En el bosque de robles, envuelta en mantas, pensaba en él, lo veía rasgo por rasgo. Sacó la fotografía que había robado del cuarto de Adrienne. Era guapo, ingenuo, penetrante, cálido, atrevido, insolente, tan cortés, bueno, inmenso, diabólico y vivo. Bueno, sobre todo. (Además, tenía razón). Dejó caer el retrato y permaneció inmóvil recordando, con un fulgor en los ojos. Alzó la cabeza y vio a Adrienne.
La ausencia y el silencio de Solal las había acercado. Durante el día, no hablaban de él. Pero, por la noche, Aude tumbada apagaba la lámpara y decía a Adrienne, sentada junto a ella: «Cuenta». La otra comprendía, pensaba en su hermano con remordimiento pero era incapaz de resistirse a la dicha de aquellas equívocas conversaciones. Hablaba de Solal adolescente. Aude era incansable, quería descripciones precisas y apenas podía reprimir la ira cuando Adrienne no recordaba los trajes de Solal o el nombre de su madre. No se perdonaba el haberlo olvidado todo del salvajillo que le arrojara una piedra en la isla de oro. Le echaba en cara a Adrienne que se acordase, y que se acordase mal.
Comprendió de quién era la carta que le alargaba su amiga. Se levantó, se alejó, leyó el mensaje de Solal y volvió, etérea y triunfante.
—¿Se encuentra bien? —preguntó humildemente Adrienne.
—Bien, gracias.
Sonrió con bastante insolencia, como su padre, y marchó. Comunicó a su abuela que no cenaría y fue a refugiarse a su cuarto. Jamás había escrito nadie una carta semejante. ¿Pero y quién era ella para ser la amada de Solal soleado? Admiró la letra, el sello, el sobre. Luego, ocultó el mensaje del rey bajo la almohada para tener la alegría de descubrirlo y releerlo nuevecito como si no lo conociera. Amor, oh juventud.
En la habitación contigua, Adrienne buscaba la última carta tan cariñosa de Solal, recibida varios meses antes. En el espacio en blanco, escribió, imitando la letra de su amante, la fecha de la víspera. Aude no sospecharía el artificio. ¡Qué acto tan vil! ¡Pero estaba defendiendo su vida!
Aude se había dormido. Lo veía en su sueño. Ella le decía que había que darse prisa pues la carroza de oro aguardaba. Jacques daba tres golpes de alabarda y hacía de perdiguero en la catedral donde un elefante que era también el pastor Sarles tocaba el órgano. Se sentía orgullosa de su vestido que Solal desgarraba de un solo ademán que la trasladaba desnuda a la terraza blanca de una casa redonda y azul donde, de rodillas, lavaba los polvorientos pies del ermitaño raptor.
Se despertó con un estremecimiento. Era suya. Los antepasados de Solal y los de Aude de Maussane habían vivido, actuado y engendrado para preparar el destino de Solal y de Aude. ¿Qué podía hacer ya si no esperar? Esperar a que llegase él a su hora y según su antojo. Si él lo deseaba, lo seguiría hasta el fin del mundo. Pensaba con placer que le había besado la mano. Ponía su voluntad en manos más poderosas y sonreía en la oscuridad.
Olvidando las enfermedades, la decrepitud, la muerte y la tierra ya existente que cubriría su insensibilidad, Aude pensaba en la dicha que la aguardaba. Ignoraba que aquellos dientes, iluminados por la luna y reflejados en el espejo, eran el primer anuncio de su esqueleto y que, una tarde de primavera que reflorecería los campos y el cementerio, se insinuarían unos gusanillos en aquella nariz que aspiraba la vida y su fragancia de mil flores. Los brazos perfectos se estiraron y la muchacha imaginó por primera vez el peso de un cuerpo de hombre Solal sobre su cuerpo.
A las ocho de la mañana, entró Adrienne. Le alargó tranquilamente la carta falsificada. Aude tuvo miedo, vaciló antes de leer.