IX

Al oír voces, Solal se detuvo ante los postigos entornados.

—Ruth, ¿quieres rezar conmigo? —preguntaba la señora Sarles.

—Con mucho gusto, da.

Tras un silencio, la buena señora declaró al Señor que era un gran privilegio para ella conversar con Él. Le pidió que velara especialmente por Adrienne e hizo votos para que la visita del joven a quien la querida Adi, como de seguro sabía el Señor, había conocido en Grecia no fuese un escollo. Esos orientales. En fin, ya veremos. La señora Sarles afirmó que aguardaba con confianza los resultados de la inagotable bondad de su interlocutor silencioso. (Una pausa). Pensó que Dios Mismo acababa de colmar el déficit de varias obras de beneficencia y que siempre había mostrado benevolencia especial, y justificada con la honorable familia Sarles. Le rogó acto seguido que hiciese regresar al redil a Moquai Sepopo, la gran jefa de los Mabundas, que había tornado a caer en sus errores.

—Hace ya dos años —precisó— que venía perseverando, ¡y en pocos días lo ha arrastrado todo el espíritu del paganismo! ¡A los ochenta y tres años, se ha echado un segundo marido y vuelve a beber zumo fermentado de palma! Confío en que mi paquete de enaguas con viñetas edificantes contribuya a la salvación de su alma.

Por otra parte, la señora Sarles imploró a aquel Dios paciente que bendijese la semana de renuncia y consagración durante la que se privaba de postre por los hindúes que pasaban hambre. ¡Claro que el sacrificio no era muy grande y no rebasaba sus pequeñas fuerzas! ¡Pero con Su ayuda se superaría, oh claro que se superaría cada vez más! La anciana habló a continuación de caminos intrincados, nubes en el horizonte, faros, olas desatadas y salvavidas y recomendó a la bondad del Todopoderoso a la Asociación Por el Solaz Espiritualista de los Jóvenes Criados.

—Hay muchas más peticiones en nuestro corazón —prosiguió—. Por el instante, planteamos nuestras dificultades interiores ante Ti con auténtica confianza y esperamos que quites las vendas de los ojos de los comunistas que son tristísimos sujetos. En fin, tengo plena confianza.

Tras pedir que la cocinera se consagrase a Dios aun en las pequeñas cosas, la señora Sarles concluyó formulando el deseo de que todas sus grandes preocupaciones contribuyesen a la salvación de su alma.

Tras un silencio destinado a establecer una transición entre el más allá y este mundo, la señora Granier se retiró. Al quedarse sola, la señora Sarles consultó un resumen prontuario de oración metódica editado por los Hermanos Moravos, meneó la cabeza ante las columnas de las peticiones y sonrió infantilmente al comprobar que estaba bastante llena la columna contigua en la que aparecía anotada la fecha de los cumplimientos. Frunció los labios, cerró los ojos y, haciendo una reverencia con su cabecita colorada, dijo «amén». (En definitiva, es simpática).

Al poco, se levantó, metió en una caja los gemelos que tenía intención de regalar a su marido en ocasión del cuarenta y nueve aniversario de su primera charla sentimental. ¡Como que a ella no se le había olvidado! Mientras que él. En fin.

Acto seguido, se dirigió al office donde, tras preguntar a la ayudante de la cocinera por la salud de su alma, preparó un paquete de ropa de abrigo y un gran cesto de vituallas para la única familia pobre del pueblo. La excelente señora resplandecía de gozo. A continuación, entregó a la cocinera, como hacía cada día, los cinco escudos destinados a los mendigos titulados que, para ganársela, afirmaban abstenerse de cualquier bebida alcohólica. La señora Sarles, que había dicho siempre la verdad desde la más tierna infancia (¿y por qué habría de mentir?), no ponía en duda tan piadosas declaraciones y amaba a aquellos buenos abstemios quienes, una vez recibidos los cinco francos, se iban a agarrar la curda cotidiana.

Pero sonó la campana del té, con gran conmoción de la señora Sarles. ¡Qué rápido pasaba el tiempo! ¿Dónde tenía la cabeza? ¡El té ya! Vamos, es que en su juventud las horas transcurrían menos aprisa. Algo había cambiado desde la guerra. ¡No sabía una ya dónde estaba! Corrió hacia el importante brebaje y las pastitas.

Solal admiró que su amante se pasease sin sombrero por aquel gran parque. Ella se informó cortésmente de su salud y le propuso enseñarle el libro del que le había hablado. Una vez en su cuarto, apoyó las manos en los hombros de Solal.

—¿No me dices nada?

—No tengo ganas de besarte. Dame un cigarrillo y una copa de ron. No, ron no. No me gusta. —Encendió el cigarrillo—. Cuando me lo haya fumado, me presentas al dentista.

Cuando bajaron de nuevo al jardín, se acercaron a Ruth Granier quien, tumbada en una hamaca, hacía reservas de fuerzas al tiempo que conversaba con su amiga la señorita de Gantet, una rubia arrugada. Adrienne presentó al señor Solal cuyos dientes rechinaron. (¡Paciencia!). La señorita de Gantet, atentamente vigilada por Ruth, habló animadamente de uno de sus asistidos y del privilegio de ser pobre. Solal se mordió los labios pero no chistó.

Se inclinó con timidez ante la señora Sarles y su marido que acababan de aparecer, examinó con alivio el gorro y las manos temblorosas del pastor y sintió afecto por el querido anciano quien, sin las segundas intenciones que se adivinaban en las mujeres, entabló de inmediato conversación con el joven israelita sobre la lengua aramea. El señor de Maussane llegó el último, saludó con cordialidad forzada al protegido de la señora de Valdonne y bebió sin decir palabra.

El senador se sentía incómodo en aquel ambiente. Todos los años, durante las vacaciones de Pascua, iba a pasar un mes con Aude, educada por sus abuelos desde su nacimiento (la señora de Maussane murió poco después del parto). Venía de buen grado a Ginebra porque quería a su hija. Pero se iba sin disgusto, feliz de huir de los reproches indirectos y amables de la señora Sarles. Ésta, que no se habría separado de Aude sin sentir un vivo dolor, no podía evitar dar a entender a su yerno que hacía mal no llevándose consigo a su hija. El señor de Maussane llevaba quince años diciéndole a su suegra que tenía toda la razón y que examinaría atentamente el problema, pero aplazaba su decisión año tras año y lograba llevar una agradable vida de soltero entre su criado y Berthe Denerny, actriz de la Comédie-Française.

Inteligente, rico, extremadamente cortés, dotado de un auténtico genio para la intriga, principal accionista de un gran diario de información, había sido lo bastante hábil como para seguir siendo intachablemente honrado. Presidente del grupo de la Unión republicana, dos veces ministro, era actualmente presidente de la comisión de Asuntos exteriores del Senado y mantenía cordiales relaciones con la mayoría de sus colegas de centro, izquierda y extrema izquierda.

A sus numerosos amigos, que le predecían los más encumbrados destinos, les hubiese sorprendido saber que Maussane temía una pizca las implacables sonrisas de su suegra cuando, al tiempo que chupaba caramelos pectorales, elogiaba ante él las virtudes paternales de ciertos evangelistas negros e insinuaba, mediante tenaces reticencias acompañadas de «hum» sonrientes y mediante inocentes palabras bien asestadas, que era un padre egoísta por quien ella, la justa de las justas, sentía un afecto tanto más meritorio cuanto que él no lo merecía. Lo que también irritaba al señor de Maussane era el interés que la excelente verduga creía experimentar por las visicitudes de la política francesa. Agobiaba a su yerno con preguntas encantadoras y atolondradas sobre su actividad en el Senado. Aunque se enorgullecía de los éxitos del señor de Maussane, no dejaba de darle a entender que lamentaba verlo dirigir un grupo de izquierda y aprovechaba todas las ocasiones para arrojar la buena simiente en un alma, ay, muy tibia desde un punto de vista, hum, religioso. E incluso, cuando podía, daba consejos al señor de Maussane y hacía votos por que los senadores franceses adoptasen la buena costumbre de abrir sus sesiones con una pequeña oración. Las intervenciones de la señora Sarles provocaban las más de las veces una tímida reprimenda del pastor que se llevaba aparte a su esposa. (Vamos, hija mía, vamos). Ambos perseguidos, el señor de Maussane y el señor Sarles, habían pactado una tácita alianza y se echaban una mano cada vez que podían.

La señora Sarles, inquieta de que no aparecieran Aude y Jacques, trasladó su malhumor a otro particular y buscó la libreta donde anotaba los libros prestados. ¡Desde luego, tenía gracia la gente con su falta de puntualidad! ¡Seis meses hacía que había prestado un libro y aún no se lo habían devuelto! ¡Un libro tan bonito! Tomó por testigo al señor Solal. Para rehabilitarse del silencio al que lo obligaba aquel nuevo ambiente, Solal apretó por debajo de la mesa la rodilla de Adrienne que preguntó a la señora Sarles sobre aquel libro fuera de serie. La anciana intentó recordar el título sin lograrlo. En cualquier caso, el autor era un hombre distinguidísimo, o no, una mujer. (La señora Sarles solía sufrir arrebatos de vago entusiasmo: las aguas se arremolinaban en torno suyo; se agitaba, hacía subir la arena a la superficie, y quedaba desconcertada, anestesiada; se le iba el santo al cielo y no sabía ya de qué estaba hablando; cuando recuperaba el sosiego, sus interlocutores no lograban obtener más información).

Alzando la ceja derecha, el señor de Maussane liberó el monóculo al que los cenicientos mostachos parecieron acompañar en su caída y preguntó el nombre del distinguido autor. La señora Sarles declaró que empezaba por B. No, era más bien una N. Una X o una F, concluyó con energía. ¡En cualquier caso tenía un estilo pulido y de una finura! El señor Sarles se dirigió al cenit y canturreó «Oh montes independientes». El señor de Maussane, que no desperdiciaba las ocasiones de vengarse, se informó del tema que tocaba el distinguido autor. La pobre señora Sarles, acorralada, se echó dos terrones más para estimularse la memoria.

—Es un tema maravilloso y tratado con mano maestra. ¡Ahora caigo! Fue Ruth la que me aconsejó que lo comprase.

El señor de Maussane frunció la frente y encendió un puro. La imperceptible sonrisa que había esbozado Solal al mirarle no le había resultado desagradable. Ruth acudió en socorro de su tía y recalcó que se trataba de un sustancioso estudio comparado sobre los ritos del noviazgo tanto en la especie animal como en las sociedades primitivas. El señor Sarles retrocedió y frunció el ceño. A continuación, miró al señor de Maussane que miró a Solal. Adrienne lanzó un suspiro de alivio y ofreció otra taza de té a su amante. Éste hablaba con la señorita Granier de un libro feminista que fingió haber leído. Ruth Granier, retocándose la blusa, habló con animación de la autora, Lady Bloom.

—Es una de tus mejores amigas —precisó la señora Sarles que adoraba a su sobrina y aprovechaba cualquier ocasión para encarecerla—. Una mujer de singular distinción —dijo a Solal que se inclinó.

El pastor se compadecía no sin buen humor del joven, nueva víctima, y susurró con variantes: «¡Os saludo, sublimes glaciares!». Tecleando sobre la mesa, escuchó con simpatía al joven a la brega preguntando pormenores sobre la vida y obra de Lady Bloom.

Por fin, llegaron Aude y su novio. Solal se levantó, saludó a la señorita de Maussane sin mirarla y estrechó la mano del conde de Nons con una agradable sonrisa. Acto seguido, siguió hablando. Improvisándose modesto y cortés, supo agradar a los tres hombres y no desagradar a las mujeres. Por lo demás, todos adivinaban que Adrienne sentía cierta simpatía por aquel joven evidentemente dotado y querían mostrarse amables. Únicamente Adrienne no compartía la cordialidad general y examinaba al hipócrita con los párpados entornados.

Habló de Cefalonia, de las excursiones que hiciera con el señor de Valdonne y de sus estudios en Aix.

Jacques de Nons anunció al señor de Maussane que había descubierto en Angoulême un cuadrito de Corot que constituiría una de las piezas más hermosas de su colección. Solal pergeñó (se avergonzaba de recurrir a tan fáciles dotes; ah, ¿por qué era imposible ser completamente blanco y puro y hermano?), una teoría nueva sobre Corot. Jacques de Nons, que saboreaba con delicioso terror las paradojas y a quien el rostro de Solal impresionaba, dijo que le encantaría enseñarle su puñado de pequeños lienzos y le dio las señas de su piso de París. Aude golpeaba nerviosamente la grava con sus sandalias blancas.

Jacques, cuyo rostro se sonrosó de repente, preguntó a Solal si unos poemas, publicados varios años atrás en una revista joven, eran suyos. Adrienne contestó por Solal. Jacques se puso colorado de gusto y dijo que uno de sus amigos de Oxford, que dirigía una revista paneuropea en Berlín, hablaba a menudo con admiración de aquel Solal desconocido. Aude interrumpió a su novio para alabar la obra de un joven escritor a quien encontraba un talento fantástico. Solal la miró por primera vez. (Había dicho «fantástico». O sea que era completamente virgen). Pero estaba harto y había dejado de escuchar al capitán de Nons que hablaba con entusiasmo de los alemanes y de sus dos mejores amigos, unos príncipes mediatizados.

La señora Sarles se levantó. Poco después, se marchó Solal, bastante cabizbajo. Había hablado mucho. El Maussane lo había mirado con bastante recelo. La vieja Sarles le había dicho muy amablemente «adiós, adiós», para compensar sin duda la ausencia de invitación concreta a que volviese. En resumidas cuentas, todo había fracasado y no resultaba tan fácil integrarse en sociedad.

Tras marchar Solal, el senador mantuvo una larga conversación con Adrienne. Haría todo lo posible por echarle una mano y encontrarle un trabajo a su protegido. Pero quería asegurarse antes de que no existía intriga alguna entre ella y el joven. De ser así, no sólo no colocaría al tipo sino que pediría a Berna su expulsión. La señora de Valdonne supo disipar las sospechas del señor de Maussane. De modo que lo prometió. No obstante, se hallaba indeciso. ¿Qué trabajo ofrecer a aquel muchacho? Evidentemente, necesitaba él mismo un secretario que velase por sus asuntos financieros, que se encargase de la correspondencia con los electores y de confeccionar los discursos. Era lo bastante antisemita como para no dudar de la capacidad del joven. Pero aun así, el hijo de un rabino. Ojo con la pifia. Pero había prometido. Así que mandó llamar al joven.

Dos días después, el senador sometió a Solal a un apretado examen y lo admiró por resistir la tentación de dar a entender que advertía las trampas que le tendía, por no picar en la conversación familiar que había urdido y no sumarse a las veladas ironías sobre la señora Sarles. Le preguntó qué había hecho durante la guerra. Solal se acordó de su alistamiento voluntario y lo mencionó con apuro. El señor de Maussane preguntó el número del regimiento, el nombre del coronel y las fechas de las citaciones.

Solal no tenía ganas de seguir recurriendo a las artimañas de la visita anterior. Con sincera naturalidad, habló de su vida de miseria y vagabundeo. Dijo que estaba cansado de trazar planes hábiles; que no le gustaba seguir dándoselas de joven modelo y beber té; que además no tenía ni idea de asuntos financieros ni de política. Si quería contratarlo el señor de Maussane, mejor. Si no, mejor también. Reanudaría su vida de miseria. El senador le hizo observar que no tenía pinta de no tener dinero. Solal estuvo en un tris de contar la piratería nocturna pero una chispa artificial de sensatez lo detuvo. El señor de Maussane se alisó en varias ocasiones el calcetín de seda.

—Por supuesto, si le contrato como secretario, tendrá que andarse con ojo con la señora de Valdonne. Por mi parte, no veo mal alguno en ello. Viuda, libre, joven. Tiene derecho a tener un amante. Pero discreción, ¿verdad?

Solal se olió el peligro. «He sido casi del todo sincero —pensó—, y tú te andas con añagazas». Fingió la indignación muy contenida que convenía. El senador se rascó el párpado y aspiró aire.

—Conforme, joven, lo contrato. Le deseo que me haya dicho la verdad. Mandaré a su hotel los papeles y la documentación necesarios para ponerle al corriente. Venga a verme dentro de una semana. Entretanto, tenga. —Agitó el cheque para que se secase la tinta. Solal se metió el papel en un vago bolsillo—. Son los tres primeros meses. Adiós, caballero —dijo el senador alejándose a zancadas con sus polainas.

Solal corrió hacia Adrienne que se paseaba por el fondo del jardín y saltó el banco con los pies juntos.

—Es un imbécil. Todo al traste.

—Lo presentía.

—¡La intuición femenina! —exclamó él con grandilocuencia.

Tenía ganas de coger a la entrañable amiga por las manos y ponerse a bailar con ella. Pero pensó que no convenía mostrarse cándido y que las mujeres preferían la actitud del gallo. Dijo gravemente que había llegado a un acuerdo con el señor de Maussane.

—¡Cariño cariño cariño!

—Tranquila, niña.

—Sí, lo sé, soy una niña, una boba. Pero es que, mira, me entran ganas de gritar, de saltar.

Se interrumpió, avergonzada. ¡Cómo había cambiado!

—Escucha, ¿la mariquita quiere a tu hermano? ¿Qué hace él aquí? ¿Por qué no trabaja, cómo es que no tiene un trabajo como yo?

—Es oficial.

—Cuéntame más cosas.

—Combatió heroicamente en el frente. Sólo tiene veinticinco años y es capitán. El señor de Maussane ha dado su consentimiento a la boda, que no se celebrará hasta que mi hermano sea nombrado en Roma. Su permiso expira dentro de unos seis meses y creo que entonces lo ascenderán a comandante y lo nombrarán agregado en la embajada.

Solal se sentía humillado. Evidentemente, el tipo estaba mejor situado que él.

—Estas historias me aburren soberanamente. ¿Y ella es más rica que él?

—No lo sé. Creo que sí. Pero, cariño, ¿qué te importa a ti todo eso?

—¿Y la quiere?

—Sí.

—Yo también.