XI

Al día siguiente, Solal se levantó con los primeros rayos del sol que se bebía a largos sorbos la bruma. Embutido en su batín de terciopelo rojo, cruzó el jardín, descendió el caminillo que pasaba por el prado. Nadie. Arrojó el batín dentro de una barca, se zambulló en el lago y se alejó.

Aude llegó en el instante en que desaparecía tras el cabo. Inspeccionó su cúter y se sentó en la arena. La aurora helaba de rosa el cielo y de violeta la extensión sobre la que, a lo lejos, una vela rojo oscuro se inclinaba y soñaba. Los cuchillos del sol herían la pequeña playa. Un abedul inclinaba la cabeza inflamada en la que veintisiete pajarillos organizaban su necia algarabía, sin meterse en complicaciones psicológicas, limitándose a rendir homenaje a la delicadeza y vivacidad de este mundo. El sol jugaba oblicuamente en el agua y doraba las estrías de arena.

Dejó caer el albornoz, surgió flamante y se lanzó. Tras retozar en el agua, volvió con su respiración sana, posó su belleza en la arena y se acurrucó. El sol acarició el cuerpo denso que se desanudó.

No veía a Solal que regresaba. La agitada brisa y el sol concentrado la poseían y se abandonaba. Atisbos de colores se esfumaban y le hacían asomar a los ojos lágrimas de añoranza. Los árboles desplegaban su patronazgo. Contempló su brazo irisado que tenía, en el hueco del codo, la transparencia de un fruto.

Espanto. Chorrean unos rizos negros y surge un dios del agua. Ve las perlas de agua en el oro moreno de Solal hinchado de fuerza precisa. Ve el juego de los músculos de Solal, serpientes enlazando sus desiguales redondeces. El ve las largas piernas de Aude y las sombras y los contornos. Busca la mirada de Aude, sonríe, se vuelve y se zambulle. El agua recibe al hijo ágil que reaparece más lejos. Alzado el brazo, ríe y entona un largo canto de vida, un grito de juventud.

Hora del almuerzo: Aude, Adrienne, Solal y Jacques. Los Sarles y la señorita Granier habían marchado la víspera a Nîmes. En cuanto al señor de Maussane, un misterioso telegrama lo había obligado a tomar el rápido de París.

Elocuente en el vacío, exultante de amistad y lleno de apetito, Solal se dirigió a Jacques. Adrienne comía a cámara lenta, notaba la inutilidad de su vida y juzgaba a su amante en definitiva antipático y grosero. Aude pensaba que todos los libros describían mal la maldad de aquel hombre a quien había sorprendido hacía un rato hablando con dureza a Adrienne que evidentemente le amaba en secreto. No podía soportar ver sufrir así a su pobre amiga por culpa de aquel secretario.

Solal, tras comparar, como a su pesar, un poema de Blake con las primeras líneas del libro de Jacques, pidió a este último que tocara unas melodías de Schumann. Jacques halagado (¡Blake!), se sentó al piano. Solal escuchaba con mirada extasiada. En el límite mismo de la delectación, tomaba al mundo por testigo y suplicaba a su querido amigo que tocase con arrebato, con sentimiento, con inusitadas languideces, que tocase amorosamente, que tocase con pasión extremada, que tocase pensando en la más jónica de las mujeres.

—¡Con toda tu alma, hermano! ¡Hasta asquearte de placer!

Aude, harta del espectáculo, se acercó, apoyó la mejilla en el pelo de su novio y le habló en voz baja. Él dejó de tocar y la siguió al jardín.

De pie ante la ventana de la biblioteca, Solal la miraba acurrucada contra Jacques, conmovido por aquel cariño, pero demasiado respetuoso con la vida interior de su novia como para preguntarle los motivos de su tristeza.

Solal arrojó al fuego las copias de documentos que la secretaría de la Sociedad de Naciones enviaba cada día. Horrenda muchacha que pegaba el cuerpo al cuerpo de aquel hombre. Ya puestos, ¿por qué no se dejaba poseer allí mismo en la hierba? ¡Hija de Baal! ¡Y él, Solal, tan sencillo y puro!

Aude suplicaba a su más querido amigo, a su Jacques de la infancia, pedía a su amigo que se quedase, que no la dejase sola, lo necesitaba tanto. Jacques, ya en el coche, la consoló, se excusó: dentro de una hora, tenían que presentarle a un joven ministro influyente y tan interesante.

—Bueno, pues vete —exclamó ella con ira.

Aude pensó, al pasar ante la biblioteca, que en definitiva la separaba una puerta del hombre y que a toda costa tenían que tener una explicación. ¡Acabar de una vez con aquello, Dios mío! Estaba harta. Seguro que la había seguido por la mañana. Harta de que la persiguiese aquella sonrisa. Le haría entender que tenía que marcharse, que era innoble jugar así con Jacques y con Adrienne. Angustiada y notando que hacía mal, abrió la puerta, embargándole en el umbral la delectación del vértigo y quizá el espantoso jubilo de seguir la senda equivocada destino de toda eternidad.

—Le molesto.

—¿Qué? —peguntó él con odio, desconcierto, distracción y genialidad.

—Le molesto.

—Sí, sí, gracias.

Ambos ignoraban lo que decían y pensaban en la sorpresa de verse desnudos. Se acercó ella a los estantes, hizo un montón de libros que se vinieron abajo.

—¿Ha concluido usted sus investigaciones bibliográficas? —preguntó él gravemente, imprimiendo al cordón de su batín tornasolado un movimiento amenazador de honda.

Aude buscó en vano una frase insolente y se acercó, sin saber lo que iba a decir.

—¿Qué tiene usted contra Adrienne? ¿Qué ocurre, por qué la hace sufrir de ese modo?

—Le ruego que me deje solo.

—Cuando me dé la gana.

—La espera su novio. ¿Se casan pronto? Buen viaje.

—Como puede imaginar, no me quedo aquí por gusto. ¿No se da cuenta de que es usted odioso con ella? No la mira, no le contesta cuando ella le habla. La he sorprendido llorando. ¿Es posible que no se dé cuenta?

—¿Cuenta de qué? —preguntó él falsamente desconcertado.

—Pues —le temblaron levemente los labios— de que ella le quiere.

El loco soltó la misma carcajada que por la mañana y se estiró.

—Ella me quiere, yo la quiero, usted la quiere, todo el mundo se quiere. ¡Cuánto azúcar! Y una vez casados, Jacques le sonreirá a usted hasta afeitándose. Y yo no quiero que me quieran. Mi corazón tu corazón su corazón. Mi góndola tu laúd su echarpe nuestros sentimientos vuestros efluvios sus pasiones. Te quiero me entonteces me hace sufrir es usted odioso. Váyase usted con sus ensueños. No resulta difícil, sí por sus ensueños, comprender qué clase de temperamento tiene. ¡Váyase, váyase, mariquita! Estoy harto de verla. Sueña usted con una existencia heroica y rebelde, y en realidad la niña está encantada de ser la hija de Maussane, y opina que soy descortés y que de dónde salgo etcétera. Váyase a soñar. Usted que es tan altiva, oféndase de una vez en vez de mirarme con esos ojos de hipnotizada. Me imagino que en su diario íntimo escribirá cosas de este estilo: «Los pensamientos se apiñan en torno a mí como el rebaño hacia el pastor cuando derrama la sabrosa sal en la piedra». La conozco. Y sé lo demás. Lo que no puede decirme. Lo que hace por la noche. ¡Póngase colorada de una vez!

Se alejó y regresó, más delgado y tan cautivador violento oscuro amenazador.

—En realidad, es una declaración de amor. Vete. Te amo. ¡Y tú también me amas, por Dios vivo!

Ruido de puerta. Entró Adrienne y se extrañó del silencio. Aude se llevó los libros y salió.

—Os molesto —dijo Adrienne sonriendo.

—Dices lo mismo que ella. Sí, me molestas.

—¿Qué le decías a esa niña?

—Le he dicho a esa niña que se largue con viento fresco.

—¿Y eso la ha halagado a fin de cuentas?

—¿Por qué?

—Se ha creído que le tenías miedo.

—¿Yo?

—No mientas.

—Sí, le tengo miedo.

—Ya no me quieres, ¿verdad que no?

—No, ya no me quiero, no me quiero a nadie. Todo el mundo conspira contra mi paz. ¿Qué os he hecho yo a todas? Ahora vete. ¿A ti también te halaga?

Al quedarse solo, se paseó. De cuando en cuando, una buena carcajada. ¡No quería volver a saber nada de esas malditas!

—Aude Solal. Ni hablar. Además, seguro que se suena. Así que no me subo en su góndola, joven Aude de Frangipane, yo qué sé cómo se llama esa soñadora, esa moqueapañuelos. No me esclavizan a mí esas criaturas de humedad. Por supuesto que Moisés también se sonaba. Pero no se situaba en el plano de la belleza, o sea de la asquerosa carne, y no le humillaban por tanto las mezquindades de la carne. Joder, esa fusión de dos tubos digestivos. Los pechos, esas dos bolsitas siempre blandas y caídas, por mucho que digan vuestros novelistas. Me gustaría saber quién soy, quién seré. Tiene unas caderas admirables. ¿Por qué le habrá concedido el Señor esas caderas de la perdición que fustigan mi corazón y el aire con una llamada desgarradora? ¿No hubiera podido ponerles en vez de eso algún bendito y viejo pergamino sagrado? Sí, Moisés. No tocaba el piano Moisés, no cogía zinnias y cataclinias diciendo: ¡Ved cuán inmaterial soy y cómo mi cuerpo, querida, es la imagen de mi alma! ¡Tenía callos en la nuca y la cintura virtuosamente deformada! Se sonaba sin rubor, pues su vida era el espíritu. —Solal muequeó solemnemente para sí. Tras aquel tartamudeante furor, había tanta alegría y juventud—. Mientras que Apolo se sonaba a pequeños soplidos detrás de una columna, Moisés, hombre de Dios, sacaba su viejo pañuelo a cuadros, inmenso como una tienda, lo sacudía, lo desplegaba al viento del espíritu y, mirando cara a cara al Eterno, se sonaba. Entonces, tronando desde lo alto del Sinaí, sus fuertes expectoraciones amedrentaban a las doce tribus arrodilladas al pie del monte. Yo también tengo miedo. ¿O quizá no tenía pañuelo? ¡El índice derecho, luego el izquierdo y el temor de Dios! Mientras que las chicas ésas te sacan un pañuelito perfumado y con escudo de armas y te sueltan modestos soplidillos, pff pff, como un gatito, poniendo caritas discretas, como si dijeran: «Es un jueguecito, nuestra bonita naricilla hace confidencitas a nuestro cuadrado de linón». ¡En realidad, están echando ahí buen moco bien verde, bien recio y espeso! Producción del amor: azar (podía haber hecho perfectamente sus monerías musicales, distinguidas, apasionadas, poéticas, con cualquier otro); sentido de lo social (admiración consciente —o inconsciente en el cabo de las mujercillas puras— por el hombre que triunfa); biología (un robusto pecho resulta indispensable a esas virgos o vergas del diablo para que amen); y si el amado no es absolutamente imbécil puede tenerlas sobre ascuas mediante la inquietud. Sobreviene entonces el gran amor azul celeste y rojo corazón y violeta infinito.

Se levantó, rompió un Buda de jade.

—Todo inútil. ¡Ah tontería ah corazón ah miseria! Aude amada mía, la más dulce y la más hosca, la más noble y la más esbelta, la viva la torbellino y la soleada, Aude, me gustaría poseer todas las voces del viento para anunciar en todos los bosques: ¡amo y amo a la que amo!

Entretanto ella erraba, calzada con zapatos claveteados, por el bosquecillo ensombrecido. ¿Con qué derecho, con qué derecho había hablado? Y ella escuchando la voz de aquel terrible lúcido con cobarde placer. Feliz de que calara en ella. ¿Cómo había podido adivinar su vida secreta, las frases de su diario? ¡Qué mago! ¿Y cómo se había atrevido a pronunciar aquellas palabras al final? Te amo. ¿Pero y entonces Adrienne? Adrienne le amaba. ¿Y no amaba él también a Adrienne? Quizá. ¿Pero entonces? Te amo.

Se sentó contra un árbol, disfrutando del húmedo frío que penetraba en ella, aspirando el olor de la tierra, de las setas y de las hojas podridas. Sacó la Biblia de la vieja esclavina de su abuelo. Evitando lealmente las hojas del Cantar de los Cantares, abrió al azar para conocer su destino. La respuesta fue aterradora.

Arrojó el libro, contempló las pequeñas vidas herbosas que hormigueaban, se asió a la melena verde y gimió sin darse cuenta. El viejo sauce se mecía con indulgencia y el pájaro que anuncia la lluvia repetía su lamento. Pasó una hora.

Vio a su novio saliendo del coche y cerró los ojos. Jacques le preguntó qué hacía allí.

—Creo que he ido a buscar setas.

—Mi Aude está un poco loca. ¿Por qué crees?

—No lo sé. Te quiero.

Le acarició él la frente y el cabello. Sus dedos se demoraron en la pequeña depresión.

—Es aún una criaturita. Tiene aún la fontanela.

—Déjame tranquila. —Un lapso—. Jacques, estoy melancólica. Aprétame fuerte. O si no, no, vamos a cenar. Han tocado.

(Consomé a la Royale). Adrienne, que instantes antes había sido violentamente tranquilizada en el sofá, estaba suave como la tierra regada. (Conchas de rodaballo Morny). Aude y su novio desenterraron recuerdos de infancia. Tierna mirada de Aude. A falta de otra cosa, Solal se contó la historia de Maïmon. (Costillas de cordero a la Villeroy). Jacques habló de las últimas vacaciones que había pasado en la montaña y del campeonato de esquí en el que ambos habían llegado los primeros ex aequo. A quinientos metros de la meta, ella se había caído y Jacques había ayudado a levantarse a la querida adversaria con las cejas blancas de nieve. Oscuro relampagueo en los ojos de Solal. ¡Aquellas dos gamuzas se conocían hacía tiempo, aquellos hijos del pingüino y de la ballena, dale que te dale con su nieve! (Peras a la Emperatriz).

Solal se levantó, fue a sentarse a la veranda.

—Apague las luces —dijo a Jacques que se preguntó si debía obedecer o negarse.

—Sí, Jacques, apague —rogó Aude.

—No, quédate —dijo Adrienne conteniendo la ira—, iré yo.

Hablaron de la señorita de Gantet.

—Solal, no debe usted hablar mal de ella —dijo Jacques—. A pesar de todo, es una mujer que ha consagrado toda su vida…

—A la caridad —completó Solal con énfasis.

Encendió una lámpara baja y Adrienne pensó: «Quiere que ella le vea. Sabe que la maldad le da elocuencia. Anda, anda, hazte el guapo, que no me engañas». Solal meditaba: «Si toso, estoy perdido ante la Maussane ésa. Toser igual a deficiencia física».

—Le citaré —dijo— unas frases pronunciadas hace un año por la señorita Granier. «Cuando Dora de Gantet tenía siete años, tras vaciar su monedero un día, corrió hacia un pequeño mendigo y lo besó». Hum. —Sonrió de gusto pensando en la carnicería que iba a organizar. ¡Empezaba bien, la joven criminal!—. No, no se ría, Jacques. Así que besó al niño mendigo. Y luego, volvió a casa y probablemente se atiborró de caramelos mientras lloraba de lástima en su cama bien caliente sobre el destino del pobre, del pobre —iba bajando la voz—, del pobre mendiguillo.

—Vamos, vamos —exclamó Jacques no sin cierta irritación.

—No, no vamos. Yo sí voy y veo. Usted no. Un día oí a la señorita de Gantet —continuó tras respirar a fondo— proferir esta pequeña infamia: «El pobre, Ruth, es un amigo. Quiero amarlo más que a mí misma». ¡Pues, por Dios vivo, puesto que lo amas más que a ti misma dale tus joyas, tu casa, tu caballo!

—¿Y qué hará con el caballo? —preguntó Adrienne para darle un giro anodino a la conversación.

—¡Se lo comerá, señora! —contestó muy serio Solal—. Cuando tiene uno hambre —he conocido el hambre—, un bistec de caballo es una eucaristía.

—Sabe usted perfectamente —dijo Jacques que había decidido meterse con brusquedad las manos en los bolsillos, con lo que pretendía adoptar un aire marcial y contrarrestar el aplomo de Solal— que Dora de Gantet es muy generosa. Respeto su idealismo, pero tampoco exageremos.

—No soy idealista. Soy malo. Pero no soporto la máscara de amor. Al amor hay que lanzarse con locura. O, si no, atreverse a decir: «¡Yo primero!». El amor al prójimo quiere poetas que sean capaces de regalar su único abrigo. ¡Generosa lo es la señorita de Gantet! ¿Pero priva su generosidad de uno de sus cojines a la riquísima jovencita? —Por un instante cruzó por su mente la idea de casarse con ella y prosiguió—. La señorita de Gantet se brinda entre otros lujos el de reservar el cinco o el veinte por ciento de sus ingresos a los pobres. —No dijo «diez por ciento» por un oscuro respeto al diezmo instituido por el Antiguo Testamento—. ¡El veinte por ciento! A eso le llamo yo pura canallada. El hombre de caridad debe vender todo cuanto tiene y entregarlo a los pobres. Si da el cien por cien, beso su vestido. Y aún, está por ver, porque puede desprenderse de su dinero por orgullo o por afán egoísta de perfección o por esperanza consciente o inconsciente de recompensas celestes o no. —Cogió un vaso, lo llenó y se embriagó con agua fresca—. Otra cita: «Roguemos por nuestros adversarios». Así se expresa la señorita de Gantet. Veo círculos horrendos. Círculo uno. En realidad, es un modo de vengarse de sus adversarios, de decirles: «Me odias; yo te amo; luego soy superior a ti». Es un pequeño truco. Círculo dos. Pero ¿para qué? Me voy al círculo diez o al doce. Esa mujer admirable tiene un hermano oficial, lo admira. ¡Y él se pasa el tiempo aprendiendo a matar mejor, haciendo que se mate mejor! Pues entonces no ruegues por tus enemigos y limítate a detestar a quien los mata, limítate a no aceptar que los maten, limítate a no admirar a tu hermano. Círculo quince. En realidad, sólo piensa en sí misma, en realidad, la única persona del mundo a quien ama es a sí misma. Y cuando ha rogado por sus enemigos, y cuando ha pensado, pensado, pensado que el pobre es el enviado de Dios, se estrecha la mano y se dice (y si no se dice, se lo piensa, hablo mal, no soy francés), se dice: «Dora de Gantet, ¡es usted admirable!». En verdad, en verdad os digo que habrá más felicidad en el cielo para una brizna del rabo del perro que fue mi amigo en Barcelona que para las cien mil Gantet de este mundo.

—¿Y qué se habría ganado con que Dora de Gantet diera toda su fortuna? —preguntó Jacques.

—Un pobre —contestó Solal—. Puesto que tan admirables son los pobres, hazte como ellos.

—Aspiramos a un ideal difícil. Pero ahí está la realidad.

—Profundamente pensado y harto tranquilizador en lo que respecta a la prosperidad futura de los bancos y los cuarteles.

—¿Qué habría que hacer si atacase el enemigo —preguntó Aude—, no defenderse?

—Quizá sería el momento entonces de rogar por el enemigo.

Se levantó, se excusó, pero tenía que marcharse. Adrienne habló de alguna hermosa dama que debía de estar aguardando palpitante al señor Solal. Aude apretó por debajo de la mesa la mano de su novio que se sumó a la chunga. Solal confesó que iba sencillamente al circo.

—¿Y no le ha pasado a usted por la cabeza invitarnos a participar en sus distracciones? —preguntó la señora de Valdonne comiéndoselo con los ojos.

—Pues claro que les invito. —¡Maldita esa otra con sus esquíes!

Se detestaba por mostrarse tímido de pronto ante aquella gente que estaba habituada a hablar en la mesa, ante flores. (Hacía tiempo que había muerto el Valdonne. ¿Lo habrían enterrado con su bicornio?). Adrienne preguntó a su hermano si los acompañaba. Aude se negó.

Pero cuando se hubieron marchado los dos, la invadió una tristeza mortal. Tras un agitado ir y venir por el salón, declaró que le apetecía salir. En diez minutos, el automóvil los dejó en el circo. Se acomodaron en el palco donde estaban Adrienne y su amante.

Solal admiraba con toda su alma a los ágiles hombres que se arrojaban del trapecio, desafiaban la atracción de la tierra, inmóviles por un instante en el aire vacío, y regresaban. Concluido el número de los acróbatas, el «tigre salvaje sin domar» penetró en la jaula.

Un minuto después, el domador yacía en el suelo, con el pecho ensangrentado. Los ayudantes, que no se atrevían a entrar, dispararon varios pistoletazos. Tumulto. Aude cerró los ojos y apretó la mano de Jacques. Pero un latigazo que resonó en medio del extraño silencio le hizo alzar la cabeza.

Solal había penetrado en la jaula y hostigaba al tigre que retrocedía rugiendo. (Aude soltó la mano de su novio). Se llevaron al domador herido. Pero Solal, que no pensaba renunciar a pasárselo bien, dio dos golpes en el tronco y el animal obedeció y saltó. Los espectadores aplaudían al desconocido que actuaba con discretos ademanes de domador. Hombre y tigre poseían la misma joven elegancia.

De repente la fiera saltó, retrocedió, adelantó la pata y la larga mano de Solal se tiñó de sangre. Dionisos maravilloso vestido de frac, azotó con todas sus fuerzas, relampagueantes los ojos de ira, al animal que protestó, obedeció por fin, se sentó y bostezó con remoto desprecio. Solal le volvió la espalda y se fue con tranquilidad quizá teatral. Delirio de la multitud hembra. ¡Viva la victoria! Adrienne, palidísima, rasgó su echarpe y vendó la mano de su loco, de su hijo del alma que miraba a Aude de Maussane con cándida sonrisa.

—Jacques, no le acompaño al hotel —dijo Aude precipitadamente—. Tenemos que curar al señor Solal. Hasta mañana, Jacques.

Se sentó al volante y el automóvil blanco salió disparado, rozó a unos guardias, derribó una bicicleta y alcanzó los ciento diez por hora por la pendiente de Cologny.

Aude, desplegando sus conocimientos de enfermera-visitadora, trajo antisépticos, apartó a Adrienne, ejecutó complicados vendajes. Solal se aburría y echaba de menos la compañía del tigre, tan discreto a fin de cuentas. Por fin, Adrienne dijo a su amiga que se había hecho tarde.

Ya en su cuarto, la muchacha realizó heroicos movimientos ante el espejo y azotó a unas fieras. Acto seguido, se acostó. Sonriendo al rayo de luna, paseó el índice por una flor del empapelado y dibujó el nombre del domador. Sólo por probar, por darse más cuenta, por curiosidad. Reparó en que había perdido su anillo de prometida. Un fastidio. Qué se le iba a hacer. Dejó vagar la mano por el pecho endurecido, apoyó, cerró los ojos, aspiró aire. Un dios, surgido del mar, luchaba con los animales de la jungla y con una virgen.

A la mañana siguiente, sin darse tiempo siquiera a dejar las maletas, el señor de Maussane fue a llamar a la puerta del pabellón, extrañándose para sí de lo mucho que le urgía dar la buena noticia a Solal. Las diez y el secretario aún dormía; desde hacía algún tiempo aquel muchacho daba muestras de lujuriante pereza. Y aquel dolor de muelas, bastante poco creíble, para no acompañar a su jefe a París.

Embotado por el sueño, Solal abrió la puerta, se cruzó el batín rojo, sonrió beatífico al señor de Maussane a quien rogó que tomase asiento. Atusándose un mechón que le caía sobre la nariz y ocultando la mano derecha tras la espalda para no tener que explicar los juegos circenses, interrogó sentimentalmente al padre de la amada.

Tras lanzar una severa mirada al batín entreabierto y a los pies descalzos, el senador inició un bien construido relato cuyas consonantes paladeó y del que resultaba que, a raíz de un inesperado escándalo que había requerido la inmediata convocatoria del Parlamento, Maussane iba a recibir el encargo en breve de formar un ministerio de unión nacional. Solal felicitó a su jefe con voz melodiosa e indiferente.

—Por cierto —dijo el señor de Maussane—, su naturalización. —Solal alzó las cejas con interés fingido, destinado a disfrazar la atención real—. Solucionado. Tenga.

Solal cogió el documento con la mano sana, buscó un bolsillo que no encontró, introdujo en el interior del batín el papel que voló y aterrizó bajo un sillón. Se miró atentamente en el espejo para ver qué aspecto ofrecía un galo.

—Pero ahora tendré que hablar francés y utilizar sus diabólicas complicaciones: «Tanto más cuanto que me imaginaba que estaba nada menos que enamorada de mí». Su pelo es como pelo rubio, dorado por el sol.

—¿De qué habla usted?

—Estoy hablando del pelo de mi novia.

El señor de Maussane se encogió de hombros y salió. Solal se arrancó las vendas que le envolvían la mano. Los labios de la herida estaban milagrosamente cerrados. Se vistió con esmero y se encaminó hacia el jardín.

Pasó ella, examinó la mano lacerada y sonrió. Él sonrió a su vez. Descendía un aura de los árboles, la tibieza se derramaba sobre los matorrales y corría una liviana brisa. Solal se tumbó en la hierba, con un haz de soles en el pecho. Se acordó del hombre a quien pidiera prestado dinero y se levantó de un salto.

—¡Marquet!

Sacó la cartera, la abrió. Alabado sea Dios, tenía veintitrés billetes. Pidió un taxi, ordenó al taxista que le dejase en la ciudad, entró en una tienda de artículos de cuero, eligió una bonita cartera e introdujo quince billetes. Entregó al recadero Einstein el paquete y las flores.

—Llévale esto a Marquet. Buscas las señas en el talmud de los teléfonos. Y aquí tienes mil francos para ti. Ve con Dios. Date prisa porque quiero que Marquet se lleve una alegría hoy.

Aude se gustó con aquel vestido planteado e hizo una reverencia a su imagen. Presa de súbito júbilo, recobró el aliento, gritó casi con miedo: «¡Adi!», y corrió hacia el cuarto de su amiga. Él estaba allí. ¿Qué hacía siempre metido en el cuarto de aquella mujer?

—Ya ves, Aude, este señor es incapaz de hacerse el nudo de la corbata, a este señor lo persiguen los camiseros, este señor amenaza con no acudir a la fiesta de tu padre. Maldice a la gente de la Esedeene que asistirá y jura odio eterno a la sociedad.

Solal deshizo el nudo blanco.

—¿Quiere usted que lo intente? —preguntó alegremente la enemiga de semanas pasadas.

—Anda, sí, inténtalo, a ver si te sale mejor que a mí —exclamó Adrienne con locuaz animación.

Solal alzó la barbilla para que no lo rozaran los espléndidos dedos de Aude trabajando para él. Cuando concluyó, examinó el flamante nudo.

—Está bien. Muchas gracias.

Aude se puso colorada de gusto. Para hacerse útil, retocó el vestido de Adrienne, lo alisó e hizo a la tela los inútiles arreglos y los graves ajustes que se supone que salvan del desastre el vestido de la amiga, quien así se convence de la abnegación de la leal toqueteadora.

Una vez hecho el nudo de la corbata, Solal ya no necesitaba de las madres. Regresó a su habitación y aguardó ante la ventana.

Ahí estaba colgada del brazo del novio. Embargado por tristes pensamientos, cargó dos pistolas epirotas pero la adúltera había desaparecido. Con las armas en una mano y el acta de naturalización en la otra, Solal se sintió solo. Tosió y desvió su ira contra un catarro que se inventó; Vercingetórix le traía mala suerte, en definitiva. Se tomó con horror varias copas de coñac que lo dejaron ronco.

A las nueve y media recordó que tenía que acudir a la reunión organizada por Maussane, quien tenía interés en presentarlo a varios delegados en la Asamblea.

—Malísimo estoy. Además, los franceses hablan todos con la nariz —confió al criado que le abrió la puerta.

Aude examinó la pechera blanca incrustada en el pecho liso y el busto triangular del joven señor que acababa de entrar y que fue presentado por el señor de Maussane a lord Rawdon. Solal escuchó vagamente al joven sensible a la belleza masculina y cuyas mejillas se teñían de rosa; acto seguido, se alejó preguntándose si un catarro nasal podría degenerar en meningitis.

De pronto, oyó en un salón contiguo la risa de la infiel. ¡Oh, si estaba bailando con Rawdon y sonriéndole amorosamente! ¡Qué perdida y qué hija de Tiro! Creyó atisbar un innoble destello de placer en la mirada de Rawdon. Se acercó al sátiro y le dijo que tenía que plantearle un asunto confidencial. El joven inglés asintió y dijo que enseguida estaría con él.

Solal, satisfecho del mal cariz que iban a tomar los acontecimientos, sonrió fraternalmente al maharajá ceniciento enturbantado de oro y desdén, empujó al encargado de negocios de una potencia irrisoria que andaba prodigando amabilidades por debajo de la par pero se consolaba pensando que al fin y al cabo en su país era un personaje importante y se inclinaba ante un consejero inglés que ensayaba con aquella vil materia un saludo imitado del conde de Foix quien decía amabilidades a una japonesa cuyo rostro había recibido un puñetazo maquillado bajo los ojos y que dirigía una húmeda sonrisa en primer término a la embajadora china con cara de edema diademado por un tupé de cantante sentimental, en segundo término a la delegación japonesa, colegio de niños calvos oficiales de la Legión de Honor que sonreían púdicamente contemplando sus zapatitos de charol, y en tercer término al ministro de España que no la reconoció y se inclinó con sincera sonrisa, que por el hábito profesional resultaba forzada, ante Adrienne que graduaba sus sonrisas con ciencia envidiada por Aude, otra criatura de representación que será su mujer dentro de tres meses, ¡lo jura! ¡Y no volverá a bailar ni a reír!

Solal tomó del brazo a Rawdon. Jardín. Siempre aquel jardín. ¡Ah que me traigan un desierto! Del catarro ni rastro. Lástima. Matar a Rawdon era fácil, ¿pero cómo entrar en materia?

—Bien. ¿No es Moisés el más grande de los hombres? Ah, ¿no lo cree usted? ¿Y cuando marcha a buscar una sepultura al desierto para que los sucios tipejos que estaban con él no lo divinizasen? ¿Y el asesinato del joven Rawdon egipcio? ¡Me ha ofendido usted gravemente!

Lord Rawdon le aconsejó descanso. Solal lo empujó hacia el pabellón, abrió la puerta, alargó una pistola. Rawdon apretó sin querer el gatillo. Detonación.

Solal, herido, confiesa que ama a esa muchacha y que ella lo tortura. Ayer con Jacques, esta noche con el egipcio. ¿Y qué hace él en aquella casa de esclavitud? Rawdon, a quien la imprevista confesión y el duelo absurdo y poético entusiasman, tranquiliza a Solal: la señorita de Maussane no ha dejado de hablarle de Solal encantador de tigres. Parece enamorada de él y no ha dejado de mirarlo. Solal, loco de agradecimiento y de júbilo, besa al joven en la boca. Ah sí, le sangra el brazo. No tiene la menor importancia. Mañana se mirará. Aquellas pistolas son de Rawdon. Que las conserve de recuerdo el queridísimo Rawdon. ¡No ha parado de mirarle, la más extraordinaria Aude del mundo! ¡Oh, amada mía, cómo te amo y cómo me amas!

La velada tocaba a su fin. Solal ensangrentado evolucionó con suavidad entre los encerados diplomáticos. Maussane se regocijaba de verlo tan íntimo ya con el sobrino de Sir George y pensaba que esos judíos realmente sabían abrirse paso.

El hábil israelita hablaba de Beatriz y de Laura al ministro búlgaro quien, terminando de despacharse un sandwich con importancia, le habló de un apetitoso préstamo de veinticinco millones bien garantizado que Francia podría tener a bien consentirle. Estaba en antecedentes de la estima que Maussane, todopoderoso del mañana, profesaba a Solal. Solal pujó más alto. ¿Por qué no cincuenta? Teniendo en cuenta que la amada no había despegado los ojos de él, ¿a qué fin amargar la vida a Bulgaria?

La orquesta estaba cansada y una pasión primitiva confería patetismo a los rostros de las últimas parejas que no tardaron en marchar. Solal ayudó a Jacques a ponerse su gran abrigo suave, salió con él a la carretera oscura, lo agobió colmándolo de protestas sinceras: lo quería mucho; tenía sed de sacrificio; quería por encima de todo la felicidad de Jacques de quien afirmó que era dulce y bueno y noble como un camello de grandes alas blancas. Estaba a punto de llorar de emoción, Jacques tenía sueño y prestaba escasa atención a aquellas palabras de después del champán.

Al regresar Solal, encontró a Aude junto al sauce y se acercó a ella. Caminaron bastante rato así, juntos, sin hablar, con un maravilloso terror atenazándoles el corazón. Un pájaro carpintero auscultaba.

Bajos los ojos, Aude tomó la mano de Solal. Noble calor. Qué terciopelo en la sangre. Marcha silenciosa. Oh la complicidad de los comienzos. Oh tibieza del amor. Oh blancas bayas de seda en todos los matorrales. Oh tú a quien amo. Oh tú la primera y última. Oh milagrosamente aparecida. En el fondo oscuro del cielo, dioses artificiales perseguían a luminosas deidades.

Morir de inmediato si era incapaz de sincerarse con su amada. Refirió los cinco años de viajes, las secretas aventuras, las sombras y las humillaciones jamás confesadas. Él era Solal, llegaba y los amaba a todos ellos. Respuesta: ¡Judío asqueroso! Sus manos estaban cargadas de rosas y se las tendía. Respuesta: ¡Judío asqueroso! Las salas de espera y los gendarmes en la noche y el pasaporte examinado con recelo. La raza ésa a mí me hace temblar, decía la tendera. Y aún él salía bien librado pues tenía la risa y los dientes. Pero los dolores eran infinitos. En aquel momento, un viejo se calentaba en la sala de espera de la estación y pensaba que mañana todo iría mejor, y un poco de paciencia. Y aquel pobre viejo veía a Adrienne y a todos los Maussane poniendo sus útiles de aseo delante de la litera del coche cama. Y el viejo levantaba uno y otro pie para calentarse y pensaba que había sido niño y que todo es suerte en la vida, muchacho. Y los demás viejos. Los que se mueren solos. Los que querrían trabajar y dicen: «Bien fuerte que estoy aún». Los que no saben adónde ir. Y todos los humillados y los que buscan trabajo y sonríen y dicen: «Muchas gracias, sí, ya volveré». Y todos cuantos brindan su corazón encantado y tropiezan con la fría estupidez reprobadora.

Se detuvieron ante la puerta del chalé. Había luz en el cuarto de Adrienne. Sintió él vergüenza y se echó a reír. Mañana quizá Adrienne, pero hoy aún Aude y Solal. Aquel ruiseñor les cantaba un jubiloso soneto. Y al fin y al cabo, quién les mandaba a los infelices ser infelices.

Ella lo miró con gravedad de muchacha y se inclinó de improviso a la rusa, se llevó a los labios la mano de su queridísimo señor y desapareció.

Solal hizo una mueca de fastidio. En definitiva y como conclusión a tan magníficos discursos, era un maldito. Ayudaba al novio a ponerse el abrigo y la novia le besaba la mano. Más valía irse a dormir. Durante el sueño se arreglarían por sí solas las complicaciones.

Se tumbó vestido en la cama. Aude la más hermosa le había hecho aquel nudo de corbata. Jamás se atrevería a deshacerlo. Cogió las tijeras y cortó la tela dejando intacto el nudo sagrado. Qué se le iba a hacer, había hecho todo lo posible para que no le amara. Era el destino de ambos. Se miró en el espejo para ver qué aspecto tenía un hombre amado. Sus pestañas eran admirablemente negras.

—Tienes buen gusto. Hablo para disimular mi gravedad. Oh amada Aude de Maussane. Aude. Soy Solal. Sí, soy Solal.

Besó la mano besada por Aude. Se desnudó. Una falena chocó con la lámpara y con el cuerpo desnudo de Solal.

—Blando asqueroso, no te mato esta noche. Agradéceselo a mi novia. En su honor te indulto. Ve con Aude, viajero estúpido, y dile de mi parte. Pero no has de saberlo. Díselo igualmente, cariñito mío.

Le brillaban las lágrimas. Sí, amaba. Caminó sin parar por el jardín, y llegó el alba. Y se sentía muy guapo y muy noble y la amaba y tenía al mundo a sus rodillas y reía como el más loco de los hijos del hombre. Arrancó una rosa, la mordió y bailó mientras las sociedades dormían.

En el bosque de robles, los trocitos de creación despertaban para vivir y se afanaban irresponsables. Un arrendajo pleiteaba solicitando inocencia; un gorgojo de prehistórica trompa mostraba inquietudes; una mosca dorada trazaba figuras geométricas; unas hormigas se palpaban, intercambiaban consignas y regresaban a su activa soledad, ante la petrificada mirada de una araña surgida de una mata de brezo rosa; una libélula era una miradita de Dios.

Desnudo, Solal soleado mantuvo largo rato la mano alzada para capturar una lagartija que vivía su vida bajo la sombrilla laminada de una seta. Y Dios se regocijaba de su criatura.

Una hora después, Maussane conferenciaba con su secretario. La súbita simpatía del joven lord por Solal lo había movido a encomendar a este último una misión oficiosa cerca del tío de Rawdon. Se trataba de estudiar si Inglaterra consentiría en la supresión del Condominio franco-británico de las Nuevas Hébridas y, mediante ciertas compensaciones, en reconocer la plena soberanía de la República sobre dicho territorio.

—Por supuesto, resultaría más indicado encomendar este asunto a nuestro representante en Londres. Pero quiero brindarle la oportunidad de que haga sus primeras armas y poder proponerle para la Legión de Honor. —Sin abrazos, le quiero mucho muchacho—. No comience a actuar allá hasta que sepa la constitución del gabinete. De mi gabinete. Dentro de dos días, me imagino. Si triunfa, explotaremos ese pequeño éxito. Viajará usted con Rawdon. Tiene una hora.

Solal hizo el equipaje prometiéndose que no se conformaría con las instrucciones de Maussane. Haría y lograría más. No sabía muy bien el qué. En cualquier caso, ofrendaría un presente de feliz ingreso a su nuevo país. Noble Francia enflaquecida, tan bonita, inteligente e ingenua y tan Aude. A su regreso, cargado de honores, se casaría con Aude. Disraeli. Pobre Francia llena de deudas. Y aquellos americanos reclamando lo que se les debía. Mientras Ella zurcía sus medias de seda, ellos comiendo jamones y galletas con pasas y verduras tempranas.

El chófer aguardaba. El coche cruzó la verja.

—¡A la estación, chófer, oh leal amigo! ¡Es hora de hacer temblar los cristales! ¡Aude, regresaré a ti victorioso y seré tu novio! ¡Y déjalos que se rían de mí, que yo me sonrío de ellos!