plaza de recadero diplomático para mí? De recadero. Guardaré bien la maleta, te lo aseguro. Bueno, ya veremos. Y dime, mi Sol, este hotel en que vives ahora, espero que no te salga muy caro, este hotel, por el mero hecho de vivir tú en él (es que, sabes, me documento de cara a Mattathias), ¿goza de extraterrorialidad?, ¿o oxtraterroridad? ¿Cómo dices esa palabra, tú? Yo la digo así porque la he leído en los periódicos —dijo el tío con falsa seguridad tan lastimosa.

—Extraterritorialidad.

—Alabado seas. No me salía la palabra de la garganta. ¡Qué palabras van a encontrar! En fin, todo va bien y la instrucción es una gran cosa. Tengo intención de escribir al señor de Maussane para agradecerle que te haya nombrado. ¡Cómo has triunfado, eso rebasa el entendimiento! Tranquilízate, en la carta anónima firmaré tan sólo «Un anciano de Israel emocionado y agradecido hasta la hora de la agonía de Vuestra Gran Excelencia». ¿No está bien? Bueno, pues no escribiré. Y tu pobre mamá que murió sin verte. En fin, qué le vamos a hacer. Escucha, no quiero molestarte. Si tienes algo que hacer, yo me quedaré tranquilo en un rincón. Si quieres, me prestas un libro de política diplomática, pero si no tienes, cariño, poco importa. Perdona que haya hablado tanto pero es que hacía tanto tiempo, tesoro.

Cediendo a las instancias de su tío, Solal le enseñó por fin el bicornio diplomático que ya no le hacía gracia y lamentaba haber traído. Pretextó tener que dar una orden, para salir. Sabía lo que haría Saltiel, si lo dejaba solo.

Tras contemplar por todos lados y olfatear el objeto de magnificencia, el tío se recogió un minuto y derramó dulces lágrimas de orgullo. Luego, cerciorándose de que estaba solo, cogió el bicornio y se lo puso. Se paseó discutiendo con encumbrados personajes al tiempo que se miraba subrepticiamente en el espejo. Posó, se examinó sentado, de pie y en una silla. ¡Ah, le sentaba de maravilla el bicornio! Se separó de él con pena.

Cuando regresó Solal, un tío transformado leía en el balcón, con las piernas cruzadas y el busto echado hacia atrás, un periódico al revés y se embriagaba con su reciente poder. Saltiel no reparó en que había regresado su sobrino. Solal releyó la misiva de Versalles.

«La cartita que me mandó de París era ridícula. Ciertas revelaciones me la hacen odiosa. Si me he decidido a escribirle es porque deseo decirle que me resultaría bastante desagradable volver a verle. Tenga la bondad de no olvidarlo. Aude de Maussane».

Solal sonrió. Una faena de Adrienne por supuesto. Pobrecita Aude. Escribió a continuación la carta para el tío que, horas después, había de amotinar a la población israelita de Cefalonia.

—Ahora, tío, tiene que dejarme.

—Ah, ¿estás ahí, hijo mío? —dijo Saltiel volviéndose—. Anda, déjame quedarme. Me volveré de espaldas. No te molestaré, tú te lavas y mientras charlaremos. Me han dicho que sólo te quedas diez días y que luego te marchas a Atenas.

Solal desnudo paró la ducha.

—Me marcho hoy a las seis y no voy a Atenas.

Saltiel no se atrevió a volverse, con toda su desesperación. Dijo con voz débil:

—Llévame contigo.

—Imposible. Pero le daré una carta antes de marcharme. Le gustará. Es una carta misteriosa y volveremos a vernos muy pronto.

—¿No puedes dármela enseguida?

—Tío —dijo Solal inundándose de colonia—, ¿qué opina usted del matrimonio mixto?

—¿Qué voy a decirte, hijo mío? —contestó Saltiel sin volverse—. Buena cosa, desde luego, no lo es, aunque la muchacha se convierta. Pero es un asunto de destino. Hum. ¿Y a Versalles vas?

Al llegar el instante de la marcha, Gamaliel Solal no quiso rebasar el callejón de Oro. Demasiada gente mirando. Y el Saltielillo siguiéndole. El rabino hizo una señal a Michaël que detuvo los dos caballos. Estrechó el hombro del hijo que partía, aferrándolo con las tenazas de su mano.

—Me ha comentado tu tío esa pregunta sobre el matrimonio mixto. —Solal admiró la prisa que se había dado Saltiel en ir con el soplo—. Cásate con una de las nuestras. No viviré mucho tiempo. Vuelve a mí.

Solal bajó, besó la mano de su padre. El jenízaro fustigó los caballos y el coche regresó camino del Domo. Los Esforzados ahuyentaron a la multitud que había acudido a presenciar la marcha del hijo ilustre de Cefalonia y Saltiel ahuyentó a los Esforzados.

Subió ágilmente la escalera del barco en pos de su sobrino, le rogó que lo dejase solo un instante en el camarote. Cerró la puerta, sacó de la levita una vieja fuente de plata, la dejó sobre la litera y escribió en una hoja: «Llámame pronto a tu lado a París. Como criado, pero a tu lado. No te besaré luego, que ya he visto que no te gusta. ¡Distinguidos saludos de tu tío durante la vida y la muerte, se llama y firma Saltiel de los Solal!». El entrañable anciano besó la almohada de la litera y dejó sobre la bandeja de plata la hoja de papel, un chal de oración y unas violetas.

La campana dio el primer toque. El tío entregó toda su fortuna a un criado previa promesa de especiales cuidados al insigne viajero. Regresó al camarote para agregar en la carta que el salvavidas estaba debajo de la cama «¡y por el amor de Dios, hijo mío!».

Estrechó virilmente la mano de su sobrino, dijo que haría buen tiempo y bajó la escalera esforzándose en silbar entre dientes. Al llegar al desembarcadero, subió en el coche avisado con antelación y ordenó al cochero que partiera a todo galope hacia la ciudadela. Allí, agitó el pañuelo con violencia hasta que se esfumó el último mástil. A continuación, se sentó, con el alma en duelo, y lloró desconsoladamente.

Una hora después, saliendo de su letargo, se decidió a abrir la misteriosa carta. La leyó, sintió un renovado rigor y salió pitando hacia el barrio judío en busca de Comeclavos. Quería encomendarle que amotinase al pueblo de la isla que, durante varios días, había de explayarse sobre la fastuosa noticia.