Théodore Sarles, antiguo pastor y profesor en la Universidad, se levantó y se presentó ante Dios. Rezó durante largo rato por su querida esposa, por su ahijada Adrienne y, muy especialmente, por Aude, su nieta, cuyo compromiso con el conde Jacques de Nons, hermano consanguíneo de la señora de Valdonne, acababa de celebrarse. Al concluir, se acarició la barba blanca, se ciñó el cordón de la bata y salió pisando con prudencia para no despertar a nadie.
En su despacho, tras leer a la luz de la lámpara con regulador un pasaje del Nuevo Testamento en la versión griega, incorporó una nueva página al diario íntimo comenzado en su trigésimo aniversario y que llevaba redactando cuarenta y cinco años. Contempló no sin tristeza su gorra de estudiante colgada de la pared, se sentó ante el armonio y ensayó en sordina el cántico del día. A las siete y media, se embutió la levita, descolgó el cuerno de caza y se lo llevó a la boca para llamar a su familia al culto, como solía hacer desde hacía mucho tiempo. (Un día de buen humor, al poco de casarse, había invitado de esa suerte a su esposa al piadoso almuerzo. A los padres y a los fieles les había hecho gracia aquella excentricidad de buen tono).
En el comedor, sobre el mantel a cuadros amarillos y blancos, aguardaba el porridge en una sopera valaisana. El té, el chocolate y el café humeaban en recipientes de estaño de Argovie. El señor Sarles dejó de mascar el tallo de una flor cogida en el jardín, se afianzó las gafas sobre el hueso de la nariz, examinó a la concurrencia con mirada azul y preguntó a su mujer cuya inexorable suavidad temía una pizca y a quien únicamente sabía hablar con energía cuando estaban a solas en el cuarto, si había pasado buena noche. (Me gusta este viejo pastor).
La señora Sarles se agitó toda ella, esparció un olor a eucalipto y a menta, suspiró y sonrió, indicando con ello que no había pegado ojo, pero que sabía soportar la desdicha como auténtica criatura de Dios. Se sentó. Fuera de la blusa de satén negro emergía bruscamente, con la corta transición de un cuello velado por una cinta de terciopelo violeta, la oronda faz surcada de venillas de la anciana dama que parecía huronear de continuo con toda la curiosidad de su naricilla respingona.
El señor Sarles saludó acto seguido a Ruth Granier, su sobrina, que acababa de alargar con brusquedad su piel lustrosa a la señora Sarles. Con aquella voz cuya gutural aristocracia extasiaba a las afiliadas a la Sociedad Para La Comunicación Recíproca De Las Experiencias Espirituales que ella presidía, Ruth se informó por la salud de su tío exhibiéndole, como prueba de afecto, su robusta dentadura. Formaba parte de la familia desde la muerte casi simultánea de sus padres, misioneros en Zambeze. Llevaba diez años dirigiendo cada mañana la misma sonrisa dental al pastor, y este no había podido aún habituarse y reprimía cada vez un imperceptible estremecimiento ante aquella sonrisa con que la señorita Granier gratificaba asimismo a los enfermos que visitaba tres veces por semana.
Aude, para besar a su tío, se irguió sobre la punta de sus sandalias de cuero, sujetas por una correa redonda a los tobillos desnudos. Al señor Sarles le embargó una dulce alegría contemplando a la altiva muchacha de formas esbeltas y bien proporcionadas, tan guapa con aquel vestido ruso muy escotado por la espalda.
El culto comenzó tras entrar la vieja cocinera, el criado, el jardinero, el chófer y las doncellas. El pastor leyó y saboreó el salmo XVIII, abreviando los pasajes alusivos a exterminio u odio, recalcando los versículos sobre misericordia y torciendo con respeto los gruesos labios al pronunciar la palabra «ungido» que la cocinera aprobaba especialmente.
Cada uno leyó un versículo extraído del Lucas XII. La señora Sarles con trémulo sentimiento. Ruth con la energía que le granjeaba la apasionada amistad de sus jóvenes protegidas. Aude con rudimentarias faltas de despiste; al tiempo que daba vueltas a la sortija de madera de teca con escudo de armas que llevaba en el meñique, comparaba interiormente a su abuela con la mantis religiosa que devora al marido.
Llegó por fin la meditación. El señor Sarles, entornados los ojos y posadas las manos sobre la Palabra, habló con el benévolo defecto de pronunciación de los eruditos escrupulosos. Una vez concluyó, los criados se sacudieron tras emerger de las solemnes aguas. El pastor se sentó al armonio y cantaron.
—¿Propone alguien otro cántico? —preguntó el señor Sarles.
El jardinero, aclarándose la voz, movió los hombros, adelantó la rodilla, separó los codos y sugirió «Desde la mañana, Señor». El pastor miró agradecido al jardinero. Mientras cantaba, la señora Sarles pensaba que habían olvidado poner la confitura de arándanos que le chiflaba. No obstante, entonó jubilosa el estribillo porque le gustaba aquel instante en que se hablaba de la bondad divina ante el café con leche y los picos dietéticos que le chiflaban.
Seguido por la tropa servil falsamente recogida, el viejo pastor, a quien bastaba el café solo que preparaba él mismo a las seis y media, salió y fue a conferenciar con su criado, dispensador de limosnas secretas. La señora Sarles, con un velo de tristeza porque no veía en la mesa su botella de aceite de parafina, habló de dominio moral, sacrificio y optimismo. Aude soñaba con un mundo maravilloso en el que no acertaba a incluir a su novio y en el que vivía con tres amigas y un joven ermitaño; recomponía por tercera vez el decorado oriental, demasiado incompleto para su gusto, disponía el cielo, las urnas y las bóvedas azules.
—¡Vamos, despistada, que ya hemos acabado de almorzar! —dijo la señora Sarles.
Aude despertó, lanzó una mirada apagada y como de estar acorralado, encorvó los hombros y partió en busca de la tranquilidad. Pero una vez de pie, la sensación que la inundó de lo placenteramente que le circulaba la sangre le hizo dar un brinco y salir corriendo hacia el taller de carpintería donde el profesor de teología cepillaba una pequeña cimitarra.
—Ves, te estoy haciendo un cortapapeles —dijo con cortedad pues era tímido fuera de los momentos de religión.
Besó ella varias veces las viejas manos.
—Abuelo, deja ya esas maderas. Abuelo, abuelito, vamos a ver el jardín. Ves, han sembrado culantrillos y va a llegar Jacques.
—¿Y su hermana, qué hace?
—Adrienne se estará bañando en alguna leche de burra.
Obligó a apretar el paso al pastor que fingía enfadarse de que lo atosigaran. Pero se le había olvidado el gorro. Aude se volvió imprimiendo un brusco y stendhaliano vuelo a su falda. En unos brincos, se plantó en la carpintería donde colgaba el birrete encima de una litografía de Calvino, olvidó llevárselo a su abuelo y se paseó imaginando que daba la mano a siete niños alineados en forma de zampoña y de quienes era la respetada madre.
Al divisar a Adrienne bajando las escaleras que daban al jardín, el señor Sarles se quitó ceremoniosamente el ligero gorro que solían meter en el bolsillo del despistado, pensó en el padre de su ahijada, el general conde de Nons, a quien conociera en Anduze, pequeña ciudad del Gard donde comenzó su ministerio, y que había pasado a ser el más querido de sus numerosos amigos. Se congratuló de reunirse muy pronto con él en el cielo, pensó en el generoso legado donado por el general a la Facultad de teología de Ginebra y se prometió seguir su ejemplo. A continuación, soñó ante sus queridas rosas y meditó sobre injertos.
Aude había ido a reunirse con su amiga al saloncito tapizado de persiana. Adrienne de Valdonne leía una novela de Dostoievski con la sonrisa estúpida, distante y placentera de la mujer culta que entiende lo que lee. Aprobaba tal pasaje, criticaba tal otro. Abandonó muy pronto la lectura y se puso a pensar sobre la loca escapada de cinco años atrás.
Florencia. El despertar tras la marcha de Solal. La vergüenza. Una fuga con un niño de dieciséis años. Ridículo. ¿Qué demonio se había apoderado de ella? Las drogas para dormir por la noche. En Roma, la vaga idea de convertirse y tomar los hábitos. Luego la muerte, en definitiva cortés, de su marido. A continuación, la muerte de su padre. Regreso a Anduze. La herencia. La cuantiosa fortuna que administraba bien y de la que heredarían los hijos de Aude. La felicidad en definitiva, aquella existencia en las Primaveras junto con la estancia de primavera en Cimieu o en Anduze y los dos meses de invierno en París. Bonitos libros, Proust, Meredith. Por otra parte, no llevaba una vida inútil. Había hecho bien aceptando aquella colaboración desinteresada en el Comité de la Cruz Roja. El joven Solal estaría ahora en Constantinopla o en Hamburgo. Asunto liquidado, a Dios gracias. Su hermano tenía por delante una soberbia carrera. Compartiría su vida entre Cimieu, Anduze, París y Roma donde fijarían su residencia los dos jóvenes esposos. Era tremendamente hermosa aquella niña.
Aude, arrimada al violoncelo, descifraba concentrada con un mohín de enojo. Se indignó de lo mal que tocaba, apoyó con respeto el instrumento contra un sillón, se sentó en las rodillas de Adrienne, experimentando un placer sin duda puro en pegar la mejilla a los hermosos y prietos pechos. Se entretuvo despeinando a su gran amiga y recomponiendo las tupidas llamas.
—Adi, a veces me entran ganas de despreciarte. Si nunca me dices nada, quizá es que no tengas nada que decir. Tu silencio me obliga a respetarte. No me gusta. Opinas que el señor Tagore es un gran poeta y no entiendes en absoluto a Dostoievski.
Cerró los ojos y suspiró de nostalgia pensando en vidas de sufrimiento. Adrienne colocó la señal, cerró el libro y sonrió con su grave mirada violeta una pizca irónica.
—Necesitas casarte, pequeña.
Aude se puso colorada. La menor emoción animaba sus mejillas doradas, Odiaba aquella sinceridad física que la colocaba en situación de inferioridad ante su tranquila amiga.
—No me impresionas nada. ¡Por si no lo sabías, llevo ya tres años de esgrima! ¿Por qué se retrasa Jacques? Los dos sois rubios y guapos. Cuando sea agregado militar en Roma, causaré sensación en el Quirinal. Es un excelente partido, y yo también. Además, le quiero. Vámonos a pasear.
El conde de Nons empujó el portal, ató las riendas del caballo a un árbol con ademanes precisos no obstante su indolencia. Un mullido abrigo le cubría los hombros a modo de esclavina. Acarició un instante a su montura, una fina yegua de la Mancha; a continuación, sus ojos verdes fingieron reconocer a la señora Sarles, coquetamente intimidada. Se inclinó con violento respeto ante la vieja a quien despreciaba, pareció perder los miembros y recuperarlos por un milagro de prestancia y agilidad. Acto seguido, abiertas las aletas nasales para reprimir un bostezo, escuchó vagamente, sin contestar a las preguntas acarameladas de la ardorosa ancianita. Al cabo de unos minutos, la dejó deshaciéndose en nuevas exquisiteces.
Aude divisó a su novio, se abalanzó hacia él, no supo qué decirle y se lo llevó al salón. Una vez allí, pretendió que tenía que hacerle una pregunta, rozó con el tobillo las espuelas, posó un espantado dedo índice en la cinta roja.
—Es una pregunta, Jacques, que quiero hacerle. Ten. (Le tendió atemorizadamente los labios).
La señora Sarles, a quien no le hacía gracia dejar a los novios solos («la carne es débil»), se dirigió hacia la ventana del salón con el minúsculo cesto que contenía sus gafas, su periódico, su revista de misiones, las cartas recibidas hacía una hora y aún no abiertas (le gustaba prolongar el placer y, además, únicamente recibía noticias agradables) así como las medias que le hacía a la hija medio convertida de un alcohólico católico totalmente arrepentido.
Le chispeaban los ojos de curiosidad. «¿Le habrá robado un beso?», se preguntaba. Decidió ser indulgente. Jacques de Nons poseía una fortuna inmobiliaria tan importante como la de su novia y, por añadidura, la propiedad en los alrededores de Anduze, que poseía proindiviso con su hermana, era magnífica. Sin tener conciencia de ciertas misteriosas relaciones de causalidad, a la señora Sarles la embargó de repente el profundo convencimiento de que el novio de Aude era sumamente idealista: «Puede que sea un poco mundano pero posee una mente superior. Hay tanta espiritualidad en su mirada. Con tal de que el Quirinal no trastorne a mi niña todo irá bien. Un encanto, esa propiedad de Anduze, tan distinguida, se echa de ver que allí han vivido siempre personas selectas».
No bien llegó ante la ventana, juzgó encantador emitir modulaciones montañesas destinadas a demostrar que pese a sus grandes preocupaciones seguía siendo una alegre cría angelical.
—¡Ohe juventuud! ¿Queréis que os lea el periódico?
Aude, que sabía que a su abuela le gustaba practicar ese rito en familia, no quiso privar a la señora Sarles de aquel placer. Ambos novios apechugaron pues resignados.
La señora Sarles, tumbada en la hamaca comenzó con una lamentación sobre las ideas modernas. Por supuesto que no se oponía a las innovaciones decentes pero, vamos, es que. Por ejemplo le habían dicho, ayer o anteayer, que a un pastor de la Iglesia nacional le había dado por ponerse botines amarillos. ¿O quizá eran botines charolados? ¡No, botines negros! Ah no, no, eran botines blancos pero se los puso la nieta de una amiga suya que estaba de luto. ¡Total, que la única esperanza era un despertar religioso!
La anciana abrió por el fin el periódico, leyó las necrológicas y se extrañó de que no apareciese ningún nombre conocido. Le resultaba no poco grato decir: «Pobre amigo, espero que haya tenido un dulce tránsito». Prosiguió y dedicó su atención, movida por un oscuro objetivo de propaganda moral, a los acontecimientos de apariencia catastrófica. Enumeró, meneando la cabeza, las distintas maniobras del espíritu maligno: atracos, incendios de fábricas californianas, ciclones y tifones, combates de boxeo, granizadas sobre los viñedos, divorcios, reuniones socialistas.
Una vez concluida la lectura, con gran alivio de los novios, se fue a su habitación donde consultó el termómetro para saber si debía tener frío. Como marcaba doce grados, se estremeció y se puso otra vez la chaqueta. A continuación recortó cupones Ciudad de Berna 1905. Suspiraba y le resultaba latoso aquel trabajo. De tanto manipular las tijeras le había salido un callo en el dedo pulgar a la pobre señora que suspiraba. Y los obreros convencidos de que las personas acomodadas lo tienen todo de color de rosa. ¡Ah —pensaba la señora Sarles—, aquí me gustaría verlos!
Solal miraba a través del seto de espinos. Las hojas del manzano formaban manchas fluctuantes en el rostro de la muchacha. El malicioso secreto de una raza jugaba en aquellos ojos en los que bullían las sombras de las flexibles silvas chorreantes. Una mariquita viajaba por la mano de Aude.
—Eres una monada, tienes dos patitas bifurcadas, ves, así, y luego así. Tus antenas están dibujadas con el más fino pincel y en la punta tienes dos redondelitos de cera negra. Con eso vas servida. ¿Aún te quieres quedar? Estoy triste porque se ha ido Jacques. Porque tú no eres condesa de Nons, sabes. Yo sí muy pronto. Al fin y al cabo, aunque descienda de Adhémar de Nons que fue amigo de Enrique de Navarra, nosotros nada tenemos que envidiarle, ¿oyes, mariquita? Bajo el reinado del mismo Enrique, mi antepasado fue nombrado duque y par y fue el malvado de Luis XIV el que nos arrebató los títulos y los bienes porque éramos protestantes firmes en nuestras convicciones. ¿Te enteras, catoliquilla? Hasta hubo un Foulques de Maussane que tuvo una muerte heroica combatiendo en la plaza de Grève. Y existen Audes de Maussane desde hace siglos. Aude. Es un nombre ligado a la familia. Me gusta. Escucha, no pongas esa cara, tienes una expresión malévola. Veníate diciendo que los señores del territorio de Maussane, ansí, fueron los primeros duques-pares de que se tenga noticia. Escúchame bien, con tu cuello de colegialillo inglés, que sé de qué me hablo. Y tras la revocación del Edicto, héteme aquí que el último conde de Maussane vino a refugiarse a Ginebra, pues sí, aquí, y sus hijos se hicieron banqueros. Qué quieres, bien hay que vivir. ¿Sabes lo que es un cheque? Es un papel. Vas al banco, sacas del bolsillo de la levita tu cheque. Y regresamos a Francia después de la revolución de 1830. Y desde entonces, de padres a hijos, hemos sido hombres de Estado relevantes. Mi bisabuelo fue ministro de Finanzas de Luis Felipe. Cuando presentó la dimisión (para ya de correr), el rey le pidió que eligiera entre una, gran propiedad y la restitución del título. El muy bobo eligió el territorio. Qué le vamos a hacer. ¿Y a mi papá lo conoces? Gustave de Maussane, caramba, el eminente senador. No sabes nada. Sabes, estoy muy enfadada con el ermitaño de mis sueños, estaba desnudísimo, impasible y yo le lavé los pies. ¡Yo! Pero quiero a Jacques y lo de Jacques va de verdad. ¡Me rebajo a hablar contigo y soy licenciada en filosofía! No me enorgullezco. Me resulta ridículo con mi cuerpo acrópolis, mi sonrisa orante y mis ojos vinci. Literario. Basta. Si supiera lo tonta que soy la gente que alaba mi inteligencia. ¡Y ahora vuela, abre tus alitas y adiós!
Se volvió, vio a Solal soleado que sonreía, se levantó y huyó a su cuarto donde, al poco, se presentó un criado comunicándole que un joven cuyo nombre no había entendido muy bien deseaba que lo recibiese la señora de Valdonne.
—Ya sabe usted que ella está en la Cruz Roja. Dígale que volverá muy tarde. Es inútil que espere.
Pero alcanzó al criado en la escalera y le dijo que ella recibiría al visitante. Abrió la puerta del salón. Solal se levantó, más impasible que el ermitaño de los sueños de la muchacha. ¡Y la había espiado mientras ella contaba sus locuras a la mariquita! Estaba mal. Y ahora disimulaba. ¡Antipático tipejo! El Hermes de Praxíteles, con sus serpecillas en la cabeza. Odiándose a sí misma por ponerse colorada, anunció con voz casi brusca que la señora de Valdonne había salido.
—Pues me marcho.
—Pero seguramente no tardará en volver.
Solal miraba a la muchacha, descendiente de los propietarios de tierras. Él era el indigente. Mejor. Más difícil el juego, más delicioso el triunfo. Para prolongar el silencio hasta el límite, se inclinó sobre una fotografía de Aude cuando era niña y sonrió con bondad.
—¿Algún recado para la señora de Valdonne? —preguntó Aude.
Solal indicó que no con un gesto y se sentó. Sus ojos risueños desnudaron a la señorita de Maussane y la despidieron cortésmente. Ella dejó de sentirse en su casa y salió indignada, impotente.
Para conocer los secretos de la casa, Solal abrió los álbumes familiares y la Biblia regalo de los feligreses, encendió la araña holandesa, examinó las paredes tapizadas de seda, los dos cuadros de Breughel y el paisaje suizo donde las agujas de pino aparecían detalladas con probidad.
En la habitación contigua, sonaban los bloques de notas de un preludio. Por una rendija atisbo a la pianista, la muchacha de antes, con una sonrisa flotando en los labios. Caminó de un lado a otro, apoyó el pie en el torno de una máquina de hilar y la hizo girar con fastidio.
Cuando entró la señora de Valdonne, no se volvió, siguió mirando por la rendija. Pero los dedos índice y medio se movieron y llamaron a Adrienne como quien alecciona a una campesina tímida. Ella lo encontró de una belleza arcangélica infernal y decidió despedirlo de inmediato.
—¿Esa muchacha era la que me tenías destinada para novia?
Adrienne no contestó. Él se volvió bruscamente.
—¿Quién es esa muchacha? —preguntó con cara fingidamente huraña para demostrar que estaba distraído y no le extrañaba el silencio (de ese modo salvaguardaba su prestigio)—. No me impresionas, Adrienne. —Se acercó con andar indeciso y gallardo—. Te he palpado los pechos. Y tienes dos. Ya ves que conozco tus secretos.
—Le ruego que deje de tutearme y tenga la bondad de decirme qué quiere de mí.
Solal hizo gestos de marqués. (Un silencio). Ella dijo que la época a la que aludía quedaba muy lejana y que resultaba poco delicado recordar un error pasado.
—¿Un error? Pero si sólo durante la noche en Florencia se produjeron cuatro errores. ¡Y tú aún querías otro!
La asió sin delicadeza por los hombros. Con voz brusca, le ordenó que no se las diera de vieja arisca y que se sentase. Ella obedeció, temiendo una vez más el escándalo. Solal sonrió.
—Te demostraré cómo se seduce a una mujer. Prestidigitación. Nada en las manos, nada en los bolsillos. Sobre todo nada en los bolsillos. Empiezo.
Adrienne se dispuso a escuchar, casi interesada. Pero dejó de flotar la sonrisa extasiada, amenazadora, infantil, en los labios de Solal. Se paseó, se desplomó pesadamente en el sillón y meditó. Había disimulado su turbación tras una alegría que se le antojaba ahora ridícula y lamentable. En realidad, había tenido tanto miedo al venir. Ella era la única mujer a la que había amado. Desde hacía mucho tiempo, se hallaba presente en todos los caminos de su pensamiento.
Adrienne no dejaba de mirarlo, advertía la sinceridad de aquel silencio, no se atrevía a hablar, sentía remordimientos. ¿Cómo había podido ser tan dura con él? ¡Qué ojos! Y era alto como un semidios.
Solal habló con gravedad de un dolor auténtico que se atrevía por fin a asomar. Ella era su único país. Había esperado tanto, siempre. Cada mañana había esperado en Aix la carta del milagro. Cada noche, se oprimía el corazón y brotaba de él sangre negra. Cada noche, pensaba que ella vivía y que él no veía sus ojos. No había olvidado una sola palabra, un solo gesto de ella. Los tres maravillosos años de Cefalonia. Ella era la única, lo más delicioso que había conocido, lo más vivo y lo más noble. Etcétera, la vieja quincalla indesgastable.
—Mi vida está en tus manos. Si me rechazas, me muero. Es que yo te quiero, te quiero, he sufrido tanto.
Emocionado por tan dolorosas imágenes, lloró sinceramente. Ella se derretía de lástima ante aquel joven sufrimiento.
—Adrienne, verla una vez más. Vernos a solas. Entre las paredes de la habitación, caminaba y te esperaba. En la soledad, las lágrimas que corrían por mis dedos eran mi única compañía.
Sus ojos estaban empañados de auténtico dolor pero la alegría de haber bordado la última frase lo hizo respirar aliviado. Bajó las onduladas franjas aún perladas de lágrimas y meditó. «Uno: declaración de amor. Bueno. Hecho. Nada mal. Eso para despertar interés: para volver a existir a sus ojos. Ahora veamos el dos y el tres que quedan por hacer. Dos: insinuar que me ama otra persona; inventar la historia. La improvisaré sobre la marcha; se me ocurren más ideas en voz alta. Por tanto, el interés que siente por mí está justificado. Bueno. Tres: insinuar que la mujer que me adora es digna de que yo la ame. Al tiempo que niego muy sinceramente amar a la misteriosa beldad, hablar de ella de tal modo que Adrienne quede convencida de que no puedo no empezar muy pronto a amar —¡qué palabra!— a la extraordinaria rival como no se ande con cuidado. Sin el uno, imposible lograr celos con dos y tres. Sin dos y tres, uno pierde valor. Lo desencadeno todo: cariño maternal, dignidad satisfecha, atisbo de orgullo, inquietud. Muy bien. Adelante. Qué tres serpientes soy».
Cuando terminó de hablar, ella se levantó, se miró en el espejo. No, no había envejecido, pero aun así pasaban los años. Y él se hallaba en pleno esplendor de juventud. Ah, qué poco tardaría en enamorarse de aquella desconocida, indudablemente más joven que ella. Seguro que había podido cambiar de vida gracias a ella. Hotel Ritz y ropa elegantísima. Seguro que se dejaba adorar, que llevaba una vida de vago. Tenía el deber en definitiva de reparar el mal que había causado. En definitiva, no tardaría en llevar por su culpa una vida de corrupción. Se engañaba a sí mismo cuando decía que la amaba. Pero tanto daba. Su deber era velar por él.
Él pensaba. «Pobre, la he hecho sentirse mal y ha picado. En cualquier caso, es una miserable. Sincero y sarnoso, ni la menor compasión por mí. Pero desde que voy bien vestido y miento, cambio a la vista. Qué miseria. Por mí ojalá no hubiera sido así. Lástima». Le suplicó con la mirada. Ella acarició los cortos rizos negros.
—Todo lo que quiera usted, criatura —dijo ella con la sentenciosa melancolía de las mujeres que se acercan a las solemnidades de corazón.
Sintió vergüenza por aquella mujer inteligente súbitamente estúpida y se levantó con excesiva brusquedad. Pero notó de inmediato la desconfianza de Adrienne. Para solventar la pifia, hizo temblar imperceptiblemente los dedos y los párpados, chocó con un velador. A ella la conmovió aquella torpe sinceridad. Él le lanzó una mirada sumisa, bajó los ojos que, en aquel instante, bizqueaban una pizca.
—¿Cuándo, Adrienne?
—Mañana por la noche, si usted quiere, sobre las ocho y media. ¿En el Ritz, me ha dicho usted?
—Bendita sea —dijo el joven pontífice con mucha gravedad.
Se retiró. Ella lo siguió con la mirada, recordó de repente que había hablado de prestidigitación, se preguntó si no le habría tomado el pelo y si de veras iría a verle al hotel.
Mascando una rosa y muerto de hambre, se detuvo ante la posada del pueblo. Tras bromear con la dueña, pidió que le sirvieran una copiosa comida en el jardín donde dos suizos lanzaban bolas a cámara lenta.
En Ginebra, tras hacerle un barco de papel a un niño que jugaba a orillas del lago, tras darle cuatrocientos francos a un mendigo (¿pero en qué se le habían ido los catorce mil francos? Tuvo el alegre convencimiento de que le robaban), tomó un coche hasta el Ritz. Se sentía tan a gusto en el coche, su brazo descansaba tan milagrosamente que hubo de hacer un gran esfuerzo para apearse. Allá, el Arve rugía y corría con júbilo en las venas. Aquellas inglesas del tenis eran guapísimas, el portero era un hombre probo y dos vincapervincas sonreían en los ojos del ascensorista a quien predijo un venturoso futuro y dio su último billete.
Se durmió, soñó que bogaba sobre una mujer desnuda cuyos cabellos trenzados en forma de vela se hinchaban al viento.
Al día siguiente, tras soñar largo rato y fumar cigarrillos, se acordó, al anochecer, de que ella no iba a tardar en presentarse. Se acarició la nariz, urdió planes y se dispuso a preparar la batalla.
Pidió prestados cien francos al mozo del ascensor, corrió a la ciudad, compró las sedas azules que debían tamizar las luces, hizo mandar al hotel un ramo de deslumbrantes rosas (las mujeres se mostraban sensibles a esas verduras).
A su regreso, espantó a la doncella. Era menester desmontar la cama, dejar únicamente el somier y el colchón que se cubriría con algún magnífico chal. Además, había que encender la chimenea, pues un suave calor resultaba indispensable para el éxito de sus planes. Desnudo, delirando fríamente de alegría, se afeitó delante de la criada estupefacta y se interrumpió para esbozar un bastante aceptable baile.
De repente le embargó la total convicción de que con música las mujeres se derriten antes, telefoneó a la dirección y pidió que le subieran un piano. Absolutamente necesario. No podía dormir sin piano. Le contestaron que tendría que pagar un suplemento de treinta francos diarios.
—Doy siete veces más a condición de tener el tamboril en mi habitación a las ocho y veinte. Son las ocho y diez.
Se volvió hacia la doncella, le preguntó su nombre. Ella contestó que se llamaba Rose.
—Eros y Oser. Mi vida está en tus manos, Rose. Si me rechazas, me muero.
A las ocho y veinticinco, se había metamorfoseado la habitación. Las luces azules difuminaban los dibujos de la tapicería formando deleitosos rincones en las cercanías del sofá. Las ocho y media. Las nueve. Asquerosa mujer, ¿por qué no venía? ¡Valiente cortesana! Las nueve y cuarto. Entró Adrienne. ¡Qué guapa era y cómo la amaba!
Escrutándola con breve y punzante mirada, advirtió que lamentaba haber venido y se felicitó de haber disfrazado tan bien la habitación. Una luz cruda y una cama de cobre hubiesen aumentado la sensatez de aquella mujer que, evidentemente, estaba más o menos arrepentida. Rompió el silencio y le pidió (con un respeto velado, concentrado y convencido que le hacía reír interiormente) que tocase las sonatas que a ella le gustaban. «Si no se me concede el piano —pensó—, todo está perdido». Aceptó ella, estimando que valía más tocar que abismarse en silencios o revivir tiempos pasados. Se sentó ante el piano y muy pronto, olvidando casi la presencia de Solal, se sosegó.
Mientras dejaba que penetrase en ella la perfidia de los sonidos, él pensaba: «Vamos allá. Es el mejor momento. Su digestión está bastante avanzada, pero no ha terminado aún, exactamente como debe ser. Es el momento del abandono. Por otra parte, la temperatura es tibia y no se oye ruido en la habitación de los vecinos. ¡Sus y al enemigo!».
—Amada —dijo con su voz de los grandes días.
Alzó ella los ojos ante la maravillosa llamada, adelantó los brazos, sin saber si quería rechazarlo o llamarlo. Echada la nuca hacia atrás, bebió la vida. «¿Conviene pararse ahora? —se preguntaba Solal—. No, aún tiene los ojos cerrados, lo que quiere decir que está disfrutando muchísimo. Yo me estoy aburriendo. Nunca les he visto la gracia a estas ventoserías bucales. Hay que estar al tanto. Dentro de cinco segundos, separar la boca. El placer (¿qué placer hallará en ello, esta mujer de la carne? ¡Qué diablas de Astarté estas mujeres, hay que ver!), el placer será intenso pero no lo asociará a un sentimiento de saciedad, etcétera. ¡Qué trabajo, Dios santo! Y además me gusta y siento remordimientos».
Alejó los labios. Ella abrió los ojos, surgida de muy lejos. Gimió y le suplicó, apretándose contra él, que la dejase marchar. El deseo se insinuaba en ella, posaba su dedo de fósforo bajo los pies; el reguero subía, se detenía, afianzando su dominio, seguía subiendo. Torbellino de soles.
Ahora, Adrienne tumbada, desnudada, notaba el peso del amado y gravitaba en los empíreos. Él la sacudía sin fiorituras.
Extinguidos los sollozos, se cubrió púdicamente, buscó consuelo junto al seductor cuyo dedo índice en aquel instante consultaba a la nariz sobre cómo pagar el hotel. «Y además —pensaba—, debo cien francos al empleado del órgano, al tipo del barco, al individuo del faro». Se negaba a decir «el mozo del ascensor». Mediante recursos infantiles, le gustaba introducir en su mente una falsa bruma que lo entretenía un instante y le ocultaba la incoherencia de su vida.
Transcurrieron dos semanas. Adrienne acudía cada noche. Por supuesto, en su alma, un cúmulo de complicaciones psicológicas de las que huelga hablar. Por temor a romper un hechizo, no se atrevía a hacerle preguntas, pero adivinaba que tenía problemas. Él se sentía hastiado de aquella pasión monótona, sin ventanas abiertas a la vida.
Una noche, tras preguntarle durante mucho rato sobre Aude de Maussane, apagó la luz. Una hora después, ella, rendida, le pedía clemencia.
—Amado, ¿por qué otra vez?
—Porque estoy triste.
Adrienne se levantó, giró el interruptor.
—Sol, habla.
—Yo no hablar.
—Deja de jugar, cariño mío.
—Yo no dejar. Yo buen negro triste.
—No hagas el niño —dijo ella humillada por él.
—Yo negrito sin blanca, yo ni caña de azúcar, ni calzoncillos, muchas deudas, morir esta noche.
Ella le besó las manos.
—Escucha, ahora se ha acabado este juego. Habla razonablemente.
—Yo razón no tener —declaró él con real majestad.
—Bobito mío.
—Pues bien —dijo él con voz seria. (Estaba ofendido. «¡Bobito mío!». Ahora se descolgaba con familiaridades esa mujer a quien en definitiva no conocía.)—. Puedo quedarme una semana más en este hotel. Pero al final habrá que pagar. Y no soy rico. O sea que tengo que marcharme a París.
—¿Tú crees? —preguntó ella con angustia.
—No conozco a nadie aquí. Mientras que en París. En París tampoco conozco a nadie, por lo demás. Sabes lo que dijo vuestro Pascal: «Que la nobleza es gran ventaja que, desde los dieciocho años, brinda a un hombre ser conocido y respetado, lo mismo que otro podría merecerlo a los cincuenta años. Son treinta años ganados sin esfuerzo». Todos llevan ventaja. Tienen padres afincados o amigos. En cualquier caso una patria.
Adrienne se cubrió, reflexionó seriamente.
—Te presentaré al padre de mi amiga. El señor de Maussane, ya sabes, el senador. Está en Cologny estos días. Anunciaré tu visita. Ven mañana, sobre las cuatro.
Él bostezó para disimular su humillación.