En el alto comedor, una de cuyas columnas sostenía la araña que le hacía más blancos los hombros, Lady Rosamund Normand repartía con justicia sus reflexiones acompañadas de una mirada verde. Sin dejar de exhibir sus dientes revisados trimestralmente, se dirigía, con regularidad de faro, tan pronto a su ilustre esposo como a Lord Rawdon y al invitado francés.
Al sobrino de Saltiel se le antojaba hermoso hallarse entre dos poderosos Estados. Su derecha tocaba los colmillos de la Gran Bretaña y su izquierda descansaba sobre Francia la de los mil ojos socarrones de activos pueblos. Lady Normand era el cerebro de la comida. Su cabello pelirrojo no coloreaba su rostro de esmalte cuyos finos labios emitían corteses y sorprendidas observaciones sobre el parlamentarismo francés.
El Muy Honorable Sir George Esme Louis St. John Normand, Bt., G. C. M. G., K. C. B., K. C. V. O., asentía y masticaba, convencido de su existencia, bajando y subiendo los blancos bigotes pegados a las sonrosadas mejillas. Lady Normand, entre dos bocados, formulaba reflexiones libres y desenfadadas sobre la metempsicosis. Al observar a Sir George y aquellas bolas de músculos, junto a las orejas, que se hinchaban y distendían al ritmo de las mandíbulas, Solal se estremeció y comprendió que fracasaría.
Rawdon lo había llevado al Foreign Office y se lo había presentado a su tío. Sir George había leído, frunciendo sus dos bosques ciliares, la carta personal de Maussane. Solal había expuesto acto seguido el objeto de su visita. Sir George, tras clavar intensamente la mirada en el dirigible semiconsumido que aún humeaba, contestó que no podía dar una respuesta antes de consultar al secretario de Estado que estaba haciendo una cura de reposo en Italia. De permitírsele exponer su punto de vista personal, se vería obligado a decir: «No». Al concluir la entrevista, el subsecretario parlamentario invitó a Solal a cenar.
Y ahora allí estaba, pobre bohemio ante aquellos tres vikingos, aquellos claveles negros y aquellos frascos chispeantemente impecables.
Frente despoblada, orejas en punta, enorme busto, manos cubiertas de manchas pardas, Sir George disfrutaba, en su fortaleza, de no tener que volver a pensar hasta el día siguiente. Cuando el negociador le hablaba de las Nuevas Hébridas, él le citaba a Alejandro Dumas o a Victor Hugo, al tiempo que movía frascos de salsa turquesa y mostaza de color amaranto.
Trajeron un telegrama. A Solal le palpitó el corazón. De seguro era la respuesta del ministro. Sir George se guardó en la cartera el despacho que examinaría a las once del día siguiente, después del golf.
Lady Normand se guardaba de preguntar a su esposo y a su sobrino puesto que, después de las ocho, los hombres bien nacidos descansan. Animadora de la política imperial, amiga íntima de la reina, se limitaba a suministrar sus reflexiones que las circunvoluciones de ambos hombres iban lentamente a elaborar. La pierna de Solal tocó la de Lady Normand que no la retiró de inmediato.
Aquellos babilorromanos eran más fuertes que él y sus bustos prolongaban la verticalidad del respaldo. Con idéntico pragmatismo, daban correcta satisfacción a un apetito similar al que reinaba en tres millones de comedores, asomando rojizos en medio de la bruma. No pensaban en la muerte ni en la inevitable caída de los reinos de este mundo. Estaban seguros del mañana y no miraban con remordimiento, como aquel hijo de profetas, al maître d’hôtel que planeaba en el silencio y que había sido concebido para Sir George como Sir George había sido creado para él. Todo resultaba claro para aquella gente. El mundo estaba trazado a la regla y Sir George era perpendicular al mundo.
Aún más desheredado se sintió Solal cuando contempló a Lord Rawdon admirablemente ceñido de negro, atlético y con las pestañas casi blancas. Desde su nacimiento, las revistas habían registrado los acontecimientos importantes de su vida. A los veintidós años, por la época en que Solal erraba en compañía de Roboam, se le había destinado a un puesto que le permitía ser visto cada día por Su Majestad. Podía limitarse a desempeñar con celo su actividad diaria, facilitada por las simpatías que su numerosa parentela suscitaba a su alrededor, para ser a los cincuenta años virrey de las Indias. Tan sólo había de precaverse de las pasiones del corazón y de la mente y, para afirmar su personalidad, elegir una excentricidad intelectual tal como el estudio de los jeroglíficos o la numismática. Su cuna, su matrimonio, su cuadra de caballos de carreras y las revistas harían el resto. Solal, en cambio, sólo tenía a Solal.
Se compadecía de sí mismo. Pobre hijo de la Ley y de las cebollas crudas, ¿qué hacía en medio de aquella raza roja de carnes rojas y de duchas heladas? Si enrojecía, puede que se lo comieran. Veía a un pueblo fuerte y despreciaba los vanos tumultos de su corazón. Israel era un pobre ruiseñor, un viejo pájaro desplumado que se desgañitaba en la noche de los siglos mientras las naciones jóvenes construían sus imperios. Los fuertes son púdicos. Frente unido, Inglaterra tan sólo ofrecía al extranjero la bandera del Imperio y el lenguaje misterioso y uniforme de sus dentaduras. Israel, viejo cantor de los caminos, deambulaba vacilante por los países, hablaba veinte lenguas, lloraba de cansancio y de miedo y, conociendo todas las cosas, erraba sin actuar.
Se despidió con aire bastante huraño y salió a las calles de Londres. En el frontón de un palacio salutista, unas luces blancas que desaparecían y se tornaban azules le decían quiere usted salvarse YO le salvaré.
—Calla, hermano. Déjame en paz que estoy muy fastidiado esta noche.
A la sombra de un policeman enlutado y delante de una farmacia que expendía excitantes grageas, le abordó una cortesana tambaleante con sombrero de plumas. La bendijo, la encomendó con toda su alma al Dios de misericordia y siguió su camino. Los diarios de la tarde anunciaban la formación del ministerio Maussane.
En el Cecil, se equivocó de puerta y se acostó en la cama de una joven de pijama con escudo, que tenía los labios afrutados. Hay un tiempo para vivir y otro para morir, a Dios gracias.
Al día siguiente, salió del ministerio, con el rostro descompuesto: la respuesta del secretario de Estado era negativa. Tomó un taxi hasta casa de Lady Normand. En ella podía estar la salvación. Mecido por el coche, trazó sus planes.
La mujer del subsecretario recibió sorprendida la visita. Menos sorprendida que escandalizada se quedó cuando supo que el negociador había conservado un recuerdo tan vivo de un retrato suyo contemplado en casa del señor de Maussane que, si había aceptado aquella misión, había sido más que nada por volver a ver a la mujer cuya imagen le había conmocionado. Despidió secamente a Solal.
Todo perdido. Aude no querría saber nada de un vencido. En la antecámara, descolgó el kriss malayo de la panoplia. Lady Normand le aferró la muñeca pero la hoja penetró una pizca. Cuidados. Reproches afectuosos.
Precedido de inmensos ramos de flores, el enamorado regresó cada día. La cuadragenaria, que no había mencionado el romántico incidente a su marido, se complacía en preguntar a Solal sobre el estado de su herida. No tardó Sir George en compartir la simpatía de su mujer por el joven. Pero no volvió a hablarse del asunto de las Nuevas Hébridas.
Una mañana, apareció Solal, pálido y jadeante. Sin hablar, tomó la mano de la amada y la apretó contra su corazón desbocado merced a tres inyecciones de cafeína. Lady Normand estrechó contra su pecho a Romeo. ¡Qué niño grande! ¡No debía pensar más en esas historias de amor! Debía cumplir con su deber y llevar a buen término las negociaciones interrumpidas. Telefoneó al secretario de Estado, le reprochó que desertara de su hogar y le rogó que acudiese a almorzar aquel mismo día.
Lord Maldane, momia irónica con monóculo encintado, llegó a la una. Habló poco durante la comida pues estaba de malhumor. ¿Cómo se le había ocurrido a Maussane mandar a aquel extraño negociador oficioso? Solal, temblándole la taza en los dedos, abordó el tema de las Nuevas Hébridas. Lord Maldane no lo miraba y planeaba por estratos diplomáticos de considerable altura.
Pero Solal declaró de pronto que, a decir verdad, el asunto al que se había referido en primer término presentaba una importancia meramente secundaria. Había llegado el momento de plantear, «conforme a las instrucciones que acababa de recibir» (le incomodaba mentir), un tema más grave. Lord Maldane, inalterable el perfil, escrutó de soslayo con el ojo izquierdo al negociador elocuente quien, tras hablar durante una hora, concluyó:
—Por tanto, tras consultar con las más incuestionables autoridades en la materia, el gobierno francés juzga necesaria la creación de un «trustee» internacional que cuente con las atribuciones que he mencionado a Su Excelencia y sería de desear, antes de iniciar cualquier acción al respecto, conocer el parecer del gobierno de Su Majestad Británica.
Sir George dejó la pipa y Lord Maldane tomó las riendas del Imperio. Tras un ataque de tos artificial, destinado a facilitar unos segundos suplementarios de reflexión, replicó que, desde luego, había oído con el más vivo interés aquella densa exposición, tan documentada, tan rica en ideas nuevas y tan clara, si bien, a decir verdad, no podía comprometerse a emitir de inmediato un juicio definitivo sobre sugestiones verbales —verbales— tan interesantes como inesperadas. Solal se levantó, dijo que no se extralimitaría en sus atribuciones dirigiendo a Lord Maldane una nota completa sobre el asunto que había tenido el honor de, etcétera.
Mientras los dos ministros releían la carta personal del señor de Maussane, el diplomático improvisado entraba como una tromba en un centro mecanográfico, con la angustia de que se le olvidase lo que había dicho. Dictó cincuenta páginas sobre la Banca Internacional que acababa de inventarse.
Una hora después, Lord Maldane leyó el «informe Solal» al ministro de Hacienda, quien encontró bastante curioso y aun, en honor a la verdad, notable aquel informe. No cabía duda de que Francia tenía un interés especialísimo en la creación de un organismo de ese tipo. Era menester meditarlo.
Al día siguiente, el secretario de Estado comunicó a Solal que tenía que expresar ciertas reservas respecto a los párrafos siete y veintitrés que beneficiaban a la República amiga —de lo que no podía sino congratularse— aunque en detrimento del Imperio. Lo cual. Pero, en definitiva y globalmente, el proyecto era viable. Incluso podía agregar, sí, realmente así lo creía, que el generosísimo proyecto de la República era susceptible de engendrar un organismo de cooperación internacional apto para contribuir a la causa de la paz. No tenía el menor reparo en afirmarlo. De la paz, sin duda alguna. El gobierno de Su Majestad estaba dispuesto por tanto a proseguir las conversaciones con un negociador oficialmente acreditado. Cabía, pues, dar por concluido el período de las negociaciones privadas. Lord Maldane se levantó, con un crujir de rótulas.
Ya en la calle, Solal corrió, mejor que cualquier joven levita durante los últimos veinte siglos, en busca de una sucursal de correos. El telegrama fue cifrado según las indicaciones de Maussane y cursado. Solal, en medio de la niebla, palpitándole el corazón sin cafeína, releyó el borrador en el que se disculpaba de haber olvidado las Hébridas e inventado un banco internacional. Destacaba las ventajas que había de aportar a Francia el organismo a punto de nacer. Concluía así el telegrama:
«ministro me plantea aceptación si soy negociador oficial telegrafíe mi nombramiento a lo que sea stop londres cliché abajo expuesto triste ciudad autobús rojo rosbif escaparates con puddings escarchados tiendas húmedas con caras refunfuñantes degustando ostras stop bares donde beben muchachos despiadados enérgicos salidos de un anuncio de maquinilla de afeitar stop en los restaurantes cientos de mecanógrafas comen en medio de una corriente húmeda una ración de haddock cuatro patatas y se toman una taza de té y un vaso de agua con gas stop viva francia».
Se paseó durante tres horas y se dirigió hacia el hotel Cecil. Puede que hubiera llegado ya el telegrama. En el ajetreo de la calle, un perro perdido —con los ojos iguales que Salomon— se daba la buena vida, saboreaba el placer de los actos gratuitos y preguntaba a los ingleses: «¿Qué hay, qué pasa, qué ocurre en este mundo, oh hombres? ¡Contadme, que me entere yo y disfrute!». Pero los transeúntes continuaban zanqueando, fijos los ojos en el autobús en vez de mirar hacia su tumba.
Le esperaba la contestación en el hotel. Maussane comunicaba secamente al absurdo muchacho que había encomendado a la embajada que prosiguiera con las conversaciones. Solal corrió a casa de Lady Normand que cogió el teléfono, pidió París, suplicó al señor de Maussane, le sonrió y amenazó suficientemente.
A la mañana siguiente llegó el cable telegráfico. Solal era nombrado secretario de embajada. Un segundo telegrama le instaba a que abandonara el asunto y entregase toda la documentación a la embajada. ¿Y por qué no? Estaba harto. Que siguiese la gente seria.
Fue a un sastre y encargó, previa condición de que estuviese listo en cuarenta y ocho horas, el uniforme que le correspondía por su cargo. Probó varios espadines de ceremonia atacando a los maniquíes del probador. ¡En guardia, señores ingleses! Oía las deliciosas músicas de la vida. Pasaba a ser agregado diplomático antes que Jacques de Nons. ¡Qué miseria, por lo demás, la tal diplomacia!
Vagabundeó durante dos días y por fin se decidió a marcharse. Fue a visitar a Sir George quien le anunció que las conversaciones oficiales iban a buen paso y formuló votos por que el futuro organismo de cooperación internacional y económica. Solal lo interrumpió, alzó el tintero e hizo un brindis en honor de Lady Normand.
En el hotel, deshizo en el último momento el equipaje para sacar y embutirse el abigarrado uniforme. Acto seguido, tomó un taxi hasta el aeropuerto de Croydon. Los pasajeros del avión miraron con curiosidad el bicornio colocado de través sobre los rizos demasiado risueños y alborotados. Se creía admirado y sonreía a todo el mundo. Una sola pega: estaba torcido el espadín.
Le Bourget. Quai d’Orsay. Maussane lo recibió fríamente. El escandaloso nombramiento iba a crearle problemas y el personal estaba en ebullición. Lo mejor era encomendar en el acto una falsa misión a aquel acróbata y quitárselo de encima de momento.
—Va a volver usted a su casa y cambiar de traje. Saldrá mañana para Atenas. Tenga la orden de misión. Atenderá mis instrucciones. No entregará Turquía a Grecia. Se estará callado. A la primera llamada de la mujer de un ministro griego, le destituyo.
—¿Y cómo está la señorita de Maussane?
—Bien, gracias. Adiós.