VII

De codos en el pretil del puente, miraba correr las probas aguas del lago de Ginebra. Las lámparas de arco formaban estrías en la esmeralda en donde una nube de menudas percas vivía su vida. La noche era fría. Se alzó el cuello de la chaqueta. Ante él se erguía la estatua oficial y romana del vagabundo maloliente perseguido por los funcionarios.

—Jean-Jacques Rousseau, estoy perdido. Tengo veintiún años y estoy sin blanca. Si supieras en qué términos me ha hablado Adrienne. Por lo visto lo ha olvidado todo y no debo volver a verla. Hace ya cinco años y yo no he olvidado nada. Por lo visto soy un demonio, he destrozado su vida y mil céteras afectuosos. Vive confortablemente en casa del pastor Sarles. Tú nunca tuviste una casa como ésa. Es allá, en Cologny, justo enfrente de ti. Hermoso parque. Sufre moralmente y tiene unas joyas preciosas. ¿Tengo la culpa de que muriese el marido de uremia? En diez minutos me ha demostrado que soy veintitrés serpientes. Y todo eso en la carretera. Por supuesto voy demasiado mal vestido para que se me reciba en el salón. Llevo tres días sin comer. Tanto da, volveremos a verla muy pronto y nos amará y nos casaremos con ella y seremos ricos, poderosos y enormemente bondadosos y pasaré una renta a mi tío y a unos mendigos franceses muy simpáticos. Déjame meditar sobre mi vida y tomar una decisión sorprendente.

Se acercó a la estatua, posó la mano en el pie descalzo de Jean-Jacques, le contó los cinco años transcurridos y le pidió consejo.

Unos días después de llegar a Aix, se escapó del internado Bosq y se fue a Cimieu. El jardinero le contestó vaguedades: la señora sólo se había quedado unos días; estaba ahora de viaje y no sabía dónde; puede que estuviera con su padre, el general de Nons, en Anduze. Solal había dejado una carta y había regresado al internado donde se había consagrado intensamente al trabajo.

A los alumnos no les gustaba aquel extranjero, su cortesía, su impasibilidad, su elegancia y su distraída ironía. (Blanche Bosq salía a veces de la habitación del proscrito a las cinco de la mañana).

Al cabo de dos meses, había llegado una carta de París. La señora de Valdonne le decía que le alegraba saber que había venido a Francia a completar sus estudios; que iba a pasar una larga temporada en Italia; que París estaba tan triste en aquel invierno de guerra; que era inútil que se presentase en Cimieu porque no la encontraría; que le deseaba sinceramente los más brillantes éxitos escolares.

Aprobó la segunda parte del bachillerato y recibió una carta de su padre quien, sin aludir en lo más mínimo a la fuga, le pedía que regresase de inmediato a Cefalonia. Regresar allá, ¿por qué? El mundo era ancho y no era cosa de perder tiempo. Tenía dinero y diecisiete años. Provisto de magníficas maletas y de cigarrillos dorados, se había trasladado en coche a Cimieu donde se le había informado de que ella estaba en España. Bien. Iría a buscarla a España.

En Marsella, había pasado varias semanas en el Hotel du Louvre. Tumbado en la cama, había escrito trescientos poemas magníficos que se dejó olvidados en un armario —y que desde entonces darían la fama a otro—. La princesa rusa que vivía en el hotel se meneaba de maravilla en la cama pero estaba harto de tantos labios y lenguas de mujeres. Siempre la misma humedad asquerosa. No se había atrevido a releer la carta de su padre. Sólo lo volvería a ver convertido en un ilustre personaje. ¿Quién era él, Solal, solo en el mundo? Ridículo con aquellas hojas en la cama. Además, se le había terminado el dinero. ¡Miserables, con su dinero!

Había abandonado el hotel y a aquella asquerosa rubiaza rusa que quería mantenerle. Vencería noblemente o moriría. Había descargado naranjas en el Vieux-Port. Almorzaba habas cocidas con dos italianos, vendedores de yesos, a quienes leía eternos panfletos revolucionarios escritos en papel de embalaje.

En el barco que lo conducía a España, iba con la chusma del puente. A su lado, un armenio se quitaba la mugre verde que llevaba entre los dedos de los pies, confeccionaba una albondiguilla, le daba vueltas y la contemplaba como si fuese su destino. Arriba, unos holandeses daban zancadas por el puente para activar la digestión. Todo estaba dispuesto para aquellos robustos mocetones. Se sentía desamparado, hijo de desdichado. Las manos ya cansadas. Había dado a un armenio los diez francos que le quedaban. Unos ingleses, atiborrados de soda y de seguridad, caminaban en sentido inverso tropezándose con unos americanos convencidos, alegres e inútiles. Unos rusos vacilaban. Ya no había franceses. ¿Y él, de qué nacionalidad era? Miró su pasaporte. Ah sí, ciudadano helénico. Curioso.

España. Miseria. Oficios varios. Ni rastro de Adrienne. Una mañana, en Valladolid, tras releer a Racine y a Rimbaud, fue al consulado de Francia, firmó un enganche por lo que durase la guerra. Legión extranjera. Campo de instrucción. Flores desintegradas por los obuses. Menciones. Una palma, dos estrellas. Tres meses de calabozo por graves actos de indisciplina.

Armisticio, ¿en qué año? París. Preceptorado. Pagaban bien los padres del niño brasileño. En un café, trabó amistad con gente metida en la Bolsa, escuchó y aprendió. Al cabo de un mes, se multiplicaban por cinco los ocho mil francos. Diez semanas después, jugaba con cien mil francos esparcidos sobre su cama. En ocho días, gastó los cien mil francos en faustos y presentes a simpáticos desconocidos y abandonó París con las manos vacías y el pecho ligero. Había que ir a cualquier sitio, captar el azar, perderse en el movimiento.

De nuevo Marsella. En la Joliette, consultó en hebreo a un anciano recostado contra un saco de cacahuetes. ¿Debía regresar junto a su padre?

—Sí, a tu casa, hijo mío. O a Jerusalén. No hay mejor lugar. Cuando tenga dinero, a Jerusalén iré, qué duda cabe que a Jerusalén.

—Yo iré a Cimieu. Me las arreglaré para averiguar dónde está ella.

—Ah, Dios está en todas partes. Quizá en ese lugar de Cimieu hallemos al Mesías. Te acompaño si quieres, pues te veo joven y harto atolondrado. Toma tu parte de mi comida.

Compartió la comida del anciano Roboam que resultó ser un Solal y fue a tumbarse a la sombra, a soñar con la sonrisa grave de recibimiento, los lentos ademanes de Adrienne. ¡Y qué pechos! ¡Qué pechos! ¡Por Dios vivo, qué pechos!

Marcharon. Por la noche, dormían en la cuneta. El místico temblaba de admiración cuando oía a su joven pariente soñar en hebreo. ¿Por ventura sería Él? En Cimieu, Solal buscó una cama para su mentor consumido por la fiebre. Le lavó los pies y lo tumbó en la cama. Al tiempo que le acariciaba la mano, le aconsejaba que se durmiese y le aseguraba que mañana encontraría a Aquel a quien su corazón buscaba. «Buen niño», murmuraba el anciano.

Al caer la noche, escaló la verja, abrió sin esfuerzo los postigos mal cerrados y forzó el cajón del escritorio. Una carta, dirigida a Adrienne y firmada por Aude de Maussane. Arriba y a la izquierda, aparecía escrita una dirección. «Las Primaveras Cologny Ginebra». Aude se alegraba de que viniese su amiga. Vámonos a Ginebra. Antes de marchar, había estampado unos bigotes en un bonito retrato de Adrienne.

Y ahora estaba en Ginebra. Adrienne, a quien la fuga había dejado por supuesto un sentimiento de profunda vergüenza, lo había echado. Razón no le faltaba no queriendo cargar con un vagabundo cubierto de barro. Libre y rica desde la muerte de su padre, vivía acomodadamente. Había despedido con elegancia al pobre mendigo que reventaba de hambre. ¿Qué hacer para vivir y triunfar y capturar a Adrienne?

Medianoche. Puesto que la sociedad era carnicera, utilizaría los dientes. Eligió al de aspecto más acaudalado entre los que acababan de salir del teatro y lo siguió durante largo rato. El burgués con barbita y abrigo corto se volvía, apretaba el paso, se hallaba visiblemente atemorizado por la presencia del golfo. Solal, obedeciendo a la tradición, se acercó, pidió lumbre y entabló conversación con el aterrorizado tipo. Le contó su vida, al tiempo que le apretaba afectuosamente el brazo.

—No me apetece prolongar este período absurdo. No te escapes. Quiero disfrutar de toda la vida, y no dentro de ocho días sino esta noche. Quiero a Adrienne mañana o pasado mañana. Por otra parte, no le concedo más importancia de la que tiene. Para conquistarla (¡bobada!), necesito dinero. Dame dinero. Te prometo que te lo devolveré. Pero si no me lo das, tengo desgraciadamente derecho a cogértelo. Tengo diez derechos, mira.

Enseñó las manos. El hombre de barbita, temblándole el párpado izquierdo, sacó la cartera. Qué suerte. Veinte billetes de mil francos. Solal cogió catorce, devolvió el resto, dio las gracias. Aquel préstamo le resultaría útil. Lamentaba que el dibujo de aquellos billetes suizos fuese un tanto tosco. Conversó cortésmente un rato más, ofreció un cigarrillo y se marchó. Pero regresó hacia el robado que trató de huir; lo alcanzó, le preguntó su nombre y dirección, pues tenía intención de devolverle el dinero un día. ¡Palabra de recién nacido!

—¿Marquet? ¿Avenue des Crêts? Bien. No has de denunciarme. Si me detienen por tu culpa, acabaré contigo. ¡Hu! Lamento haber sido indiscreto. ¿Pero qué hacer si no? Huele bien la vida esta noche, hermano. Dame la mano. Muy bien. Todos somos hijos de Dios. Sigue tu camino, hermano, que yo seguiré el mío. Cuenta conmigo y no olvides al hijo de Gamaliel.

Besó al atónito individuo en el hombro y marchó, lleno de júbilo, con grandes proyectos de vida.

Cuando llegaron los paquetes al hotel Ritz, los abrió y se los presentó.

—Seis trajes de milagrosa tela y de soberbio corte. Tres batines del más extraordinario y ligero terciopelo. Veinticuatro camisas de una seda a sesenta mooms o momés. Seis pares de zapatos. Doce docenas de calcetines de seda. Seis abrigos de lord. Cien pañuelos de los más finos. Un reloj de platino. Doce litros de colonia. Quince sombreros. Maletas de inefable cerdo. Smoking jacket. Frac.

Se pasó una hora en el baño turco del hotel. Cuando salió, molido y con la piel viva, todas las heces de su existencia habían desaparecido. El masajista, tras colmar al príncipe de respetuosos elogios sobre su cuerpo de atleta, le condujo al salón de peluquería. Al ser la puerta muy baja, Solal se inclinó para entrar y se acomodó en el complicado sillón.

—¿Qué le hacemos? —le preguntó el muchacho.

—Ponerme guapo. Ve y haz tu trabajo puesto que es tu destino. ¡Las lociones más millonarias, la navaja más angelical y la mano más garbosa!

Mientras se afanaba el peluquero, su cliente le confiaba que el judaísmo, el catolicismo y el protestantismo eran respectivamente la mística del desierto, del feudalismo y de los municipios burgueses; que el universo no era ni finito ni infinito, sino infinitamente finito. Una increíble propina recompensó al mozo de su dolorosa atención.

Solal se puso su ropa nueva y salió del hotel, muy satisfecho de sí mismo y de los hombres. De los catorce mil francos que tomara prestados tres días antes al señor Marquet no le quedaban más que dos billetes de quinientos francos. ¡Admirable!

Fue caminando para ver el mundo y que lo vieran. Acarició a un niño, se metió en una pastelería y encargó que mandasen al señor Marquet un monumental pastel. Se contempló en el espejo y quedó seducido. Tenía tras él a un joven mal vestido. Le puso un billete en la mano.

Eran las diez de la mañana. En el muelle, junto al agua donde se deslizaban unos cisnes, un cochero acariciaba a su perrillo. Solal quedó prendado del perrillo, satisfecho de su buena educación. ¿Quién se atrevía a afirmar que la felicidad no es de este mundo?

—Las Primaveras. En Cologny.

—¿A casa del señor Sarles? Muy bien.

El viejo hizo ademán de fustigar. Le gustaba llevar clientes a casa del señor Sarles. Un gran ciudadano, un buen corazón ¡y viva Ginebra!