X

Solal dejó de dictar el discurso de su jefe. Sin segundas intenciones, propinó unos golpecitos en la nuca a la taquígrafa que engulló la hostia.

Se paseó, olvidó su trabajo y rememoró la época en que, solo en el cuarto del hotel ginebrino, compulsaba febrilmente los documentos que le había mandado Maussane. Se vio, rascándose la barba de diez días y devorando las obras sobre finanzas (¡valiente ingenuo!), hojeando las colecciones de los grandes periódicos de opinión, examinando actas de los consejos de administración a que pertenecía el senador, caligrafiando resúmenes, prendiendo en las paredes fichas y diagramas, estudiando bajo la dirección de un viejo contable, recluido durante diez días en un cuarto y magníficamente retribuido. Luego, el duro trabajo en París. Seis meses habían transcurrido ya.

Cierto que tenía ahora en sus manos la fortuna y los éxitos de Maussane. ¿Y para qué? (A Dios gracias, Adrienne llevaba un mes sin aparecer. Bendita estrategia de las celosas). Ahora tenía dinero. Sus funciones propiciaban las buenas jugadas de bolsa y tenía trescientos mil francos en el banco. Tan inútil todo eso. ¡Ah, que llegase mañana con su hermosa aventura! Aquella muchacha frente a su máquina de escribir. Se sonaba y se empolvaba cada dos por tres la sexualilla. Él era casto. En las clases de moral en la escuela, deberían colgar pantalones de mujer en la pizarra.

Se sentó. Se le cerraron de repente los ojos. La taquígrafa adoró el rostro severo del durmiente en el que no se movía un músculo. Despertó, sonrió distraído y despidió a la joven cortésmente.

Sí, había sabido trabajar y en seis meses Maussane había crecido en influencia y en dinero. Vanidad de vanidades. Evidentemente el senador era amable, francés, simpático, generoso, egoísta, ingenuo en definitiva, y quería sinceramente a quienes le resultaban útiles. La vida no era desagradable. Los periodistas, los bancos y todo el inútil bullir de la gente que morirá mañana. Todos aquellos franceses le tenían aprecio. Se les invitaba, venían a comer y a charlar. Amables, discretos. Se les veía cuando uno quería. Las cenas; el club donde Maussane se alborozaba viéndolo perder con impasibilidad; en la Comédie-Française el palco de la amante de Maussane; el dancing donde bebía agua canturreando una melopea del tío Saltiel. ¿Por qué no había escrito a los de Cefalonia? Su padre. Bueno, pues sí, su padre era un viejo con barba, no era el Eterno.

Entró el señor de Maussane y con él un olor a cuero, puro y agua de Lubin. Miró con afecto a aquel muchacho espigado, silencioso, activo, respetuoso ante los extraños y cuyos juiciosos consejos seguía.

—¿Qué, está ya ese gran discurso? Esta vez le he dado a usted una documentación de primera.

—No.

—¡Ah! Bueno, lo necesito para las dos. Esta vez daremos el golpe de gracia.

—No conviene. No es el momento. Si quiere, le explicaré por qué. El discurso que he preparado no es el que se espera usted.

—Es suficiente —dijo el señor de Maussane disimulando su sujeción con un fuerte carraspeo.

—Entonces estamos de acuerdo.

—Óigame muchacho, ¿se da cuenta de que se está usted pasando un poco de la raya?

—No sé, me aburro hoy. Tenía algo que decirle. Ah sí, te quiero mucho.

Se acercó, abrió los brazos. Maussane, que no se esperaba el abrazo de loco, retrocedió, declaró que todo tenía un límite y salió. A la una, mandó al criado a por el discurso mecanografiado.

A las seis, fue a ver a Solal. Tras anunciarle fríamente que su intervención había sido favorablemente comentada, anunció su decisión de ir a pasar unas semanas a Ginebra con objeto de asistir a las sesiones de la Asamblea de la Sociedad de Naciones y supervisar la actividad de la delegación francesa.

—Le tocará a usted su parte de los sermones de la señora Sarles. No quiero dejarle solo en París y enterarme por los periódicos de que un energúmeno ha ido a besar a la turca al presidente de la República.

En realidad, Maussane no podía prescindir de aquel muchacho a quien profesaba cariño. Salieron aquella misma noche.

Ginebra. Lago estilográfico. En el andén, el comisionista Einstein discutía con su amigo Samuel Spinoza, el pequeño cambista y vendedor de pistachos.

Cordial acogida de los ancianos Sarles. Mirada de Adrienne a las ojeras de los ojos infieles. Sonrisa y enérgico apretón de manos de la señorita de Maussane.

Aude, que tiempo atrás había rogado a su padre que no contratase al desconocido, había mudado de parecer sobre este último. Adrienne le había repetido que el tenebroso personaje era en realidad un jovencito lleno de candidez y Jacques de Nons, que había visto varias veces a Solal en París, recibía cartas de éste cuyo tono confiado, vital poesía, coherentes locuras, profunda y fragante nostalgia resultaban simpáticas. Se sentía conmovida cuando Jacques se detenía en algún pasaje destacado y se la quedaba mirando no sin cierto orgullo. En definitiva, que aquel misterioso Solal poseía un alma y una mirada fresca.

Pero no tardó en desmoralizar la buena voluntad de Aude. Se mantenía distante, la miraba apenas y le contestaba con cortesía excesiva y desagradable. La señorita de Maussane, que no era paciente y encajaba mal que se la tratase con indiferencia, quedó convencida al primer día de que su primera impresión había sido la correcta. El tipo era bastante extraño. Adrienne, la tonta ésa, que no le quitaba los ojos de encima, seguro que estaba enamorada. Decían que había combatido valerosamente en la guerra, y que en París había salvado a gente en un incendio. Sin duda Padre había exagerado. Historias de folletín. Y aunque fuese cierto, ¿qué tenía de extraordinario?

Lo que más la irritaba era ver a Jacques encandilado con él. Aquella amistad súbita y exagerada resultaba bastante penosa. Desde que había llegado Solal, Jacques le hacía menos caso a ella. E imposible convencerlo y sustraerlo de aquella influencia. Se negaba a escuchar, decía que ella llevaba los celos demasiado lejos. Influencia realmente perniciosa puesto que el brillante oficial llegaba ya al extremo de exponer teorías antimilitaristas.

Se esforzó en hacer inaguantable la estancia de Solal en las Primaveras, buscó ocasiones de ofenderlo. Se dirigía a él con la voz una pizca ronca e imperiosa que empleaba con los inferiores. Bueno, ¿y acaso no era el criado de su padre aquel secretario que cruzaba sus largas piernas ante el hogar? Pero el otro miraba en silencio los pies, las manos, la frente de la señorita de Maussane, se alborotaba el pelo y bostezaba bondadosamente.

Un día, el sexto después de llegar Solal, entró ella en el salón donde conversaban ambos. Para sonreír a Jacques, sus labios, como retenidos y abiertos con esfuerzo, mostraron los dientes ingenuamente. Se sentó, cogió un libro. De cuando en cuando, volvía varias páginas a la vez. Naturalmente, el exótico se afilaba las garras y colmaba a su amigo de un cariño exagerado, dominador, insultante. Y Jacques, in albis. El aventurero le aconsejaba con una vehemencia cuya sinceridad resultaba convincente, que renunciase a la profesión militar. (¿Por qué? Ni él mismo lo sabía, sin duda. Placer gratuito de jugador. Deseo de mover de sitio los peones). Luego habló de «Lamiel» y afirmó estar enamorado de las heroínas de Stendhal. (Aude volvió diez páginas). A continuación, describió las «Cortesanas» de Carpaccio, su espalda indolente, su ociosidad de sucias diosas y, en torno a ellas, los equívocos animales, compañeros y pensamientos.

Se levantó y salió. Era bastante inteligente, pero qué insolencia hablar de mujeres de mala vida delante de ella. Pésimamente educado. ¿De dónde salía aquel hombre? Telefoneó a su librero, encargó el libro de Stendhal y todas las reproducciones de Carpaccio. Para combatir al intruso, era menester conocerlo.

Llovía. Se puso la esclavina de su abuelo y se paseó por el jardín. Se detuvo ante el gran nogal, disfrutó aplastando las cáscaras blandas y notando la nuez dura. Al cabo de diez minutos, regresó, olvidó quitarse las botas (había montado a caballo desde las siete hasta las nueve) y se acercó a calentarse ante la chimenea. Solal sorprendió la atenta mirada que clavaba Jacques en las botas cuya marcial brusquedad contrastaba con la suavidad de la seda revelada.

Con un gesto púdico y celoso bajó los ojos, sopesó el libro que el oficial, que era también hombre de letras, acababa de regalarle y lo recorrió en siete minutos. Era una novela de ciento ochenta páginas aireadas, titulada «Amistades» y dedicada al príncipe de Tour y Taxis. Imágenes selectas. Nombres masculinos y femeninos bullían, se reunían, se alejaban, peces reventados. Un libro enjundioso, equilibrado, armonioso, decantado, sobrio. (Todos los adjetivos preferidos de los impotentes cristalinos que no han sido bendecidos por el oscuro Señor resplandeciente de vida, adoradores de la plomada, hábiles en encorsetar su debilidad y maquillar su anemia). Jacques explicó que había querido escribir una obra arbitraria y gratuita, que estaba cansado de los personajes demasiado sanguíneos. «Un desafío en definitiva a la psicología». El marido se llamaba Marie y la mujer, Claude. Solal pensó en Sancho, en el general Ivolguin y en los Esforzados. Cerró las mandíbulas y el libro.

—Ya he leído. Su libro es extra —una pausa insolente— ordinario. Tiene que escribir otro esta noche. Jacques, le quiero muchísimo y desconfíe usted de mí —dijo involuntariamente con tono muy grave y muy suave—. Tengo nostalgias, sed de cosas. Me gusta sorber las almas con un huevo fresco. Tengo hambre de todo. Tengo tres mil trenes contradictorios que corren por seis mil raíles y de mi corazón van a mi mente. Le canso, Jacques. Dígame que me calle. Actúe autoritariamente. Podría hablar durante treinta y tres horas. (Su exageración le encandilaba). Durante tres vidas. Hermano, te quiero muchísimo.

Pero de inmediato se echó a reír, bromeó sobre sus momentos de locura, logró serenar el ambiente y tranquilizar a su amigo que, poco después, abrió su pitillera de platino y se la alargó. Tanteando con los dedos, Solal cogió un cigarrillo sin mirarlo, con un imperceptible y voluptuoso estremecimiento de la mano, entornados los ojos, inclinada la cabeza, nerviosos los labios y como transidos. Aquel cigarrillo, cogido al azar, era para él como una mujer nueva, tantísimo más cómoda que las auténticas.

Eran las tres. Jacques tenía que acudir a la Asamblea de la Sociedad de Naciones para reunirse con amigos alemanes, austríacos e ingleses e intercambiar puntos de vista oxfornianos. Preguntó a Aude y a Solal si querían salir con él. El secretario arqueó las onduladas cejas, meneó la cabeza y sonrió. Aude, que daba una clase gratuita de gimnasia rítmica a los niños del pueblo, dijo que tenía que prepararla. Solal le preguntó cortésmente si sabía hacer el espagat.

Jacques marchó, con una imperceptible vacilación. Llevaba observando desde hacía unos días que en presencia de Aude, Solal (extraño: Aude Solal) no se comportaba con la amistad y delicadeza habituales. Lástima. Sus modales empezaban a resultar desagradables.

Los dos enemigos frente a frente. Al fin y al cabo, ella estaba en su casa. Le correspondía a él marcharse. Lo desafiaba a que la obligara a irse. Él miraba aquellos ojos dorados, aquellas mejillas mates y tersas, aquella nariz a la antigua y aquella amplia dureza de la frente prominente, segura de su destino, ovalada y compacta como un casco atajado por las cejas estelares.

Aude se levantó a cambiar de sitio un cofrecillo. Su cuerpo adolescente poseía el entrañable desgaire de la vida. La delicadeza de las manos. Los hombros estilizados. Y las caderas sultanescas. (¡Oh Señor de la sangre y de la carne viva grávida viva!). Aquellas ancas de espléndida materialidad. Cayó al suelo el cofrecillo. Aude lo recogió con estudiada flema. Solal se levantó. Ella se volvió.

—Es usted guapísima —dijo con tono bastante desdeñoso.

Y salió. Aude permaneció pensativa hasta que la campana de la cena la hizo salir corriendo hacia el comedor. Estaba muerta de hambre y, gracias a Dios, aquel hombre no se había presentado a la mesa.

Después de cenar, había dejado de llover y salió con Adrienne. Acariciados los cabellos por el viento fresco, pasearon por la carretera otoñal en la que un grupo de paseantes entonaban un cántico en honor del Jura azul, del Salève postreramente rosa y del lago ceniciento, con sus orillas erizadas de parpadeos. Aude tomó del brazo a Adrienne. Un puñado de cuervos de mirada antisemita graznaron que la patria se hallaba en peligro y huyeron.

—¿Le quieres, verdad Adrienne?

—Qué va. Tengo treinta y un años, pequeña. —La otra pensó: no, treinta y dos—. Pero tú te fijas demasiado en él —dijo Adrienne abrazando a Aude que se echó a reír.

—¿Yo? Me hace gracia. Me gusta verlo poner esa nariz orgullosa. Hasta es curioso ese tipo de orgullo que tiene. Oculta un continuo estar a la defensiva, un temor a que le humillen. Y resulta irritante con su cara de no sé qué. ¿Sabes una cosa? ¡Me gustaría tirarle del pelo y que grite ese hombre, que grite como un mortal!

Se hartó de repente de estar con aquella mujer triste, la dejó bruscamente, echó a andar a zancadas. Cuando llegó ante las Primaveras, subió apresuradamente la escalera, corrió hacia el cuarto de baño. Abrió los grifos y se duchó, fruncidos los labios. Le urgía estar en la cama, la amiga de las preciosas historias, y contarle sus desdichas. Mientras se secaba el cuerpo con frenesí, repetía adoptando distintos tonos, en el tumulto de la ducha que no paraba de correr:

—Es usted guapísima.

Cerró los grifos y habló en voz baja.

—Es malo. —Apagó la luz y se acostó—. A fin de cuentas, es lo que se llama un judío —dijo con desprecio. (Se acarició lentamente con la mano los pechos que asomaban).